Colindancias 12 / 2021,
7-27
DOI:
10.35923/colind.2021.12.01
Borja
Mozo Martín
Universidad del Oeste de Timișoara, Rumanía
Mihai
Iacob
Universidad de Bucarest, Rumanía
“Lo más importante de las cosas pasa por fuera de uno”
Entrevista a José Emilio
Burucúa
Cuando la editorial Periférica
publica en 2011 la primera versión de Enciclopedia B-S, ampliada en 2019
con la parte dedicada a la familia
biológica del autor, José Emilio
Burucúa (Buenos Aires, 1943) ya tiene a sus espaldas
una trayectoria profesional tan respetable como
sistemática. Miembro de la Academia Nacional de Bellas Artes y de la Academia
Nacional de la Historia de Argentina,
codirector del Centro
de Producción e Investigación en Conservación
y Restauración Artística y Bibliográfica, investigador de
la modernidad temprana, profesor
visitante en la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París, José Emilio Burucúa es además
el autor de una obra prolífica y proteica que explora
distintos campos del saber, especialmente aquellos
que tratan de cercar la relación entre
la historia y el arte.
Sin embargo, el libro que ha propiciado esta entrevista podría
considerarse una coincidentia oppositorum en toda regla, una rareza, una
sobresaliente salida de tono y, a la
vez, aplicación rigurosa de las exigencias del historiador de carrera. Cabe
señalar en primer lugar la
paradoja fundacional del proyecto: Burucúa pone
al servicio de la composición de Enciclopedia B-S todo su buen hacer historiográfico contrastando datos, consultando documentos oficiales, buscando en archivos y en periódicos o recopilando testimonios orales,
pero en este caso, el objeto de su investigación y posterior publicación
no será la “alteridad histórica”, sino el ámbito privado de dos linajes que
llegaron a componer la familia del propio historiador: los Schreiber, judíos
rumanos, y los Burucúa, vasco-catalanes. Amén de una pesquisa
histórica profesional, Enciclopedia B-S se
presenta sobre todo como una edición de memorias familiares, una
representación de la macrohistoria dentro de una múltiple biografía doméstica y viceversa.
Una vez asumido este sensible
objeto de estudio, el autor aplica a los materiales del libro una insólita,
y en buena medida posmoderna “fórmula de (re)presentación”, que consiste en
dedicarle a cada integrante de las familias
B. y S. una entrada de
enciclopedia. Ahora bien, por más lúdi- camente
posmoderna que pueda resultar la “enciclopedización” de lo
humilde y lo privado (siempre, eso sí, en conjunción con la macrohistoria), el
historiador ha optado por la fórmula del diccionario ante todo para honrar
el trabajo realizado por el autor
previo de una de las mitades
del libro familiar, su suegro Raúl. Más
conocido en Argentina por su apodo de campeón de catch de los años cincuenta,
el “Hombre Montaña”, Raúl Schreiber
redactó unas memorias sobre la turbulenta saga de su familia. Tras decidirse a dignificar estas memorias
publicándolas, el yerno se ha negado a
aceptar que entre las personas que
constituyen dicha saga se establezca la
inevitable jerarquía inducida por una narración historiográfica
lineal. De modo que el diccionario resultante, donde a cada familiar se le
asigna una importancia y un peso similares, no es en modo alguno un capricho de
tipo oulipiano, sino la expresión de un sentido posicionamiento ético.
Otra de las aparentes contradicciones que el autor plantea a lo
largo de las páginas de Enciclopedia B-S procede de sus “personas- personajes”, que parecen
transitar, en ambas direcciones, un
territorio intermedio entre la
ficción y la realidad ―del mismo modo que algunas secuencias discursivas del
libro se sitúan a caballo entre el lenguaje documental y el literario,
como es el caso de los ampulosos prólogos pseudorenacentistas que abren
cada una de las dos partes en
que se estructura―, encarnando esquemas que arrastran
una larga tradición cultural.
Uno de estos esquemas es la antítesis de
raigambre romántica entre los trayectos vitales “objetivos” y la actitud
general de sus protagonistas ante la vida. Resulta así paradójica, sin ir más
lejos, y tal como confiesa el autor de Enciclopedia B-S en esta misma
entrevista, la vitalidad y el buen humor que conservan los Schreiber después de
haber pasado por tantos dolores y pérdidas, de haberse visto obligados a
deshacer repetidas veces sus vidas ante la adversidad para rehacerlas de cero,
en otros lugares y otras culturas. En
este sentido, no menos paradójica
parece la “tristeza de fondo” de los Burucúa pese a haber vivido, a grandes
rasgos, una vida menos turbulenta, al menos si se la compara con
la de la rama judía de la familia.
Finalmente, una de las oposiciones más fértiles del libro se establece
entre, por un lado, la intención de documentar vidas rigurosamente y, por
otro, el
deseo de ocultar fragmentos de las mismas que le tocan de muy cerca al
mismo historiador, convertido en testigo y paciente. Esto hace que la profusión
enciclopédica de datos, con
tendencia a la exhaustividad, esconda islas de silencio, encarnadas en
familiares que desean borrar sus
huellas en el mundo, como la abuela materna del autor, o vidas que no se pueden
convertir en materia historiográfica al ser demasiado
punzante el dolor que provocan y al no existir
prueba
material de su final, como la del hermano pequeño del propio autor, uno de los múltiples
desaparecidos durante la última dictadura argentina. En Enciclopedia
B-S, algunas cosas se borran mientras se da fe de ellas, y el relato de lo
que fue apacigua lo relatado, impidiendo que siga atormentando a los vivos.
Uno de los habitantes de esas islas de silencio, ocultas bajo el amplio y
nutrido manto enciclopédico, es precisamente José
Emilio Burucúa, de esquiva presencia en el texto, en el que se inscribe
siempre mediante múltiples
máscaras, entre ellas la de Gastón, el nombre que sus padres no pudieron darle
a causa de la política onomástica argentina de la época.
Las razones de este borrado ―nunca completo, pues no hay tal cosa según
el autor― pueden ser varias.
Entre las confesas, los escrúpulos del historiador
que, para aproximarse a la objetividad, tiene que investigar y relatar sobre
los otros, aunque en este caso se trate de una otredad familiar. O la reserva que siente a estas alturas de la historia de la literatura y de la
historiografía post Hayden White
ante la tiranía y la vanidad del
yo autofictivo, entreverado con la excesiva
e incluso peligrosa asunción posmoderna
del carácter inasible de la verdad. “No hay una plenitud de la verdad,
pero sí podemos dedicarnos con entereza y entusiasmo a la búsqueda de la
verdad”, subraya Burucúa, de vuelta de lo posmoderno, antes de añadir con sabia
humildad que “lo más importante de las cosas pasa por fuera de uno”.
Entre las razones no confesas del silen- ciamiento de su propia persona,
acaso se encuentre la misma
que impidió el despliegue del relato de su hermano
desaparecido: José Emilio Burucúa no
ha acabado su recorrido en este mundo y, por
ello, su vida no puede ser historiada todavía.
Eso es lo que quería mi suegro, y en cierta forma yo he cumplido con su voluntad. Ahora, como explico en el libro, cuando me enfrenté con el manuscrito, me di cuenta de que tal como estaba no se podía publicar. No es que estuviera mal escrito (¡figúrense que mi suegro había comprado y consultado el diccionario de María Moliner!), pero tenía giros extraños para un hispanohablante de hoy, y más aún para un extranjero, giros muy exquisitos, eso sí. También había otras cosas que no funcionaban, y muchas repeticiones, así que se me ocurrió hacer una especie de transcripción o traslación de ese texto a un español actual.
Fue entonces cuando me encontré con la riqueza, la profusión de los personajes, de las situaciones, y eso me llevó a darle esa organización de diccionario o de enciclopedia. Cada personaje que aparecía en la vida de mi suegro, o que mi suegro citaba o del que hablaba, tenía una consistencia por sí mismo que invitaba a dispersar ese relato en diferentes voces, como si fueran las entradas de un diccionario.
En fin, no creo haber sido original tampoco en esa organización, pero la
cuestión es que a mí me solucionó
muchas dificultades. No soy un novelista, soy un historiador, y en cierto modo tenía
que atenerme a los métodos historiográficos. Como se me hacía extremadamente complejo
abrir paréntesis en un relato-río, preferí segmentarlo, y eso me
permitió salvar las dificultades de narración.
Algunos lectores lo han encontrado atractivo, dicen que les facilita también
a ellos la lectura. Después, por supuesto,
me quedó mi propia familia,
y utilicé exactamente el mismo criterio. Empecé por aquel texto madre del que hay muchos fragmentos en la
parte de la Enciclopedia dedicada a Rumanía, que fue el texto de mi suegro.
De hecho,
el manuscrito de mi suegro lo
conservamos como legado familiar.
Raúl S, suegro del autor y punto de
partida de Enciclopedia
B-S.
¡Más bien al contrario! De hecho, una prima mía me dijo: “¿Y a vos quién te autorizó a hacer esta biografía?”. Yo simplemente le contesté que los historiadores no solemos pedir permiso, a menos que se trate de un material muy sensible. Al fin y al cabo, yo estaba tratando de contar la verdad. Claro que siempre se trata una verdad mediada, pero aun así se lo dejé bien claro: “¡A vos desde luego sí que no te iba a pedir permiso!”. En cualquier caso, yo no había hecho ninguna promesa a mi familia, de nada en absoluto.
Yo he sido muy amigo suyo, un tipo excepcional en todos los sentidos, que desgraciadamente falleció prematuramente, a los cincuenta y un años apenas. A él le gustó mucho esa primera parte (la historia de mi familia política), y me animó a publicar la primera versión directamente, sin esperar a añadirle la historia de mi propia familia, que yo aún no había escrito. La segunda parte me costó mucho más, porque claro, no tenía un texto madre. Además, siempre es más difícil escribir sobre los propios…
Portada
de la primera versión de la Enciclopedia B-S (izquierda), que incluía el relato
de la familia S, y de la versión completa (derecha), a la que
se añadió la primera parte dedicada a la familia B.
No, no fue por esa razón. Ahora, la historia de la familia de mi mujer es una historia llena de dolor y de altibajos. Mis suegros tuvieron que dejar tantas veces lo que tenían para reconstruir su vida fuera... Primero dejaron Rumanía y se fueron a Israel, después dejaron Israel y se fueron a Francia, más tarde salieron de Francia para instalarse finalmente en Argentina, y en un momento dado hicieron ese intento, por suerte fallido
—porque así me casé con mi mujer— de irse al Brasil… En todos esos momentos
había un derrumbe y una reconstrucción, pero ellos mantuvieron hasta el fin un humor y una alegría que a mí me llamaban la atención, porque en mi familia, que no había tenido esas pequeñas tragedias de las mudanzas y del recomenzar una y otra vez, no los había encontrado.
Yo me preguntaba por qué en los personajes de mi familia había siempre una tristeza de fondo, y lo cierto es que todavía no tengo la respuesta. Lo que pienso al respecto es algo que se sale de la historia por completo, y que tiene que ver con una experiencia antropológica profunda, casi bíblica. Lo que ha habido en mi familia
—tampoco como una atrocidad, porque no lo fue—es sangre en las manos de algunos personajes, y en ese sentido yo creo que nos ha afectado el interdicto del “no matarás”. Estoy convencido de que eso, aunque no sea una presencia constante en nuestras vidas, marca capilarmente, se mete en las existencias. Y creo que cierta amargura que ha habido en mi familia por las dos ramas responde de alguna manera a esas circunstancias.
¿Considera que el humor que irradiaba la familia de su mujer
fue de algún modo un medio de resistencia, un arma para resistir frente a todas
las dificultades a las que hubieron de enfrentarse?
Totalmente. Digamos que entre los criollos también hay un cierto sentido del humor, pero siempre es un humor amargo. Quizá esa podría ser la nota que habría dado la diferencia, porque la gran tragedia de mi familia, la verdadera tragedia, fue tardía, vino con la dictadura: la desaparición y muerte de mi hermano. Eso sí que fue una tragedia comparable a las otras, es decir, con las que tuvo que superar la familia de mi mujer. Pero todo el resto, no. Eran cosas normales, desgracias y alegrías como las de cualquier familia, y sin embargo había un poso de amargura allá que todavía para mí es misterioso, mientras que si lo hubiera encontrado en la familia de mis suegros me habría parecido normal.
La cuestión es que había una vitalidad en la familia de mis suegros que nunca percibí en los miembros de mi familia, y ciertamente eso me perturbó mucho durante la escritura. También el haberme dado cuenta de muchas cosas. Por ejemplo, de la depresión en la que vivió una de mis abuelas, un personaje enigmático, y de la que no me di cuenta hasta tarde, siendo ya mayor. Esa cosa que tenía ella de hacer desaparecer su propia imagen… Conservo muy pocas fotos de mi abuela, porque las destruía. Donde salía ella, las recortaba, y si no directamente no las guardaba, las trataba como papel viejo. La recuerdo muy bien físicamente, pero era una persona muy triste. Creo que ahí la muerte de dos de sus hijos con quince días de diferencia durante la epidemia de gripe española en 1918 tuvo que haberla amargado para siempre. Uno de los niños tenía tres años, y el otro apenas meses. Ella era muy joven, y después tuvo tres hijos más. Así que en el caso de ella sí había una razón para explicar esa depresión permanente y ese aire de tragedia que flotaba en su vida.
Cecilia y Raúl S, suegros del autor, en Bucarest (1936)
Sí, claro. Además, entre que terminé y publiqué la primera parte (que en la edición final del libro aparece en segundo lugar) y el inicio de la escritura de la segunda hay un hiato de dos años. Es probable que mis otros trabajos académicos como historiador hayan influido en esta segunda forma. Es cierto que las fuentes aparecen de modo distinto, aunque por ejemplo para la historia de mi abuelo materno me basé mucho en su archivo de hombre de ciencia. Ahí hay transcripciones de las cosas que él hacía, que él contaba, sobre las que informaba, esos viajes que hizo por el noroeste, por la Puna, para identificar el agente del tifus exantemático en Argentina. Todo eso está sacado de sus papeles. Así como algunas cosas de mi padre, por supuesto, de su carrera como médico. En el caso de mi madre, es más que nada una reconstrucción que yo hice de su propio relato y del relato de la hermana, de mi tía, que en aquel momento era el único personaje vivo de todos los que aparecen en la Enciclopedia (desgraciadamente murió el año pasado con noventa y cinco años en plena pandemia, pero algo interesante es que tuve tiempo de regalarle el libro, y ella quedó muy impresionada).
Es una exageración lo que voy a decir, pero es como si en un caso —la primera parte— yo hubiese sido Heródoto y construido mi relato a partir de cosas que había oído decir y otras, por ejemplo, que había leído en periódicos, sobre todo las relacionadas con la parte política. Mi madre se involucró mucho en la política, sobre todo siendo joven, en la época de la guerra civil española, y después en la segunda guerra mundial, momento en que el país se deslizó a veces hacia una simpatía con las formas totalitarias que después ha tenido ese proteo, yo no diría magnífico proteo, pero casi diabólico proteo que es el peronismo. A la hora de redactar esa parte sí consulté muchos periódicos, porque mi madre tenía muchos recuerdos, pero ninguna precisión en cuanto a las fechas en que se habían producido los acontecimientos. Leí los diarios y utilicé ese tipo de fuentes, lo que ocurre es que no quise poner notas al pie ni nada por el estilo, porque, de lo contrario, se hubiera desnaturalizado el propósito casi novelesco de este libro.
Fotografía de la familia B, donde se
ve a Belarmino B1, abuelo del autor, con sus hermanos (sentado inmediatamente a
la izquierda de su hermana).
Fotografía de la familia B, donde se ve a Belarmino B1,
abuelo del autor, con sus hermanos (sentado inmediatamente a la izquierda de su
hermana).
Ese contrapunto entre lo micro y lo macro tiene que ver con mi admiración por la obra de Carlo Ginzburg. Lo que aparece en la Enciclopedia es ya casi un automatismo que he adquirido de la frecuentación de la obra de Ginzburg y mis intentos por imitarlo en mis trabajos académicos, una suerte de cliché en el buen sentido, que ya me sale casi espontáneamente: prestar atención al gran flujo y después ver lo que pasa en esos pequeños remolinos de la vida en otra escala, la cotidiana, la familiar.
El hecho de mostrar a todos estos
personajes arrastrados por las grandes corrientes de la historia y afectados
por las tempestades del mundo ha sido algo plenamente consciente. Y eso desde la publicación de la primera
parte [la segunda
en la edición completa], como se puede advertir en las referencias que hago a episodios
poco conocidos, pero sumamente importantes de la segunda guerra mundial y de la
inmediata posguerra, como es la emigración a Israel de los judíos de Rumanía ya
en los años del estalinismo. Diría que ha sido algo consciente hasta tal punto que incluso he vuelto sobre algunos
de los personajes donde eso no se advertía para incluir algún hecho, digamos,
de la gran historia. Luego, por ejemplo,
en el caso de mi madre, tuvo un
periodo en su juventud en que ella misma buscó estar en esos grandes
flujos, esas grandes corrientes (y lo estaría
más tarde, pero muy a pesar suyo). Tanto una familia como la otra al final han sido
tocadas por las grandes conmociones, los grandes vientos del mundo.
Sí, la habido. He procurado en todo momento difuminarme, de ahí el uso del Gastón como en una tercera persona. Además, las cosas que le atribuyo al personaje de Gastón son siempre las que los otros han visto en él (es decir, en mí) en esas circunstancias, más que mi propia experiencia profunda en ese tema. Hay una difuminación del relator, que desgraciadamente es protagonista en algunos momentos puesto que no he tenido más remedio. Por ejemplo, cuando mi suegra iba a Tierra del Fuego, era para visitarnos a nosotros, y en esas circunstancias yo me transformaba en un personaje, digamos, importante para ella.
Después, hay momentos en los que el relato se refiere a la vida de mi hermano, donde existe una emoción particular y también una asunción de cosas no hechas, no cumplidas a su debido tiempo. Ese, por supuesto, es uno de mis grandes y más profundos reproches. No sé si eso se advierte realmente en el texto, porque queda toda una continuación de esa historia, sobre todo de la de él, que no he incluido, y si no lo he hecho es precisamente porque ahí el problema soy yo más bien. La cuestión es que he caído por lo menos dos veces en creerme que estaba vivo e ir a buscarlo allá donde creía que podía hallarse, sin por supuesto encontrarlo, porque mi razón me dice que cayó y su cuerpo desapareció, aunque creo que, si hubiera una tercera oportunidad de creer que voy a su encuentro, volvería a hacer lo mismo.
Esta cuestión de la desaparición del muerto es terrible, y siempre queda abierta. Eso me hace pensar de nuevo en Heródoto, al que cito de nuevo porque en este caso se trata de un texto suyo al que vuelvo una y otra vez. Pues bien, Heródoto cuenta esa historia de Creso y Solón, en la que Creso muestra las riquezas que ha acumulado y pretende que Solón le diga que es uno de los hombres más felices del mundo, pero Solón le responde que no puede decir eso, porque para poder afirmarlo la persona tiene que haber completado el ciclo de la vida y saber uno cuáles son las circunstancias de su muerte. Lo que ocurre con el desaparecido es que ese fin siempre queda abierto, uno no puede dar esa vida por cumplida o acabada nunca. Entonces, apenas aparece el más mínimo indicio de que esa vida pueda continuar, o de la forma en que terminó, uno busca completarla con una experiencia real. Por eso digo que, si se presentara una tercera ocasión, yo creo que a pesar del fracaso de las dos primeras y de lo que racionalmente me dice mi propia experiencia, acudiría.
El tema del desaparecido no solo se vincula con ese relato tan emocionante de Heródoto, sino también con la cuestión del peregrino de Emaús, que tiene que aparecerse para que los discípulos cobren noción de que ahí hay un final de la historia de Jesús en el mundo, un final que viene dado por esa aparición suya como un peregrino. Siempre fantaseo con eso mismo en relación con la historia de mi hermano, aunque todo esto no figura en el libro porque es una cosa mía, no tiene que ver directamente con el personaje de mi hermano.
Esa aparición del yo en los textos de la Enciclopedia que tienen, podríamos decir, una pretensión historiográfica, resulta muy irónica. Hay en ellos una deconstrucción satírica del yo, al que, más que tomármelo en serio, he hecho aparecer como un objeto de risa o de diversión cuando no ha quedado más remedio. Creo que las cosas pasan por fuera, o al menos lo más importante de las cosas pasa por fuera de uno, y he querido que eso se manifestase.
Izquierda: el autor en brazos de su
madre. Derecha: Martín B, hermano menor del autor, militante del Ejército
Revolucionario del Pueblo, que fue secuestrado en julio de 1976, cuando comenzó
la
última dictadura militar en la Argentina.
Claro, porque borrarse es imposible. Por eso aparecen todas estas paradojas, estas contradicciones en el desgranamiento del relato. Por supuesto, está esa intención, y está también la imposibilidad de lograrlo, la imposibilidad de desaparecer uno mismo. En muchos casos, pensaba en la idea de colocar una cámara y que las cosas fueran pasando por delante de ella sin que hubiera ningún camarógrafo detrás, y que el camarógrafo lo único que hiciera es, una vez terminada la escena, retirar el rollo y proyectarlo. Pero claro, es una pretensión vana. De hecho, sería tan vano el aparecer uno, ser uno mismo el objeto de lo narrado, como tratar de desaparecer frente a esa realidad que nos engloba, nos supera y nos determina.
Por eso también he llamado a esto irónicamente un ensayo de “historiografía satírica”, entendiendo la sátira en el sentido en que la pensaba Juvenal, como un registro, un recuento de todo el aluvión de las cosas que existen por fuera de nosotros. La palabra satírica la he empleado en ese sentido, pero también conlleva el hecho de que se muestren cosas ridículas, más dignas de risa que de llanto, aunque el llanto y la risa van siempre de la mano. Me gusta mucho lo que dice Helmuth Plessner sobre el llanto y la risa y sobre por qué uno a veces pasa del uno a la otra. Él afirma que cuando, frente a lo real, el sentido que nosotros buscamos se destroza o se diluye, la imposibilidad de asignar un sentido a las cosas es lo que provoca el llanto. En cambio, cuando una cosa puede tener un aluvión de significados, eso provoca la risa. Por eso la sátira, por eso a veces esa plétora de cosas que he volcado. Quería que hubiera alguna forma de goce en esa historia que se cuenta. Aunque al final, también ha habido personas que la han leído, por ejemplo, Leila Guerriero, y que me han comentado que en todo el relato está siempre la idea de la muerte, hasta el final, esa presencia de la muerte como algo feo. Y sí, claro, aparece la muerte, pero lo cierto es que nunca ha sido mi propósito el dar una visión existencial de esa humanidad que traté de describir, de una humanidad transida y consagrada a la experiencia de
la muerte.
Absolutamente. De hecho, eso me remite a la gran polémica que tuvieron Althusser y Thompson hace ya mucho tiempo, en los años ochenta. Recuerdo haber estado totalmente del lado de Thompson en toda esa cuestión que él llamaba la “miseria de la teoría”. Thompson conocía muy bien la teoría de la sociedad, pero defendía que su relato desbordaba por los cuatro costados todo marco teórico. Me parece que esa es la tarea y la grandeza de todo historiador, lograr que eso se perciba.
Por supuesto. Sin ir más lejos, volviendo al caso de mi abuela, ese carácter que ella tenía y que nos chocaba tanto a sus nietos (a mi hermano, a mis primos, a mí mismo), ese carácter depresivo de ella yo lo descubrí ahí, sin ir más lejos. Y después también descubrí cosas que no sabía. Ignoraba, por ejemplo, que mi abuelo materno tenía dos casas, y es algo que descubrí al escribir. Resulta que tengo primos hermanos que vienen de esa rama y que desconocía por completo. Fue terrible, porque yo quería una confirmación de eso, y se la pedí a mi tía, quien era la única que quedaba viva de todo el árbol genealógico. Ella se resistía a contarme nada al respecto, pero aprovechando que yo preguntaba, una prima mía, que se había encontrado una vez con los vástagos de esa rama sin yo saberlo, finalmente me lo dijo delante de su madre. Mi tía, por supuesto, se puso furiosa, y recuerdo que le soltó: “¡Sos un estómago resfriado, una impertinente! ¿Cómo te atrevés a contar esas cosas de mi padre?”. Pero claro, ya no tuvo más remedio que hablarme del asunto, así que, con aquella ocasión, tardíamente, llegó a mi conocimiento algo de lo que había tenido la intuición o que deducía a partir de ciertos datos concretos de esa vida. Y son cosas chocantes, porque finalmente mi abuelo cuando se sintió morir fue a la otra casa para hacerlo allá. Para mí fueron revelaciones muy impresionantes.
Después, está todo el folklore de mi bisabuela gallega, la madre de mi abuela materna. Fue un personaje extraordinario, que por algo vivió noventa años, porque solo se puede vivir tanto cuando se tiene un motor dentro. Esa bisabuela, nacida en Carril, y que había visto al diablo dos veces en su vida, fue el único personaje de la familia que tuvo contacto con el más allá. Toparme con ese personaje y con esa vivencia, por ejemplo, que para ella tenía la misma realidad que el ir a comprar verduras o pan, resultó extraordinario para mí. ¡Me pregunto si, al fin y al cabo, Galicia, un extremo de la latinidad, y Rumanía, el otro extremo de la latinidad, no tendrán alguna conexión en ese plano!
Raúl S, suegro del autor, con
su cuñado Eddy durante la época en que residió en Francia.
La verdad
es que no. Yo diría
que, una vez hube resuelto la dificultad que entrañaba
hacer un relato clásico de la vida de mi suegro a partir de su testimonio
mediante la forma del diccionario, me pareció la más conveniente y no tuve más
dudas. Debo decir que me inspiró mucho
el Diccionario jázaro, un libro extraño
escrito por el autor
serbio Milorad Pavić.
Aunque Pavić no
es historiador, he de decir que su libro me deslumbró, es un texto
extraordinario. Luego también me han inspirado ciertas obras del siglo XIX que
son el producto de la colaboración de varios historiadores, y por supuesto los
grandes diccionarios históricos, tanto el de Luis Moreri como el de Pierre
Bayle. Pero bueno, se trata de
modelos que son en sí universos. ¡Es como si ellos fueran galaxias y lo mío un
sistema solar periférico! En cualquier caso, los reenvíos que hace el diccionario de Bayle me parecen un modelo extraordinario. Me gustan mucho las enciclopedias históricas donde una voz remite a otra, como género
me refiero.
El viaje a Rumanía me fascinó. Además,
coincidía con el primer regreso de mi mujer después del comunismo. Aurora y yo
viajamos allá en 1995, al comienzo de la primavera, y fue un viaje
extraordinario. Después ella volvió otras cuatro veces y pudo observar mucho
mejor el cambio que se estaba produciendo en el país. A mí, lo que más me sorprendió fue ver ciertas cosas en
Bucarest todavía en el 95; no ya en Transilvania
o Bucovina, por ejemplo, donde se advertía un progreso económico y social
que yo creo que tiene que ver con la fortaleza del campesinado. Las viviendas
de los habitantes del campo ya eran casas bien puestas y adornadas, con esas cenefas de madera con que suelen
completarse los vanos en las puertas sobre todo en Moldavia y Transilvania.
Bucarest, en cambio, todavía era otra cosa. Por ejemplo, cuando mi suegra hablaba del barrio de Lipscani, ella lo hacía como si fuera la Meca de la elegancia, pero cuando fui lo encontré en ruinas, algo que me sorprendió muchísimo. En aquel momento yo no me lo podía creer: ¿cómo se encontraba en ese estado aquello que mi suegra describía con tanto entusiasmo? Había lugares que estaban como si la segunda guerra mundial hubiera terminado la víspera. He de decir que me impresionó mucho Bucarest. El único lugar que encontré rehabilitado era el Cercul National Militar, donde fuimos a comer y bailar algunas veces. Mi suegro estaba muy asombrado de que hubiéramos podido visitarlo, teniendo en cuenta que se trataba de un lugar en el que él no había podido entrar en toda su vida.
Belarmino,
abuelo materno (izquierda), y José Emilio, padre del autor (derecha).
Pero
claro, Bucovina me fascinó, y Braşov me pareció una ciudad encantadora. También me impactó ver ciertas
perversiones del régimen comunista. Por ejemplo,
nosotros viajamos desde el norte, desde el corazón de Transilvania, pero el que
llegaba a Sinaia desde el sur, desde Bucarest, se encontraba con una especie de
fábrica espantosa. Era como una desvalorización de todo aquello que había sido
bello en el antiguo régimen, no digo justo, pero sí bello al menos. Me di
cuenta de hasta qué punto el régimen había dinamitado todas esas cosas. Lo
cierto es que fue difícil encontrar
todo ese mundo idealizado de mis suegros, que sí aparecía en algunas ciudades, como Braşov,
o en los monasterios de Bucovina, pero en todo caso
en Bucarest, nada que ver.
Una vez, estando ya en Argentina, mi suegra o mi suegro reprocharon un día a mi mujer que no los había ido a visitar, ¡y eso que ella acudía casi todos los días!
Para acallar sus reproches, les preguntó que cómo estaban, a lo que mi suegra le contestó por teléfono: “Pues aquí estamos. ¿Cómo querés que nos encontremos dos viejos esperando la muerte?”. Entonces, mi mujer, desesperada, al día siguiente se despertó a las siete de la mañana, fue a comprar un budín y se presentó en casa de sus padres. Se los encontró tomando un café con unas tostadas en las que habían untado manteca y caviar. Entonces les dijo: “¿Así esperan ustedes la muerte?”. Y mi suegra le devolvió aquella réplica genial: “¡Bueno, tampoco tenemos que esperarla con pan duro!”.
La cuestión es que, luego, en el aeropuerto de Bucarest, mientras esperábamos el avión ya para volver a París, nos encontramos con dos señoras que tendrían en ese momento la edad de mi suegra, y que se pidieron una lata de caviar y dos panes de manteca. ¡Exactamente la misma escena! Así que, ya que hablábamos antes de la intersección de lo trágico y lo cómico, me dije que debía de formar parte de la experiencia rumana lo de acompañar la muerte con caviar y manteca.
Banquete
en homenaje a la licenciatura en Medicina de Aurora S, esposa del autor
Me impresionó mucho ir al pueblo donde habían nacido mis bisabuelos paternos, los Burucúa, ver el lugar de donde habían salido, Aldudes, en el Pirineo francés. También me resultó interesante confrontar con la realidad del lugar la etimología del apellido, que en euskera significa “el que está en la cabeza”, supuestamente porque la casa se encontraba en la parte más alta del pueblo. Sería algo así como una cabeza física del pueblo, una especie de metáfora geográfica, o por lo menos es lo que me explicaba mi padre, algo que después confirmó el cura de Aldudes. Nosotros llegamos allá en el mes de febrero, nos
alojamos en la única hostería abierta, y por supuesto nos preguntó la dueña lo que habíamos venido a hacer a aquel lugar. Le comenté que mis bisabuelos eran del lugar, y que venía a explorar mis raíces, y al otro día —¡qué casualidad!— en el desayuno estaba el cura; él me dio la indicación de una serie de personajes que podían proporcionarme información, los ancianos del pueblo. Fui a visitarlos, y así me enteré de muchas cosas. Los Bidegain seguían allá, pero el último de los Burucúa se había marchado a principios de los veinte a Bayona, un zapatero, calculo que debía de ser un sobrino de mi bisabuelo.
A raíz del libro, una prima que tengo en Francia se puso a investigar y reconstruyó el árbol genealógico hasta el siglo XVII. Así que, si alguna vez hay una segunda edición, lo voy a incorporar, por supuesto atribuyéndole el trabajo a ella, porque ha hecho una labor extraordinaria. Resulta que, en el siglo XVII, un Burucúa, que no sabía escribir, porque firma con una cruz, compra un alodio, un pequeño alodio en Aldudes, en la época de Luis XIII. Mi prima armó todo el árbol genealógico y eso es lo más remoto que encontró. Yo por si acaso ya me he encargado de transmitírselo a mis nietos, para que vivan diciéndose que vienen de la época de Luis XIII, ¡que no suena nada mal!
¡Claro que sí! Escribí el libro con mucha emoción a partir de la autobiografía, o el conjunto de memorias, que dejó escritas mi suegro, rumano hasta la médula. Recuerdo que, cuando mi suegra —otro personaje absolutamente excepcional— hablaba, combinaba a veces el francés con el rumano y el castellano, y entonces mi suegro siempre le decía: “Ce limbă vorbeşti? [¿Qué lengua estás hablando?]”. Se enojaba, buscaba que se decidiera por una. Así que Rumanía ha sido una presencia yo diría que casi cotidiana en la vida de nuestra familia desde que nos casamos Aurora y yo, hace ya cincuenta y dos años. En todo, desde que nos levantamos hasta que nos vamos a dormir. Aunque mis suegros desgraciadamente ya fallecieron los dos,
—como es lógico, puesto que ahora tendrían más de ciento diez años—, siempre nos faltan. Además, mi mujer es muy buena cocinera, aunque como dicen mis hijos, cuando hace recetas nuevas, siempre transitan por un periodo de adaptación a la comida rumana. En nuestra mesa siempre hay algo rumano: ciorbă de perişoare, mamaligă… Mis nietos son muy entusiastas de esa comida, adoran la comida de la abuela y sus adaptaciones.
Esas alusiones o acusaciones afectan a una parte de la familia con la que yo rompí toda relación, precisamente por su no hacer habiendo podido hacerlo. Eran todos generales, y cuando desapareció mi hermano, mi madre acudía a preguntarles a sus propios primos hermanos, que habían sido sus compañeros de juegos, pero estos tipos no le dijeron la verdad. Es una cosa que no me entra en la cabeza. No sé por qué, en realidad. ¿Qué podían pensar que iba a hacer mi madre, una persona ya destrozada por todo lo que había ocurrido, y además ya casi moribunda?
Así que yo eso no lo perdono. Por lo menos podrían haberle dicho: “mirá, Leonor, tu hijo está muerto”. Pero no, la mantuvieron en esa nebulosa terrible. Después, cuando supe que efectivamente ellos conocían de sobra cuál había sido el destino de mi hermano... ¡Uno era gobernador de la provincia de Tucumán! ¿Cómo iba a estar ajeno a eso? Francamente, el eco que haya podido tener en ese sentido me tiene sin cuidado.
Por otra parte, en la Argentina no es un libro que se haya leído demasiado. En general, la crítica ha sido muy benévola. Pero las mejores críticas las he tenido en periódicos españoles. Después, los colegas historiadores han sido muy receptivos, les ha gustado el libro, les ha entretenido, pero por supuesto me han dicho medio en broma que ellos no harán jamás historia satírica. ¡Así que no he conseguido convertirlo en un género canónico!
El profesor José Emilio B, padre del autor, le hace entrega a
Aurora S de su diploma de licenciada en Medicina.
La madre de su esposa, Cecilia, hacía gala de una feroz desconfianza hacia la historia y la literatura, hasta el punto de considerar la historiografía “el más irresponsable, irreal y desaforado de todos los géneros”.
¿Qué ha heredado la Enciclopedia de esos debates del
autor con su suegra? Después de esta incursión en la “historiografía satírica”,
¡No, no, para nada! Soy un entusiasta de la historia. Claro está que no hay una
plenitud de la verdad, pero sí podemos dedicarnos con entereza y
entusiasmo a la búsqueda de la
verdad. ¡Algunos cachetazos le vamos a dar y ella nos va a dar a nosotros! De ninguna manera lo que escribimos es una
forma de ficción. Tampoco creo que
este libro haya sido un ejemplo de la mejor forma de tocar, de deslizar la mano sobre lo real, pero sí creo en la licitud
y en la legitimidad del esfuerzo del saber
histórico, y también que hay algo real que pasa fuera de nosotros y tenemos que
hacer el esfuerzo de acercarnos a ello.
No comparto ciertas ramas desprendidas de la metahistoria de Hayden White. Aunque considero que Metahistory es un gran libro, no creo que su propósito fuera decir que la historia es una forma más u otro género literario más de la ficción. Creo que él no quería decir eso, él quería mostrar era hasta qué punto había algunas formas literarias que, o bien habían impregnado el relato histórico o bien se habían desprendido de él. Luego, por las exageraciones de sus discípulos posmodernos, se le atribuyeron cosas que pienso no estaban en el origen de su teoría. Incluso tuve la ocasión de tener un diálogo con él cuando visitó Argentina y pude comprobar que no era así. Él mismo se lamentaba de esa deriva que había tenido su famoso libro.
Como tampoco la microhistoria de Ginzburg es una microhistoria insignificante, sino que está en ese diálogo absoluto, permanente con la macrohistoria. Son exageraciones que hacen los que siguen, que se dan cuenta de lo novedoso del planteamiento y lo convierten en la clavis universalis, cuando no ha sido así, cuando no era ese el propósito de esos historiadores. Sigo pensando que la historia es un saber posible y más que válido, legítimo y necesario.
Cecilia S con su hermana
durante su época en Francia