Colindancias 13 / 2022, 31-53


DOI: 10.35923/colind.2022.13.02


 

Mariano Saba

CONICET / Instituto de Filología

y Literaturas Hispánicas “Dr. Amado Alonso” (Universidad de Buenos Aires)

 

 

La confesión (in)visible de Unamuno, entre María Zambrano y Rosa Chacel

The (in)visible confession of Unamuno, between María Zambrano and Rosa Chacel

 

 

 

Recibido: 02.10.2022 / Aceptado: 21.12.2022

 


 

Resumen: Tanto María Zambrano como Rosa Chacel dedicaron estudios específicos a la confesión. Cierta coincidencia entre sus postulados indica que ambas autoras consideraban al género como expresión de un nuevo tipo de saber, desligado de los excesos racionalistas. Un saber ya no legitimado por la erudición ocularcéntrica, sino por el conocimiento del propio yo y específicamente de los aspectos “invisibles” de su identidad (desde el alma hasta el eros). En estas coordenadas resulta significativo que ambas escritoras se refirieran al caso de Unamuno como sintomático de los límites que tuvo lo confesional en el canon español. La semejanza de sus observaciones sobre la dificultad del género en la obra del autor vasco, permite entonces indagar en el objetivo común de Zambrano y de Chacel con respecto a resolver la emergencia supuestamente fallida de la confesión dentro de la tradición literaria hispánica.

Palabras clave: confesión, saber, Zambrano, Chacel, Unamuno.

 


Abstract: Both María Zambrano and Rosa Chacel developed specific studies on confession. A certain coincidence between their postulates indicates that both authors considered that literary genre as an expression of a new type of knowledge, detached from rationalist excesses, no longer legitimized by ocularcentric erudition, but by the knowledge of one’s own self and specifically of the “invisible” aspects of his identity (from the soul to eros). In this way it’s significant that both writers referred to the case of Unamuno as symptomatic of the limits that the confession had in the Spanish canon. The similarity of their observations on the difficulty of the genre in the Basque author, then allows us to investigate the common objective of Zambrano and Chacel in relation to resolving the supposedly failed emergence of the confession within the Hispanic literary tradition.

Keywords: confession, knowledge, Zambrano, Chacel, Unamuno.


 

 



 

1.   Hacia una genealogía anti-erudita: de la confesión y un nuevo modo del

saber

Existió entre María Zambrano y Rosa Chacel un interés común por la confesión. Esta cercanía de ambas en torno al género de lo confesional resulta pertinente además por tratarse de dos figuras relevantes de la intelectualidad española en el exilio, las cuales por otra parte supieron mantener entre sí un intercambio sostenido de pareceres y reconocimientos1. Lo que hasta el momento, sin embargo, ha sido poco señalado es cierta legitimación que ambas hallaron en ese género para consolidar la definición de un nuevo tipo de saber ligado ya no al peso erudito de la biblioteca, sino a la propia experiencia de la subjetividad. El valor que estas autoras asignaron a la confesión demandó, en cada caso, distintos tipos de abordaje; pero tanto en Zambrano como en Chacel la raíz común del interés por el género ha tenido que ver con definir desde sus coordenadas un territorio nuevo del saber, un perímetro del saber delimitado ahora por la imperiosa necesidad de la experiencia de sí. En tal sentido, y desde el encuadre de ambas, la confesión se encuentra ligada a los ejes de la auto-representación y de su paradójica escasez en el canon español. Fue a partir de estas ideas que dedicarían ensayos específicos a la confesión y a su relación con el tándem vida / literatura, jerarquizando el saber experiencial por sobre el racionalismo erudito. Tanto La confesión: género literario y método, que Zambrano escribe hacia 1941, como el ensayo La confesión, que Chacel publica en 1971, resultan hitos necesarios para rastrear el pensamiento de dos escritoras emblemáticas en torno a los avatares del saber en el exilio posterior a la Guerra Civil.

Ahora bien, considerar la relevancia de estos abordajes en torno a la confesión exige previamente su contextualización dentro de problemáticas teóricas fundamentales en el campo literario español de primera mitad del siglo XX.

 


1 No nos detendremos aquí en los intercambios biográficos entre ambas autoras, tema puntual que alumbra la entrevista realizada a Carmen Revilla Guzmán por Laura Yolanda Cordero Gamboa (2021), y en la cual se pondera la importancia del epistolario enviado por María Zambrano a la propia Rosa Chacel.


 

 

Es en este marco que no puede eludirse la mención del irracionalismo como vector filosófico que vertebra cierta genealogía anti-erudita y cuya dirección puede rastrearse específicamente entre Unamuno y varios de sus herederos intelectuales. El enclave fundacional que implicó el enfrentamiento unamuniano con los excesos racionalistas del academicismo histórico-positivista, puede pensarse como pivote de buena parte de los planteos posteriores en torno al nuevo saber, esgrimidos por exponentes como María Zambrano y Rosa Chacel. Al respecto, Manuel Suances Marcos y Alicia Villar Ezcurra (1999) señalan que el irracionalismo no debe considerarse como corriente antagonista de la razón, sino más bien como oposición a la idea de una razón “abstracta, intelectualista y ajena a la vida” (14). De ahí la revalorización que el irracionalismo hace del punto de vista particular e individual: “Frente a las enseñanzas de una razón que a todos iguala, pero también a todos uniformiza, el irracionalista busca expresar el punto de vista de un yo que llega a ser irrepetible” (22). Esta postura implica un decidido rechazo de la filosofía sistemática (la cual vendría a reducir toda pluralidad con su afán clasificatorio), y asigna importancia superior a la experiencia artística: el artista, en esta línea, lograría acceder al en sí del mundo, lejos de la urgencia comprobatoria de las ciencias. De este modo puede entenderse que lo que el irracionalismo comienza a erosionar –desde el romanticismo en adelante− es la identificación entre sabiduría y racionalidad. Lo erudito pierde la hegemonía de su autoridad como garantía de saber porque ese mismo saber comienza a relativizarse en cuanto a sus fuentes. Y Unamuno, a partir de sus planteos en torno al sentimiento trágico, se consolida como un eslabón imprescindible del irracionalismo emergente:

Unamuno vivió la contradicción entre su fe, sus deseos de pervivencia y su razón, que le mostraba la radical finitud de todo lo existente. Como los protagonistas de las tragedias griegas, se rebelaba contra un destino incierto y afirmaba la necesidad de lucha, de batalla permanente e irrenunciable entre la vertiente intelectual y la volitiva sentimental. La coexistencia de estas vertientes es lo que produce el sentimiento de angustia, el conflicto y la agonía por no poder renunciar a ninguna de las dos. Unamuno repudió la razón como degradación y antítesis de la vida. (44)

 

Lejos de resolverse en el planteo unamuniano, la pugna entre razón y vida obliga a una serie de reapropiaciones filosóficas que son factibles de hallarse luego en casos como el de Zambrano o el de Chacel. La confesión, en ambas, pareciera venir a estrechar la distancia de ese hiato, aún con sus matices, aunque la posibilidad expresiva del género no evita para nada la reaparición del dilema existencial irracionalista. José Luis Abellán ha destacado dentro del ‘novecentismo’ la fuerte tensión entre Ortega y Gasset –influencia decisiva en ambas autoras– y el “erudito” siglo XIX: “es precisamente en ese clima donde va a tener lugar el gran debate sobre la crisis de la razón que protagoniza toda la filosofía española del siglo XX” (2006: 88). También enfatiza Abellán el rol pionero de Unamuno en ese entonces, indicando en Del sentimiento trágico de la vida la enemistad entre vida y razón, y echando mano a la imaginación como forma de sortear la oposición insoluble de ambas. Esta doble herencia llega de manera inevitable a los herederos intelectuales de primera mitad del siglo XX: “Hay un hilo lógico, perfectamente coherente, desde Unamuno a Zubiri, que alcanza su culminación en María Zambrano y su ‘razón poética’…” (91). Zambrano trasciende el raciovitalismo orteguiano y la vía imaginaria de Unamuno, para recuperar a la gran olvidada de la filosofía occidental: el alma. El alma es objeto de un nuevo saber en la búsqueda zambraniana: tal como señala María Luisa Maillard (1997), resulta el elemento capaz de “propiciar una forma de percepción ajena al pensamiento sistemático” (8), donde entran en juego formas íntimas de la vida. Tal valoración del alma produce una “ampliación de la razón hacia la geografía del corazón” (8), y habilita el devenir anhelante del que confiesa desde la confusión de su intimidad, desde su “indigencia ontológica” (183). En estos términos, la razón gana facultad poiética y constituye al hombre como inventor, como artífice de su propio destino. Chacel, por su parte, conduce esa misma facultad creadora por medio de la dialéctica entre memoria y ficción. Es esperable entonces que la confesión implicara, para las dos autoras, una incomparable cifra expresiva del problema irracionalista, siempre ligado a la interacción posible entre la vida y una nueva forma de entender la razón.

Conviene en este sentido considerar el camino por el cual Zambrano logró internarse en la problemática del nuevo saber y de la confesión como género idóneo para su emergencia. Tal como señala Abellán, “la necesidad de un saber del alma y de un orden interior que resulta inapresable por la filosofía racionalista y la razón científica, nos remite a un saber más amplio y radical dentro del cual pueda florecer este delicado saber de las cosas del alma” (1998: 261). Frente al programa filosófico que propugnaba el racionalismo, bajo su lógica de evidencia y comprobación, la razón poética viene a postular un conocimiento “otro”, dispuesto a abarcarlo todo por medio de un “enamoramiento del mundo” (263). Bajo la premisa de saber sacrificar y sacrificarse, como paradójica clave de huida ante la historia cíclica y sacrificial, Zambrano promueve un saber asistémico y literario, definido como realismo español. Este realismo consiste en un saber popular y a la vez disperso, extendido, diseminado en la novela y en la lírica de España. Tal como explica Abellán:


 

 

La interpretación de nuestra literatura, al carecer de un pensamiento filosófico sistemático, es imprescindible para calar en la esencia no ya del pensar español, sino de la vida española entera. Y de aquí la importante función que a la razón poética le está encomendada en semejante tarea. (273)

 

La deuda con Unamuno es inocultable: en la vía del conocimiento poético, Zambrano parece recuperar la exégesis literaria como resistencia al exceso racionalista. Y es desde este paradigma que géneros como la confesión pasan a ser cauces fundamentales de un nuevo conocimiento vital. Los errores inducidos por el cartesianismo filosófico legitimaron, de alguna forma, “la huida de Zambrano hacia otras formas indagatorias mucho más flexibles, consecuentes en la consideración del ser humano como persona más que como cosa pensante…” (Aguayo Ruiz-Ruano 2020: 183). La confesión, en esta línea, habilita la intuición como modo de conocimiento y se torna paradigma comunicativo de un saber ya no erudito sino experiencial. La verdad ya no resulta de la comprobación objetiva, sino que debe ser producida por la propia escritura: tal como señala Laura Llevadot (2001), se trata de “hacer, pues, de la literatura el lugar de la experiencia, y no la mera reproducción de lo vivido” (62). La confesión, entre todos los géneros, parece ser el más contundente a la hora de enlazar vida y literatura: no se somete a una verdad, sino que decide recordar y descubrir el mismo para encontrarse. En Zambrano la confesión trasciende la idea de género y se torna finalmente método de búsqueda y “transformación de la vida por la rememoración del vivir” (66). Zambrano identifica en la confesión un puente capaz de sortear al abismo filosófico entre la razón (la verdad) y la vida: de confesarse, el sujeto no sólo resuelve su incompletud, sino que además “espera su revelación” (Wachowska, 2001: 183). Esa promisoria meta coincidió desde el principio con la focalización en el alma que propuso la filosofía zambraniana, cuestión fácilmente rastreable en la sucesión de ensayos con que fue consolidando su teoría.

En su ensayo “Hacia un saber sobre el alma”, de 1934, Zambrano postula la necesidad de “fabricar una red propia para atrapar la huidiza realidad de la psique (2000: 29), y añade “que no siendo el alma la realidad única del hombre, el saber acerca de ella necesita ser encajado dentro de otro más amplio y radical saber” (29). Surge desde este temprano texto la necesidad de considerar una razón íntegra acorde a la idea de un hombre íntegro, ya que el sujeto pensado como mero ente de razón inhabilitaba cualquier saber acerca del alma. Desde este encuadre Zambrano se propone “ir descubriendo el alma bajo aquellas formas en que ella sola ha ido a buscar su expresión, dejando aparte por el momento lo que ha dicho el intelecto acerca del


alma que cae bajo él” (34). Esta afirmación liga claramente el saber sobre el alma con un género como el de la confesión, entendido sobre todo en términos expresivos, como forma emergente de ese nuevo saber. España, en esta línea, presenta pocos ejemplos del registro confesional, pero logra sin embargo erigirse como modelo del contra-saber lógico y erudito. Tal como menciona la propia Zambrano en “La reforma del entendimiento español” (1937), el caso de España “se nutría de otros incógnitos, misteriosos manantiales de saber que nada tenían que ver con esta magnificencia teórica” (15). Sin embargo, a juicio de la autora, el “ateoricianismo” español lejos de reflejar carencias, debía pensarse como clave de un salvataje para la Europa racionalista. La cultura no es una suma de saberes, afirma Zambrano, y por lo tanto la redención europea, atrapada en sus contradicciones racionalistas, podía darse paradójicamente a través del “fracaso” español −que no era tal−. Podía darse a través de su aceptación popular y literaria, contenida sobre todo en Cervantes, en un tipo de novela que no pretendía restaurar la razón –como sí lo había intentado la filosofía sistémica− sino que buscaba sumergirse en el fracaso para hallar un mundo nuevo. La confesión, en este sentido, no queda lejos de la novela o, al menos, puede pensarse como un síntoma expresivo de enorme familiaridad con ella. Y más aún cuando el pilar de lo confesional sería, desde su óptica, la cercanía poética del género con lo vital. Afirma Zambrano en “La crisis del racionalismo europeo”, de 1939: “Ha sido necesario que a la razón la sustituya la vida, que aparezca la comprensión de la vida, para que la historia tenga independencia y rango, tenga plenitud” (2015: 568). El retorno vitalista a la subjetividad, índice destacado del irracionalismo unamuniano, reaparece en palabras de esta autora para confirmar su posicionamiento dentro de esa tradición:

 

La irracionalidad profunda de la vida que es su temporalidad y su individualidad, el que la vida se dé en personas singulares, inconfundibles e incanjeables, es el punto de partida de la actual filosofía, que ha renunciado así, humildemente, a su imperialismo racionalista. (568)

 

La confesión resulta entonces un particular síntoma expresivo de la jerarquización filosófica de esa experiencia vital y subjetiva. De hecho, en “La confesión: género literario y método”, Zambrano la define con enorme claridad como “el género literario que en nuestros tiempos se ha atrevido a llenar el hueco, el abismo ya terrible abierto por la enemistad entre la razón y la vida” (2011: 44). El desacuerdo entre vida y verdad origina la forma expresiva de lo confesional, de aquel cauce por el cual se transmite un secreto cuya revelación logra reproducirse en el lector mismo. Para Zambrano la confesión logra trascender la queja y producir finalmente filosofía, una filosofía capaz de restaurar el contacto entre verdad y vida. El que se confiesa produce “una huida de en espera de hallarse” (52), y en el ansia de encontrar la unidad perdida, busca una vida libre de paradojas, capaz de coincidir consigo misma2. En este movimiento, desde San Agustín en adelante, Zambrano reconoce que “lo importante en la confesión no es que seamos vistos sino que nos ofrecemos a la vista, que nos sentimos mirados, recogidos por esta mirada, unificados por ella” (58). La acción de ofrecerse a la mirada (tanto divina como profana) hace de la confesión la instancia literaria por la cual el yo puede saldar la distancia entre vida y verdad, y así tornarse visible. Es en este sentido que Zambrano considera a la confesión como un método, en tanto puede producir una evidencia donde la verdad de la mente y la de la vida finalmente se tocan. Esa evidencia no es algo inexistente, sino más bien un elemento inoperante que se torna activo gracias a la confesión: algo que no era percibido y que hallado puede ahora tornar visible la experiencia.

El caso de Rosa Chacel exhibe claras resonancias de esta apreciación sobre lo confesional y su potencia reveladora. Tal como ha señalado Elena Trapanese (2015), en esta autora aparece cierto intento por “novelar la filosofía orteguiana” (100), coincidiendo con el filósofo en que “al novelista moderno ya no interesa la aventura, pues quiere bucear en los abismos profundos del ser humano” (100). No es azaroso entonces que la ficción de Chacel buscara narrar no hechos, sino “el conflicto de perspectivas en el interior de la conciencia de los personajes” (101)3. Y en ese intento, es significativa su enfática necesidad de vincular visión, palabra y memoria, ya que “Chacel afirma no haber nunca podido entender nada que no le fuese visible, pues ver era el motor interno de toda su acción” (103). Tales postulados explican la afinidad de esta escritora con el fenómeno de la confesión, sobre todo considerando la dinámica de un género que pasa por la visibilidad de lo interior. En esta dirección, Chacel se opone a la clave autobiográfica de la confesión, ya que el género no estaría operando sobre un desarrollo de ese tipo, sino sobre la visualización de un vector oculto de lo vital. En su ensayo al respecto afirma: “La confesión no consiste en revivir ni en rehacer; consiste en manifestar lo que nunca se deshizo en el pasado, lo que nunca dejó de vivir por ser consustancial con la vida del que confiesa” (2020: 21).

 


2 Esta “huida de sí” debe entenderse como categoría obligada en la primera etapa de toda confesión, al punto de poder identificarla también en ficciones como La sinrazón, de Chacel. Véase Cordero Gamboa (2022: 82).

3 Basta confirmar la recurrencia de tramas cuyo decurso privilegia la cavilación interior por sobre la fábula, desde la temprana Estación. Ida y vuelta, de 1930, hasta La sinrazón, publicada treinta años después.


 

 

En su opinión el género obliga a un carácter diferente de las meras memorias, ya que compromete a un acto urgente de ‘última voluntad’: el que se confiesa no recuerda simplemente, sino que busca sin pausa revelarse a mismo y comunicar esa revelación a medida que se da. Nuevamente, se trataría de dar a ver lo que en principio no goza de evidencia. Esto no anula las diferencias que se han señalado entre Zambrano y Chacel: mientras la primera se refiere a la confesión en estado puro, la segunda piensa el género como relato estético asociado a su propia poética; mientras Chacel parece dar claves de su propia poética a través del análisis de la confesión, Zambrano alude a las raíces confesionales del método de la razón poética (cfr. Bundgård 2017)4. Sin embargo, es insoslayable la coincidencia que vincula ambos abordajes: tanto Chacel como Zambrano “se mueven en el plano fenomenológico-existencial que comienza cuando se tematiza […] la subjetividad singular del hombre, la cual constituye una vertiente oculta tanto para el plano empírico como para el trascendental” (Clavo Sebastián 1994: 123). Las dos autoras coinciden en un enfoque antropológico que permite reconocer la autoexperiencia del hombre como el mejor camino para acceder a sí mismo. Como ha señalado al respecto Clavo Sebastián, “la razón de este interés hipertrofiador del yo se encuentra en que tanto para Rosa Chacel como para María Zambrano la irracionalidad es el elemento, de cuantos nos constituyen, más decisivo en la dinámica de la vida” (128). El irracionalismo, una vez más, parece atravesar los análisis de ambas autoras acerca de la confesión, reuniéndolas en el intento común de ratificar la trascendencia que implica un saber emergente desde la experiencia del yo. Al respecto, Chacel sostiene en La confesión: “el que se confiesa en esta forma literaria, que es un modo de novelarse, da su confesión o novela como ejemplo, como ‘modo de conocimiento’; por lo tanto, si no vamos a decir que sigue ‘el seguro camino de la ciencia’, trata al menos de ir por la vereda” (2020: 31). En este sentido la autora se sorprende de lo que sería la anticipación de San Agustín, al querer confesar para entender sus pecados: esa ansia de conocimiento refleja un principio común con todo exponente del género, la idea de partir de un “conocimiento ciego” (58), es decir, informulable. Así, la confesión emerge como cauce de un nuevo modo del saber, aunque se trate de un saber distinto al científico-erudito. En este sentido, para Chacel la confesión surge de la necesidad de comprender un misterio y no tanto de exteriorizar una culpa, y el eros habría sido puntualmente ese faro intrigante capaz de orientar la ruta de los confesos. El eros entendido en toda su amplitud, asociado a la desazón vital de la fe y del amor que impulsaría toda confesión, un condicionante existencial que pulsa detrás de todo el género. Porque como afirma la propia Chacel, “lo importante en la confesión no son los hechos relatados, y sin embargo en las grandes confesiones vemos que el secreto conflictivo informa la vida total de cada uno de los hombres cuya confesión escuchamos” (165). Desentrañar el saber que emana de la relación entre el conflicto interior y la vida real: esa pareciera ser la meta del género en términos de esta autora.

Como puede suponerse, tanto Zambrano como Chacel arriban a la confesión en tanto clave expresiva de un dilema irracionalista, es decir, como forma literaria de un nuevo modo de saber capaz de tornar visible lo que no lo es: el alma o la interioridad secreta. Meditar sobre la tradición de ese género como posibilidad de retorno a la experiencia del yo: esto resulta ser el vector común que atraviesa los abordajes de ambas intelectuales. Y sin embargo, no es el único: en el abanico de ejemplificaciones que despliegan, estas dos autoras coinciden también en el reclamo a Unamuno como especial síntoma de la carencia confesional en el canon español. Por eso −y considerando el caso para mejor comprensión de los encuadres de Zambrano y de Chacel−, cabe preguntarse cuál fue el motivo para que Unamuno fuera objeto común de sus reparos, habiendo sido sin embargo eslabón pionero de una genealogía anti-erudita enfrentada con los modos legitimados del saber racionalista y ocularcéntrico.

 


4 Este sucinto contraste pretende destacar la diferencia epistemológica que existe entre los escritos de estas autoras sobre la confesión, tal como subraya Bundgård (2017) cuando distingue entre ambas la interpretación del impulso erótico (cierto nihilismo activo en Zambrano, ligado al sentir originario de lo sagrado, y cierto impulso genésico en Chacel). Sin embargo, no es posible coincidir con este trabajo en la calificación del corpus analizado por Chacel como confuso e inconsistente, ni tampoco parece acertado pensar que toda la obra de Zambrano posterior al exilio resulta confesión.


 

 

2.    Unamuno revisitado: coincidencias críticas en torno a una confesión (in) visible

Resulta necesario destacar la semejanza que ambos tratamientos tienen a partir de la carencia: España no ha sido pródiga en confesiones, sostienen tanto Zambrano como Chacel. Desde ahí, sin embargo, cada una se lanza con sus respectivas estrategias al asedio de un género si no ausente, al menos poco presente dentro de la tradición hispánica. Ahora bien, cabe preguntar por el carácter de esta necesidad: ¿es posible hacer la historia de una ausencia? ¿Cuál es el objetivo que motoriza la definición de un género cuya primera característica, en la tradición nacional de estas autoras, sería la escasez? Tal como se anticipó en el apartado anterior, es inevitable considerar que tras esa búsqueda persiste una idea esencialista de la literatura nacional: el criterio, de hecho, es el que viene a confirmar –con matices− que España posee ciertos rasgos especiales que habrían impedido la emergencia de un género cuyo valor cifraría un tipo de saber “otro”. Lo paradójico, sin embargo, es que ese saber se encuentra muy presente en el canon hispánico: un saber relativo a cierta filosofía capaz de reivindicar lo experiencial por sobre lo sistémico, lo individual por sobre lo objetivo, la mirada interior por sobre la mirada superficial. Un saber, en definitiva, capaz de expresarse por medio de la minoridad de ese género cuya riqueza radicaría en el tráfico de lo invisible.

Así, en medio de la aridez de ejemplos, es curioso que surja entre Zambrano y Chacel una coincidencia significativa: la referencia a Unamuno. La literatura del escritor vasco aparece, una y otra vez, como índice máximo de lo que pudo ser la confesión española sin llegar a concretarse como tal. Esta persistente observación de la literatura unamuniana como pre-confesión, o confesión irresuelta, resulta sin embargo caso testigo para una imposibilidad que quisiera resolverse desde la praxis misma de estas autoras, las cuales buscan de alguna manera insertarse en la tradición al respecto5. En este sentido, cabe pensar si la crítica por parte de Zambrano y de Chacel no sólo se debió a la falta de una confesión unamuniana explícita, sino también a la necesidad de estas autoras de retomar la proyección irracionalista de Unamuno y poder identificar, desde sus contradicciones y cabos sueltos, un derrotero renovador de la filosofía española, ligado a la deriva de un nuevo saber en el que ellas mismas pudieran superar obstáculos e inscribir sus pruebas.

Como se ha señalado, para Chacel la confesión manifiesta lo que nunca se deshizo en el pasado por ser consustancial con la vida del que confiesa. Y Zambrano, por su parte, coincide al postular que la confesión es el único género que salva el hiato entre la razón y la vida. De este modo, en ambas propuestas, el género queda fuertemente vinculado a cierta crisis de modernidad y a la necesidad de estrechar distancias entre los extremos de lo vital y de lo racional. Es por eso que la referencia común pasa a ser, inevitablemente, Unamuno. Sin embargo el caso del escritor vasco no es convocado por ninguna de estas autoras como exponente ejemplar del género. Al contrario, ambas focalizan en él como caso de pre-confesión (Zambrano) o de confesión definitivamente diferida (Chacel). Para la opinión de Zambrano conviene ante todo remitirse a su ensayo Unamuno, inédito por décadas pero redactado probablemente entre 1940 y 19466.

 


5 Como se verá en el próximo apartado, la tardía aparición del inédito de Unamuno titulado Mi confesión lograría posteriormente relativizar buena parte de las aseveraciones hechas sobre su inhibición con relación al género.

6 Recuérdese que el ensayo de Zambrano sobre la confesión es de 1941, lo cual torna coincidente su escritura en torno al género y su intento de una obra que abordara cabalmente la figura de Unamuno.


 

 

Allí se menciona que, en general, la emergencia del intelectual europeo tuvo que ver con las convicciones de originalidad, ocurrencia y sinceridad, ya presentes en las Confesiones de Rousseau:

 

Todos – los que pertenecen a tal denominación de ‘intelectuales’ − son hacedores de memorias y confesiones, siempre sintiéndose individuos, centro originario, corazón sonoro. Todos vierten sus pensamientos en una forma personal, resplandor de un fuego que reside en el sujeto, lugar de apelación íntima y razón primera de todo cuanto se dice, y su absoluta garantía de legitimidad. (2017: s/p)

 

En el ciclo entre el romanticismo y el idealismo, Zambrano reconoce la emergencia de Unamuno como exponente de un momento en que se hace del yo una realidad radical. A su juicio, Unamuno ha dejado la historia de su alma pero sin saberlo, ya que resultan peligrosas en la modernidad aquellas confesiones que se proponen serlo. Y al respecto afirma:

 

Una confesión para ser verdadera requiere haberse ya salvado, haberse ya encontrado cuando se emprende. […] Por poca objetividad que requiera la confesión, como todo decir, requiere siempre alguna, y, en este caso, el decirse de sí mismo, el hacer la propia historia, requiere un especial género de objetividad, de mirada para verificarse. Unamuno la tuvo, tuvo la genialidad de manifestarse, el genio de expresar su yo, de hablarnos de su verdadero personaje y de sus verdaderos sucesos. (s/p)

 

También señala al respecto que Vida de Don Quijote y Sancho resulta “una realización cabal de ese género tan enraizado en la tradición del pensamiento español que es la Guía (s/p), y como tal participaría de ese otro género tan poco frecuente en España: la Confesión. Sin embargo, la definición de este libro como especie híbrida de confesión y guía, no le impide matizar rápidamente: “Unamuno, por su parte, roza la confesión –como género literario y como método, se entiende− pero no entra nunca enteramente en ella” (s/p). Para esta autora, la poesía unamuniana sería, tal vez, una especie de “pre-confesión” ligada a Job, pero la persistencia de ese modelo más cercano a la “queja”, habría impedido la verdadera entrega del autor vasco al género confesional.

Chacel, por su parte, rechaza también la hipótesis de una confesión unamuniana. Si bien reconoce los intentos de confesión que habrían implicado tanto Amor y pedagogía como San Manuel Bueno, mártir, sostiene que existe en Unamuno cierta inhibición confesional ligada al íntimo conflicto con su eros:

 

A Unamuno, el genio de la especie no le habla con la palabra del ‘goce’; le atormenta, en su juventud, hasta ponerle a dos pasos del suicidio; pero a tiempo zanja la cuestión casándose y racionaliza su gran intuición del misterio de la vida con la idea de la resurrección de la carne. Perduración en el hijo que, preciso es decirlo, en él tiene cierto acento erostrático. (2020: 212)

 

Huellas oblicuas de este dilema encuentra Chacel en buena parte de la obra unamuniana, al punto de sospechar que no hay “castidad” en ella, sino más bien una “inconfesable lascivia” (214), es decir, no un sacrificio de la abstención sino más bien “un prurito solapado, que no se hace presente hasta que encuentra ocasión de manifestarse allí donde más difícil es descubrirla” (215). Confirmaría esta hipótesis el ejemplo de Vida de Don Quijote y Sancho por el cual Unamuno hace confesar a (su) Don Quijote la preferencia de un “beso de toda la boca” de Aldonza Lorenzo (216) antes que la inmortalidad del nombre y de la fama. Esta contradicción entre el eros y lo trascendente, pudorosamente soslayada, condicionaría según Chacel cierto escamoteo del yo unamuniano, cuestión que a la vez resulta paradójica en una poética signada por la hipertrofia de la individualidad. Y sin embargo, como la propia escritora afirma, tal vez la razón de esa opacidad confesional pudo deberse a la filiación de Unamuno con Kierkegaard: si “San Agustín y Rousseau exponen sin ambages las vicisitudes que atraviesan por la deficiencia o la tiranía de la carne” (51), Kierkegaard –como Unamuno− no execra el mandato de la carne porque va más bien detrás de una “superverdad” (51), una verdad esquiva de la exhibición del propio sí mismo, que necesita de ficciones para poder volcarse y de la cual el eros sería sólo una parte.

Ahora bien, tanto para Zambrano como para Chacel, y en claro acuerdo con la descripción de un género escaso o ausente, Unamuno funciona a la vez como contra-ejemplo del género. Al respecto cabe entonces preguntarse: ¿por qué entre tantas abstenciones con respecto a la confesión, las únicas dos ensayistas relevantes que abordan el género desde la intelectualidad de posguerra acuden a Unamuno como objeto? ¿Habrá existido algo más que cierta intuición de su literatura como confesión soterrada? ¿Existiría un reclamo latente en estas autoras sobre la siempre diferida potencia de lo confesional en el escritor vasco?


 

 

Mucho puede especularse sobre la relativización de este reclamo a la luz del hallazgo que implicó hace una década el manuscrito inédito de Mi confesión, redactado por un Unamuno próximo a cumplir cuarenta años, en septiembre de 19047. Porque en Zambrano y en Chacel la lectura de lo unamuniano como síntoma de una confesión frustrada, tuvo que ver –entre otras cosas− con la falta de algún texto de autor que respondiera a esa exigencia del género de presentarse a sí mismo de forma explícita. La legibilidad del rasgo confesional en Unamuno terminaría por comprobarse justamente con la aparición del documento en que lo explícito efectivamente se produjo. Es decir, recién cuando se halló una confesión de Unamuno que sí se había nombrado a sí misma como tal, pudo “visualizarse” finalmente lo que siempre estuvo ahí: la antigua intuición del matiz confesional –tal vez borroso e insuficiente− que Zambrano y Chacel habían vislumbrado en los bordes de su narrativa, de su lírica y de su ensayística. Si, tal como opina Derrida, confesar es “confesar lo inconfesable” (2000: 18), entonces confesar es ante todo evidenciar que se confiesa lo inconfesable. Es, de algún modo, eliminar el prefijo de negación y exponer lo confesable que hasta entonces permanecía oculto. En este sentido resulta pertinente asociar con los planteos de Clément Rosset (2014) sobre lo invisible, y poder especular con que tanto Zambrano como Chacel intentaron volver “visible” lo inconfesable de Unamuno. Así, ambas acertaron en la sospecha de que algo relativo a la confesión había en su literatura, aunque la comprobación de tal hipótesis pudo darse recién con el inédito que vino a demostrar mucho más tarde la existencia de ese “inconfesable” hasta entonces aparente y que sin embargo había sido “confesado” por el propio Unamuno en 1904. Desde mucho tiempo antes de la aparición del inédito, Zambrano y Chacel intuyeron el elemento inconfeso que buscaban visibilizar, y que según ambas tenía relación, en definitiva, con la dificultad unamuniana para evadirse –por vía poética o erótica− del erostratismo derivado del modelo intelectual erudito y racionalista. En esta línea, es interesante el modo en que Mi confesión vino a responder a algunas de estas hipótesis de forma expresa, exponiendo la supuesta deuda confesional de Unamuno como algo que sí había intentado saldar en vida y que sin embargo, por avatares diversos, siguió resultando invisible en la lectura de su obra editada.

 


7 El texto (que fue hallado, analizado y editado en 2015 por Alicia Villar Ezcurra) se encuentra archivado en la Casa Museo Unamuno de Salamanca, en una carpeta junto al manuscrito original del Tratado del amor de Dios (CMU 68/34). Contiene diecinueve folios numerados y escritos por las dos caras, a excepción del último, y consta de un prólogo y dos apartados.


 

 

3.  Unamuno se confiesa: intuiciones rebatidas y algunas conclusiones

 

Si la gravitación del autor vasco en el canon de posguerra pudiera considerarse en toda su dimensión simbólica, entonces la imposibilidad de comprender cabalmente su matiz confesional por parte de autoras como Zambrano o Chacel, podría remitirnos a deudas más abarcadoras: ¿qué tenía que confesar España y no pudo hacerlo en la escritura unamuniana? ¿Qué es lo que no se había deshecho en el pasado y que Unamuno debía haber tornado visible? ¿Cuál fue el origen de ese hiato entre razón y vida que Unamuno no pudo confesar según sus “herederas” lectoras? Es posible suponer que lo irresuelto, que “lo inconfesable” que Zambrano y Chacel esperan encontrar en Unamuno y que tratan de hacer visible –cada una a su manera−, es la contradicción entre denunciar los excesos racionalistas (bajo el signo quejumbroso de Job) y, por otro lado, no poder evitar el erostratismo, ese síntoma del afán de trascendencia que sometió al intelectualismo desde sus orígenes. Una vez más, sin embargo, resulta sorprendente pensar que esas intuiciones se cumplirían expresamente en la confesión que Unamuno declaró como tal.

La confesión sacramental busca visibilizar la culpa de un hecho o un sentir que sólo se exhibe si se narra. No deja de ser significativo en este sentido que la última instancia receptora de ese relato sea –mediada– una divinidad que todo lo ve. Las contradicciones entre el ojo y el saber no sólo se desplazan sino que se multiplican en el ámbito de lo literario. Podría arriesgarse que algo de ese “tráfico de lo invisible” que postula toda confesión constituye un modo de conocimiento más ligado a lo subjetivo y al narrar(se) que a la mera expurgación. De acá que sea posible el traslado de una preocupación por el género que va desde Unamuno a Zambrano y a Chacel, todos eslabones de cierta genealogía anti-erudita que busca denodadamente sondear un nuevo tipo de saber.

Como se ha adelantado, y dada esta cuestión que vincula saber y visión, es necesario detenerse en el tratamiento de lo invisible según Clément Rosset (2014). Para Rosset el primer “invisible” es uno mismo, cuyo reflejo especular no equivale al yo y no se puede re-presentar porque “nunca ha estado presente” (39). Por otro lado, y a partir de esta idea, puede asociarse el estatuto de lo no visible con el intento de pensar el alma en el encuadre zambraniano (cfr. Rosset 2014: 18-19). Es desde este impulso por consolidar la existencia de un “invisible” capaz de reemplazar la hegemonía de lo visible en el pensamiento filosófico, que vale la pena preguntarse por el reclamo hacia Unamuno. ¿No hay acá cierta legitimación del reclamo que se le hace ante su escasez de confesiones? Lo que se le objeta, en definitiva, es la imposibilidad de trascender la queja y de confesar, o sea, de tornar visible lo invisible de sí, de su alma, de España. Se le impugna haber demorado la confesión de que lo invisible era el único camino para socavar la autoridad hegemónica de lo visible-erudito. Porque en esa contienda con lo escópico, se juega no sólo la caída de la erudición, sino la emergencia de un nuevo saber, fundado en lo intangible, en la profundidad del ser y no en la superficie de los documentos. Los reparos ante la ausente confesión unamuniana, según los postulados de Zambrano y de Chacel, parecen centrarse en la tibieza: la confesión hubiera podido ser ariete contra lo erudito ocular céntrico. Y es a partir de este reclamo probable que puede esgrimirse otra hipótesis más al respecto del análisis de estas autoras en torno a Unamuno. Porque la implicancia personal de sus abordajes parece determinar que, tanto para Zambrano como para Chacel, el señalamiento de los límites de la confesión en Unamuno vendría a presuponer también una confesión “otra”: la confesión “implícita” de estas mismas autoras por recoger la tarea “inconclusa” de ese saber emergente y desarrollarla. Así, podría sostenerse que si la confesión es una especie de tráfico de lo invisible, Zambrano y Chacel recurren a Unamuno como caso de confesión “suspendida” a la que se debe indagar. ¿Pero qué es aquello que quieren volver “visible”? Podría pensarse que se trata de ese nuevo saber que ellas mismas, de diferente forma, vendrían a completar.

Nada de esto resulta ajeno a la crisis de la visión entre las postrimerías del siglo XIX y la primera parte del siglo XX. Tal como ha estudiado Martin Jay (2007) para el campo francés, la denigración creciente de la visión en ese lapso tuvo que ver probablemente con el desgaste del modelo positivista y ocular céntrico. Con los excesos racionalistas del historicismo erudito y de la filosofía sistémica, cierta autoridad de lo visual resultaba garantía del saber legitimado. Ante la privación de espacios para otro tipo de saber, la presencia del discurso anti-visual fue poblando todas las áreas del conocimiento. La “fiebre de lo visible” (117) conoció sus límites hacia la última parte del siglo XIX y fue entonces que la interrogación sobre la hegemonía del régimen escópico comenzó a proliferar. Según Jay −y en clara consonancia con lo que luego ocurriría en el canon hispánico− la crisis se produce a partir de un enfrentamiento entre cierto naturalismo fenoménico superficial y un realismo esencialista profundo (134-135). El naturalismo “observador” comienza a perder terreno en todos los ámbitos, y los experimentos multiperspectivistas terminan de ponerlo en jaque. Particularmente, los cambios escópicos en la filosofía (y en su relación con lo literario) fueron tres y condicionaron fuertemente la primacía de lo visual: en primer lugar, la perspectiva se “destrascendentalizó”, es decir, empezó a considerarse como emanación de un sujeto concreto; en segunda instancia, el sujeto cognitivo volvió a asociarse al cuerpo y, por lo tanto, a su experiencia; y por último, el tiempo fue revalorizado por sobre el espacio. Estos tres patrones condujeron a cierto giro radical en la cosmovisión europea y, entre ellos, destaca para el caso español la aparición de Ortega y Gasset enfatizando el carácter perspectivista de la filosofía moderna. La sospecha se hizo evidente: ya no sería posible pensar una filosofía o una historia que fueran “reales” en sí mismas; por el contrario, las perspectivas parciales lograrían desmitificar los encuadres totalizadores. De Nietzsche resulta entonces no sólo la muerte de Dios, sino la de su ojo omnipresente. Y así, es posible pensar con respecto al tema de la confesión, que el panorama del giro escópico proyecta al género como un modo de desactivar las perspectivas impersonales totalizadoras. Desde esta circunstancia es factible explicar, en todo caso, que la escasez de confesiones en autores como Unamuno pudo deberse a la bifrontalidad que mantuvieron con respecto a las ansias de modernización y, a la vez, con relación al legado decimonónico de la tradición histórico-cientificista8.

Según Jay, entonces, una forma de quebrar el ideal observacional de neutralidad fue reconociendo la existencia del cuerpo concreto, subyacente al sujeto de conocimiento hasta entonces supuestamente descarnado. En esta línea, resulta inevitable recordar que la crítica que hace Chacel a la dificultad unamuniana de confesar radica en una aparente obturación del eros. Habría una vinculación clara entre la imposibilidad de confesar, de aportar claramente desde ese género a la quiebra del paradigma racionalista, y el “mutismo” de Unamuno en cuanto al reconocimiento del cuerpo como fuente de deseo libidinal y sexuado. Y si bien puede objetarse como forzada la consideración que hace Chacel de una libido intransmisible que habría regido la carencia de confesiones en Unamuno, cierto es que la valía de lo corpóreo es relativa en este autor. Esto puede adjudicarse a su ubicación intermedia entre la herencia romántico-positivista de sus maestros “restauradores”, y el afán pujante por revolucionar el saber reorientándolo al sujeto, cuya interioridad sería creadora de sentidos en la relación con el objeto (baste pensar que el Quijote unamuniano ya no sería el texto fundacional con el que Cervantes proyectaba su valor canónico; sino la “biblia” individual con que cada lector podía construir su fe). Jay sostiene la importancia que tuvo la idea de Bergson de que sólo la intuición podía “proporcionar la entrada comprensiva en la interioridad del objeto, bloqueada por el análisis intelectual, la simbolización lingüística y la representación visual” (2007: 156).

 


8 Al respecto caben destacarse los alcances que tuvo la confrontación de Unamuno con su antiguo maestro Menéndez Pelayo, exponente monumental de la hegemonía erudita histórico-positivista. Este vínculo resulta hito ejemplar de la discusión en torno a la crítica archivística y ocularcéntrica en España, y condiciona intervenciones muy posteriores de herederos unamunianos como la misma Zambrano o José Bergamín. Véase Saba (2020).


 

 

También Unamuno debió arribar a esa idea, aunque la confesión –que hubiera sido género idóneo para tales planteos− no fue el vehículo más común que eligió para expresarla. Si esto se debió a la ausencia de un registro corpóreo que lo implicara con tal formato, es incomprobable, aunque la tesis de Chacel al respecto dé cuenta de una mínima chance en tal sentido. Lo que resulta interesante, sin embargo, es el modo en que esta autora resuelve dicha problemática a partir de su propia relación con la confesión.

Como si se tratara de cierta deriva capaz de retomar lo obturado en Unamuno y darle cauce, la propia narrativa de Chacel intenta tematizar la posibilidad de postular al eros ya no como obstáculo sino como estímulo específico de la reflexión confesional. Siguiendo a Julián Marías, Chacel acepta en La confesión ser continuadora de “la línea de la novela personal” originada en Unamuno (2020: 144). Y sin embargo, el “inaprehensible fenómeno de la duda sospechosa” (144) que en el escritor vasco habría impedido la confesión, pasa a ser en Chacel punto de partida. El procedimiento es recurrente y puede hallarse en muchas de sus obras: la confesión pasa a legitimar el estatuto de sus ficciones, los motivos por los cuales sus personajes escriben. Vale ejemplificar con la temprana Estación. Ida y vuelta donde el narrador insiste una y otra vez en desarrollar sus memorias con el objeto de afirmar su auto-representación y extraer de allí la verdad de lo irresuelto: “porque en la memoria no queda más que una sombra de esas cosas que escapan al foco de la conciencia, y al intentar buscarlas se pierde uno en el vértigo del perro que se busca el rabo” (Chacel 1980: 86). O también en su obra de madurez, La sinrazón, donde la propia novela oscila en catalogarse a sí misma como confesión, como memoria o como diario, pero no duda en afirmarse como búsqueda de la propia experiencia, del registro complejo de sus secretos, sus deseos, sus obsesiones9. De hecho, esa oscilación se conecta con lo que señala Cordero Gamboa (2022) cuando demuestra que el protagonista de La sinrazón acude al formato del diario desde una tensión expresa con el género: “Lo que parece desagradar a Santiago de este género consiste en que el diarista refiere los sucesos del día o el fluir de la vida, pero sin tener una clara perspectiva sobre lo que relata” (64). Y sin embargo, a pesar de esa contrariedad indeclinable, Santiago confiesa: “Ya en los primeros cuadernos, dije que emprendía esta tarea para llegar algún día a comprender mi vida. Cada vez comprendo menos” (Chacel 1981: 656).

 


9 En su libro La confesión en Rosa Chacel, Cordero Gamboa (2022) describe esta novela como articulación del género diario, lo que permitiría al protagonista acceder al conocimiento de sí: “…la escritura del diario rebasa en Santiago el relato sumario de los hechos acontecidos en el día, es un encuentro con lo más personal e íntimo del individuo; el espacio donde el yo toma conciencia de sí” (59). Esto define un argumento más de que Chacel ficcionaliza la confesión (vehiculizada aquí como diario) en tanto cifra de un nuevo saber experiencial.


 

 

Es en la ficción, entonces, donde Chacel parece saldar la deuda que ve como sintomática en Unamuno: la de un yo capaz de delegar en la vicaría de sus personajes la denodada lucha por aceptar el eros como acceso confesional al conocimiento de sí.

Zambrano, por su parte, torna visible la confesión unamuniana por medio de sus planteos en torno a Vida de Don Quijote y Sancho, “en la que un español se confiesa por todos y confiesa a todos sus mortales ansias por lograr su ser, su terreno ser que también quiere ser divino” (2017: s/p). Y si bien sostiene que esta obra participa a la vez de la confesión y de la guía, ya se ha indicado la matización que hace esta autora sobre la tibia entrega de Unamuno al género confesional. Zambrano reconoce sólo matices de confesión dispersos en la novela y en la poesía del autor vasco, lo cual retorna al escamoteo del yo unamuniano y a la tópica de la escasa tradición española en torno al género. En esta línea, la solución de esa indecisión unamuniana aparece en la propia filosofía de Zambrano. De hecho la razón poética puede considerarse clave para la superación de esa trágica contradicción entre razón y vida que habría atrapado a Unamuno en la queja pre-confesional cuyo modelo fue Job. En Persona y democracia (de 1958), Zambrano define:

 

La historia trágica se mueve a través de personajes que son máscaras, que han de aceptar la máscara para actuar en ella como hacían los actores en la tragedia poética. El espectáculo del mundo en estos últimos tiempos deja ver, por la sola visión de máscaras que no necesitan ser nombradas, la textura extremadamente trágica de nuestra época. Estamos, sin duda, en el dintel, límite más allá del cual la tragedia no puede mantenerse. La historia ha de dejar de ser representación, figuración hecha por máscaras, para ir entrando en una fase humana, en la fase de la historia hecha tan sólo por necesidad, sin ídolo y sin víctima, según el ritmo de la respiración. (1988: 44)

 

Según Zambrano, el instante del despertar es “el instante de la perplejidad que antecede a la conciencia y la obliga a nacer” (13). Hacer nacer la conciencia no estaría lejos de confesar para producir un nuevo saber: despertar a una historia que supere la tragedia y reconduzca a la propia experiencia del yo. La confesión, en este panorama, resulta forma expresiva fundamental para la emergencia de esa nueva historia, ya no sacrificial ni trágica. Es de esta manera entonces que la razón poética no sólo puede pensarse como trascendencia del sentimiento trágico unamuniano, sino también como idea finalmente habilitante de confesiones y otros modos alternos del saber hegemónico.


 

 

Ahora bien, a pesar de los reparos sobre la escasa visibilidad del género en la poética de Unamuno, y a pesar de las hipótesis de continuidad que Zambrano y Chacel parecen proyectar al respecto, como se anticipó ya, el escritor vasco había escrito en 1904 su texto titulado Mi confesión. Resulta conclusión pertinente de lo aquí tratado detenerse en el contraste entre tal ensayo y las impugnaciones que –sin poder considerar el inédito− esgrimieron a posteriori sus herederas intelectuales.

El hallazgo de Mi confesión torna visible lo que parecía ausente según los abordajes antes mencionados. De hecho, Unamuno se anticipa claramente al deseo de un nuevo tipo de saber que venga a desplazar la hegemonía del racionalismo erudito, y afirma al respecto: “los que no queremos aniquilarnos así afirmamos que la vida creó el conocimiento y no el conocimiento la vida y que la soto-vida creará el otro conocimiento” (2015: 54). Esta pareciera ser la gran confesión unamuniana: no sólo las tentaciones del erostratismo cuya recurrencia puede observarse a lo largo de toda su obra10. La confesión parece pasar más bien por la posibilidad de legitimar un nuevo modo de conocimiento, a sabiendas de las subestimaciones que provendrían de la autoridad intelectual y académica11.

 


10 Y en especial en Mi confesión, donde Alicia Villar Ezcurra (2018) identifica un arco que va de la impugnación de la lucha por el afán de reconocimiento a la propuesta de alentar un genuino altruismo juvenil, de entrega al otro para eternizarse: “Frente a un erostratismo que menosprecia, domina o aniquila al otro y en su locura destruye hasta lo más sagrado, Unamuno apuesta la creación de un ideal que inspire compromiso y generosidad…” (148).

11 Al respecto es de interés la extensa misiva que Unamuno le dirige a “Clarín”, desde Salamanca, el 9 de mayo de 1900, y que él mismo define como “una carta de confesión, una carta de desnudamiento, de absoluta sinceridad” (Menéndez Pelayo, Unamuno, Palacio Valdés 1941: 92). En ella quiere sonsacar a Alas una verdad que sospecha autocensurada en el crítico por no haber podido escapar al respeto de la ortodoxia erudita. Con una estrategia apologética, Unamuno −siempre en tercera persona− le recuerda su propia sátira contra Menéndez Pelayo, a quien bajo el nombre de Joaquín Rodríguez Janssen había retratado como caduco “paleontólogo” del canon pretérito español: “¿Y por qué cree usted que Unamuno no se ha metido a crítico? (Y le incitan a que lo haga algunos de la gente nueva, diciéndole que es puesto vacante, y al decirlo, aluden a usted.) Porque no tiene valor, porque le falta el mismo valor que a usted le falta para decir la verdad de nuestros consagrados; porque, habiendo sido alumno de Don Marcelino y habiendo aprendido no poco de él, no se atreve a decir lo que de él cree (lo suelta en indirectas, como en aquel Joaquín Rodríguez Janssen, que usted mandó no se publicase en La vida literaria)…” (95). Más allá del reclamo, Unamuno vuelca en este espacio de intimidad, una vez más, el latente secreto de su contienda contra los exponentes de una erudición legitimada que, a su juicio, seguía conspirando contra la emergencia de otro tipo de saber, es decir, de un nuevo modo de crítica filosófica, capaz de reunir en misma literatura y vida.


 

 

En la encrucijada entre fe y razón, Unamuno visibiliza su más íntimo secreto y desmiente de algún modo las aseveraciones que Chacel iba a realizar décadas después sobre su “fallida” confesión. Porque aquella supuesta represión erótica queda desmentida en el texto unamuniano al confirmar “el desenfrenado amor a la vida” (25) como reacción contra el terror a la nada:

Presumo que la lastimosa confesión que he de hacer ahora provocará a asco, pero me he propuesto ser del todo sincero, y es ella que jamás me han hecho temblar al describirme los horrores y torturas del infierno, y que he creído siempre que es mucho más aplanadora la nada que no el dolor. (25)

 

Para Unamuno, “la cabeza nos enseña la muerte y el corazón nos revela la vida” (26), lo cual habilita a la exhibición de su deseo más personal: “No quiero morir, no, no lo quiero; quiero vivir siempre, siempre, siempre, y vivir yo, este yo que me soy y me siento ser ahora y aquí, y por esto y sólo por esto me tortura el problema de la inmortalidad del alma humana” (26)12. Unamuno explicita su estrategia de supervivencia como forma de sincerar la búsqueda de otro saber ligado al yo y a la creación: “no me someto a la razón y me rebelo contra ella, y tiro a crearme a mi Dios en fuerza de fe y torcer con mi voluntad el curso de los astros” (29). Así, da por tierra también con aquella idea de Zambrano sobre la lateralidad del método confesional en su obra: a pesar de su incompletud, el ensayo editado por Villar Ezcurra evidencia su importancia al haberse reelaborado en obras como Vida de Don Quijote y Sancho y Del sentimiento trágico de la vida. Y el núcleo íntimo del que surgirá esa reutilización, es el planteo de dos tipos de ciencia: “la sacrosanta Ciencia” (50), ligada al positivismo y al exceso racionalista, a la cual algunos “han erigido en ídolo” (50), y por otro lado, una ciencia que es “escuela de humildad” (49). Esta última no genera un puro análisis que reduce la realidad a polvo de hechos; por el contrario, es una ciencia que debe entenderse como búsqueda de verdad, reconcentrando al sujeto en la realidad y liberándolo del yugo erostrático. Es un tipo de ciencia que Unamuno viene a confesar como núcleo de nuevo conocimiento, capaz de conquistar la verdad entendiéndola como aquello que da vida. Esto inaugura toda una reivindicación del saber experiencial que dimensiona la verdadera búsqueda del sujeto. Tal como explica Villar Ezcurra en su análisis del manuscrito,


 

Unamuno reconoce una vez más su erostratismo, pero ahora confiesa que la ciencia lo purgó de lo que tiene de ‘desasosegador’, la vanidad desmedida descrita anteriormente. Concibe la ciencia como escuela de humildad y sencillez, que enseña a someter nuestra razón a la verdad… (Unamuno 2015: 89)

 

No es casual que el ejemplo particular que da Unamuno sobre el disciplinamiento de su mente sea el de la inmersión en la lingüística y el estudio del castellano. La palabra y la ciencia de la palabra –tal como ocurriría con Zambrano y su razón poética

vendrían a permitir otro tipo de acceso a la verdad: en este modo de conocimiento –como en otros− estaría cifrado un saber opuesto a los excesos racionalistas, un saber demiúrgico ligado a lo vital.

Cabe concluir entonces que la confesión de Unamuno no sólo fue posible sino que además −a contrapelo de varias intuiciones que explicitarían luego sus sucesoras−, intentó visibilizar ya desde tiempos pioneros una nueva forma del saber, de la cual, con el tiempo, tanto Zambrano como Chacel serían paradójicamente defensoras acérrimas, abocadas con insistencia al develamiento de esos aspectos invisibles de lo humano cuya relevancia, en pleno siglo XX, seguiría exigiendo confesión.

 


12 Es significativo que el grado de sinceridad de este fragmento de Mi confesión sólo puede parangonarse con algunas secciones del Diario íntimo (de 1897). Y por esto resulta notable el carácter confesional del ensayo inconcluso que −aún sin haber llegado a publicarse− ya no estaba pensado para la intimidad, sino que iba dirigido –en medio de sus planes de migrar a América− “a la juventud espiritual española e hispano americana” (2015: 13).


 

 

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