Colindancias 12 / 2021, 59-76


DOI: 10.35923/colind.2021.12.03


 

Vίctor Barrera Enderle

Universidad Autónoma de Nuevo León, México

 

 

La historiografía literaria como expresión ensayística y estrategia crítica: La vida literaria de México

(1917) de Luis G. Urbina

Literary Historiography as an Essay Expression and Critical Strategy: Luis G. Urbina’s La vida literaria de México (1917)

 

 

Recibido: 13.10.2021 / Aceptado: 20.12.2022

 


La literatura de la América española tiene cuatro siglos de existencia, y hasta ahora los dos únicos intentos de escribir su historia se han realizado

en idiomas extranjeros.

Pedro Henríquez Ureña, Caminos de nuestra Historia literaria


 

Un asunto pendiente: contar la historia de la historia literaria

La historia de las historias literarias en América Latina es, en varios sentidos, asunto pendiente (Barrera Enderle 2018). La lectura y ordenación del pasado literario ha sido un proceso diverso y heterogéneo, ligado a proyectos políticos (la configuración y la consolidación de los estados-nacionales, por ejemplo); a empresas culturales (la formación y legitimación de tradiciones particulares y grupos específicos); y a movimientos de disidencia (el rescate y la revaloración de diversos corpus textuales otrora excluidos). Ordenar (y resignificar) la tradición letrada de manera retroactiva suele ser una estrategia crítica de visibilidad, y, por lo general, responde a diversas motivaciones, muchas de ellas tienen que ver con disputas de


 

poder al interior (y al exterior) del campo literario. La acción de constituir y dotar de sentido a una genealogía específica significa, en la práctica, narrar las circunstancias que hicieron posible la creación y la evolución de una literatura nacional. El vínculo con el territorio remarca las dimensiones políticas de la empresa y su estrecha relación con el desarrollo y consolidación del moderno estado-nación.

En el caso de la literatura mexicana, los esfuerzos por registrarla y clasificarla provienen desde la época colonial (cuando el territorio de la Nueva España se regía por las políticas coloniales y en donde casi no había espacio para el estudio de lo propio). Hablo, entre otros, de empeños como los de José Mariano Beristáin y de Souza y su Biblioteca septentrional hispanoamericana, elaborada entre 1816 y 1821. En el ámbito del México independiente, el caso más emblemático es el de Joaquín García Icazbalceta y su Bibliografía mexicana del siglo XVI. Pero ambos eran, vistos a la distancia, esfuerzos librescos e incluso filológicos: de rastreo y clasificación. Encontrar documentos, clasificarlos, y si fuera posible, publicarlos. En pocas palabras: establecer y legitimar el archivo literario. Primer paso inevitable para delimitar, con criterios geopolíticos, un corpus de textos.

En rigor, el proyecto de dotar del peso histórico a las letras nacionales surgió con la generación de la Reforma (Guillermo Prieto e Ignacio Ramírez como dos de los artífices principales), y en concreto con Ignacio Manuel Altamirano, quien, desde la perspectiva del liberalismo literario, otorgó un sentido teleológico a la evolución letrada posterior a la Independencia: el autor de Clemencia retomó el plan que dejaron trunco, en la década de 1830, los miembros de la Academia de Letrán. Las Revistas Literarias de México (1868), los artículos de El Renacimiento (1869), sus polémicas con Francisco Pimentel (otro agente fundamental en esta empresa) en el Liceo Hidalgo en la década de 1870, todas estas empresas de Altamirano fueron esfuerzos por otorgar sentido a la literatura mexicana y ubicarla en una dimensión temporal.

El arribo de la generación modernista, unos años más tarde, cambió la orientación de esta lectura, y colocó el eje en la dimensión estética, por decirlo de alguna manera. Más que consolidar una literatura nacional, estos escritores rebeldes perseguían concretar una literatura propia. Esto no quiere decir, empero, que no se ocuparan de la historiografía, al contrario: estaban obsesionados con establecer genealogías, pero lo hacían desde una perspectiva individual, más que social. El modernismo puso el énfasis en la asimilación con otras latitudes literarias y, al mismo tiempo, trató de marcar sus diferencias para con las letras españolas. La evolución cultural debería llevar, desde esta perspectiva, a la autonomía y a la consolidación de una estética modernizante. Como ejemplo de lo anterior, menciono, al paso, el famoso prólogo de Justo Sierra a las Poesías, de Gutiérrez Nájera –de 1896–, donde establecía su célebre discusión Marcelino Menéndez y Pelayo sobre las fuentes de


 

 

inspiración de los poetas americanos. El texto, leído ante la tumba del poeta, fue escuchado con atención por parte de la audiencia letrada, entre los que se encontraba un joven escritor de veintiún años que no olvidaría estas palabras de Sierra:

 

el señor Menéndez y Pelayo reprocha a los novísimos poetas mexicanos su devoción, que él llama hiperbólicamente superstición, por la literatura francesa de cuño más reciente. Puede ser justo el reproche, aunque lo merecemos todos acá y allá. El espíritu francés en literatura, por el asombroso poder de irradiación del genio de ese pueblo; por la similabilidad, permítaseme la palabra, de sus creaciones y transformaciones; por su ligereza misma; por el carácter de su gusto estético; qué sé yo; por idéntica causa a la que hace que sus modas se avengan mejor a todos los tipos humanos, y su cocina a todos los estómagos; el alma francesa, que es el traje de la humanidad latina desde hace dos siglos, traje que viste el señor Menéndez, como su cuerpo las levitas francesas, aunque parezca no darse cuenta de ello, repetimos, ha sido el jugo nutritivo de las letras españolas en los últimos tiempos: lo extraño es que el insigne escritor no se haya explicado el fenómeno y no lo haya comprendido inevitable. (Sierra 1991: 405)

El camino había sido señalado: las letras y las artes debían modernizarse (pero no sólo en sus manifestaciones, sino en las formas en que se les estudiaba y enseñaba). La literatura y sus prácticas (tanto públicas como privadas) deberían ahora formar parte de los asuntos públicos y de los proyectos educativos y culturales. Los días en que la ficción literaria formaba parte del discurso político liberal habían terminado. Al mismo tiempo, comenzaba entonces la etapa de la educación positivista, de las aspiraciones tecnocráticas que habría de criticar y censurar, al despuntar el nuevo siglo, el ensayo Ariel del uruguayo José Enrique Rodó. En pocas palabras, se establecía como meta la consecución de un fin ideal y estético. Esa visión se volvía retroactiva y hacía del pasado literario un territorio fértil para la búsqueda (o invención) de la genealogía de una sensibilidad artística. Tal fue el propósito de quienes, formados en esa generación modernista, ensayaron una lectura histórica del devenir literario.

 

El poeta cuenta la historia

Ese joven literato, de pelo hirsuto y costumbres bohemias, que observaba al maestro Sierra defender el anhelo modernista ante la tumba de Gutiérrez Nájera habría de convertirse en el interlocutor de varias generaciones de escritores; gracias a su múltiple repertorio de oficios relacionados con la escritura (creador, periodista, cronista, catedrático), pudo integrarse rápidamente en las esferas de la elite letrada.


 

Él sería el encargado de llevar a cabo la labor pendiente de dotar de sentido estético y literario el acontecer cultural en el México moderno. Sin ser historiador, pudo fatigar documentos y recorrer pasillos y estantes de numerosas bibliotecas; fue testigo de los principales acontecimientos culturales durante el largo mandato de Porfirio Díaz (1876-1911), el cual representó, para el campo literario, el primer gran momento de modernización y ordenamiento. Ese escritor diverso y heterogéneo fue Luis G. Urbina, hoy recordado como un poeta del modernismo tardío, pero que en su época aglutinó buena parte del capital simbólico de la vida cultural mexicana.

 

Con lo dicho hasta aquí es posible afirmar, que los años postreros del porfiriato significaron un reacomodo del campo literario bajo la batuta de Justo Sierra. El académico Alfonso García Morales, por ejemplo, explica que para estas fechas: “buena parte de la comunidad literaria había sido integrada en el sistema a través del periodismo, el aparato educativo, la burocracia y, en el mejor de los casos, la diplomacia” (2020: 9). Se trataba, para más señas, de una:

 

Comunidad literaria muy reducida y por lo general elitista, eurocéntrica y concentrada en la capital, cuyos representantes más renovadores y reconocidos eran el grupo consagrado de Revista Moderna de México y el de sus herederos, los integrantes del Ateneo de la Juventud, ambos protegidos y colaboradores del secretario [sic] de Instrucción Pública y mecenas oficial Justo Sierra. (García Morales 2020: 9)

 

Luis G. Urbina formó parte de ambos grupos, pero, principalmente, colaboró de manera directa con el ministro. La amistad de Justo Sierra lo ayudó a transitar del rol de poeta y bohemio al de funcionario y secretario del encargado de las políticas culturales en el país. Aunque nunca dejó de ser el personaje animado de los cenáculos bohemios y el interlocutor y mediador entre los diversos grupos que se disputaban el capital simbólico en el ámbito artístico. El escritor modernista Rubén M. Campos, redactor de la Revista Moderna, señalaba cómo “don Justo Sierra, el flamante ministro de Instrucción Pública incorporó al grupo modernista en la dirección de Bellas Artes”, y, de paso, “hizo su secretario particular al poeta Urbina que era su amigo íntimo…” (1996: 137) Por aquellos días, la figura del poeta era reconocida por propios y extraños, pero ¿quién era aquel hombre bajito y con aspecto de “viejecito”, como lo llamaban sus amigos? ¿Y cómo pudo transitar por las distintas instancias del campo cultural?


 

 

A caballo entre el liberalismo literario y el modernismo, Luis G. Urbina había nacido en la ciudad de México en 1864, en los agitados días que marcaban la instalación del efímero imperio de Maximiliano. Se crio en los barrios marginales de la capital mexicana y muy pronto aprendió a sobrevivir por su propia cuenta. Las dificultades económicas y las tragedias familiares (su madre había muerto durante el parto del poeta) lo obligaron a suspender sus estudios (queda constancia de que cursó algunos años en una escuela lancasteriana) y a ganarse la vida a través del periodismo. De formación autodidacta, Urbina se formó en la prensa modernista durante las últimas décadas del siglo XIX. Algunos afirman que llegó incluso a asistir la Escuela Nacional Preparatoria, pero, como señala Antonio Castro Leal (en Urbina 1965: XI), casi no hay registro de ello1. Sus años juveniles coincidieron con el arribo y el arraigo del modernismo y su renovación prosística en la prensa mexicana. El poeta Juan de Dios Peza lo invitó a colaborar en su periódico El Lunes, después fue redactor de importantes publicaciones como El Renacimiento, El Siglo XIX, La Revista Azul y El Universal.

Muy pronto entró en el radar del más importante funcionario cultural de la época: el ya mencionado Justo Sierra (quien no sólo prologó su primer libro, titulado Versos, en 1890, sino que le consiguió la cátedra de Literatura Española en la Escuela Nacional Preparatoria en 1903)2. Así, Urbina se movería, por aquellos años, entre la


1 Aunque Rubén M. Campos, en su ya citada crónica El Bar. La vida literaria de México en 1900, al describir la estrecha relación del poeta con el ministro apuntó lo siguiente: “Su amistad que llegó a ser íntima con don Justo Sierra provino de un incidente curioso; cierta vez que los alumnos de primer año de la Escuela Preparatoria se amotinaron contra el profesor de historia a quien no conocían, llevaron su audacia hasta proveerse de naranjas para lanzárselas; pero fueron dispersados por los prefectos que acudieron, y en el momento que uno de ellos, un chiquillo de cabellera ensortijada, Luis G. Urbina, recogía del suelo una naranja para servirse de ella, un prefecto le echó el guante para detenerlo, en el momento en que el profesor le indicó que lo soltara y lo dejara libre. Don Justo Sierra cogió de la mano al sublevado, preguntándole qué había hecho él para que procediera de esa manera, y persuadiéndole a que nunca se aliara con una mayoría inconsciente, sino que primero analizara en su conciencia lo que debía de hacer independientemente de los demás, despertó en el pequeño soñador tal interés y simpatía, que en lo sucesivo fue su alumno más adicto, y cuando le reveló que él también hacía versos, Urbina fue el discípulo consentido del maestro, que compartió la gloria de ver que el joven poeta fue proclamado el más inspirado de la pléyade de poetas de su tiempo” (140-141). Sin embargo, como este texto, escrito en 1935, permaneció inédito hasta 1996, cuando Fernando Curiel y Serge I. Zaïtzeff lo publicaron en una colección de la UNAM, este dato no era del conocimiento público.

2 Alfonso Reyes confesó que, antes de tratarlo de manera personal, solía asistir de oyente a esta cátedra “por el gusto de oírle leer en voz alta algunos pasajes del Sombrero de tres picos o alguna cosilla de poesía” (1997: 273).


 

prensa y los puestos y proyectos oficiales. La enseñanza y el periodismo le otorgaron la posibilidad de ensayar un ordenamiento personal de las letras nacionales a partir no sólo de la experiencia como lector y autor, sino de la documentación y el manejo (y reinterpretación) del archivo. Con estas herramientas, elaboró su propia lectura sobre las letras mexicanas, y lo hizo en colaboración con la siguiente generación, la del Ateneo de la Juventud (en particular al lado de Pedro Henríquez Ureña), que buscaría una “sistematización” de la historia literaria.

Alfonso Reyes, en su ensayo “Recordación de Urbina”, describía al escritor como el hábil barquero que había cruzado la marea en su esquife, transitando desde el romanticismo tardío hasta el modernismo y sus múltiples ramificaciones. Generoso interlocutor que se había acercado, sin imponer ni pontificar, a las generaciones juveniles: “Ya he contado alguna vez cómo aquel poeta de primera fila, aquel periodista cotizado, aquel maestro, instintivamente se acercó a nosotros, entró en nuestras inquietudes, y aun abrió de nuevo los libros en nuestra compañía. Poco después, hasta nos tuteábamos; hoy ya nada puede separarnos” (1997: 273). Alfonso Rangel Guerra, quien recopiló y publicó parte de la correspondencia entre el escritor regiomontano y el poeta modernista, definió así su amistad:

Eran muy distintos: por su edad, por la condición socioeconómica de sus orígenes, por su formación y sensibilidad, por sus intereses intelectuales. Uno miraba al pasado, el otro al futuro. Sobre el trasfondo de las letras y la poesía, la amistad de Reyes y Urbina fue una relación humana sostenida en el afecto y el respeto a los valores fundamentales de la existencia: la amistad, la generosidad, la rectitud. (2008: 57)

En 1910, recibió el encargo, de Justo Sierra, de elaborar, junto con Pedro Henríquez Ureña y Nicolás Rangel la Antología del Centenario, uno de los primeros ejercicios de historiografía crítica del siglo XX mexicano. El proyecto se quedó a la mitad del camino por falta de tiempo y recursos (y, claro, por el estallido de la revolución), pero le abrió al poeta las puertas de los archivos de la Biblioteca Nacional. Durante los siguientes cuatro años, ese recinto sería su lugar de trabajo. Incluso ocuparía la dirección del establecimiento durante el ominoso gobierno de Victoriano Huerta en 19143. ¿Qué lo impulsó a esta aventura? ¿La circunstancia


3 Urbina fue director de la Biblioteca Nacional del primero de marzo de 1913 al 28 de agosto de 1914. Luego de la caída del dictador, el poeta tuvo que buscar nuevas formas de supervivencia: la escritura sería su tabla de salvación. El 20 de octubre de 1914 le escribió una carta a Alfonso Reyes (a la sazón recién llegado a España), en donde le confesaba: “Todo lo haré, todo lo escribiré en los intervalos que me deja la necesaria pesca del pan que está siendo para mí fatigosa, pero que por hoy me permite encerrarme largas horas en mi casa” (citado por Rangel Guerra, 2008: 62).


 

 

política? Sin duda; pero también la experiencia de haber trabajado con los archivos y fondos de la Biblioteca Nacional y así lo consignaría en los primeros renglones de La vida literaria de México: “Por eso, cuando en especiales circunstancias de mi carrera, en el profesorado de mi país, me vi precisado a meditar sobre esta cuestión de nuestra literatura, para orientar y ordenar mi juicio me hice las siguientes reflexiones, con las cuales he normado mi personal investigación en esta materia” (1965: 5).

Como muchos escritores de su generación, Urbina no sólo se identificaba con el sistema político del porfiriato y su injerencia en la vida cultural y literaria del México de entre siglos, sino que promovía esta distinción para la elite letrada. La llegada de la primera ola revolucionaria de 1910, con Francisco I. Madero al frente, provocó una zarandeada en todos los niveles de la vida pública mexicana. La literatura no fue la excepción. Múltiples disputas se llevaron a cabo en la esfera pública; la prensa se convirtió en campo de batalla y los escritores se apresuraron a tomar partido. Una buena parte de los cenáculos intelectuales y artísticos lucharon por mantener sus fueros y privilegios. La irrupción revolucionaria, sin embargo, habría de transformar de manera profunda las normas, los gustos, las costumbres y los propósitos del ámbito cultural mexicano.

La llamada Decena Trágica (esto es, el golpe de estado que derrocó al gobierno de Madero, quitándole la vida, e instaló al general Victoriano Huerta), representó para muchos artistas y escritores (entre ellos Urbina) el aparente retorno al status quo porfirista (algo por lo que habían peleado desde las trincheras de la prensa). El autoritarismo del mandatario golpista, sin embargo, dificultó la reinstalación de esta “arcadia literaria”. Para Luis G. Urbina este periodo resultó el momento crucial de su existencia. La caída de Huerta y la posterior instalación del gobierno convencionalista lo obligaron, primero, al ostracismo interno, y luego al destierro, cambiando completamente la vida del poeta, quien pasó de habitar el centro del canon literario a ocupar sus más lejanos márgenes. La investigadora Luz América Viveros describe así este cambio de fortuna del poeta:

El Viejecito, como se le conocía a Urbina, era ya un periodista y escritor consagrado cuando fue nombrado director de la Biblioteca Nacional por Huerta. Nada de su antigua fama le valió una vez caído el asesino del presidente Francisco I. Madero; no sólo se quedó sin empleo, sino que fue puesto en prisión, algunos días, hacia septiembre de 1914. Pudo sacarlo de ahí Isidro Fabela, secretario de Relaciones Exteriores, y en marzo de 1915, al percatarse de que el régimen de Venustiano Carranza no le sería favorable, Urbina, acompañado de Manuel M. Ponce y Pedro Valdés Fraga, puso pies en polvorosa hacia la isla vecina que le daría, como a tantos otros intelectuales mexicanos, refugio y trabajo... (2021: 53-54)


 

Viveros señala atinadamente que el grupo intelectual exiliado tras la caída de Huerta no sólo fue más numeroso que las oleadas anteriores de desterrados por el maderismo, sino más heterogéneo, pues incluía desde terratenientes hasta funcionarios de medio pelo. El 14 de mayo de 1913, Carranza, por decreto, había puesto de nuevo en vigor la “Ley Juárez” del 25 de enero de 1862 que instauraba la pena de muerte para los traidores a la patria, que en este caso serían todos los colaboradores del huertismo4. Eso provocó un temor bien fundamentado en la elite letrada, que se apresuró a dejar el país. Regreso con Luz América Viveros:

 

Urbina perteneció a un siguiente flujo de exiliados, los vinculados al gobierno huertista, que a su vez se dividió en dos etapas: una de funcionarios y colaboradores de Huerta que se habían ya distanciado del usurpador, y cuya salida del país se debió a “conflictos en el interior del huertismo”, como Félix Díaz, Rodolfo Reyes, Federico Gamboa o José López Portillo y Rojas, y la segunda, compuesta, primero, por numerosos hacendados norteños como los Terrazas, y después, por sectores adinerados de la capital y funcionarios gubernamentales. A este último contingente — específicamente al de los funcionarios, no al de los adinerados— perteneció Urbina, grupo que todavía antecedió al de los huertistas alojados en el puerto de Veracruz ocupado por marinos norteamericanos, quienes les daban la sensación de protección de un atentado carrancista. (2021: 57)

 

El exilio comenzó, así, en La Habana, una ciudad que históricamente había recibido a mexicanos en desgracia. Ahí Urbina se dedicó, como ya he referido, a escribir en la prensa y a dictar conferencias. A diferencia de otros desterrados, como Federico Gamboa, Urbina encontró pronto acomodo con la elite letrada cubana, aunque a su amigo Alfonso Reyes le había confesado: “Vine a La Habana de saltimbanqui literario” (en Rangel Guerra, 2008: 66). En la capital cubana, por ejemplo, dictó “en la Sociedad de conferencias (Academia de letras y ciencias) una clase sobre lírica mexicana”, y ya desde entonces se quejaba de su circunstancia adversa para estos menesteres: “Como carezco de libros de consulta (no me traje más que lo puesto), hice uso de la memoria y presenté un trabajo vívido. Llegué hasta

 

4 La “Ley Juárez” se publicó en el segundo número de El Constitucionalista de Hermosillo, Sonora, ese día 14 de mayo. Ahí se explicaba que, mediante el decreto número 5, se ponía en vigor dicha ley “Para juzgar al general Victoriano Huerta, a sus cómplices, a los promotores y responsables de las asonadas militares operadas en la capital de la república: a todos aquellos que de una manera oficial o particular hubieren reconocido o ayudaren, al llamado Gobierno del General Victoriano Huerta, y a todos los comprendidos en la expresada ley” (Citado en el Archivo del Estado de Nuevo León, Ramo Jefatura de Armas, Actas, foja 534).


 

 

Altamirano. En una segunda conferencia hablaré de Justo Sierra para acá” (citado por Rangel Guerra, 2008: 67).

La estancia en la isla caribeña lo hizo reflexionar sobre su condición de escritor desterrado. En un acto de contrición (que lo diferenció de sus amigos y pares en desgracia), anunció su conversión al movimiento revolucionario; así se lo hizo saber a Reyes en la ya citada carta del 28 de mayo de 1915:

Te diré: Fuera de mi país, suspirando a plenos pulmones, he creído decoroso, pertinente, sano y honrado defender la revolución. En primer lugar, porque bajo la escoria de sangre, corre el anhelo humano de bienestar y de justicia. Y de cuando en cuando la corriente subterránea rompe la costra de lodo, y suelta un chorro nítido de cristal. (65)

La conversión estaba en marcha. Al año siguiente, el director de El Heraldo, Orestes Ferrara Marino, envió a España a Urbina como corresponsal del diario. El 3 de mayo de 1916 se embarcó para su nuevo destino. En Madrid, y a un par de meses de haber arribado, creó (juntó con Francisco Villaespesa) la revista Cervantes5. En la capital española, Urbina recibió la visita de Isidro Fabela, quien había viajado a Europa en misión diplomática por parte del gobierno de Venustiano Carranza. Fue Fabela quien invitó al poeta a viajar a Buenos Aires para dictar una serie de conferencias sobre literatura mexicana (y con ello tratar de granjearse las simpatías de las nuevas autoridades).


Y él, buscando afanosamente la reconciliación con el nuevo gobierno, aceptó el encargo y sin dilación se embarcó hacia el hemisferio sur, dispuesto a cumplir en Buenos Aires su misión diplomática. Estuvo en esta ciudad de abril a agosto. La vida literaria de México surgió de las cinco conferencias que Urbina dictó en la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. ¿Cuál es el objetivo final de estas charlas: informar a la comunidad letrada argentina sobre el desarrollo de las letras mexicanas o cumplir con los rituales diplomáticos de la nueva administración carrancista? ¿Era esta misión una prueba para que el poeta pudiera demostrar su nueva filiación ideológica?

5 Esta revista, de periodicidad mensual, factura modernista y espíritu iberoamericanista, nació en agosto de ese año de 1916. Poseía un formato de bolsillo, con un diseño sencillo y modesto. Además de Urbina y Villaespesa, aparecía como codirector el argentino José Ingenieros y como subdirector Joaquín Dicenta. Durante su primera etapa que duró hasta septiembre de 1917 colaboraron autores de la talla de Miguel de Unamuno, Pío Baroja, Emilia Pardo Bazán y Amado Nervo. Desde sus inicios buscó colaboraciones de ambos lados del Atlántico. Esta primera etapa modernista cedió a la vanguardia cuando asumió la dirección editorial Rafael Cansinos-Assens, gran promotor del ultraísmo y autor, entre otros, del “Manifiesto de la juventud literaria-ULTRA”, que apareció, por cierto, en las páginas de Cervantes.


 

La vida literaria como estrategia crítica

Urbina explicaba en el prólogo a la primera edición (realizada en Madrid en ese mismo año de 1917) que escribió su obra carente de documentos y haciendo uso de su memoria (tal como había acontecido en Cuba, al inicio de su destierro). Quería transmitir a su audiencia porteña la historia de un organismo vivo, latiente, que contenía el alma de una nación: “Sin preparación inmediata, sin documentación seria y suficiente, apremiado por el tiempo y urgido por las circunstancias, hube de valerme, de continuo, de mi memoria, de mis antiguas lecturas y de anteriores estudios míos para llevar a término mi trabajo” (1965: 3). De ahí que se apresurara a definir su trabajo como de divulgación (y no de erudición), aunque reconocía que su Vida literaria de México tal vez fuera el primer trabajo historiográfico que buscaba “explicar la relación entre los fenómenos sociales y las manifestaciones literarias de México” (1965: 4). Para lograr ese propósito huyó de la crítica clasificadora y afirmativa y recurrió, según su propia confesión, a la impresión personal. Antonio Castro Leal lo describió, al prologar la edición mexicana hecha por la editorial Porrúa, de la siguiente manera: “La capacidad crítica de Urbina se fundaba en lo que puede considerarse la virtud primordial del que juzga una obra artística: una fina sensibilidad” (1965: X).

El poeta veía en este proyecto una posibilidad múltiple: por un lado, dar a

conocer la literatura mexicana en suelo argentino; por otro, comenzar el proceso de reconciliación con el nuevo gobierno mexicano. Ser útil a un proyecto cultural en ciernes. Como ya he demostrado, su conversión al proceso revolucionario se había llevado a cabo durante su estancia en La Habana y se había reforzado con su encuentro en Madrid con Isidro Fabela. No fue el único escritor que hizo acto de contrición y se arrepintió públicamente de su pasado huertista: en esa lista se pueden leer nombres como los de Enrique González Martínez, Julio Torri, Genaro Estrada y un largo etcétera. Pero fue el primero que utilizó un proyecto de historiografía literaria para lograrlo. En este punto, Urbina se convirtió en el primer historiador literario en buscar los “impulsos vitales” del panteón letrado. Fue el primero, también, en combinar el anhelo modernista de registrar el desarrollo de la literatura desde una perspectiva estética (guiada por el gusto y el goce), con una visión “metodológica”, que ya ensayaba un modelo de periodización basado en momentos decisivos de las letras mexicanas y cuya factura procedía de los esfuerzos sistematizadores de los miembros del Ateneo de la Juventud6.


6 Durante el año de 1910, y como parte de los festejos del primer centenario, los miembros de Ateneo de la Juventud organizaron una serie de conferencias sobre literatura mexicana (Alfonso Reyes leyó su ensayo: “Los poemas rústicos de Manuel José Othón”; Carlos González Peña hizo lo propio con su trabajo: “El Pensador Mexicano y su tiempo”; y José Escofet habló de Sor Juana Inés de la Cruz); posteriormente, en 1913, bajo el gobierno de


 

 

Con este antecedente, la elaboración de su historia literaria cumplía con una visión teleológica. Conectar el desarrollo de las letras con las reformas políticas y sociales que empezaban a implantarse tras la promulgación de la Constitución en febrero de ese mismo año de 1917.

La condición colonial de la literatura mexicana se convierte en el primer obstáculo para la empresa: ¿es posible hacer una historia de las particularidades de una literatura, cuando ésta proviene de una “mayor”: la española? (Como antecedente, advertía: “estamos en la América Española atados para siempre, en nuestra marcha hacia la civilización, por el vínculo inquebrantable del idioma” [1965: 6]). Si bien aceptaba, en primera instancia, la subordinación a las letras peninsulares comenzaba casi inmediatamente a resaltar las particularidades. Las diferencias raciales, culturales, lingüísticas habían afectado a la expresión literaria. Así: “a la idea de la trasplantación asocié –era preciso– la de modificación, la de alteración circunstancial” (8). He ahí la clave: la alteración circunstancial, esto es, las condiciones adversas que le habían otorgado, de manera indirecta, carácter y fortaleza a las letras mexicanas. La alteración circunstancial iba a permitir, por ejemplo, el florecimiento de su propia generación, la modernista, y su deseo de afirmación en el ámbito de la “República mundial de las Letras” (Casanova, 2001).


La vida literaria de México se convirtió, de esta manera, en un ejercicio dual; por un lado, es, en buena medida, la continuación (nunca concretada) de la Antología del Centenario, y, por el otro, es la lectura personal de un escritor que se encuentra estableciendo la genealogía de su propia obra. En ese sentido no resultaría arriesgado leer este libro como un ensayo, y ubicarlo en un momento nodal para el discurso ensayístico hispanoamericano (el periodo en que establecía sus preocupaciones básicas y consolidaba un modo de expresión propio). Me interesa reparar aquí, por tanto, en la misma escritura: considerar a la historiografía literaria como un género propio. Sobre este punto, el teórico francés Antoine Compagnon denuncia, siguiendo a Walter Benjamin, la ambigüedad del concepto de historia literaria: “la historia designa a la vez la dinámica de la literatura y el contexto de la literatura. Esta ambigüedad no es otra que las relaciones entre la literatura y la historia (historia de la literatura, literatura en la historia)” (2015: 235, subrayado en original). La reflexión sobre la

Huerta y el auspicio de Nemesio García Naranjo, a la sazón ministro de Instrucción Pública, los ateneístas leyeron en la Librería Robledo otra serie de importantes ensayos sobre la misma materia: Pedro Henríquez Ureña expuso sus brillantes tesis sobre la condición mexicana en la obra de Juan Ruiz de Alarcón, y el propio Urbina expuso parte de sus investigaciones sobre la historia de la literatura mexicana (germen de La vida literaria en México). Todos estos empeños mostraban el deseo de esta nueva generación por estudiar, de manera ordenada, a la literatura mexicana.


 

literatura y la historia pasa, así, por una secuencia de términos y oposiciones, tales como imitación/innovación, tradición/ruptura, clasicismo/romanticismo, entre otros. El acento cae, de esta manera, en la noción de cambio histórico (detonada e impulsada por la concreción y manifestación de un momento decisivo para el desarrollo de la literatura en un tiempo y espacio dados); según Compagnon, esta noción de cambio histórico “está referida aquí no solamente a la intención, el estilo o la recepción, sino incluso a la de valor, y en particular a lo nuevo como valor moderno por antonomasia” (2015: 235).

¿Cómo escribió Urbina su historia? Pienso, de entrada, en el mismo título del trabajo: Vida: imposible no reparar en el género de las vidas (reales e imaginarias) que representaban una forma personal y pasional de hacer biografías (dejando de lado la solemnidad y el peso histórico para enfocarse en los aspectos nimios y cotidianos); y que se venían redactando desde Diógenes Laercio y Plutarco hasta Marcel Schwob y Alfonso Reyes. Contar la historia como si fuera el relato de un ser vivo, que ha crecido y atravesado diversas etapas: nacimiento, infancia, adolescencia, juventud y adultez. No es, sin embargo, una narración biologicista con rasgos positivistas (símiles que abundaban en la prosa de aquellos días), sino un discurso metafórico, lleno de simbologías. La historia literaria que elaboró el poeta es un trayecto que buscaba concretar su destino, y cuyo recorrido no había sido fácil: había estado, por el contrario, lleno de obstáculos. Así, el oficio de escritor adquiere tintes de heroicidad y las funciones de la literatura se resaltan dentro de una sociedad que se está transformando.

Urbina debía lidiar con los cánones, con los géneros hegemónicos y las expresiones consolidadas desde otras latitudes; porque, finalmente, su proyecto historiográfico era una forma de autoafirmación: reclamo de pertenencia, pero también estrategia de distinción, reparo en las diferencias. De ahí que fuera el ensayo su recurso escritural: una fusión entre la reflexión crítica y la evocación creadora, que le permitía recurrir a su propia experiencia y a su memoria como fuentes de consulta bibliográficas. “Somos otros, somos nosotros” (1965: 9). Un ejemplo de lo anterior es su descripción de Juan Ruiz de Alarcón:

El parnaso español lo reclama, lo llama suyo, y en la historia de las letras castellanas lo ha colocado junto a Lope de Vega y a Calderón de la Barca. Pero durante la vida de este hombre, atormentado por un defecto físico que le hacía blanco de burlas y panoplia de epigramas, durante una vida en lucha abierta con el destino y la malignidad, don Juan Ruiz de Alarcón y Mendoza se oyó llamar en los salones de Palacio, en los corrillos de los poetas cortesanos, en el cuarto de los comediantes de los corrales, el ‘indiano’. (31)


 

 

Para el poeta, fue la Nueva España (su geografía, su atmósfera cultural, racial y lingüística) la que imprimió carácter a su poesía. Esta “mexicanización” del dramaturgo novohispano provenía, como sabemos, de la lectura de Pedro Henríquez Ureña (en su famoso ensayo de 1913), y así lo consignaba Urbina en una nota al pie: “Recuerdo aquí los conceptos que, acerca de Ruiz de Alarcón, expresó en un excelente estudio Pedro Henríquez Ureña” (32). Sor Juana Inés de la Cruz le causaba mayor conflicto, pues “es el prototipo de la lírica enmarañada, retorcida y pomposa” (33). La monja jerónima era, para Urbina, una gran poeta y noble pensadora, a pesar de su propio estilo: de ahí que citara largos extractos de la Respuesta a sor Filotea (un texto en prosa). Faltaba tiempo para que la obra y figura de sor Juana fueran completamente reivindicadas en el panteón literario mexicano: recién siete años antes, Amado Nervo había publicado la biografía Juana de Asbaje, primer intento de sacar del Hades a la escritora novohispana, pero aún debían de pasar varios lustros antes de los trabajos editoriales y críticos de Xavier Villaurrutia, Ermilo Abreu Gómez y Gabriel Méndez Plancarte.

Sobre el siglo XVIII no se expande mucho (“Este periodo no es precisamente interesante desde el punto de vista estético; pero me parece que lo es, y mucho, desde el histórico”, exponía de manera escueta para luego ampliar: “porque en él se define, en virtud de nuevos elementos que entran a componer nuestra expresión artística, la fisonomía literaria de una época y de un pueblo” [49]). Urbina hacía uso, en este apartado, de su antigua introducción a la Antología del Centenario, que recientemente había publicado como libro en Madrid en la Colección de Estudios Americanos. El siglo XVIII retardó la evolución literaria (en cuanto a la creación de “obras estéticas”), pero alentó la literatura política y la redacción de gacetas y diarios. En este punto, discutía con Menéndez y Pelayo y su lectura sobre la poesía novohispana (tal como había hecho su maestro y mentor Justo Sierra). Mientras para el filólogo español, la literatura de esta época estuvo subordinada a la erudición y la política, para Urbina comenzó a adquirir sus propios rasgos. Así, por ejemplo, el Diario de México representó “una gran ayuda, un gran estímulo para la literatura”, pues “dio a conocer, acogió, prohijó, empolló a los escritores que iban a llenar el primer tercio del siglo XIX” (67). El nacimiento y desarrollo de la prensa posibilitaron también el surgimiento y consolidación de la escritura de José Joaquín Fernández de Lizardi: “El Pensador, por lo general no abandonó su habitual llaneza. Escribió para el pueblo y en él entró, como nadie lo había logrado” (75). Al destacar la dimensión social del proyecto narrativo de Lizardi, Urbina remarcaba la dimensión política que cumplía la literatura durante el proceso de la independencia y los primeros años de la emancipación.

La inestabilidad política que prosiguió a la consumación de la independencia, en 1821, y se extendió, según su lectura, hasta el arribo de la generación de la Reforma,


 

imposibilitó el “sano desarrollo” de la literatura, obligándola a dar cuenta de los acontecimientos y debates políticos. Así: “una transformación de las expresiones operábase como por obra de hechicería. Los temblores sociales hacían alteraciones literarias, a las que de modo natural y fatal cedió de buen grado la lírica mexicana” (86).

A su maestro, el primero de todos, es decir a Altamirano, Urbina le otorgaba en su Vida literaria el papel de guía, desbrozador del camino correcto: “Por eso pudo hacer, por eso hizo un gran beneficio a la literatura romántica de México: la desencrespó, la tranquilizó, la equilibró, le presentó los modelos eternos, los griegos y los latinos, y le dijo: por ahí” (128). En otras palabras: se sacrificó, consciente de que no llegaría a ver el día en que la literatura fuera una profesión autónoma. Pero reservó el rol de modelo para Manuel Gutiérrez Nájera: “Por ahí, por Gutiérrez Nájera, entiendo yo, comenzó el movimiento inicial de la nueva literatura de los países de origen hispánico en este continente, del modernismo americano, que luego se extendió a la lírica española de allende el mar, llevado por el genio dilecto de Rubén Darío” (150).

La época contemporánea cubría, para Urbina, los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX: justo hasta la poética de Enrique González Martínez. Esto es, desde el apogeo del modernismo hasta la declinación y el anuncio de una nueva visión de lo literario. Ese periodo representaba para el poeta el momento de mayor altura estética, y el primero en que se consolidó una expresión propia. Era el triunfo de la generación de la Revista Moderna, de Nervo y Tablada: autores consagrados a su vocación; y un entorno, el porfiriato, propicio para tal proceso. Sin embargo, su visión política sobre ese periodo había cambiado, pues ese régimen dictatorial “que benefició materialmente al país, pero, a causa del estancamiento de las causas civiles y políticas, lo desnutrió moralmente, paralizó sus energías en vez de encauzarlas hacia la realización de los ideales democráticos…” (16).

 

El porvenir incierto o el mutis del poeta anacrónico

Urbina presentía, sin embargo, que justo en el momento en que redactaba su Vida literaria ese organismo vivo, que él entendía por literatura mexicana, estaba experimentando una nueva y definitiva mutación (la de su modernidad). Autores como Alfonso Reyes y Ramón López Velarde (el primero había publicado en ese mismo año de 1917 Visión de Anáhuac, y el vate zacatecano había dado a las prensas su poemario La sangre devota un año antes), estaban cambiando la fisonomía letrada. Urbina intuía esta profunda transformación en el campo literario. No es casualidad que cerrara su obra con este comentario sobre Alfonso Reyes: “es la flor de su generación [y] ha dado a la estampa dos espléndidos ejemplares de su talento ensayista: Cuestiones estéticas (1911) y El suicida (1917)” (200).


 

 

¿Dónde quedaba él dentro de esta lectura historiográfica? Es decir, ¿cómo había leído su propia producción poética?7 Discretamente se ocultaba bajo las sombras de Amado Nervo y Enrique González Martínez y omitía su nombre de los listados de poetas modernistas (quizá porque hacía menos de un año había preparado y publicado, en Barcelona, una selección de su propia producción lírica: Antología romántica: 1887-1914). Estaba consciente, sin embargo, del cambio generacional y sabía que su momento estaba pasando, y que nuevos creadores vendrían a tratar de destronar a la vieja cuadrilla modernista (tal como ellos habían hecho con sus ancestros, los poetas románticos). El país se reorganizaba con una nueva constitución y la nación literaria –por usar el término acuñado por Ignacio Sánchez Prado (2009)– comenzaba también a desarrollar una nueva legislación (con su propio canon y sus particulares estrategias de legitimación y representatividad).

Tal vez por eso Urbina utilizaba la tribuna de ese auditorio bonaerense para confesarse:

Este periodo, que no ha concluido todavía, está tan cerca, tan al alcance de la mano, que yo no me considero capaz de verlo ni de juzgarlo como un crítico. No puedo, qué digo analizarlo, ni contemplarlo siquiera tranquilamente. No asistí a este movimiento como espectador, sino que tomé parte mínima en él y no me es posible otra cosa que enfocar aquí y allá mis recuerdos, y con ellos, y con mis propias impresiones, hacer un relato de conjunto y trazar, a cuatro rasgos de pluma, un poco de lo que vi y de lo que sentí entre las gentes de mis tiempos. (171)

 

Y sí, era realmente difícil dar cuenta de ese momento. Por esos días, se había publicado, en la efímera revista mexicana La Nave una breve y profética crítica de Julio Torri, donde anunciaba que la poesía de Ramón López Velarde sería la referencia del mañana. Un futuro muy cercano que ya se dejaba advertir. Faltaban un par de años para que José Juan Tablada publicara su libro Un día... Poemas Sintéticos, y no mucho más de cuatro para la irrupción estridentista con sendas obras de Manuel Maples Arce (Andamios interiores, de 1922 y Urbe, de 1924), aderezadas con un manifiesto iconoclasta. Los integrantes del grupo “sin grupo”, que más tarde se conocerían como los Contemporáneos, ya figuraban entre los listados de estudiantes preparatorianos y universitarios. La historia literaria presentaba una nueva y fortísima


7 En el convulso año de 1914 había aparecido su último poemario publicado en México: Lámparas en agonía (con prólogo de Enrique González Martínez); y en España había dado a la imprenta, en 1916, El glosario de la vida vulgar (con prólogo de Amado Nervo). Todavía publicaría dos libros más: El corazón juglar (1922) y Los últimos pájaros (1924), ambos publicados en Madrid. Pero sus días como poeta estaban llegando a su fin.


 

“alteración circunstancial”, la cual implicaba que tanto las funciones sociales como las culturales de la literatura estaban nuevamente transformándose.

Es probable que Urbina regresara a España con más dudas que certezas, tanto en su reflexión sobre el confuso presente de las letras mexicanas, como en su inestable situación personal. Su anhelada incorporación a los gobiernos revolucionarios se dio de manera fragmentaria e incierta. En 1918, y tal vez como recompensa por las lecciones dictadas en la capital de Argentina, fue nombrado primer secretario de la embajada de México, duró en el puesto hasta 1920, regresó brevemente a México para asumir la dirección del Museo Nacional de Arqueología, Etnografía e Historia, pero el asesinato de Carranza y la llegada al poder de Obregón, lo obligaron a regresar a España. Finalmente, ocupó la dirección de la Comisión “Del Paso y Troncoso” dedicada a rastrear en las bibliotecas europeas materiales y referencias sobre México. Ya nunca pudo volver a su país (salvo por muy breves estancias), y fijó su residencia definitiva en España, donde murió en 1934, un poco antes del estallido de la Guerra Civil.

Su “suicidio poético” había ocurrido mucho antes. En 1925, Urbina había tirado la toalla como creador, y se había refugiado en el periodismo y en sus labores de “bibliotecario”. Habían pasado solamente unos meses desde la publicación de su último poemario Los últimos pájaros. La indiferencia y el silencio con que fue recibido su libro le indicaron que había sonado la hora de guardar la pluma. En una carta enviada, ese mismo año, a Genaro Estrada (un escritor que sí pudo transitar con éxito a las nuevas administraciones), y recogida por Nemesio García Naranjo en Memorias, Urbina confesó con tristeza y resignación:

Disueno ya entre los nuevos ruiseñores. Mi canto anticuado no armoniza con la orquesta primaveral que oigo en torno mío. No me quejo. Natural es que los hombres de la generación anterior, se pongan al margen de la generación que llega... Es que quizá no siento ni pienso como los recién llegados. Comienzo a percatarme de que soy un incomprensivo... Ahora, mi verso se esconde acobardado y avergonzado. En adelante únicamente aparecerá mi prosa, esta prosa vil del periodismo que aún tiene la virtud de dar de comer a los míos. (s /f: 68)

 

Tal como lo presintió y expuso en La vida literaria en México, las reformas políticas, las transformaciones sociales, la emergencia de nuevos actores políticos y culturales, trajeron consigo un profundo reacomodo en el campo intelectual y artístico. Su trabajo historiográfico funcionó como cierre de una época y como preámbulo de otra. La literatura mexicana comenzó, así, su complejo proceso de modernización y colocó a Luis G. Urbina en el pasado, como representante de una conducta y una estética particulares: la del creador bohemio, un personaje anacrónico y disonante


 

 

en el nuevo ámbito letrado, marcado por la hegemonía de la narrativa (la llamada Novela de la Revolución estaba en boga), de la función pedagógica de la cultura (son los años de las reformas vasconcelistas) y de la consolidación de las instituciones postrevolucionarias.

Sin embargo, La vida literaria en México permanece hasta hoy como el primer esfuerzo por dotar de sentido literario al desarrollo histórico de la cultura letrada, y como una importante muestra del importante papel que tanto el ensayo como la crítica desempeñaron en el proceso de modernización cultural del siglo XX mexicano.

 

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