Colindancias 10 / 2019, 155-172
Eszter Katona
Universidad de Szeged
Historia, memoria y verdad
en El jardín quemado
de Juan Mayorga1
Recibido: 24.07.2019 / Aceptado:
20.10.2019
“No les traiga el tiempo y el dolor. No les traiga la guerra. […]
Deja a los muertos enterrados”. (Mayorga 2014: 182)
Las obras de Juan Mayorga son clasificables bajo el lema del teatro realista de ideas (Floeck 2008: 460), aunque la elaboración de los temas tratados presenta una amplia gama de técnicas desde el estilo documental, pasando por lo poético, lo serio y lo satírico, hasta llegar a los lenguajes tradicionales y experimentales (García Martínez 2016: 316). Junto a esta gran variedad, hay algo que es común en los dramas mayorguianos, y eso es el fuerte compromiso ético con temas de índole social y político. Mayorga opina que “ninguna obra puede cambiar el mundo, pero en cada obra se construye conciencia o se destruye; cada obra empequeñece la vida o la engrandece” (2002: 287). Para él, el teatro es un arte político, ya que “no es posible hacer teatro y no hacer política” (Mayorga 2003: s. n.).
Las obras de Mayorga frecuentemente tienen inspiración en la historia del siglo pasado o en la actualidad. Dentro de los temas históricos, siempre le interesan los acontecimientos de la España del siglo XX. Su primera pieza dramática, Los siete hombres buenos (1989), analiza la guerra civil española y el fracaso de la Segunda República, dibujando “una feroz caricatura del gobierno republicano en el exilio mexicano” (Aznar Soler 2006: 497). En 1996, siete años después de su primer drama, Mayorga vuelve otra vez al tema de la Guerra Civil en su pieza El jardín quemado2. La obra consta de cinco partes, un prólogo y un epílogo; sus protagonistas son Benet y el doctor Garay, dos psiquiatras. El primero es un joven estudiante de Medicina que aparentemente llega a la clínica San Miguel para hacer un rutinario trabajo de fin de carrera; el segundo es el director anciano del centro. Pero, poco a poco, se descubre que la motivación de Benet no es científica, sino, más bien, policial. Su investigación se transforma en una indagación criminal que hace para aclarar un acontecimiento enigmático del pasado. El joven sospecha que la clínica funcionaba en la guerra como cárcel y llega a San Miguel con la intención de aclarar la responsabilidad de Garay en la muerte de los doce intelectuales republicanos asesinados en mayo de 1939, entre ellos, el famoso poeta Blas Ferrater. Su objetivo es procesar a Garay y, para realizarlo, desarrolla un interrogatorio entre los internos. Sin embargo, el resultado de la investigación no coincide con las ideas preconcebidas de Benet: aunque logra excavar una fosa común bajo la ceniza del jardín quemado de San Miguel, los huesos de las doce personas asesinadas ya no hablan y tampoco el interrogatorio de los enfermos le ofrece las respuestas esperadas. Los pacientes del centro, un domador de perros invisibles (Don Oswaldo) y los dos ajedrecistas (Pepe y Néstor), niegan la colaboración con el joven psiquiatra, así, Benet no logra verificar sus preconcepciones. Benet quiere justificar su propia verdad, pero con el desarrollo de la trama llegamos a conocer otra versión de la historia ―la verdad de Garay―, según la cual fueron los mismos intelectuales republicanos los que eligieron entre los enfermos psiquiátricos del centro a las doce víctimas y las pusieron ante el pelotón de fusilamiento. La aparición inesperada de Blas Ferrater apoya también la versión del director. Sin embargo, Benet no cree ni en las palabras de Garay ni en
2 La
primera edición de El jardín quemado se
publicó en la revista barcelonesa Escena (noviembre-diciembre de 1997). El
estreno fue programado para abril de 1997, pero, por el cambio de gobierno ―el PP ganó las elecciones―, la nueva
dirección del Centro Dramático Nacional
retiró la obra de Mayorga de su programación. Desde entonces, El jardín quemado sigue
sin estreno. La obra fue traducida al húngaro por la autora del presente
artículo y se
publicó en la antología dramática Az emlékezet
színháza. Öt kortárs spanyol dráma (Szeged: JatePress, 2019).
las de los enfermos y, al final, se marcha decepcionado de la isla con más preguntas
que respuestas.
Mayorga dirige nuestra atención a la vida profesional de los dos protagonistas y no conocemos detalles de sus vidas privadas. Sin embargo, sabemos del médico mayor que muy pronto será su cumpleaños y eso conlleva su jubilación, un momento más bien triste para él. De sus palabras podemos captar no solo la tristeza, sino también la tensión que existe entre las dos generaciones. Benet es un joven que sale de la universidad lleno de ideas y entusiasmo, mientras que el anciano Garay era director del centro ya desde antes de la guerra. La diferencia entre las dos generaciones se siente en sus ideas sobre el presente de España, en sus métodos de dirección de San Miguel y también en sus opiniones divergentes en cuanto a la importancia de rememorar el pasado.
Al comienzo del drama, Mayorga determina el lugar y el tiempo: estamos “en España, a finales de los años setenta” (2014: 149), es decir, coloca la acción dramática en los años después de la muerte de Franco. Los dos protagonistas representan dos diferentes voces: el estudiante simboliza la democracia naciente, mientras que el director, al parecer, es uno de los que servían al régimen dictatorial. Las palabras de Benet están llenas de los tópicos de la Transición democrática:
BENET: ¿Es que no ha llegado hasta aquí la
noticia de que el dictador ha muerto? […] La democracia va a levantar
muchas máscaras. […] Ya no hay razón
para el miedo.
La guerra ha acabado para siempre. […] (A Garay.) Tiene
suerte de vivir en un país democrático. Tendrá un juicio justo y una cárcel sin torturas.
(2014: 155, 156, 179)
Frente a la euforia que caracteriza a la generación nueva, Garay parece
menos entusiasta y optimista: “Se acabó la dictadura y el país entero está ansioso por cambiar de arriba abajo. […] Pero temo que tanta ansiedad traiga algunas precipitaciones” (2014: 152). Los dos no están de acuerdo ni en la valoración de
la situación de San Miguel ni en cuestiones concernientes a la
dirección de la clínica. Según Benet, los enfermos
“son como sombras
flotando en el vacío […] a quienes
nunca nadie pregunta nada” (2014: 154, 156). Al joven le sorprende el ambiente tranquilo
y el funcionamiento extraño del
centro, sin embargo, su admiración se convierte pronto en incriminación, cuando empieza a llamar a los internos
como presos y víctimas, y el centro, como prisión.
El médico mayor tiene otra opinión, completamente diferente de la de su joven colega. El director tilda a Benet como un arribista, un trepador ansioso que es peligroso
para sus pacientes (2014: 156). Garay llama a los enfermos como ángeles, niños o muchachos, y con eso expresa bien el desamparo y la sujeción de los habitantes de San Miguel. El doctor mayor se caracteriza como protector y padre de los internados y esta visión suya está en contraste con la impresión de Benet que califica al director como carcelero.
En una historia policial el detective “se va acercando con más seguridad a la solución del rompecabezas” mientras que el criminal “por el peligro de ser desenmascarado, pierde, cada vez más, la cabeza” (García Martínez 2016: 333). En la obra de Mayorga, Benet interpreta el papel del detective y Garay el del criminal, sin embargo, el sentimiento de la seguridad (detective) y la inseguridad (criminal) se intercambian entre los dos médicos en el momento de entrar en el jardín del manicomio.
Al parecer, los dos hombres disputan sobre el presente y el futuro del centro, pero el motivo verdadero de su discusión está arraigado en el pasado: Benet viene para averiguar lo que sucedió entre los muros de la clínica durante la Guerra Civil y los años siguientes. Así, el joven médico no es solamente un posible candidato para el cargo del director de San Miguel que quiere modernizar el lugar, sino se asume el rol de un detective incorruptible que desarrolla una investigación minuciosa: repasa los documentos y los archivos que guardan los datos de los pacientes esperando que de esos tendrá información suficiente para aclarar los acontecimientos trágicos del pasado y descubrir la verdad. Durante su charla con Garay alude a las informaciones encontradas en los ficheros:
BENET: (A Garay.) ¿Por qué está vacío el pabellón número seis? (A Garay le extraña la pregunta.) Desde hace cuarenta años, no se registran
visitas al sexto pabellón. Como en el archivo se consigna cada visita a los pabellones, cabe inferir que nadie vive allí. A menos que los del seis no tengan
familia, ni amigos.
(Mayorga 2014: 157)
Con la ayuda de la documentación quiere refrescar la memoria de Calatrava, uno de los internados, y su método es semejante también al interrogar a Don Oswaldo, el domador de los perros, pero no se da cuenta de que con su método confronta a los enfermos con un pasado doloroso. Con el pasado del que los habitantes del centro huyeron a la locura o a la ficción de la locura (Aznar Soler 2006: 482).
Benet, con una fe inquebrantable, confía ciegamente en los documentos y opina que la verdad revelada delinea la historia auténtica del pasado. Presta atención solamente a la verdad apoyada por los documentos ―su verdad― y no quiere oír la otra verdad que se dibuja de las frases de los testigos y de la narración de Garay: “Este hombre no es Blas Ferrater. (No mira al hombre. Mira la vieja fotografía.) Ni siquiera se le
parece” (Mayorga 2014: 175). Para Benet existe un concepto de historia y memoria que parte de una preconcepción imparable según la cual existe solamente una verdad absoluta. En mayo de 1939, según Benet, Garay fue el cómplice de la dictadura y el verdugo de los doce inocentes republicanos, mientras que Blas Ferrater y sus once compañeros fueron las víctimas de la violencia. El joven psiquiatra quiere descubrir la verdad, “o mejor, el pre-juicio con el que viaja a la isla para fundamentar con pruebas su verdad” (Aznar Soler 2006: 472).
El doctor Garay, como antagonista de Benet, pertenece a la generación que sufrió y sobrevivió la guerra y la dictadura. Por su cargo, Benet le identifica automáticamente con el poder. El mero hecho de que Garay fue y sigue director de San Miguel despierta sospecha no solamente en el otro médico, sino también en nosotros. Por eso, al comienzo del drama, nuestra simpatía se dirige hacia Benet. Frente a la fuerza de los documentos del archivo, Garay puede ofrecernos solamente la narración oral del pasado, construida gradualmente como en un juego de rompecabezas. Pero, con el desarrollo de la acción, empezamos a dar crédito a las palabras del director y, poco a poco, desertamos de la verdad de Benet. El método violento de Benet es contraproducente y nuestra simpatía inicial hacia él se dirige al final, más bien, hacia Garay que se declara inocente. El director revela su verdad solamente en la quinta parte:
GARAY: ¿Mis víctimas? (Mira la fosa.) ¿Cree que fui yo quien
señaló a esos inocentes? “Por lo menos debe de haber doce rojos ahí fuera”, dijo el capitán.
Entré en el jardín y hablé
con los muchachos. Les expliqué qué querían los soldados. Y fueron ellos, los muchachos, los que encontraron una solución. Ellos mismos escogieron a los doce.
(Mayorga 2014: 179-180)
El director no solo quiere demostrar su inocencia, sino que transfiere la responsabilidad justamente a las personas que, según Benet, fueron mártires. Las víctimas inocentes (versión de Benet) se transforman de repente en verdugos (versión de Garay) que aprovecharon el lema de una causa elevada (la defensa de la República) para salvar sus propias vidas.
Por supuesto, del texto no llegamos a saber si la narración de Garay dice la verdad o solamente inventa una ficción para desviar la atención de Benet de su propia responsabilidad. Si damos crédito a sus palabras, aceptamos su inocencia y le absolvemos de la culpa del pasado. Pero solo en parte porque, si bien no tuvo responsabilidad directa en el fusilamiento de los doce enfermos inocentes, sí fue responsable por guardar el secreto en el jardín quemado del centro durante cuatro
décadas. Además, es responsable también por convertir a doce hombres sanos que llegaron a la clínica en 1937 en unos enfermos mentales ―o sea, locos―, construyéndoles un mundo ficticio, un Edén sin tiempo y sin memoria (Ferreyra 2006: 9) que les protege de la realidad circundante, más allá de los muros de San Miguel.
La memoria testimonial de Garay ―al igual que la versión de Benet reconstruida de documentos y fotos― es unilateral y le sirve de autojustificación. Sin embargo, sus argumentos revelan que el silencio y el olvido no se interpretan necesariamente como culpa o negligencia imperdonable, ya que la eliminación de los recuerdos ― como sucedió en el caso de los doce intelectuales republicanos― también puede salvar vidas. La locura o la ficción de la locura se convierten en la única posibilidad de supervivencia en San Miguel (Aznar Soler 2006: 482). En el mundo cerrado y ficticio del centro ―donde prevalece el olvido y donde los doce supervivientes no tienen que recordar continuamente ni su propia ignominia ni el fracaso de la república― los pacientes se construyen nuevas identidades. Ellos hablan la lengua de los ángeles (Mayorga 2014: 160), un idioma incomprensible para Benet. Los pacientes del manicomio son los náufragos supervivientes de la Guerra Civil que padecen de su conciencia manchada de sangre (Aznar Soler 2006: 482). Para aliviar el dolor de la memoria practican el olvido, su única posibilidad para sobrevivir. Como la guerra quemó el jardín, así también la amnesia convierte en cenizas los recuerdos de los internos.
Aunque Benet pinta a Garay como un hombre cruel sin remordimientos, el director se presenta como padre, modesto curandero y ángel guardián de los internos, que, en medio de la nada, construyó hogar para los necesitados. Al comienzo, el mismo Benet constata que “[t]odos hablan de usted como de un santo” (Mayorga 2014: 152) y, luego, las confesiones de los pacientes solo fortalecen esta imagen. Don Oswaldo habla de él como su patrón que le dio trabajo y que le enseñó la profesión de domador de perros; para Pepe, Garay es el árbitro insustituible de los partidos de ajedrez que conoce todas las reglas; y en la imaginación de Máximo Cal ―que, según el director y los internos, es el mismo Blas Ferrater― el doctor anciano se convierte en un timonero que dirige la nave por el mar agitado.
La contextualización de la acción es concreta: fin de los años setenta, España, en una isla. Sin embargo, respecto a la localización precisa no tenemos información, no sabemos de qué isla se trata, aunque Mayorga nos informa de que la Nave de los Poetas embarcó del puerto de Valencia (Mayorga 2014: 177); así, podemos suponer
que la acción se desarrolle en una isla de las Baleares3. La isla, en general, es un lugar utópico y paradisíaco, pero, a la vez, se hermana también con la noción del aislamiento (García Martínez 2016: 350 y Ferreyra 2006: 5). Los pacientes del centro, encerrados en San Miguel, viven lejos del continente, se aíslan de la sociedad, formando una especie de enclave. Según Foucault, las clínicas psiquiátricas, semejantemente a los sanatorios y las cárceles, son unas heterotopías de desviación, “que reciben a individuos cuyo comportamiento es considerado desviado en relación con el medio o con la norma social” (Foucault 1997: s. n.).
Al examinar la problemática de dentro y fuera, otra vez podemos citar al filósofo francés antes mencionado, concretamente, el quinto principio de su heterotopología, según el que “las heterotopías constituyen siempre un sistema de apertura y cierre que, al tiempo, las aísla y las hace penetrables. […] No se puede acceder sin una determinada autorización y una vez que se han cumplido un determinado número de actos” (1997: s. n). Cuando Benet llega a la isla, es bien perceptible el rechazo y el comportamiento reservado de Garay que solo a regañadientes da autorización a su colega para que este pueda investigar en el archivo del centro, pero le prohíbe el contacto con los pacientes (Mayorga 2014: 156). Citemos ahora la idea de Foucault: “Por regla general, no se accede a un espacio heterotópico así como así. O bien se halla uno obligado, […] o bien hay que someterse a ritos o purificaciones” (1997:
s. n.). En el caso de Benet, la bata también simboliza la entrada ritual: “Garay se pone una bata blanca. Cede otra a Benet, quien vacila antes de rechazarla” (Mayorga 2014: 156). El joven psiquiatra, aunque puede entrar en San Miguel, no puede adaptarse al mundo cerrado del manicomio, ni siquiera cuando toma la dirección de Garay. Durante el interrogatorio de los internos, Benet finge que él mismo entra en su mundo imaginado, sin embargo, en realidad, se queda fuera. Su juego de rol forma parte solamente de su estrategia de investigación, cuyo objetivo es la solución del secreto de San Miguel.
El lugar que determina la imagen de la clínica es el jardín quemado que da el título al drama. Según Garay, es un jardín, mientras que Benet lo define como un patio (2014: 156)4. Mientras que el patio es un lugar funcional y, más bien, de sentido neutral, a la imagen del jardín solemos asociar valores positivos y lo consideramos
3 José
Monleón (2004: 25) opina que se trata de Menorca y la
situación dramática alude a la ocupación de tal isla por el ejército nacional
franquista. El hecho
de que Mayorga no nombra
la isla puede fortalecer la impresión de que se trata de una generalización: lo que sucedió
allí, pudo suceder
también en muchos
otros lugares.
4 El título
es un oxímoron interesante: Mayorga
conecta la palabra
jardín, que
generalmente tiene connotaciones positivas, con un adjetivo que expresa destrucción.
como un lugar agradable e idílico5. Con eso, Mayorga sugiere “la multiplicidad de interpretación de un mismo sujeto” (Marchena Segura [s. a.]: 6), o sea, que pueden existir, según nuestro punto de vista, realidades diferentes. La dicotomía de patio/ jardín expresa también la relación que hay entre el centro y los dos médicos: Benet es pragmático, mientras que Garay tiene una relación más emocional con su trabajo. Un muro alto circunda el jardín y eso aumenta la percepción del aislamiento.
Sin embargo, paradójicamente, el muro no significa cautiverio para los internos, sino lo contrario: le ofrece libertad y seguridad frente al caótico y desconocido mundo de fuera. Los pacientes pueden vivir libremente solo dentro de los muros, en sus mundos ficcionales ―creados por Garay―, porque en la realidad fuera del centro siempre tendrían que acordarse de su acto infame. Benet, justamente con su intención de destruir el muro, amenaza a los enfermos con quitarles esta ‘libertad’ artificial. Fuera de la clínica, los pacientes de Garay no podrían vivir y se convertirían en hombres estatuas, semejantes a Antonio Roca, alias Periquito Lila, con quien Benet se encuentra en el puerto en el momento de su llegada y su salida (en el prólogo y en el epílogo):
GARAY: El Periquito pensó
que podía vivir fuera de San Miguel. […] Hay tanto dolor al otro lado del muro... Solo una estatua podría soportar
tanto dolor. No saque a estos hombres
del jardín. […] Su sitio está aquí. Más allá del tiempo. Más allá del dolor. No les traiga el tiempo y el dolor. No les
traiga la guerra. Olvídese de San Miguel. Deje a los muertos enterrados. (Mayorga 2014: 182)
La dicotomía se perfila no solo entre los lugares escénicos, sino también en la dualidad del tiempo dramático, entre el presente de la acción dramática (los años finales de la década de los setenta) y el pasado (la Guerra Civil y la posguerra). Además, en el mundo cerrado de San Miguel podemos sentir casi una tercera dimensión temporal, ya que los internos no viven en el presente ni en el pasado, sino en un momento inmóvil, en un vacío inmemorial. Tales heterocronías nacen cuando “los hombres han roto absolutamente con el tiempo tradicional” (Foucault 1997: s. n.). En el drama de Mayorga, esta ruptura sucedió en mayo de 1939, cuando los doce intelectuales decidieron elegir a doce hombres inocentes y, con eso, les condenaron a muerte. La fosa común bajo la ceniza del patio ―o sea, un cementerio― es, a la vez, heterotopía y heterocronía6.
5 Las
expresiones de Garay ―la primavera eterna, la isla de la paz― sugieren
también esta
quietud paradisíaca.
6 “El
cementerio es un lugar heterotópico en grado sumo, ya
que el cementerio se inicia con una
rara heterocronía que es, para la persona, la pérdida
de la vida, y esta cuasieternidad en la que no para de disolverse y eclipsarse” (Foucault
1997: s. n.).
Volvamos al jardín que, según Foucault, “es, desde la más remota Antigüedad una especie de heterotopía feliz y universalizadora” (1997: s. n.). Mientras el médico mayor se mueve con seguridad por el jardín, se siente en su propia casa, su joven colega se vuelve inseguro cuando entra en el jardín/patio. El jardín convertido en cenizas no es solamente símbolo de la destrucción, sino también metáfora de la política de memoria de la Transición democrática española, que se convierte “en el escenario de la locura o de la ficción de la locura colectiva, en el paraíso del olvido, en el purgatorio de la culpa y expiación, en un limbo de felicidad, en el reino de la memoria calcinada y de la anestesia del dolor, en el teatro de una supervivencia éticamente miserable” (Aznar Soler 2006: 482-483).
Si consideramos la tipología de Aleida Assmann7, el jardín quemado de Mayorga cumple una doble función: es lugar de memoria (Gedächtnisort) y, a la vez, es también el lugar de los hechos (Schauplatz / Tatort) que transmite a la posterioridad indicios y huellas del crimen. En el jardín tuvo lugar el fusilamiento y el entierro de los doce hombres, así, la ceniza y las dos franjas de agujeros en el muro8 nos recuerdan sobre este crimen aún en la democracia. Sin embargo, San Miguel no puede convertirse en un lugar de conmemoración (Gedenkort), sino, al contrario, se transforma en el lugar de la amnesia, de la pérdida de la memoria.
Es interesante que mientras el estampido del fuego graneado del mayo de 1939 se borra por completo de la memoria de los internos, el recuerdo de la Segunda República es indestructible. Es decir, borran solamente el acontecimiento traumático que atestigua su debilidad moral y su flaqueza humana.
La percepción del tiempo de los pacientes es totalmente subjetiva. Viven en un tiempo parado: “Cada noche sueñas que el reloj se ha detenido, que la historia se ha detenido […]. Sueñas que no existen ni la historia ni la muerte” (Mayorga 2014: 173)
―dice Garay a Pepe. El aislamiento espacial y la pérdida de la percepción del tiempo causan que en ‘la burbuja’ de Cal/Blas Ferrater sea aún 1937 y el anciano piense que está viajando en la Nave de los Poetas. Conserva sus pensamientos en un momento cuando “aún era posible el heroísmo porque todavía estaban los naranjos en flor y brillaba la bandera de la república con el fulgor de la esperanza en un hermoso jardín aún no calcinado” (Aznar Soler 2006: 487). Y aquí, otra vez podemos citar a Foucault: la nave es una heterotopía ejemplar, “es un espacio flotante del espacio, un
7 Aleida Assmann (1994) distingue cinco tipos
de espacios de la memoria: el lugar sagrado (der heilige Ort), el lugar de la
memoria (Gedächtnisort),
el lugar de conmemoración (Gedenkort), genius loci y el lugar de los hechos (Schauplatz / Tatort).
8 “GARAY: (Toca dos alturas del muro.) ¿Ve estas dos franjas de agujeros? Una corresponde a las cabezas; la otra, a los corazones. Doce corazones” (Mayorga
2014: 172).
espacio sin espacio, con vida propia, cerrado sobre sí mismo y al tiempo abandonado
a la mar infinita” (1997: s. n.).
Para los pacientes de San Miguel no es la Guerra Civil, sino la República la que constituye un lugar de memoria en sentido de Pierre Nora, que sirve para los vencidos y para las generaciones posteriores que guardaban las ideas de sus antepasados como un punto de referencia e identificación (García Martínez 2016: 355). La fosa común del jardín es un lieu de mémoire localizable también en el espacio. Benet es quien ordena a Garay la exhumación de los huesos: “[…] llame a sus hombres. Ordéneles que caven aquí. (Señala un punto del suelo.)” (Mayorga 2014: 159), pero en este momento aún cree que ha encontrado los restos del famoso poeta y sus once compañeros. Visto que Mayorga ofrece muy poca información sobre la fosa, es de suponer que con esta ausencia textual quiere hacer perceptible también la ausencia y la invisibilidad de las víctimas.
El drama se desarrolla, pues, en un lugar concreto; sin embargo, el espacio no es homogéneo. Aparecen paralelamente los espacios reales de la clínica (el despacho de Garay, el jardín) y los espacios imaginados de los internos (los mundos imaginarios de Pepe, Néstor, Oswaldo y Ferrater). Como hemos visto, Mayorga elige más heterotopías foucaultianas (jardín, manicomio, cementerio/fosa, nave) y todo el jardín quemado de San Miguel es una heterotopía compensatoria, es decir, un espacio interno bien ordenado y minuciosamente construido que sustituye perfectamente el espacio externo caótico. Según Garay, San Miguel es una cápsula ― tanto espacial como temporal― que es capaz de curar. Sin embargo, su colega joven ve en el manicomio solamente una heterotopía ilusoria construida por la ilusión perfecta de otra(s) realidad(es) (García Martínez 2016: 356).
El drama, con su estructura de rompecabezas, se parece, como hemos dicho ya, a una investigación policial en la que Mayorga nos proporciona de forma magistral las informaciones necesarias para la solución.
La primera cosa enigmática con la que se encuentra Benet al llegar a la isla es el Hombre Estatua que desconcierta por completo al joven psiquiatra. Pero no solo a él, sino a nosotros, los lectores, también. ¿Quién es este hombre? ¿Por qué huyó de San Miguel? ¿Por qué se finge estatua? Con este personaje misterioso ―como constata Aznar Soler― “se inicia […] el proceso de la construcción dramatúrgica del enigma” (2006: 471). Es una estrategia frecuentemente utilizada por Juan Mayorga, que le permite “mostrar interrogantes en el receptor, hacerlo partícipe de un juego, de la resolución de un problema, o de un enigma a partir del goce artístico” (Orozco Vera 2012: 99)
Los papeles están distribuidos según una historia policial tradicional: Benet es el detective, Garay es el indiciado, mientras que los pacientes son los testigos supuestos de un crimen acaecido en mayo de 1939. Como Benet, nosotros tampoco sabemos lo que sucedió con Blas Ferrater y los viajeros de la Nave de los Poetas y, así, nosotros también intentamos averiguar los detalles como un detective.
Benet llega a la isla con el objetivo de escribir su memoria de grado y hacer un informe con ideas de reformas para modernizar San Miguel. Después de las propuestas concernientes al futuro, Benet quiere informarse sobre el pasado y pregunta al director cómo vivió la clínica los años bélicos. Garay intenta desviar la conversación, pero Benet no lo deja y toma la dirección (“Ahora soy yo quien manda aquí” [Mayorga 2014: 156]). Cree que está ya muy cerca de la solución del enigma de San Miguel y le falta solo una pieza del puzzle que no es otra cosa que un simple interrogatorio de los pacientes, “a quienes nunca nadie pregunta nada” (2014: 156). Frente a la seguridad de Benet, el doctor Garay pierde su veracidad y, así, se vuelve más insistente la pregunta en nosotros: ¿qué motiva verdaderamente su destitución?
¿Las anomalías en el funcionamiento del centro o un crimen del pasado?
En la segunda parte, el conflicto entre los dos médicos será cada vez más abierto. Benet quiere informaciones sobre el pabellón número seis y sobre los doce pacientes que entraron en la clínica en abril de 1937, pero en sus ficheros no aparece la fecha de su salida. Así, Benet acusa a Garay y llega a la conclusión siguiente:
BENET: Quince de mayo de mil novecientos
treinta y nueve. ¿Todavía no sabe de qué hablo? (Garay
niega. Pausa.) Doctor Garay, ya sé por qué no es fácil entender el funcionamiento de este centro.
Porque esto que hoy es un psiquiátrico, ayer era una prisión. El carcelero vigilaba desde allí (Señala el ventanal del despacho) a sus
presos, que mataban el tiempo
en el patio. […] La verdad es que doce hombres sanos le fueron entregados en abril del treinta y siete, doctor
Garay. Y que, dos primaveras después, al acabar la
guerra, usted los puso frente a un pelotón de fusilamiento. […] Uno de aquellos
doce hombres era Blas Ferrater. […] Viajó a la isla
en abril del treinta y siete. Al
frente de un grupo de intelectuales, para apoyar a la causa republicana. […] Ferrater llegó a la isla, fue capturado
por los fascistas y estuvo
encerrado en San Miguel, bajo un nombre cualquiera, hasta que usted lo puso ante
el pelotón. (Silencio. Se acuclilla, toca la ceniza.) La verdad se esconde bajo la ceniza. Nunca salieron
de aquí. Blas Ferrater y once hombres más. (2014: 158-159)
En este momento Benet ya juega con cartas boca arriba. Como portavoz de las víctimas republicanas, luchador de la justicia y de la rehabilitación, él gana la simpatía de los lectores: “La verdad se esconde bajo la ceniza. ¿No ve que están deseando
gritar la verdad? Hasta ahora, sus vidas sólo han sido las mentiras que usted puso en el archivo” (2014: 159-160).
Garay no se vuelve inseguro y afirma que sus manos están limpias. Queda sorprendentemente tranquilo frente a la acusación de Benet y habla a su colega en tono menospreciador: “Aunque le gritasen la verdad, usted no podría escucharla. Ni siquiera podrá entenderse con ellos. Sólo es un burócrata del espíritu. ¿Qué sabe del alma humana, aprendiz? Sólo conseguirá asustarlos” (2014: 160).
En la tercera y la cuarta partes sigue el interrogatorio de los testigos. Mayorga coloca en el texto informaciones por las que se despierta la duda en los lectores:
¿Benet es de verdad un luchador de la justicia? Sus métodos de interrogatorio no son muy éticos, ya que acierta siempre el punto débil de los pacientes para que demuestra su verdad. Garay, mientras tanto, se queda en el segundo plano y sigue con atención la evolución de la investigación. Su comportamiento es doble: por un lado, incita a sus pacientes a la colaboración con Benet, pero, por otro lado, al escuchar que su colega insulta a los pacientes con preguntas cada vez más agresivas, él mismo interviene y quiere defender a sus ángeles viejos.
Parece que el interrogatorio de Benet no tiene el resultado esperado. Sin embargo, llegamos a saber que la verdad es mucho más compleja de lo que sugiere Benet. Para que él pueda ver claramente, Garay le aconseja paradójicamente que cierre sus ojos y, así, mire hacia el pasado:
GARAY: ¿Todavía
no ha comprendido? ¿Cuánto tiempo más tendrá que caminar
por el jardín? (Benet lo mira con ojos vacíos.)
¿Por qué no cierra los ojos? […] ciérrelos. ¿Puede
imaginar San Miguel ocupado
por militares victoriosos, de uniforme limpio y galones relucientes? (Hace que Benet mire hacia el ventanal de su despacho.) Cierre los ojos y mire hacia allí. ¿Puede verme mucho menos viejo, sirviendo a los soldados mi mejor
vino? (Hace como que levanta una copa en brindis.) “Por la victoria”. ¿Ve cómo se nubla la mirada de los soldados? ¿Ve cómo están a punto de olvidar
qué les ha traído a San Miguel?
¿Ve cómo el vino de Garay los transforma en pacíficos corderos?
Hasta que el joven capitán,
el único silencioso, aparta mi botella
de su copa. Es un gesto importante. Recuerde que estamos en mayo, en mil novecientos treinta y nueve.
Ya ha empezado la paz. El capitán
se acerca al ventanal,
mira hacia el jardín y me dice: “Su vino es magnífico, Garay. Lástima que ese tufo a rojo que viene del patio
no deje disfrutar el aroma.
Por lo menos debe de haber doce rojos ahí fuera”.
BENET: Y Garay les entregó sus doce rojos.
GARAY: Hay que ayudar
a caer a lo que va a caer. Es necesario que alguien venza en la guerra. Porque si nadie vence, la guerra no acaba jamás. (2014:
175)
Las preguntas de Benet no tienen un efecto liberador para los enfermos, sino que, al contrario, se desencadena entre ellos el desorden y el pánico (2014: 174). Las categorías de ‘los buenos’ (los intelectuales republicanos) y ‘los malos’ (Garay y los soldados franquistas) establecidas por el joven médico pierden su vigencia, incluso, se intercambian al evolucionar la acción. Solo en la quinta parte ―junto a la fosa excavada― llegamos a conocer la versión de Garay:
GARAY: Aquellos soldados habían ganado una guerra. Querían
doce hombres y los tuvieron.
Hicieron doce muertos y se marcharon. Y se olvidaron de nosotros, el mundo dejó en paz a San Miguel.
(Benet quisiera contestar, pero no consigue
decir palabra. Garay lleva más cerca de Benet al hombre al que Pepe
atacó.) Hable con él. Él lo vio todo. ¿O es que ya no confía en la palabra
de los locos?
(Benet no quiere escuchar más. Necesita salir del jardín. Pero Garay pone
ante él al hombre al que Pepe atacó.)
BENET: ¿Fusilaron a doce inocentes? ¿Espera que crea eso? Este hombre no es Blas
Ferrater. (No mira al hombre. Mira la vieja fotografía.) Ni siquiera se le parece.
GARAY: (Señalando el fondo de la fosa.) ¿Prefiere pensar que Ferrater está en ese montón de huesos? ¿Cuál de esas doce calaveras es la del gran poeta? (Benet no mira la fosa. […]) (2014: 175).
El director pone la última pieza del rompecabezas ofreciendo a Benet el último eslabón: “Hable con él. Él lo vio todo. ¿O es que ya no confía en la palabra de los locos?” (2014: 175). Así le introduce al último paciente. Los “locos” anteriores (el domador de mastines invisibles, los ajedrecistas) socavan ya la veracidad del tercer testigo. En Benet y también en nosotros se formula la pregunta: ¿el hombre es realmente el famoso poeta o se trata solo de otro loco? Es significativo que este personaje aparece en el texto como “hombre” y, después de descubrir su identidad (Blas Ferrater), Mayorga introduce sus párrafos con el nombre Cal. O sea, el texto sugiere la focalización de Benet, ya que el joven médico está convencido de que el hombre que está delante de él es Máximo Cal, cuyos datos están en los ficheros. Sin embargo, cuando el hombre da a Benet el manuscrito de Entre naranjos, emblemático poema del poeta, el psiquiatra se confunde y él mismo empieza a identificar a Cal con Ferrater.
El enigma de San Miguel lo descubre Garay, cuyas palabras hemos citado ya antes, así, no las repetimos ahora (2014: 179-180). El director se desenreda de la acusación de Benet, haciendo recaer la responsabilidad no a una sola persona, sino a un grupo entero (“fueron ellos, los muchachos”). El director no solo comprueba su inocencia, sino que de repente se convierte de un colaborador franquista en un
simpatizante con la causa de la Segunda República, o sea, de un personaje negativo se transforma en un héroe, ya que hizo poner ante el pelotón de fusilamiento a doce enfermos psiquiátricos en lugar de los intelectuales de la izquierda. Además, hay un cambio aún más radical: los poetas de la república antes considerados como inculpables pierden su aura de héroes y se vuelven en cómplices cobardes de un crimen.
Al comienzo del drama, en la cabeza de Benet, Ferrater es un héroe nacional, “[e]l mayor poeta de su generación, y un hombre capaz de arriesgar su vida por una idea” (2014: 159), y, debido a su interpretación, también nuestra valoración es la misma. En la quinta parte, no obstante, Garay, con la depreciación moral de Ferrater, arruina esta imagen. El mismo Blas Ferrater, que en su fantasía aún está en la Nave de los Poetas, destruye muy pronto su imagen anterior. El famoso poeta dice que no fue él, sino la historia la que señaló a las doce víctimas: “Es la historia quien decide qué debe vivir y qué debe morir. ¿Qué vale una docena de hombres frente a la humanidad?” (2014: 183). Ferrater no es un “angelito, ni un héroe prometeico ‘ejemplar’, ni ningún santo laico republicano, sino un poeta que, para sobrevivir, se convirtió en verdugo de los valores de su propia causa” (Aznar Soler 2006: 491).
El comportamiento de Benet también cambia: “Con furia, obliga a Cal a mirar la fosa. La violencia de Benet asusta a los internos y le sorprende a él mismo” (Mayorga 2014: 181). Ya no es un detective perspicaz, sino un hombre obsesionado y violento que quiere justificar su propia verdad a toda costa. Su agresividad, sin embargo, desaparece en el epílogo y acepta resignado el silencio del hombre estatua del puerto9:
BENET: Dígame que él no es Ferrater. (Pausa.) ¿Por qué Garay le dejó a usted salir?
(Pausa.) ¿Por qué los demás se quedaron? (Pausa.) […]
Mi barco está a punto de partir,
¿no va a hablarme?
[…] Dígame quién quemó el jardín. (Pausa.) Dígame
cuándo se
volvieron locos. (2014: 183)
La investigación, al final, no tiene resultado: ni Benet, ni nosotros podemos solucionar el enigma de San Miguel. Con las preguntas sin respuestas queda evidente el fracaso de Benet y, con eso, Mayorga nos incita también a nosotros para que planteemos nuestras propias preguntas.
9 Según
José Manuel Reyes, Periquito Lila, el hombre de estatua simboliza el silencio y la autocensura colectiva que
determinaban los años de la transición democrática (2006: 167- 169). Como el pacto del silencio no pudo borrar la herida social causada por la Guerra Civil y
la dictadura, así tampoco la cicatriz puede desaparecerse de la cara del hombre
de estatua en la obra de Mayorga (Mayorga
2014: 149).
Para terminar, es interesante recordar una entrevista de 2000 que atestigua la importancia que tiene para su propio autor el drama que analizamos aquí. A la pregunta de John P. Gabriele de “si tuvieras que recomendar como lectura obligatoria una sola obra de tu teatro, ¿cuál sería y por qué?”, Mayorga respondió así:
Esta pregunta es muy difícil
de contestar porque uno se siente injusto respecto al resto de sus obras. Sin embargo, y a pesar de que no creo que sea mi mejor obra, creo que en El jardín
quemado se puede encontrar mucho de los que informa mi teatro. Por el lado temático, hay una preocupación moral y política, se habla a cerca de víctimas y se
observa hasta qué punto los mecanismos de la violencia también se reproducen entre las víctimas. En cuanto a la cuestión
formal y el difícil asunto
de las realidades alternativas
que cohabitan en la obra, yo creo que eso está en todo mi teatro, pero quizás
sea más visible
en El jardín quemado.
(Gabriele 2000: 1102)
Juan Mayorga, en su ensayo El dramaturgo como historiador, distingue siete tipos del teatro histórico. Entre estos, El jardín quemado pertenece al grupo del teatro histórico crítico “que hace visible heridas del pasado que la actualidad no ha sabido cerrar. […] En lugar de traer a escena un pasado que conforte al presente, que lo confirme en sus tópicos, invoca un pasado que le haga incómodas preguntas” (2007: 149). Gracias a la dramaturgia maestral no solo Benet, sino también nosotros los lectores buscamos las respuestas a las preguntas, estamos persiguiendo la verdad y participamos activamente en el juego. El dramaturgo nos ofrece las informaciones gota a gota: al comienzo, Benet es luchador de la verdad que, basándose en la documentación de los ficheros, acusa a Garay con colaborar en el fusilamiento de los doce intelectuales de la república. Sin embargo, la narración del médico mayor nos descubre otra verdad y, paralelamente a eso, descubre también el comportamiento de Blas Ferrater que, así, ya no es un héroe, sino un superviviente indigno de la Guerra Civil. Con este giro inesperado, la verdad de Benet se transforma en cenizas: Ferrater no es una víctima, sino un verdugo.
Benet y Garay simbolizan los dos discursos diferentes sobre la Guerra Civil y la dictadura. El joven representa la memoria a toda costa, mientras que Garay, el olvido terapéutico. El desenlace sugiere que Garay triunfa en este combate, mientras que Benet se va vencido de la isla.
El final del drama queda abierto, no solamente porque las preguntas siguen sin respuestas, sino también porque no sabemos qué va a hacer Benet después de su partida. ¿Cumplirá su promesa, hará destruir la clínica y emplazará a Garay ante un tribunal? Sus palabras parecen más bien amenazas vacías sabiendo que la Transición
implicó un pacto de consenso para que no se desarrollasen procesos contra los culpables de la represión franquista. “La ambigüedad y la complejidad del texto reflejan la ambigüedad y la complejidad del mundo que nos rodea [y lo] único que, sin lugar a dudas, es seguro en esta obra de Mayorga, es que nada es seguro” ― constata acertadamente Anabel García Martínez (2016: 364).
¿Cuál de las dos versiones es digna de confianza? ¿Aceptamos el razonamiento de Benet, según el que los soldados franquistas ―con la colaboración de Garay― fusilaron a Ferrater? ¿O la narración del director sobre el martirio de los doce inocentes en vez de los doce intelectuales republicanos es fidedigna? ¿Tenemos que elegir entre las dos? Tal vez, no. La intención del dramaturgo no es que nos obligue a la elección, sino que llame nuestra atención respecto a que hay que ver la realidad de forma crítica, ya que “[l]a realidad no es evidente, sino que hay que hacer un esfuerzo para mirarla” (palabras de Mayorga en Perales 2003).
En la introducción hemos mencionado que la mayoría de las obras de Mayorga pertenecen al llamado ‘teatro de ideas’ y la tarea de este teatro es despertar desconfianza en los lectores. El jardín quemado también tiene esta tarea: despertar la sospecha y la duda. Los protagonistas representan ideas diferentes: Benet simboliza las reformas, la modernización, la exhumación de la memoria y la idea de la única y absoluta verdad basada en los documentos escritos, mientras que Garay quiere conservar el estado actual, defiende el olvido y es partidario de otra verdad. Benet es el representante de la generación de la posmemoria, mientras que Garay encarna la generación de los testigos y supervivientes.
El mensaje más importante de la obra de Mayorga es que la interpretación unilateral del pasado es peligrosa. Ni el olvido intencionado (los internos) ni la memoria forzada (Benet) pueden resolver el problema, ya que ambas estrategias pueden distorsionar el pasado e impedir el acercamiento crítico hacia la verdad. El jardín quemado ―como constata Aznar Soler (2006: 479)― conciencia en los lectores que hay que revelar la realidad en su complejidad lejos de los maniqueísmos reduccionistas.
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