Colindancias 14 / 2023, 9-37

DOI: 10.35923/colind.2023.14.01


Jasna Stojanović

Universidad de Belgrado


Ángela Graupera, El gran crimen.

Lo que yo he visto en la guerra.

Una mirada desde Serbia

Ángela Graupera, The Great Crime.

What I Saw During the War.

A View from Serbia

Recibido: 18.11.2023 / Aceptado: 17.12.2023


Resumen: En este trabajo presentamos la obra El gran crimen. Lo que yo he visto en la guerra (1935) de la escritora y periodista catalana Ángela Graupera. Esta activista social, luchadora por los derechos de la mujer y de los trabajadores, prestó sus servicios como enfermera de la Cruz Roja en Serbia durante la Primera Guerra Mundial. Mientras trabajaba en el hospital militar de Nish, Graupera describía su día a día y los horrores de la contienda, del tifus y del frío sufridos por los combatientes y el pueblo, lanzando un grito contra la barbaridad de todas las guerras. Con nuestro estudio queremos dar a conocer el legado de esta mujer excepcional, sacándolo del olvido injusto en el que se encuentra ahora.

Palabras clave: Ángela Graupera, El gran crimen, Primera Guerra Mundial, Serbia.

Abstract: In this article we present the book The Great Crime. What I Saw During the War (1935) by the Catalan writer and journalist Ángela Graupera. This social activist and campaigner for women’s and workers’ rights worked as a Red Cross nurse in Serbia during the First World War. While working in the military hospital in Nish, Graupera described her daily life and the horrors of war, the typhus and the cold suffered by the combatants and the population, and raised an outcry against the barbarity of all wars. With our study, we want to make the legacy of this extra- ordinary woman known and free her from the unjust oblivion in which she finds herself today.

Key words: Ángela Graupera, The Great Crime, World War I, Serbia.


Los servios1 han reconquistado Belgrado después de

encarnizados combates.

Dicen que el Danubio enrojeció... ¡Silencio, pluma!

No quiero cantar proezas guerreras... Quiero denunciar las calamidades, las devastaciones, las pestes, las ruinas, los cadáveres que Marte deja tras su carro de infernal divinidad.

(Ángela Graupera, El gran crimen)


Introducción

Hoy día conocemos un poco mejor la figura, la obra y la trayectoria vital de Ángela Graupera (1876-1940) gracias a la labor de varios estudiosos, labor desarrollada principalmente a lo largo de esta última década2. Los trabajos de Josep Maria Reyes, Desirée Oñate, Calbet i Camarasa y Viger i Rovira, entre otros, han sacado del olvido el legado de esta culta mujer, enfermera, periodista y escritora, pero también activista a favor de la paz y de los derechos de la mujer. Relegada al olvido durante casi un siglo en su España natal, no extraña que lo fuera también en los Balcanes, aunque llegó a prestar sus servicios como enfermera voluntaria en Serbia y Grecia en la Primera Guerra Mundial. La editorial Chapiteau 2.3, que reeditó en 2019 su libro El gran crimen. Lo que yo he visto en la guerra (1935), despertó nuestra curiosidad por el quehacer de esta mujer excepcional3.


1 Graupera utiliza la grafía Servia, servio, servia, hoy en desuso. La forma actual sería

Serbia, serbio, serbia.

2 Agradezco a Alicia Villar Lecumberri y Marco da Costa su atenta lectura de estas páginas.

3 Es probablemente el franquismo (1939-1975) el responsable del olvido de Ángela Graupera y Gil en España. Nacida en Barcelona en el seno de una familia adinerada, obtiene el título de enfermera en el Hospital Clínico de Barcelona. Aunque casada y con hija, pasa varios años en misiones humanitarias en Serbia y Grecia. De vuelta a casa, a partir de 1920, trabaja incansablemente, impartiendo conferencias públicas por toda Cataluña en defensa de la paz, de los derechos de la mujer y de los trabajadores, advirtiendo del peligro de una nueva guerra. El 19 de abril de 1925 pronuncia en el Ateneo barcelonés una conferencia sobre la mujer balcánica (“La mujer en los Balkanes /sic/”; Calbet i Camarasa, Vigier i Rovira 2020: 229). Visita incansablemente escuelas, cooperativas, universidades obreras, sociedades culturales, desempeñando diversas funciones públicas. Colabora con varios diarios de su ciudad natal (Las Noticias, El día gráfico). Con creencias políticas socialistas y anarquistas, fue muy adelantada a su tiempo.


Inscribimos este artículo en el marco de las investigaciones sobre los relatos testimoniales que tratan el tema de la Gran Guerra en Serbia. Son memorias, diarios, cartas, crónicas, reportajes, etc. escritos por testigos presenciales que tomaron parte en la contienda. En este corpus constituido por miles de textos abundan escritos firmados por mujeres, tanto nacionales como extranjeras, por lo general médicas o enfermeras que acudieron a la ayuda del ejército serbio y dejaron testimonios conmovedores sobre lo vivido. El centenario del conflicto (2014-2018) dio un impulso importante a la edición (o reedición) de estas obras, su traducción y estudio, subrayando la enorme contribución de las mujeres y el papel emancipatorio que supuso para ellas la participación en la guerra. Entre los estudios que se han ocupado en analizar estas contribuciones desde diversos enfoques interpretativos nos han sido útiles los trabajos de Zhíkich, Vúkovich, Damiánovich, Zhivánovich y otros especialistas cuyos títulos figuran en la bibliografía final.

En este corpus importante el nombre y la aportación de Ángela Graupera se desconocen por completo. Con este trabajo nos proponemos estudiar su libro El gran crimen. Lo que yo he visto en la guerra desde la perspectiva de la historia literaria, analizando los temas tratados por la autora, los personajes que presenta y la manera en que lo hace. Nuestro objetivo es interpretar su postura ante la guerra y detectar observaciones sobre el país en el que se encuentra, comprobando en qué grado se asemejan a la experiencia colectiva y a los testimonios de otras enfermeras extranjeras. Empezamos nuestro análisis con un conciso preámbulo histórico, imprescindible para entender las circunstancias personales de Graupera y el ambiente en el que se sitúa durante su periplo balcánico. Asimismo pretendemos visibilizar su misión humanitaria en Serbia, resaltando su significado y su valor universal que, sin duda alguna, se merecen una proyección y un reconocimiento internacionales. Este hecho cobra incluso más importancia sabiendo que es la única española que participó como enfermera en la Gran Guerra en nuestro país (en base a los estudios realizados hasta ahora).


Paralelamente a su compromiso político, Graupera publica 44 novelas sobre las relaciones familiares, el papel de la mujer en la sociedad, cuestionando la moral de la familia patriarcal y la supremacía de los varones en diversos aspectos de la vida. Publicadas en grandes tiradas por la editorial La Revista Blanca y destinadas a mujeres del pueblo, en su mayoría trabajadoras, estas novelas salían quincenalmente y se distribuían en España e Hispanoamérica.

En el año 1923 la escritora se exilia a Bélgica, donde pasa algún tiempo. Fallece en 1940 en Barcelona.


Ángela Graupera y la Gran Guerra

La Primera Guerra Mundial ha supuesto para Serbia un acontecimiento histórico sumamente trágico. Apenas liberada en la Primera Guerra Balcánica (1912) de los turcos, que ocupaban su territorio desde hace más de tres siglos y sin tener ni siquiera tiempo su ejército y su pueblo de reponerse de ésta, ni de la Segunda Guerra de los Balcanes (1913) contra los vecinos búlgaros, Serbia se ve obligada a entrar nuevamente en la guerra a raíz del ultimátum que le dio Austria-Hungría el 28 de junio de 1914. Aunque el asesinato del príncipe heredero austrohúngaro en Sarajevo desencadenó el estallido de la contienda, de hecho se trataba de un antagonismo de larga duración entre Viena y Belgrado, motivado por la voluntad de Austria-Hungría de someter nuestro país y eliminar su independencia política, así como por otras razones complejas en las que no podemos entrar aquí (Bátakovich 2005).

El conflicto, que abarcó todo el continente y confrontó los países aliados contra los imperios centrales, duró cuatro sangrientos años. Serbia resistió heroicamente desde el principio y después de varios reveses de la fortuna bélica, de la retirada épica de su ejército por Albania, de la epidemia de tifus y de pérdidas enormes entre la población, dio una contribución decisiva al desenlace de la guerra quebrando en septiembre de 1918 la línea del frente de Salónica y avanzando rápidamente hacia el norte para liberar el país. Lo consiguió pero el precio fue muy caro: perdió casi la tercera parte de su población, siendo entre todas las naciones aliadas y enemigas la que pagó de lejos el precio más alto por su libertad (Bátakovich 2015; Márkovich 2015; Zhivánovich 2018: 90).

Nada más estallar el conflicto, en julio de 1914, la justa lucha de los serbios despertó la solidaridad de varios países, y no solo los europeos, cuyos ciudadanos acudieron a la ayuda del pueblo en dificultad: algunos a combatir a su lado, otros a prestar ayuda humanitaria y asistencia médica.

Hasta marzo de 1915 habían llegado a Serbia 14 unidades médicas extranjeras, de las cuales seis eran británicas, cuatro estadounidenses, tres rusas y una griega. Los británicos formaban la mayoría, un 64% o 244 personas, los rusos un 18%, los estadounidenses un 11% y los griegos un 7%. Entre los británicos había ingleses, galeses, escoceses e irlandeses. […] En junio 1915 había 16 misiones sanitarias británicas en Serbia y el número total de trabajadores médicos extranjeros aumentó como mínimo a mil personas. (Márkovich 2018)4


4 “U Srbiju je do marta 1915. stiglo 14 stranih medicinskih jedinica od od kojih je šest bilo britanskih, četiri američke, tri ruske i jedna grčka. Pojedinačno gledano, u ovim


Inmediatamente después de obtener el título de enfermera, Graupera decide postularse como asistente médico en Serbia y parte para la zona de conflicto como voluntaria de la Cruz Roja Francesa. ¿Por qué Serbia? Podría ser porque consideró que este país, agotado por las Guerras de los Balcanes, era el que necesitaba más ayuda. O porque la fascinaba una nación que luchaba con fervor por su libertad. Vale la pena mencionar que en agosto de 1914 se celebra en Barcelona una concentración de solidaridad con Serbia, organizada por los partidos Esquerra Catalanista y Unió Catalanista, cuyos miembros simpatizaban con nuestro país “por razones nacionales y humanitarias”. De este y de otros mítines “sortir en dotzenes d’homes que no es coneixi en personalment, de totes categories i condicions, que no havien deixat mai llur casa ni llur poble” (Finestres y Esculies 2018), voluntarios que marcharán a Francia a luchar junto a los aliados en la Legión Extranjera, algunos de los cuales combatirán en el Frente de Oriente (Acosta López 2022; Périshich, Shkódrich, Réllich 2017: 178)5. El Gobierno de España proclamó la neutralidad en agosto de 1914.

La misma Graupera explicará en un artículo posterior que por estos años su gran deseo de prestar sus servicios “en las ambulancias sanitarias del ejército servio, tan heroico, tan sufrido, tan noble en sus aspiraciones […] llegó en mí a ser una obsesión” (apud Oñate Ortega 2017: 72).

En el verano de 1914, poco después del comienzo de las hostilidades, el director de Las Noticias de Barcelona recomienda a Graupera al cónsul honorario de Serbia, con sede en la Ciudad Condal (Calbet i Camarasa y Viger i Rovira 2020: 223). En el Archivo de Serbia se conserva la carta del cónsul Alejandro de Lacour, dirigido al


jedinicama apsolutno su dominirali Britanaci kojih je bilo 64% ili 244 osobe, uz njih bilo je i 18% Rusa, 11% Amerikanaca i 7% Grka. Među Britancima bilo je Engleza, Škota, Velšana i Iraca. […] Do juna 1915. u Srbiji je bilo 16 britanskih medicinskih misija, a ukupan broj stranih medicinskih radnika popeo se na najmanje hiljadu osoba”.

5 Acosta López señala que “A partir de agosto de 1914, miles de ciudadanos de prácticamente todo el mundo, representantes de unas cincuenta nacionalidades, empezaron a presentarse en las oficinas de enganche que se habilitaron por toda Francia para firmar su contrato de adhesión a la Legión Extranjera. Entre 1914 y 1918 la Legión contó con unos

35.000 hombres. En enero de 1915, la prensa francesa ofreció unas cifras sobre el número de soldados por nacionalidades de origen en los primeros meses de la guerra: se dijo que había 4.913 legionarios de origen italiano, 3.393 rusos, 1.467 suizos, 1.462 belgas, 1.369 austríacos,

1.072 alemanes, 592 turcos, 541 luxemburgueses, 379 británicos, 300 griegos, 200 americanos y una cifra de 11.854 hombres de otras nacionalidades” (Acosta López 2020: 492). En cuanto al número de voluntarios españoles, se indica “la presencia de 2.191 voluntarios españoles, de los cuales 954 habrían sido catalanes” (514).


ministro serbio de asuntos exteriores, carta fechada el 14/17 de agosto de 1914, que reproducimos a continuación:


Impulsée par ses charitables sentiments, Madame Ángela Graupera, écrivaine très distinguée appartenant à une honorable famille de cette ville, se rend en Serbie pour offrir ses services de garde-malade ou infirmière dans les ambulances. J’ai l’honneur, Excellence, de vous la recommander avec le plus grand enthousiasme, à fin que son sacrifice vous soit connu et qu’il ne soit pas stérile. (apud Périshich, Shkódrich, Réllich 2017: 213)


Durante su estancia en nuestra tierra, Graupera escribe a diario, paralelamente a su labor hospitalaria. Deja constancia del impacto que le producen las monstruosidades que presencia y el sufrimiento del que es testigo. Envía sus artículos al periódico barcelonés, lo que la convierte en la primera corresponsal de guerra catalana6. En estas crónicas, estudiadas por Oñate Ortega, Graupera demuestra una gran capacidad de observación, de análisis, de selección de noticias y de objetividad (2017: 46). Es importante observar que por estos años en España, como constataba Unamuno, “de los serbios sabíamos en general muy poco” (1918), a pesar de cierto interés manifestado por los intelectuales aliadófilos Blasco Ibáñez, Díaz-Canedo, Julio Camba y otros. Enviando sus reportajes a Las Noticias, Graupera entiende su labor como un deber, y así entiende asimismo su obligación de informar de manera imparcial de lo que ve y vive in situ en el poco conocido país balcánico.

La española pasará aproximadamente siete meses en Nish: desde finales de agosto de 1914 hasta marzo de 1915. En noviembre de este mismo año (1915) intentará volver a Serbia, pero sin éxito. La situación es tan difícil que la detienen en la frontera y no le permiten continuar el viaje. El año 1915 es el más terrible de toda la contienda, debido al ataque común de Alemania, Austria-Hungría y Bulgaria contra Serbia, y es comprensible que no la dejaran entrar. Entonces decide postular como enfermera en la ciudad griega, donde permanece, según se cree, hasta el final del conflicto. Desde Grecia seguirá redactando crónicas para Las Noticias sobre los horrores del hambre, la guerra y el gran incendio que destruye gran parte de la ciudad, así como sobre la expulsión de los griegos de Tracia y Asia Menor, tema de su libro La persecución del helenismo en Turquía (1920)7.


6 Desde Serbia, y luego Salónica, enviará a Las Noticias un total de 104 artículos.

7 En este período Salónica servía de centro de tránsito para las tropas aliadas y para el suministro de las mismas.


El gran crimen. Lo que yo he visto en la guerra


Fig. 1. Portada de la primera edición, Barcelona, 1935.

Fuente: Biblioteca Nacional de España.

Biblioteca digital hispánica.


En las páginas de El gran crimen. Lo que yo he visto en la guerra, publicado en 1935, Graupera condensa y reelabora los artículos enviados a Las Noticias durante su estancia en Nish. Por su forma, el libro se parece a un diario, aunque los capítulos no llevan fechas sino títulos. Es posible que la crisis general y la certeza de una nueva guerra en Europa —y en España ya el año siguiente— la animaran a publicar sus recuerdos veinte años después de su regreso a casa.

En 48 páginas y nueve capítulos8, en castellano y en primera persona, Graupera relata lo vivido en el hospital: el suplicio de los soldados llegados del frente y sus terribles heridas (provocadas por balas expansivas, las llamadas “balas dumdum”,


8 I. Mi primer encuentro con el monstruo. II. Músicas, banderas y entierros. En la mansión del dolor. III. Nostalgias y combates sentimentales con la escueta realidad. IV. Visiones dantescas y de horror. Lancinante procesión de supliciados y de madres. V. Más frío, más heridos y prisioneros. Los dramas aumentan en intensidad. VI. El tifus. Pánico. Agonías y mortajas. VII. Bosques de blancas cruces. Escenas macabras. Cuervos humanos.

VIII. Reclutas fanáticos hasta el crimen. Amor filial. Aldeas sin hombres.


utilizadas por los austríacos, aunque prohibidas), el sacrificio del personal médico a pesar del modesto equipamiento y la falta de espacio, el sufrimiento de la población originado por el duro invierno, el tifus y el hambre9.

Después de contar su largo viaje de Barcelona hasta Nish, primero en barco vía Marsella, Génova y Bari a Salónica y luego en tren desde Salónica hasta Nish, Graupera narra sus primeros días en un país que desconoce. Nada más cruzar la frontera, la impacta la desolación de los campos, incendiados y devastados por la guerra:


El tren ondula a lo largo del Vardar, que corre terso como lámina de acero, entre peñascos y montañas, cuyas elevadas cresterías se confunden con el cielo.

Aquí, allá y más lejos minas, muros calcinados, árboles que sacuden y retuercen sus miembros mutilados. Tumbas, cruces de rústica madera abrazadas a rojas y blancas flores, restos tristes de la pasada guerra. (Graupera 1935: 6)


Llega a Nish el 15 de septiembre de 1914, “rendida, quebrantada, sudorosa, sucia” (7) y en un primer momento no encuentra alojamiento. El hacinamiento de la gente es enorme: muchos refugiados que habían huido de los bombardeos de la capital, Belgrado, así como los miembros del parlamento y del gobierno se encontraban en la ciudad. La española pasa la primera noche en el hotel “Ruski Zar, uno de los mejores de la ciudad” (7), en una habitación diminuta, con tan solo una silla y una cama, oyendo pasar toda la noche a los soldados delante de su puerta.

El día siguiente consigue habitación en una pensión privada. Su cuarto es “grande, limpio, soleado y da sobre diminuto y florido jardín” (9). Y eso gracias a un señor con el que se topa por casualidad en la calle y al que describe como “un hebreo, hombre culto, abogado de Belgrado” y “buen hombre” (9). Al ver la carta del cónsul serbio de Barcelona, su nuevo amigo y protector le asegura: “—Dentro unos días estará usted en el mejor hospital de Nich (sic)” (9). Y así fue: después de tan solo unos días en un primer hospital, es trasladada al hospital militar. Allí la reciben con mucha amabilidad la presidenta de la Cruz Roja y el director.


9 Vale la pena precisar que los textos de otras enfermeras extranjeras ofrecen observaciones similares. La mayoría describe su llegada, las dificultades encontradas en los hospitales y las ambulancias, el sufrimiento de los soldados, el frío y las enfermedades, etc. Concuerdan asimismo en sus impresiones sobre los serbios.


En el hospital

Graupera comparte habitación con otra enfermera, ya entrada en edad y muy religiosa. Intrigada, la catalana demuestra tener el espíritu abierto para prácticas diferentes:


Sumida en densas humaredas que suben retorcidas de invisible pebetero, descubro entre los inquietos vapores a una forma blanca que avanza, dándome la bienvenida. Todo huele a incienso. Miro, escruto, vivamente interesada. A mí estudio espiritual se me ofrecen nuevas existencias, extrañas costumbres, desconocidas creencias y ancestrales supersticiones. […]

Enfrente y sobre amplia mesa, arde pequeña lámpara delante viejo icono. (11)


A continuación subrayará varias veces la afabilidad de su compañera, y en otra ocasión se referirá a las diferentes costumbres practicadas en el hospital:


Bajo el techo del hospital se mezclan todos los orígenes y todas las razas. Vivo en una pequeña ciudad cosmopolita, en la confusión de una Babel. Rusos, asiáticos, griegos, suizos, alemanes, franceses. Llegada la noche, las enfermeras rusas se entregan al espiritismo. (15)


Luego empieza con sus tareas en lo que denomina “la mansión del dolor”. Su relato, de lectura nada fácil, es una sarta de escenas tristes y desgarradoras, rasgo común en todas las obras de este tipo y de esta época en Serbia. Son páginas muy impactantes, redactadas en una prosa directa y eficaz, con cierto énfasis retórico que resalta el dramatismo de las situaciones, pero sin patetismo. Graupera tiene un estilo claro y realista, sin ningún tipo de exageraciones y con un interés pronunciado por los detalles.

Primero la destinan a los dormitorios y Ángela no puede ocultar su consternación ante el espectáculo que se ofrece a sus ojos:


¡Cielos, cuánta carne agujereada y triturada! ¡Cuántas frentes vendadas y cuerpos mutilados!

Sin cesar me estremezco con el patético desfile de una realidad pavorosa como jamás pudo concebir la más calenturienta, extraviada y enfermiza de las imaginaciones. Mi sensibilidad vibra intensa y dolorosamente. (12)


El hospital en el que se encuentra Graupera es el Hospital Militar, que recibe los heridos directamente del frente y los que necesitan operación, o, dicho en otras palabras, los casos más difíciles. La catalana sufre por los fuertes y repugnantes hedores exhalados de los cuerpos enfermos, de sangre, de pus, de medicinas, de tabaco y de yodoformo. Confiesa perder el apetito y tener crisis de tristeza, náuseas y vómitos. Sin embargo, después de algún tiempo, anota:

Ya circulo libremente y sin mareos, procurando hacerme útil y agradable a los heridos, que empiezan a sonreírme y a solicitar esas menudas cosas que forman el bienestar de los dolientes: una venda que se cae y debe sujetarse, el arreglo de las almohadas, un vaso de agua, una taza de aromático té... (13)

Algunos días más tarde la trasladan al quirófano, donde la desconcierta el personal, en su mayoría extranjero, que no le parece muy profesional, aparte algunos casos aislados, “dignos de toda estima y de toda loanza” (14): “los restantes son cínicos, criminales, antes que médicos y cirujanos” y sus manos son “grasientas, sucias, de uñas largas, adornadas de amplias orlas negras” y “más propias a infectar que a curar”, concluye amargamente (14).

Si en los dormitorios sufrí lo indecible, aquí en esta inmensa sala blanca de cal, entre instrumentos de cirugía que brillan siniestros a la pálida luz del día gris, me siento infinitamente más debilitada y cobarde, sin valor para mirar frente a frente este presente, que tiene para mi sensibilidad toda la angustia de atroz pesadilla. Mis ojos vierten continuas lágrimas. (13-14)

Un joven doctor serbio le aconseja razonar y hacerse fuerte si quiere seguir con la labor humanitaria, porque la guerra es feroz: “Nosotros ya estamos acostumbrados a su crueldad”, le dice (14). Pero ante escenas cotidianas de sufrimiento e indecible dolor, Graupera confiesa que su fe en la humanidad se desvanece:

Tenía confianza en la Humanidad.

Había hecho del ideal de Cristo mi ideal, y frente a las crudas realidades las frases sublimes «amaos los unos a los otros» se pierden en el vacío del desierto. (15)10


10 Respecto a la postura ideológica de Graupera, Da Costa comenta: “Aquel descreimiento que se fue fraguando a lo largo de los años veinte y treinta, producto no solo de la carnicería europea sino también de su deriva ideológica hacia postulados anarquistas,


Los acontecimientos se suceden con rapidez y cada día es una nueva experiencia penosa que la enfermera española compara con “visiones dantescas y de horror” (título del capítulo cuatro, 15).

Durante la Primera Guerra Mundial Nish era la estación de salida más importante de trenes sanitarios que transportaban heridos y material, tanto hasta Nish cuanto desde Nish a Salónica y Edirne. B. Pávlovich (1988) señala que, según estimaciones de la época, estos trenes transportaron un total de 110.000 soldados serbios y aliados durante la guerra, recorriendo entre 30.000 y 40.000 kilómetros cada uno. La española describe la llegada de estos trenes y la acogida de los heridos: son escenas terribles que quedan grabadas en su memoria para siempre.

Bajo la lluvia glacial que nos penetra hasta los huesos, nos encaminamos a la estación y asisto por primera vez al drama representado por el desembarco de unos infelices que conservan y guardan todo el horror de las trincheras. Rotos los uniformes, sucios, enlodados, negras las manos y los rostros, barbas hirsutas, cabellos enmarañados, bocas contraídas, ojos de loco guardando en sus retinas visiones espeluznantes de muerte y destrucción. Han dejado de ser hombres. Tampoco son soldados. Son... piltrafas, jirones. (15)


El gran crimen está empapado de compasión y de afecto de esta mujer generosa hacia los desdichados que cura. Siente una aflicción profunda por cada herido que ve, sus ojos se nublan de lágrimas por cada infeliz moribundo, por todos esos jóvenes, antes bellos, vigorosos y fuertes que la guerra convierte en “piltrafas” y minusválidos. No se cansa de maldecir a los señores de la guerra, sufriendo “un vértigo de rebeldía contra los instigadores de las matanzas, de las mutilaciones, de los crímenes” (16). Siendo humanista y progresista, no puede entender que los soldados representen y formen “para muchas conciencias atrofiadas y asesinas la plebe, la masa, lo anónimo, lo que no tiene valor porque sale de las entrañas del pueblo” y que se dejen “como sentimientos inútiles la bondad, la dulzura, para adoptar la rudeza y la brutalidad” (14).

Su experiencia serbia será un constante compenetrarse con los que sufren, en primer lugar con los soldados, esos “inocentes sacrificados” (21), esos “condenados”,


se materializará en una desconfianza hacia el ser humano que, para la cuestión religiosa, se tradujo, como era habitual en los anarquistas que no eran contrarios a una fe personal, a una crítica institucional contra la Iglesia católica, el estamento eclesial y sus feligreses” (2023: 44-45).


pero también con prisioneros y con la gente del pueblo. En muchas ocasiones no encuentra las palabras adecuadas para describir “lo indecible”:


De un pecho la metralla ha hecho enorme boca de labios hinchados, colgantes y viscosos, que lanzan a la radiante luz su carcajada a la humana bondad. Gritan, con la fuerza de su acerbo martirio: «¡He aquí el amor de los hombres, las garras de su crueldad!». (10)


Unas horas después del primer tren, llega otro, lleno de soldados ciegos. La española observa con horror como la ametralladora dejó agujeros negros en los rostros de aquellos infelices, en los lugares donde antes “brillaban el alma y la alegría de vivir” (16). Un poco más tarde, verá a esos “sublimes mártires” (16) deambulando por los pasillos del hospital, con las manos temblorosas extendidas, mientras se mueven tanteando el espacio que los rodea. Vestidos con camisas amplias y limpias, parecen sombras o fantasmas perdidos en el camino de la eternidad. Graupera anota en su diario:

Colocan a uno de ellos donde tengo la costumbre de curar. Me acerco, animada de la mejor voluntad. Me inclino como delante de una santa imagen y resto indecisa, consternada, sin valor, sin fuerzas. [...] Nubla el llanto mis ojos, incapaz de soportar, cuanto menos curar a ese horripilante amasijo de huesos, nervios, sangre, materias blandas y húmedas, todo cuanto resta de lo que fueron jóvenes, sanos y bellos ojos. Las órbitas ensanchadas y rotas semejan de alucinante esqueleto. El desdichado soldado no habla, no se lamenta. (16)


Asustada de no poder ayudarle, lo deja al doctor.

El hospital está lleno. Nuevos heridos llegan sin cesar, hay cada vez menos espacio y cada día mueren decenas de personas. Ángela se desespera por las condiciones inhumanas reinantes en la clínica:

La evacuación de los hospitales de Belgrado llena los nuestros, que no pueden ya contener y alojar a tanto herido. En corredores, pasillos, vestíbulos, escaleras, quicios de puertas, en el espacio que dejan las camas, se hacinan los soldados.

Cuerpos flagelados, mutilados, cabezas rotas que no sanarán, que no saldrán de su embrutecimiento como no sea para entrar en la locura o en el templo del eterno silencio. Mueren en el inclemente y frío suelo,


apoyados en los recios muros, entre inmundicias nauseabundas de sus propios excrementos, roídos por los piojos, envueltos en sus enlodados y agujereados capotes. Imposible transitar, moverse, andar sin miedo de lastimar o aplastar a tanto herido como yace en el suelo. (22)


También entre los prisioneros que llegan hay muchos heridos y enfermos. En la larga hilera que se acerca al hospital avanzan sucios, cansados, algunos sin abrigo y en harapos. Mientras cruzan el patio en un silencio glacial (pero respetuoso, subraya la autora), Graupera presencia una escena que la impresiona y la conmueve, escena que le permite intuir el destino de la nación serbia, esparcida por todo el territorio de los Balcanes por países diferentes:


De pronto uno de los heridos suelta bruscamente las muletas en que se apoyaba y convulso, delirante, se arroja en brazos de un prisionero muy embutido en su capote.

Y estallan dos gritos fatídicos, horrendos, patéticos en su simbolismo. Resumen toda la monstruosa inmoralidad de la guerra.

Se funden los dos jóvenes cuerpos en apretado abrazo, y por unos momentos se mezclan sus lágrimas y quizá también los pensamientos. (28)


Aterrada, la enfermera mira a los dos hermanos para, en seguida, dar la explicación:


Los dos hermanos son de la Bosnia. Uno, el convaleciente, fiel a la Servia, corrió a incorporarse a sus tropas. El otro, el prisionero, entendió cumplir su deber uniéndose a los austríacos. Dos hermanos nacidos y educados bajo el mismo techo, acunados por las mismas y maternales canciones, compartiendo los mismos juegos. (28)


La estadounidense Mary Gladwin relata algo parecido, ocurrido en Belgrado: el encuentro efusivo, en el hospital, de dos hermanos que antes de la guerra vivían en las orillas opuestas del Danubio, uno en la parte serbia y otro en la húngara, escena presenciada con asombro por el personal sanitario (apud Damiánovich 2019: 45).

El tema de los prisioneros es recurrente en estas obras. Los que son sanos prestan ayuda y son mano de obra a la hora de ordenar y limpiar las salas. La escritora


y voluntaria escocesa Maybel Dearmer apunta en una carta, refiriéndose al hospital Stobart de Kraguiévats: “Estamos todos juntos, amigos y enemigos, en un solo lugar (la mitad de nuestros heridos son austríacos), y lo más extraño de todo es que el director del hospital […]¡es un prisionero austríaco! Es un hombre maravilloso”11 (apud Damiánovich 2019: 113-115). Graupera observa que en su hospital los reclusos heridos y enfermos son tratados de la misma manera que los nacionales. En general, todos los autores (y autoras) se ven sorprendidos por el trato amable de que gozan los enemigos capturados: pueden circular libremente por las calles, realizar pequeños encargos por los que son pagados o ayudar en el campo. Entre ellos hay austríacos, húngaros, checos, polacos, pero también eslavos de los Balcanes.

A Graupera la persiguen visiones aterradoras de cuerpos distorsionados y torturados, siente que se le acaban las fuerzas y no puede imaginar que semejantes horrores sean posibles. Por desgracia, el drama se intensifica aún más; parece que el invierno es cómplice de la guerra y el frío se suma al sufrimiento. Las nevadas son frecuentes, hace un frío terrible y no hay suficiente leña en el hospital. La ropa no se lava porque no puede secarse.

Muchos hombres sufren lesiones por congelación. Los dedos de los pies y los pies enteros se les caen literalmente del cuerpo:


Desdichados jóvenes, opulentos de energías, sin aparentes dolencias, sin heridas, sin darse cuenta de la escueta realidad, insensibles al dolor hasta mirar los propios pies, trofeos espantosos del frío, sobre las mesas de las ambulancias.

Entonces despiertan de la pesadilla, se dan exacta cuenta de la desgracia, y mientras unos se encierran herméticos en huraños silencios, los más enjugan rabiosamente unas lágrimas rebeldes. (27)


Le gustaría poder decirles frases de coraje y consuelo, pero “valor ya lo poseen, y consuelo no puede existir para lo irreparable, lo definitivo, lo a soportar, mientras el corazón tenga un latido” (27).

Luego allí está la hambruna, que se apodera del hospital con tanta brutalidad que la enfermera exclama: “¡Qué dichosos son los soldados que duermen bajo tierra!” (26). Para los que comieron ayer hoy no hay pan. Los enfermos y los heridos


11 “Све је тако чудно измешано. Ми смо –пријатељи и непријатељи– заједно, на једном месту (половина наших рањеника су Аустријанци), а најчудније од свега је што је главни доктор у српској болници аустријски заробљеник! Он је диван човек”.


luchan por los panecillos calientes y un sorbo de sopa caliente, arrojándose entre gritos sobre la caldera.

El tifus añade sufrimiento a los enfermos y los heridos, así como a los esfuerzos sobrehumanos soportados por el personal y los habitantes de Nish. La epidemia estalla en diciembre de 1914 y se prolonga hasta mayo de 1915. Tiene consecuencias espantosas. Según datos aproximados, se cobra alrededor de 200.000 víctimas (Vlaisávllevich 2014: 141), siendo Serbia “el país de la muerte” (земља смрти). El año 1915 es el más atroz. Junto con el pueblo y los combatientes, sufren, se enferman y mueren voluntarios, médicos y enfermeras extranjeras.

Ángela Graupera dedica a la enfermedad y sus consecuencias aterradoras un capítulo entero, titulado “Tifoidea. Pánico. Agonía y Sudarios”:


Todo se hunde, todo palidece, todo huye, todo muere en torno mío. [...] Cada noche y cada día el ángel de la muerte desciende de sus tenebrosas alturas y se lleva bajo sus largas y negras alas a centenares de almas. Las salas se vacían, el personal desaparece. (30-31)


Su compañera de cuarto sucumbe a la enfermedad, junto con otros colegas, así como la presidenta de la Cruz Roja y directora del personal femenino del hospital, la señora que la acogió el primer día. También relata cómo un doctor, en agonía, rompió a correr hacia un río cercano y se tiró al agua helada; cuando lo sacaron, ya no vivía.

Los pabellones de los prisioneros se aíslan por medio de murallas de fuego y en la ciudad y sus alrededores, como medida de sanidad, se queman barrios enteros. En Nish el tifus arrasa familias completas mientras que los heridos y los prisioneros caen como moscas.

En el capítulo titulado “Bosques de blancas cruces. Escenas macabras. Cuervos humanos” Graupera rememora las horripilantes consecuencias de la epidemia, relatando un paseo por las colinas circundantes, llenas de cementerios y de cruces blancas, con fosas abiertas por todas partes. Es donde presencia una escena siniestra, que descubre ser el entierro de los prisioneros que sucumbieron a la enfermedad, decenas de ellos, a los que sepultan sus compañeros, tirando los cuerpos esqueléticos y completamente desnudos, en una fosa enorme. El cuadro es espantoso, pero la mujer, paralizada, no se mueve, murmurando para sí: “¡Así son enterrados los que mueren por la patria!” (38).


Montón de cuerpos, meses antes viriles, rebosando promesas, vibrando esperanzas, unidos en violento abrazo de eternidad. Todo lo han dado, juventud, amor, vida. En recompensa, han muerto como perros, abandonados; se les niega después de los supremos consuelos de la familia, sudario y mortaja... Se les niega el nombre... En las toscas cruces se leerá luego: “Sin nombre”, “Sin nombre”. (38)


Más tarde conocerá el motivo de la inquietante desnudez de los difuntos: sus sepultureros comerciaban con uniformes, camisas y zapatos quitados a sus compañeros fallecidos (40).

Finalmente, para cerrar este apartado, nos referimos a un episodio dramático relatado por la escritora catalana. Junto con sus compañeros, asiste en el patio del hospital a una escena sanguinaria, protagonizada por varios soldados de etnia albanesa:


Hombres que han dejado de serlo aúllan como derviches y poseídos de furor rugen, muerden, golpean, desgarran. Luchan cuerpo a cuerpo entre espumarajos, injurias y sangre.

Corre apresurado un contingente de soldados, formando a no tardar un círculo irreducible de bayonetas, encerrando a los enfurecidos reclutas albaneses.

Los oficiales, entre ellos nuestro director, revólver en mano intiman la orden de deponer la agresiva actitud. Espectáculo de intensa fuerza dramática, que me tiene medrosa y palpitante.

El cuadro es altamente emocionante, es un verdadero combate entre asesinos. Asesinos por fanatismo.

Se resisten a desprenderse del fez y del turbante ordenado por su religión. Cuando los siete guardias encargados de mantener el orden y la disciplina en el interior de los pabellones, les han entregado el uniforme con el gorro nacional reglamentario, se han resistido primero con palabras, después pasaron a los hechos.

Y en rápida y somera justicia han degollado como corderos a los seis guardias. Uno, el séptimo, ha logrado escapar y dar el grito de alarma.

A no ser la dichosa casualidad de salvarse el séptimo de la degollina, tengo la seguridad de que todo el personal del hospital hubiéramos pasado horas muy crueles. (44)


Los serbios y las serbias

En El gran crimen Graupera se refiere a menudo a los serbios, que califica de “temerarios, resistentes, obstinados y vigorosos, estoicos y bravos” (30) y que llama en sus artículos “mis queridos servios” (apud Oñate Ortega 2017: 41). Dedica una atención especial a los soldados, a su valentía, su abnegación por la patria y su gallardía. Le parece absolutamente inaudito que todos sientan, más que el dolor de sus heridas, el verse privados de seguir luchando.

Son hombres con “cuerpos musculosos, robustos y admirablemente proporcionados” (46). Algunos poseen la “belleza clásica de estas tierras eslavas” (20), como el chico al que Graupera cuida en el hospital y con el cual se encariña. Es un mozo alto, de formas estatuarias, estoico y muy valiente:


El mozo rubio y gallardo está atacado del tifus. Le he cambiado los vendajes y hecho las curas, tendido en su propia cama. Nunca se lamenta ni se crispan sus nervios con las muchas precauciones a emplear, pues sus heridas son extremadamente dolorosas y difíciles de curar. (19)


Los soldados serbios son unos pacientes ideales, “Valientes, sencillos, resistentes, honestos, naturales, dispuestos a sufrir sin quejarse —unos caballeros por naturaleza”12, según palabras de la doctora Elsie Inglis (apud Damiánovich 2019: 85)13.

Siendo el universo bélico masculino por excelencia, parece lógico que en El gran crimen abunden figuras de hombres: soldados, prisioneros, heridos y enfermos, médicos, guardias. No obstante, en las páginas de su libro Graupera esboza varios retratos femeninos. No es de extrañar, dado que el papel de la mujer y su defensa son “uno de los principales puntos programáticos de toda su obra literaria y de su faceta como conferenciante”, como apunta Da Costa (2023: 41-42). Mientras en sus novelas escritas después de la guerra la catalana critica el poder represivo de las leyes de la sociedad española y de la iglesia contra la mujer (43, 45), en El gran crimen, como es lógico, adopta una perspectiva totalmente distinta. Ante una cultura y costumbres diferentes, y en condiciones extraordinarias que supone la guerra, fija su mirada en las madres, esposas, hijas y hermanas. Por un lado, con una mezcla de curiosidad y de


12 “Храбри, једноставни, издржљиви, поштени, природни, спремни да трпе без јадиковања – џентлмени по природи”.

13 Es otro tema en el que concuerdan decididamente todas las mujeres que asisten al soldado serbio en la Gran Guerra (Stobart 2016; Pópovich Filípovich 2020, etc.).


simpatía, repara en las discrepancias culturales que observa en el comportamiento de esas mujeres en su entorno social y familiar (por cierto muy diferente del suyo) y las registra minuciosamente, empapando sus impresiones de interés y de cariño. Por el otro, desde una postura casi ontológica, las percibe como figuras míticas y símbolos universales de la existencia humana. Las llama “mujeres santas” que, a pesar de todos los traumas, consiguen sobrevivir, personificando la promesa de que habrá futuro y de que la vida seguirá.

Las mujeres serbias han tenido un rol especial en la Gran Guerra. La contienda las ha obligado a asumir muchos papeles, desde amas de casa hasta guerreras. Mientras duraban los combates, han sido ellas las que hacían todo el trabajo, porque todos los hombres estaban en el frente (hombres de todas las edades, desde niños y alumnos de instituto hasta hombres maduros, de todas las profesiones y clases sociales). Es imposible evaluar adecuadamente qué grupo lo tuvo más difícil, pero parece que fueron las campesinas las que asumieron una de las mayores cargas. Al quedar casi completamente sin mano de obra varonil, fueron ellas las que realizaban la mayor parte del duro trabajo físico (Zhivánovich 2018: 85).

Es precisamente sobre las aldeanas que escribe Graupera, diciendo que nunca se cansa de observarlas: “Siempre que me tropiezo con esas mujeres, detengo mis pasos para mejor admirarlas” (48). Son ellas las que le inspiran hondas reflexiones y las más bellas comparaciones:

Puedo, sin exagerar la nota aduladora, comparar las campesinas servias a

infatigables y previsoras hormigas.

No duermen las aldeas en perezosas indolencias, a pesar de faltar brazos masculinos.

Colmenas bulliciosas en las cuales se desconoce a los zánganos; las manos débiles y femeninas hurgan las entrañas de la tierra, arrojan en ella los fecundantes granos, cuidan del ganado, de los hijos, de los abuelos, únicos cuyas ruinosas energías rechaza la guerra. Cuando necesidades las obligan a salir de sus huertos, continúan trabajando. Eternas hilanderas, la rueca no cesa de danzar vertiginosa entre los expertos dedos. […]

En ellas hay conservada la mujer fuerte de que nos hablan las Sagradas Escrituras.

Algunas, mientras trabajan sin fatiga de sol a sol, ostentan muy visible el fruto de unos amores quizá ya extinguidos en las trincheras. (47-48)


Mujer de la ciudad, Ángela descubre en estas mujeres “las antiguas virtudes domésticas, muy descuidadas en el tumulto placentero de las ciudades” (48) y


se complace en admirar los cuadros arcaicos de serena belleza que ofrecen a sus ojos esas tierras serbias. Las campesinas son, a su parecer, simbólicas y magníficas mientras “se perfilan bajo las alas del cielo en el marco espléndido de la Naturaleza, entre los frutales todos en flor” (48). Amante de la naturaleza, de la paz de los pastos y de los animales, la escritora deja percibir en estas páginas su preocupación ecológica, otra cualidad suya digna de respeto que la adelanta mucho a su tiempo y sus contemporáneos. Cada momento de descanso es idóneo para salir al campo:


Aprovecho esta feliz tregua para lanzarme con otros compañeros camino de las vecinas aldeas, entre algarabía de pájaros y flores acunadas por la brisa.

El paisaje tiene a la luz del sol exaltaciones rosadas de las flores de sus manzanos.

De la tierra suben penetrantes perfumes anunciando su maravillosa fecundación.

Brota el trigo tierno y menudo como pasto y entre sus verdes terciopelos

las margaritas silvestres abren al encanto de los cielos sus ojos de oro. (45)


A continuación la catalana dibuja otro lienzo costumbrista, haciendo parte a sus lectores de algunos valores familiares de la cultura serbia, valores por cierto patriarcales: amor y respeto mutuo, recato y pudor de las mujeres a la hora de mostrar sus sentimientos en público y respeto de los hijos hacia los padres. En la escena siguiente las lugareñas despiden a sus maridos que marchan al frente:


Formando compactos grupos, se confían sus ansias, sus temores, sus angustias, hasta que suena con toques fúnebres de campana la orden de ponerse en camino.

Los hombres, esforzándose en no perder la serenidad, besan las manos de sus mujeres, y éstas, a su vez, reteniendo el llanto y toda manifestación de dolor, se quedan ahí, mirando silenciosas a los que se alejan y seguramente no volverán.

Atentamente curioseo el grupo de aldeanas. Sus rostros, curtidos por el frío y el sol, carecen de expresión. Impenetrables, cerradas como tumbas, restan inmóviles, crispadas y trémulas las rústicas manos; luego, lentamente, caída la cabeza, se dispersan, emprenden el retorno a sus hogares, donde ya no vibrarán cantos ni voces varoniles. (46-47)


La escritura de Graupera es directa y eficaz, sin amplias descripciones y excesivo ornato, pero con detalles justos. “Escritura vibrante” con “rapidez de telegrama”, apunta Ibarz (2020). Sus frases, como pinceladas de acuarela, son frescas y espontáneas, sin dramatismo pero sinceras y conmovedoras. Siendo una mujer culta, Graupera posee un gusto artístico refinado y a menudo recurre a alusiones a obras de arte para describir situaciones. Sirva de ejemplo la siguiente secuencia que se desarrolla ante sus ojos:


Una muchacha se destaca de un grupo y se lanza impulsiva tras los últimos

soldados.

Sube un grito, un nombre dulce de tierna protección:

— ¡Padre!

Uno de ellos vuelve la cabeza, retrocede y recibe en sus brazos a la acongojada mocita.

Así, formando un solo y estremecido cuerpo, viven el doloroso drama de la separación.

La hija teme por la vida de su padre. El padre presiente no verá el estallar, la floración de aquella tan querida juventud. Suavemente y con pesar el campesino separa el cuerpo tibio y amoroso que se agarra y enlaza al suyo, como la hiedra se agarra a la corpulenta y resistente encina.

Aún la muchacha se inclina y besa la mano que, seguramente por vez primera, tiembla a la caricia de los afectuosos labios. Se arranca de ella que continúa quieta, de pie, en hosco silencio.

En el vacío, en la luminosa inmensidad, su silueta se destaca, severa, trágica, en su humilde y rústico traje montañés. Semeja preciosa y artística escultura de Rodin simbolizando el filial dolor. (47)


Junto con estas heroínas anónimas recreadas por Graupera, es importante no olvidar a todas las serbias que han luchado, fusil en mano, en esta cruenta guerra. Un ejemplo destacado es el de la célebre Mílunka Savich, considerada la mujer más condecorada de la historia, o Sofía Yovánovich, conocida como la ‘Juana de Arco serbia’, junto con otras valientes mujeres como Slavka Tomich, Liúbitsa Chakárevich, Zhívana Terzich, entre otras (Zhivánovich 2018). No solo hijas del pueblo, sino también mujeres educadas y pertenecientes a familias acomodadas cambiaron sus profesiones de maestras, escritoras o doctoras por el campo de batalla. Algunas eligieron ser enfermeras, conductoras de ambulancias o activistas, como la pintora Nádezhda Pétrovich, proveniente de una familia culta y artística de Belgrado.


Nádezhda prestó sus servicios en el hospital de Vállevo, donde sucumbió al tifus en 1915. Estos son solo algunos ejemplos, ya que hay muchos más documentados (Zhivánovich 2018; Zhíkich 2019).

Zhíkich comenta que


Al empezar la Primera Guerra de los Balcanes, Serbia contaba con 1.500 enfermeras y 16 doctoras. Estas mujeres estaban al frente de los hospitales militares de reserva, desempeñando al mismo tiempo diferentes tareas médicas, como son intervenciones quirúrgicas, autopsias, tratamiento de enfermos y la prevención de enfermedades infecciosas. (2022: 15)14


Las heroínas de la guerra incluyen también a todas estas extranjeras que, al igual que la escritora catalana, vinieron al auxilio de Serbia y su pueblo durante la catástrofe que fue la Gran Guerra, mujeres de Rusia, Gran Bretaña, Francia, Australia y Estados Unidos que


poseían una extraordinaria autodisciplina, el coraje y responsabilidad hacia el trabajo, una voluntad férrea, pero también sensibilidad ante el sufrimiento que las rodea y voluntad para prestar ayuda, así como consideración por los demás. En esas circunstancias increíbles han conseguido generar respeto y aprecio de parte de sus pacientes, los soldados serbios. (2022: 16)15


En las páginas del Gran crimen Graupera describe conmocionada varias situaciones en las que las madres y esposas, las hermanas y las hijas serbias —y podrían ser cualquier madre y esposa, hermana e hija— vienen al hospital a visitar a sus heridos y enfermos. Son episodios de una carga dramática y emocional excepcional en las que, a través de pérdidas y sufrimientos individuales, se refleja el destino trágico de toda una nación.


14 “Уочи Првог балканског рата Србија је имала 1.500 обучених болничарки и 16 жена лекара. Ове жене налазиле су се на челу резервних војних болница, истовремено обављајући своје лекарске дужности, као што су хируршке интервенције, обдукције, лечење оболелих и превенција заразних болести”.

15 “Мора се рећи да су поседовале изванредну самодисциплину, храброст, одговорност према послу, гвоздену вољу, али и осетљивост на патње око себе и спремност да помогну, као и обзир према другима. Успеле су у изванредним околностима изградити поштовање и уважавање између болесника – српских војника и њих самих”.


Una de estas situaciones es narrada en el capítulo cuatro, titulado “Visiones dantescas y de horror. Lancinante procesión de supliciados y de madres”. Una madre viene a visitar a su hijo gravemente herido y suplica a Ángela que cuide bien de él: “— ¡Salve a mi hijo y se lo recompensaré!” (19), le dice. Pero la española rechaza su ofrecimiento y le prodiga frases de consuelo, prometiendo cuidar a su hijo como si fuese el suyo propio.

En el mismo capítulo Graupera relata la visita de otra madre, cuyo hijo está moribundo. Es una escena larga, de las más conmovedoras de todo el libro y la reproducimos en extenso.

Doblada sobre el cuerpo una mujer de indecisa edad, rodeada la cabeza del blanco pañuelo que caracteriza a las montañesas y a las campesinas, recoge, máter dolоrosa, el último suspiro del moribundo.

Lentamente el estertor se debilita, se apaga, hasta terminar en el gran silencio.

Y sobre la demacrada faz se extiende la eterna serenidad.

Estremecida, saturada de no sé cuántas cosas amargas y ásperas, tristes y acusadoras, espero el estallar, la explosión de aquel dolor hasta entonces heroicamente contenidо.

Espero la rebeldía, el anatema, la maldición. La frenética locura del dolor. Espero gritos, sollozos, hipos, y sólo tengo frente a mi piadosa curiosidad a una madre de pequeña estatura, menuda, delgada, de manos rudas y gastadas por el laboreo, que acarician con suavidades de flor, de labios marchitos que se posan devotos sobre los ojos que no la miran, sobre la boca sin besos, sobre las carnes que no palpitan.

Y mientras unge el cuerpo mártir con el divino óleo de sus caricias, el dolor exasperado se exhala en melancólicos poemas, en fervorosas rimas, glosando y ensalzando las virtudes: la belleza, la rectitud, la bondad del hijo para siempre perdido.

Sus ojos, extrañamente ardientes, no tienen lágrimas.

Súbitamente endereza el doblado cuerpo, mira en derredor suyo con demente expresión y, extendiendo el brazo en gesto patético, su voz ronca grita el cruento calvario de su vida:

— Cuatro hijos tenía. ¡Éste es el último que doy a la patria!

¡Pobre madre! Cuatro hijos tenía. Dos habían muerto en la guerra turco- búlgara.

El tercero cayó, para no levantarse, en los primeros combates con los austríacos, descuartizado por la metralla.


Uno le quedaba, el menor, más querido a su corazón y más necesario a su existencia, porque envejecía. Y, en lucha cuerpo a cuerpo, una bayoneta enemiga habíale atravesado el pulmón. La infeliz madre se ha encerrado ahora en hosco silencio y, de pie, semeja una estatua velando a la Muerte. La bondadosa enfermera enjuga sus ojos, y yo salgo, acоngojada y perseguida por la ronca voz materna, en busca del refugio de mi dormitorio donde meditar y, sin testigos, llorar. (17-18)


Algunas páginas más adelante, leemos la continuación, otro lienzo en el que el pincel de Graupera delinea con precisión la menuda figura de esta madre despidiendo a su hijo hasta el camposanto, solitaria en el paisaje gélido:


Estrecho muy triste y muy fuerte aquellas místicas y santas manos, y desde la amplia puerta del pabellón sigo la lenta caminata del fúnebre convoy. Nadie acompaña a la pobre madre. Encorvada bajo el lancinante peso de la cruz de los recuerdos, anda sola, resbalando en durezas de nieve...

¡Sola anda tras los despojos queridos aquella madre que había dado sus cuatro hijos a la patria! (19-20)


Entre los episodios más emocionantes entra también la agonía de una joven serrana que acaba de enterarse de la muerte de su hermano. Graupera es estremecida hasta los huesos:


Una frase brota clara, repetida con demente insistencia:

— ¡Hermano!... ¡Hermano!... ¡Hermano!...

Al pie de la ventana una joven campesina se retuerce entre espasmos de frenética desesperación.

Se tira de los cabellos, se muerde los puños, se arrodilla, hunde su rostro descompuesto en la nieve y así la boca pegada a los hielos sigue lanzando sus gritos guturales y lúgubres.

De un cesto caído escápase su contenido: manzanas, huevos, ciruelas y flores. […]

Soldados con el uniforme austríaco levantan suavemente a la caída y joven mujer, arrastrándola hacia el interior del edificio.

Sin cesar de lanzar al aire su canto gemebundo, se deja conducir dócilmente. Otro soldado recoge el cesto de provisiones, destinadas al hermano muerto. (35)


La española construye esta escena, profundamente trágica, sirviéndose de contrastes. La simple y apacible vida aldeana de la muchacha, simbolizada por la belleza y la opulencia de los productos de la naturaleza que trae en su cesto rústico es quebrantada por la brutal irrupción de la muerte:


Mаquinalmente, sin razonar, empujo la pequeña puerta y con esfuerzo ahogo entre mis manos, que llevo prestamente a la boca, una exclamación de horror, y resto quieta, aturdida, azorada, clavada en el umbral, por lo inesperado, lo macabro y espeluznante de la realidad.

Esperaba encontrar a la joven montañesa sola con sus lágrimas y su desesperación, y la encuentro acompañada de un cadáver desnudo: el cadáver de su hermano.

¡Ah! Y qué largo, qué trágicamente largo, se ofrece a mis asustados ojos el cuerpo rígido, yerto, helado, que ha dejado de pertenecer al mundo de los vivos.

Le falta un brazo, y los huesos del pecho y de las espaldas, descarnados y agudos, agujerean la piel.

Las manos trémulas y amorosas de la hermana han tejido una corona con las flores caídas del cesto y cortadas del pequeño jardín que rodea la casa serrana, y ciñe melancólica y grotesca la cabeza estrecha, angulosa, de cabellos pegados a las pétreas sienes.

En torno del muerto hay ciruelas, manzanas y dalias amarillas y encarnadas. (35)


Todo el pasaje se articula por medio de antítesis. Graupera describe la impactante escena resaltando las diferencias entre la muerte y la vida, la rigidez del cuerpo lívido en contraste con las manos trémulas y amorosas de la hermana. El uso de la antítesis añade intensidad y dramatismo a la descripción, confrontando la autora la demacración del cuerpo con la ternura de las manos que tejen una corona. El espeluznante espectáculo ocurre “en las lívidas penumbras” (35) de un cuartucho, y Ángela equipara a la serrana y a su hermano a “una estatua cincelada por bárbaro y enfermizo escultor” (35):


Quiero marcharme, huir del fúnebre y penoso drama, y continúo inmóvil en contemplativa admiración por esas naturalezas bravas, tan complejas en sus odios y en sus amores.

Ella se inclina más y se dobla hasta rozar sus ardientes mejillas con las frías


mejillas del muerto. Sus brazos trémulos se alargan y rodean el cuerpo inerte, lo levantan, lo sostienen, lo mecen y lo acunan al ritmo de dulces invocaciones.

La cabeza oscila, la corona se ladea, las manzanas se deslizan y ruedan por el viscoso suelo. (35)


Queremos terminar nuestro estudio con el baile de las montañesas al que hace referencia Graupera. Es una especie de coda pastoril con la que la autora cierra su narración. Son muchachas que bailan kolo, la danza típica en corro. Con su mirada fotográfica, la catalana capta su aspecto físico, su estatura y rasgos faciales, a la par que su vestimenta, sus movimientos, su comportamiento. Admira a las aldeanas, le encantan su belleza natural y sus trajes. El escenario es un prado y en otro cuadro bucólico se mezclan sensaciones visuales, auditivas y olfativas. Casi se puede oír la música por lo expresivo de la descripción:

En la aldea, bajo el oloroso y susurrante palio de los frutales, las mozas bailan a los sones gruñones y destemplados de la flauta y el tambor. Silenciosas y graves, siguen el ritmo de la danza cogidas de las manos.

Llevan magníficos y pesantes delantales de artísticos y complicados dibujos. Tintinean collares, brazaletes, abalorios y el amplio cinturón de metal cincelado roba a los gestos gracia, esbeltez, gallardía. (46)


Graupera advierte que es una danza lenta, triste. Un anciano “desdentado y sarmentoso” (46) se le acerca comentando que las “Danzas sin hombres no son danzas” (46) y que ha habido muchas pérdidas en el pueblo. Entonces ella observa que, efectivamente, en los rostros de las chicas

no tienen alegres sonrisas los húmedos y juveniles labios, ni hay en los ojos la llama placentera encendida al tibio contacto de manos varoniles y amorosas.

Danzan graves, solemnes, patéticas. Danzan como antiguamente debían danzar las sacerdotisas ante las tumbas de sus guerreros. (46)


Conclusiones

El gran crimen. Lo que yo he visto en la guerra resume la experiencia de Ángela Graupera como enfermera de la Cruz Roja en Serbia durante la Primera Guerra Mundial. En sus recuerdos, todavía inéditos en nuestro país, la autora relata en detalle las atrocidades presenciadas en el hospital de Nish, su conmoción y su indignación


ante tanta barbaridad. Con su libro Graupera levanta un monumento a todos los que lucharon y sufrieron en la masacre, rebelándose al mismo tiempo contra el continuo padecimiento de la humanidad. Los estudiosos de su obra no dudan que esta experiencia traumática representó un momento decisivo en su vida, impactando su trayectoria posterior de activista y escritora (Ibarz 2020; Da Costa 2023: 38).

Oriunda de la próspera Barcelona, Graupera no duda en salir de su país y aventurarse en lo incierto y peligroso, en una tierra que desconoce. Llena de entusiasmo, decidida, valiente y empática, no escatima en dedicar sus energías no solo para asistir, sino también para comprender a la gente a la que acompaña en su calvario. De sus recuerdos narrados en El gran crimen emanan su compasión, su admiración y su cariño por los serbios, obstinados en defender su libertad a toda costa. Entre los retratos que pinta de los desdichados que cruza resaltan especialmente las figuras femeninas, inmortalizadas como cariátides que llevan a Serbia en sus espaldas mientras sus maridos, hijos y padres se desangran en las trincheras.

El gran crimen se inscribe entre los documentos auténticos sobre la epopeya serbia en la Gran Guerra. Es uno de los vínculos más fuertes del pueblo catalán/ español y serbio, que celebramos con este estudio y con el que deseamos rendir modesto homenaje a esta mujer extraordinaria, no olvidando nunca su legado, su ejemplo y su lema: “Seré acción y voluntad. No descansaré. Doquiera vaya, arrojaré a manos llenas semillas de paz y de odio a la guerra” (48).



Fig. 2. Ángela Graupera y Gil (1876-1940)16


16 Fuente de la imagen: Périshich, Shkódrich, Réllich 2017: 214.


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