Colindancias 10 / 2019, 173-184

 

 

Felipe Oliver

Universidad de Guanajuato

 

 

 

Cine chileno y políticas de la memoria.

La trilogía de Pablo Larraín

Recibido: 29.07.2019 / Aceptado: 02.11.2019

 

 

 


La historia reciente de Chile está marcada por tres grandes hitos: la efímera y fracasada empresa socialista en la década del setenta, el largo gobierno militar que se extendió hasta finales de los ochenta, y la reforma económica liberal puesta en marcha durante la dictadura y ampliada y perfeccionada en democracia. Considerando la magnitud de estos procesos y el tiempo relativamente corto en que ocurrieron, es fácil comprender que la memoria colectiva constituya un foco de tensión permanente entre los chilenos. En ese sentido, la ficción ha jugado un rol fundamental en la construcción subjetiva del pasado, pues a través de las múltiples experiencias personales recuperadas desde las narraciones, la memoria social se amplía democratizando la historia. Dicho con otras palabras, desde el espacio ‘seguro’ de la ficción es posible recuperar las distintas visiones y versiones del traumático pasado, posibilitando, así, la reflexión que en la esfera política sistemáticamente se pospone o se niega.

Grosso modo los hechos históricos son bien conocidos: en 1970 el candidato a la presidencia del gobierno chileno por parte de la Unidad Popular, Salvador Allende Gossens, ganó por un estrecho margen la elección presidencial, convirtiéndose, así, en el primer jefe de Estado de ideología socialista en llegar al poder por la vía democrática. Su proyecto político, que el propio Allende definió como “vía chilena al socialismo”, e incluso como “socialismo con sabor a vino y empanada”, terminó abruptamente el día 11 de septiembre de 1973, por causa del golpe de Estado encabezado por el general Augusto Pinochet. Esta fecha clave en la historia del país andino no solo representa el fin del gobierno de la Unidad Popular, sino, ante todo, el inicio de una larga dictadura militar encabezada por el propio Pinochet. Más de tres lustros después, en 1988 el propio dictador sometió su continuidad como jefe de gobierno a la voluntad popular mediante un referéndum ciudadano. Al perder Pinochet el referéndum, el 11 de marzo de 1990 Patricio Aylwin asumió como el primer presidente electo mediante elecciones libres desde el lejano año de 1970.


 

 

Ahora, si algo distingue a la dictadura chilena en oposición a otros regímenes totalitarios contemporáneos en el Cono Sur, es la ausencia de un consenso social más o menos unánime que permita la formulación de un juicio de valor cuasi definitivo. El gobierno de Augusto Pinochet es y ha sido tan respaldado y defendido como repudiado. Para probarlo, baste con recordar que en el plebiscito celebrado el 5 de octubre de 1988 la oposición obtuvo la victoria al conquistar el 54 % de los votos; así, aunque la consulta ciudadana permitió el recambio político, al mismo tiempo hizo evidente la profunda división social que hasta el día de hoy divide a los chilenos, pues los seguidores de Pinochet que abogaban por la continuidad del régimen sumaron el 44 % de los votos. Esta profunda división social explica también por qué la transición democrática se hizo bajo el sello de un utópico perdonazo nacional’ que obvió el pasado a fin de asegurar la gobernabilidad futura. En efecto, el slogan utilizado por el gobierno de Aylwin fue el de “Verdad y reconciliación”, mensaje ambiguo que reconoce los crímenes de Estado, pero, al mismo tiempo, cancela o pospone la necesidad de justicia. En el discurso de la transición el énfasis recayó en la reconciliación antes que en el castigo, y los términos ‘verdad’ y ‘justicia’ fueron relegados a segundo plano. En palabras de Norbert Lechner,

 

Identificando el restablecimiento de la convivencia democrática como objetivo principal, el gobierno de Aylwin encaró el pasado en la perspectiva de la reconciliación nacional. Planteó entonces verdad y justicia como condiciones de un perdón. El punto de vista de la gobernabilidad que marca la mirada al futuro, también abarca al pasado, por eso, las exigencias de verdad y justicia quedan enmarcadas “dentro de lo posible”. Lo posible tiene sus límites. (2002: 68)

 

La política de la transición, está claro, puso el énfasis en admitir las culpas y resarcir en lo posible a las víctimas antes que en sancionar a los culpables. De hecho, la poca atención dedicada a los victimarios sugiere un raro escenario en donde abundan los agraviados, pero los agraviantes se difuminan en la colectividad, como en el drama de Lope Fuenteovejuna. De acuerdo con Claudia Gatzemeier,

 

Aylwin, por una parte, subrayó la continuidad entre el régimen anterior y el Estado de la Concertación y el carácter reformativo de la Transición y, por otra parte, le confirió la responsabilidad de los crímenes cometidos por el régimen militar al global de la sociedad. En fin, se trató de entablar una memoria consensual como pacificador social. (2011: 111)


 

 

En síntesis, la sociedad chilena pareciera haber acordado tácitamente no discutir el pasado reciente para evitar comprometer la estabilidad democrática y económica obtenidas en las últimas décadas. Este pasado contradictorio y peligroso que la comunidad misma se rehúsa a discutir públicamente, emerge una y otra vez en la ficción, trátese del cine o de la literatura. Es el caso del sugerente tríptico fílmico de Pablo Larraín, Tony Manero (2008), Post Mortem (2010) y No (2012), todas ellas protagonizadas por Alfredo Castro (que en No comparte el rol principal con el mexicano Gael García Bernal). En efecto, Post Mortem se detiene en los convulsos días inmediatamente anteriores y posteriores al golpe de Estado, Tony Manero retrata la violencia de la dictadura durante la llamada etapa del terror, y No ahonda en los pormenores de la transición. El tríptico de Larraín recupera, entonces, tres momentos claves del pasado: el golpe de Estado de 1973, la consolidación de la dictadura mediante una política del terror, y el plebiscito de 1988 que a la postre permitió la restitución de la democracia. En las próximas líneas quisiera analizar estas películas desde las discusiones políticas en torno a la memoria.

Aunque la aparición de Post Mortem (2010) es posterior a Tony Manero (2008), dentro de la cronología histórica es la primera película del tríptico, pues se ambienta en el año de 1973, mientras que Tony Manero está localizada en el 1978. A mi modo de ver, Post Mortem es también la más débil de las tres. La cinta sigue la anodina cotidianidad de Mario, un funcionario de bajo perfil responsable de mecanografiar informes forenses, y Nancy, una cabaretera en franca decadencia y vecina de Mario. La ya de por fallida historia de amor entre ambos se verá súbitamente truncada por el golpe de Estado. De hecho, dentro de la diégesis aparece el cuerpo de Salvador Allende sobre la mesa de disección, en franca alusión a uno de los episodios más enigmáticos del pasado reciente: me refiero al suicidio o asesinato de Salvador Allende.

¿Cómo murió realmente el expresidente de Chile? ¿Se suicidó como aseguran sus detractores, o fue asesinado como aseguran sus seguidores? Aunque en Post Mortem el médico forense a cargo de la autopsia del exmandatario declara que “el disparo no podría ser hecho por la propia persona” (Larraín 2010), en la escena siguiente Mario y Sandra, ambos presentes durante la autopsia, discuten el dictamen: Mario asegura que se trata de un suicidio y Sandra, de un asesinato. Al día de hoy las dudas persisten, lo que sin duda supone un sensible conflicto histórico1: hablar de suicidio libera al régimen militar si no de cierta responsabilidad, al menos de una culpa directa en la muerte de Allende, mientras que hablar de un asesinato menoscaba (aún más) la


1 De acuerdo con el artículo “Chile ante la ‘verdad histórica’ del suicidio de Allende”, el mandatario efectivamente se suicidó el 11 de septiembre de 1973. Véase Rodrigo Bustamante (2011: s. n.).


 

 

autoridad legal y moral del gobierno de Pinochet. En cualquier caso, al ficcionalizar la autopsia de Salvador Allende, Post Mortem muestra cómo el procedimiento fue vigilado por la mirada amenazante de distintas autoridades militares, dejando en claro una intervención directa en la escritura del pasado, que impide formular una versión fiable sobre el mismo. Esta intervención de la autoridad en la escritura del pasado excede por mucho a la propia muerte de Allende.

Ahora, como bien señala Tzvi Tal, la película no se centra solo en el caso de Allende, sino que pretende “ofrecer un análisis de la naturaleza del ciudadano común, que ante el horror y la violencia oficializada, adopta sin grandes hesitaciones la conducta vengativa y asesina demostrada por los uniformados” (2012: s. n.). En efecto, Post Mortem no es una película maniquea. Su mayor mérito estriba en la caracterización de personajes ambiguos y contradictorios cuyo comportamiento es difícil de codificar. El ejemplo más evidente es Nancy (interpretado por Antonia Zegers), cabaretera venida a menos con quien Mario llega a intimar. La bailarina nunca define cuál es la naturaleza de su relación con Mario, pues sale con él sin haber roto su compromiso con Víctor, un joven agitador que terminará adoptando la clandestinidad en los días posteriores al golpe de Estado. El clímax de este triángulo amoroso llega en la última escena del filme cuando Mario descubre a Víctor y a Nancy escondidos en un cuarto secreto detrás de una pared falsa en la casa que ambos comparten, y Mario simplemente bloquea la puerta con todos los muebles disponibles para matarlos por emparedamiento. La escena es perturbadora: durante seis minutos la cámara permanece estática enfocando un armario colocado estratégicamente para tapar la puerta falsa detrás del cual se esconden Víctor y Nancy. La posición de la cámara, de igual modo, solo permite observar las piernas de Mario amontonando muebles para bloquearle definitivamente la salida a los personajes encerrados en un cuarto de dimensiones risibles. Pronto el bulto de muebles es tan voluminoso que las piernas de Mario salen del encuadre y solo vemos objetos y trastos superponiéndose uno detrás de otro. Visto como una metáfora del proceso chileno que puso en marcha el golpe de Estado, la secuencia es tan clara como sugerente: ciudadanos comunes y corrientes atrapados en una violencia creciente perpetuada por otros ciudadanos tan comunes como ellos. Una vez que el rostro de Mario sale del encuadre para mostrar solo sus piernas, y minutos después cuando ya ni siquiera estas son visibles, los trastos se acumulan sin que exista un rostro concreto y personalizado detrás del acto violento. Para efectos prácticos es ya una violencia anónima que simplemente se reproduce y se acumula, pues bajo el estímulo correcto cualquier víctima puede transformarse súbitamente en victimario. El espectador solo puede horrorizarse imaginando la larga agonía que espera a aquellos que quedaron atrapados del otro lado del armario.


 

 

De acuerdo con Wolfgan Bongers, esta escena “es un acto de desolación total, filmado en una toma fija interminable, de seis minutos, que revela, elípticamente, un estado mental corrompido, síntoma de una vida desinflada, sin ánimo de vida, una sociedad post golpe y post mortem” (2014: 200). Lamentablemente, una metáfora tan sutil y sugerente como la recién descrita pierde fuerza frente a un conjunto de escenas más bien efectistas sobre la violencia explícita del régimen militar. Abusando del espacio de la morgue (después de todo el protagonista es asistente de un médico forense), hay varias escenas en donde aparecen múltiples cuerpos ensangrentados que, sabemos, responden a las víctimas de la dictadura. Cuerpos depositados en cualquier sitio, cuerpos desparramados en las escaleras, cuerpos cubriendo la totalidad del suelo de la morgue, cuerpos transportados en carretillas, un exceso de cuerpos que buscan impactar al espectador mediante el recurso fácil de la muerte y la sangre.

Bastante más sutil como metáfora de la dictadura y exploración de la memoria reciente es Tony Manero, película del 2008. Según podemos colegir a partir de algunas referencias cinematográficas (como el hecho de que el protago- nista acude a un cine de Santiago a ver Grease), la ficción se ambienta en el año de 1978, justo al centro de la así llamada era del terror de la dictadura. La película trata sobre un psicópata obsesionado por el personaje interpretado por John Travolta en Fiebre de sábado por la noche. Raúl, el ‘Tony Manero chileno’, cohabita con una familia compuesta esencialmente por mujeres en una pensión marginal de Santiago que cuenta con un pequeño salón en el cual pretenden montar un espectáculo musical inspirado en la película protagonizada por John Travolta. Es justamente en el cuadro familiar propuesto por Larraín que reside la enorme riqueza de la película.

Aunque en un primer acercamiento las dinámicas familiares desconciertan al espectador por la obvia disfuncionalidad de la misma, lo que aparece en escena es en realidad una representación arquetípica de la familia popular chilena. En su imprescindible ensayo Madres y huachos, alegorías del mestizaje chileno (1996), Sonia Montecino explica cómo la familia prototípica chilena, aquella que a lo largo del tiempo ha anidado en el inconsciente colectivo, se configura a partir de un padre ausente, una madre castradora y un huacho/a2. Desde luego, en los grandes relatos sobre la identidad nacional, la familia blanca, ‘europea’ y católica ocupa un lugar central, pero se trata de una imagen parcial que atiende solo a los intereses de la burguesía y su conservadurismo católico. La otra familia, aquella que por su origen


2 Palabra de uso habitual en Chile, cuyo significado remite al huérfano(a) de padre.


 

 

bastardo rara vez es simbolizada y no figura en los discursos oficiales, está marcada

por la ausencia del padre3. En palabras de Montecino,

 

La cultura mestiza latinoamericana posibilitó, por así decirlo, un modelo familiar en donde las identidades genéricas ya no correspondían ni a la estructura indígena ni a la europea, prevaleciendo el núcleo de una madre y sus hijos. Este hecho interroga a las formas en que se produjeron las identificaciones primarias. ¿Cómo fundaba su identidad masculina un huacho cuyo padre era un ausente? ¿Cómo se constituía la identidad de la mestiza huacha frente a una madre presente y único eje de la vida familiar? Creemos que la respuesta se anida para la mujer en la constitución inequívoca de su identidad como madre (espejo de la propia, de la abuela y de toda la parentela femenina) y para el hombre en ser indefectiblemente un hijo, no un varón, sino el hijo de una madre. (1996: 50-51)

 

Este cuadro familiar mestizo en donde la figura paterna destaca en tanto ausencia, explica, a su vez, la presencia de otra figura bien conocida en el inconsciente colectivo chileno: el lacho, un “huacho que, desplazado de su espacio natal, ‘ampara’ a la mujer, no a una, a muchas conforme a su deambular” (1996: 49). La figura del lacho, a pesar de ocupar el vacío dejado por el padre, es en realidad negativa, pues es visto como un oportunista que seduce a las mujeres para vivir a costa de ellas. “El varón presta protección a la hembra, a cambio de vivir ocioso y mantenido por la protegida” (1996: 49).

El cuadro familiar recién descrito, un poco abruptamente, es el que pone en escena Tony Manero. No sabemos quién es Raúl Peralta, el ‘Tony Manero chileno’, y tampoco sabemos nada sobre su pasado: únicamente está ahí, en la pensión, viviendo a expensas de una familia de mujeres abandonas por hombres ausentes. Es un huacho que ha asumido su papel de lacho y se apropia de un hogar en donde las mujeres se dedican a mimarlo. Y, fiel a su destino de lacho, en distintos momentos de la cinta lo vemos manosear a Wilma (la abuela), a Cony (la madre) y a Pauli (la nieta). Verdad es que el personaje, según lo vemos desenvolverse durante el desarrollo de la trama, es un psicópata capaz de ejercer la violencia sin culpa o remordimiento alguno, pero el ambiente familiar en el que se desenvuelve es todo menos anómalo. Lo que resulta entonces tan perturbador no es solo la excepcionalidad psíquica de


3 De acuerdo con Montecino, existen razones muy concretas para explicar la configuración de este cuadro familiar. Por un lado, la sociedad colonial multiplicó el fenómeno de la bastardía, pues el hombre europeo seducía o forzaba a las nativas sin pretender en ningún momento formar una familia con su contraparte americana. Asimismo, el modelo económico basado en la minería intensificó la proliferación de familias articuladas desde la ausencia del padre y la omnipresencia de la madre.


 

 

Raúl, sino la facilidad con la que un sujeto tan violento y perturbador como él puede insertarse con plena naturalidad en una familia tan ordinariamente común. Citando a Carolina Urrutia,

 

Si Raúl Peralta es un personaje psicópata, es porque vive en una sociedad y en un momento político igualmente sicótico y para Pablo Larraín, el director, pareciera ser que la única forma de representar lo irrepresentable —la época de la dictadura— es a partir de la crisis de un sujeto enfocado sobre mismo, cuya subjetividad hace invisible el espacio público y recrea un entorno de calles vacías y opacas, sin salida, oscuras y húmedas, de ventanas con cortinas cerradas, de susurros. Peralta corre por esos callejones y cada cierto tiempo un ruido —una sirena, pasos, ladridos de perros— lo llevan a esconderse de una presencia mayor, monstruosa, de un aparato militar que queda aludido y cuya simple presencia —en oposición— desajusta lo patético o siniestro en Peralta. (2010: 42)

 

Estableciendo un delicado equilibrio entre lo individual y lo colectivo, la película pareciera sugerir que la dictadura militar pudo instaurarse en la sociedad porque esta contaba ya con una falla estructural, con una violencia implícita que el gobierno castrense hizo explícita, con una ausencia simbólica que el gobierno rellenó mediante el autoritarismo. La dictadura es, desde luego, siniestra, monstruosa y genera una sensación perenne de angustia, pero el espacio privado de la familia es igualmente aciago. De hecho, cuando Raúl aborda sexualmente a la Pauli, su propia madre, Cony, la denuncia ante las autoridades por repartir folletines subversivos; es decir, a fin de conservar al amante, la madre sacrifica a la hija, pues la percibe como un obstáculo entre ella y Raúl. Y este último, cuando la siempre temida policía secreta de la dictadura se presenta en el hogar, simplemente huye y deja a la familia a su merced. Raúl no protege a las mujeres, no asume una función ‘paterna’ y, más bien, confirma su condición de lacho y hombre ausente, y escapa sin mirar atrás. Al igual que en Post Mortem, nadie es inocente y la sociedad en su conjunto es tan víctima como responsable por su pasado.

Ahora, a fin de montar el espectáculo de baile a imagen y semejanza de Fiebre de sábado por la noche, Raúl asesina a un chatarrero para robarle unas placas de cristal con las que pretende iluminar la pista de baile de la pensión. Pero la cantidad de placas birladas no alcanzan a cubrir más que una mínima parte de la superficie total del suelo, por lo que el resultado final es más bien ridículo. La pista de baile del antihéroe chileno se compone casi en su totalidad de tablas de madera podridas y erosionas, y un pequeñísimo segmento de placas de cristal apenas iluminadas por debajo. Así, cuando vemos a Raúl deslizándose por la pista de baile imitando los pasos de John Travolta, es imposible no recordar la espectacularidad de la discoteca en la que transcurre la coreografía original. El espectador recuerda a Travolta sobre


 

 

una pista completamente iluminada con luces de todos los colores, y contrasta la escena con la pobreza material de su contraparte chilena. Este juego de contrastes supone una metáfora genial de la dictadura militar. En efecto, uno de los argumentos ampliamente difundidos por los defensores de Pinochet para legitimar la dictadura es el crecimiento económico experimentado por Chile en las últimas décadas. Para nadie es un secreto que el gobierno militar contrató los servicios de distintos economistas formados en la Universidad de Chicago bajo la tutela del padre del neoliberalismo, Milton Friedman, para diseñar la política económica de su gobierno. Dichos economistas, conocidos en Chile como los ‘Chicago Boys’, diseñaron las reformas que posibilitaron el ‘milagro de Chile’ para posicionar a dicho país como la principal referencia económica de la región4. No es este el espacio para discutir las verdades y las mentiras, los milagros o los horrores del desarrollo económico chileno. Lo que me interesa resaltar es el sugerente simbolismo propuesto por Larraín: la pista de baile de Raúl es una pobrísima y triste versión tercermundista de la pista de su modelo neoyorkino. Una pista manchada de sangre, pues lleva las marcas del crimen. La dictadura justificó su violencia bajo el argumento de una medida necesaria para el desarrollo económico del país. Dicho con otras palabras, el gobierno militar legitimó su intervención violenta en la vida cotidiana de los ciudadanos como una especie de sacrificio necesario para permitir la llegada de un ‘sano’ y ‘democrático’ neoliberalismo que traería riqueza y prosperidad para todos. Sin embargo, Chile no deja de ser un país en vías de desarrollo y al remendar las fórmulas económicas de los Estados Unidos consigue resultados parciales. Raúl bailando en calzones sobre una pista de madera podrida en una pensión paupérrima de un barrio marginal de una metrópoli sudamericana es, acaso, la mejor expresión de un desarrollo económico que no cubre a todos los ciudadanos. La moraleja, a lo mejor, puede resumirse en una oración: tantas muertes para conseguir apenas una pálida ilusión de bonanza. Esta metáfora se continúa con la bola disco: en algún momento de la cinta, Raúl arrebata una pelota de futbol a unos niños, fractura un espejo con un martillo y, finalmente, cubre la superficie del balón pegando con cola los pequeños trozos de espejo. El resultado final es una bola disco que solo muy vagamente recuerda a las utilizadas en las discotecas norteamericanas. Una vez más, nos enfrentamos a la representación fallida e incompleta del estado de bienestar que se impone en la sociedad mediante la violencia explícita del régimen.

El tríptico sobre la dictadura cierra con No (2012), la más difundida de las tres, acaso por haber recibido la nominación al premio Óscar a la mejor película extranjera. El contexto de la cinta es el siguiente: cediendo a la presión internacional, en 1988


4 Véase el valioso artículo “Las negociaciones en torno al No y la transición consensuada” de Sofía Correa Sutil (2018: 19-35).


 

 

Augusto Pinochet sometió su continuidad en el poder a una consulta ciudadana a través de un referéndum. Para tal efecto, durante 27 días consecutivos tanto los opositores como los defensores del régimen dispondrían de 15 minutos de tiempo aire para persuadir a los electores mediante comerciales, sketches y spots televisivos. El futuro inmediato del país quedaba, entonces, en manos de la ciudadanía, la misma que sería bombardeada durante casi un mes por dos campañas publicitarias que harían lo posible por imponer su visión sobre la bondad/maldad del régimen. Como el título mismo lo sugiere, la película recrea la exitosa campaña publicitaría desarrollada por los defensores de la No continuidad de Pinochet. Desde un punto de vista sociológico, No es la película que mejor explica la sistemática renuncia a enfrentar el pasado que hasta el día de hoy ha impedido la construcción de un verdadero espacio de reconciliación nacional. En efecto, Saavedra, el genio creador de la exitosa campaña publicitaría del No y protagonista de la película, plantea desde el primer momento la necesidad de obviar la denuncia de los crímenes de Estado perpetuados en el pasado para enfocarse en el futuro. Los productores de la campaña en contra de Pinochet se rehúsan a aceptar la propuesta de Saavedra, pues consideran que el espacio televisivo cedido por el gobierno constituye, acaso, la única oportunidad que tendrán para denunciar públicamente las torturas, desapariciones forzadas y otras aberraciones perpetradas por el Estado. Sin embargo, Saavedra logra imponer su visión publicitaria y crea comerciales llenos de color y humor con una pegajosa y alegre melodía de fondo que señala “Chile, la alegría ya viene”. El propio publicista, en un momento dado, afirma que él tan solo está vendiendo un producto abstracto llamado ‘democracia’ y, por lo tanto, necesita asociarlo con otra idea abstracta llamada ‘felicidad’. El examen del pasado, la denuncia y la búsqueda de justicia quedan entonces delegados a un segundo plano frente a la promesa de una felicidad futura a punto de materializarse. De ahí que, como bien señala Caetlin Benson, la película de Larraín se muestra escéptica con respecto a los alcances reales de la victoria obtenida por la franja del No:

This ambiguous wave of good cheer helped the actual No win almost 56 percent of the vote, but No questions the price of such empty promises through the Saavedra character. When Pinochet`s generals acknowledge his defeat, Saavedra and his young son Simon (Pascal Montero) leave the No’s victory party alone, as if the adman is uncertain how to believe in the genuine joy his campaign generated. The movie then cuts to Saavedra introducing a campaign for a new soap opera and once again vowing, What you are going to see now is in line with the current social context. After all, today, Chile thinks in its future.” (2013: 61)

Desde el punto de vista publicitario, la campaña fue un éxito, pues permitió la victoria en el referéndum, pero contribuyó a la formación de una transición democrática cimentada en la negación del pasado para evitar comprometer


 

 

el futuro. La imagen de Saavedra abandonando la fiesta del No pone en evidencia la imposibilidad de una felicidad futura cimentada en la anulación de la historia. Como campaña publicitaria, el mensaje sí mostró su efectividad, pero la ansiada alegría no deja de ser una quimera condenada a caer por su propio peso. De ahí que la película cierre con Saavedra ‘vendiendo’ el mismo discurso sobre el futuro a un nuevo grupo de clientes que nada tienen que ver con la política, dejando, así, en evidencia que la publicidad debe su efectividad no a la representación fiel de la realidad, sino a la anulación de la misma.

Desde el punto de vista técnico, No tiene ya un lenguaje distinto a Post Mortem y Tony Manero, acaso por mostrar el ocaso de la dictadura. La oscuridad y los planos ligeramente deformados de las primeras cintas prácticamente desaparecen y, por el contrario, hay varias escenas en donde un exceso de luz solar vuelve inteligibles las imágenes. Desaparecen también las largas secuencias con una cámara fija de las primeras cintas, y en No las escenas son rápidas y los cortes, abruptos, como si estuviésemos frente a una secuencia de comerciales. Lo anterior no es un azar: la película recupera el material de los archivo para mostrar los comerciales reales que en su momento se transmitieron, recrea el ‘detrás de cámaras’ de los mismos y, finalmente, filma su propia versión de ellos. El trabajo de edición combina las imágenes reales con las recreaciones de Larraín, siendo muchas veces imposible distinguir las imágenes de archivo de sus recreaciones contemporáneas. Esto quiere decir que lenguaje de la televisión impuso sus ritmos y formatos al largometraje, lo que explica la preeminencia de escenas breves y transiciones abruptas.

Recapitulando, Pablo Larraín logró plasmar su personal punto de vista de la dictadura deteniéndose en sendos momentos representativos: el golpe de Estado, la era del terror a finales de los setenta, y la transición democrática a finales de los ochenta. Además de trabajar con distintas temporalidades, Larraín supo cambiar también de lenguaje de una cinta a otra; en Post mortem y Tony Manero las tomas son predominantemente oscuras y hay varias secuencias largas filmadas con una cámara fija. Son estos unos procedimientos que Wolfgan Bongers define como un deliberado “juego entre largas tomas inmóviles y los recurrentes planos destructurados y cortados [que] manifiestan una fragmentación incierta, experimentada por los personajes y espectadores” (2014: 201). Ambas cintas son lentas, sombrías y fragmentarias, en las que el tiempo pareciera haberse detenido, como el ánimo mismo de los personajes cuyas biografías grises y confusas parecen condenadas a la inmovilidad. Por el contrario, en No la luminosidad aparece y se manifiesta incluso en infinidad de encuadres en donde la imagen se ve ‘contaminada’ por círculos de luz en las esquinas de la pantalla. Su ritmo, de igual modo, es bastante más ágil y dinámico, acaso, por tratarse del fin de la dictadura y el advenimiento de la alegría que, al menos en términos publicitarios, traería el futuro.


 

 

Las tres películas muestran entonces tres estadios de la dictadura mediante narrativas sólidas y un excelente manejo de personajes, atmósferas, ritmos y tiempos. El tríptico cinematográfico de Pablo Larraín forma parte de un largo conjunto de ficciones literarias y cinematográficas que luchan por mantener viva la memoria traumática de un país en tensión permanente con su pasado. Además de sus indiscutibles méritos cinematográficos, los largometrajes valen como piezas de un archivo audiovisual que recrean con detalle y fidelidad distintos momentos axiales de la dictadura. Usando un símil trillado, el espectador ‘vive’ la dictadura desde la particular mirada del ciudadano común, atrapado en un momento histórico que, sin duda, conmocionó a toda una sociedad y cuyos efectos prevalecen hasta nuestros días. De igual modo, Tony Manero, Post Mortem y No constituyen un logro cinematográfico que catapultaron a Pablo Larraín el éxito internacional y que, a nivel local, consagraron a Alfredo Castro como actor. Hoy Pablo Larraín se erige como el máximo representante del cine chileno.

Bibliografía

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Filmografía

LARRAÍN, Pablo. Tony Manero. 2007.

---. Post Mortem. 2010.

---. No. 2012.