Colindancias (2015) 6: 205-222
Ilinca Ilian Țăranu
Universidad de Oeste de Timişoara
La novela moderna
y la problemática de la ironía
Recibido 05.09.2015 / Aceptado 15.10.2015
Presente en la mayoría de las bibliografías sobre el género literario inaugurado en su forma moderna por Cervantes, el ensayo estético de Georg Lukács intitulado La teoría de la novela es un estudio que sólo lee una pequeña minoría paciente. No es un estudio fácil ni atractivo y su jerga complicada, así como la deliberada tendencia a manejar los conceptos generales y abstractos en lugar de los ejemplos concretos, lo hacen todavía menos frecuentable para los lectores de la actualidad. A pesar de eso, la teoría sobre la novela del esteta húngaro marca un hito en la reflexión sobre este género narrativo, ya que, después de las notas fragmentarias de los románticos alemanes e ingleses, representa prácticamente “el primer intento sistemático de abordar filosóficamente la novela considerada como un fenómeno particular de la modernidad” (Molina 138). Publicada en plena Primera Guerra Mundial, en 1916, y retractada con inclemencia a principios de los años sesenta, cuando Lukács era ya desde hacía mucho un marxista militante, Teoría de la novela se vuelve legible en el momento en que el lector entiende el arraigo de su arduo lenguaje en la filosofía romántica alemana, especialmente la de Schiller. Con su don de poner el diagnóstico justo, Paul de Man dice que este concentrado ensayo está escrito en “a language that uses a pre-Hegelian terminology but a post-Nietzschean rhetoric” (52). Dejando aparte la retórica post-nietzcheana, bastante típica en la época de la Gran Guerra, el fondo pre-hegeliano se patentiza en el empleo de una distinción puesta en circulación por los románticos. Se trata del contraste entre, por un lado, la idealizada comunidad griega y medieval, unificada por un ethos homogéneo y, por otro lado, la sociedad moderna, marcada por la alienación y el aislamiento del individuo en un mundo ya carente de dirección. Por otra parte, la marca hegeliana del ensayo de Lukács consiste en la concepción del arte como indefectiblemente ligado a la idea de lo absoluto y la totalidad. Así, la unidad y homogeneidad de la comunidad griega se refleja en las formas cerradas y totales, cuyo paradigma es la epopeya; la sociedad moderna, en cambio, es dispersa y atomizada, pero sus formas artísticas no dejan de aspirar a la totalidad. Tironeado entre, por un lado, la desintegración de la vida en fragmentos y, por otro lado, la aspiración a la totalidad ideal, el escritor moderno que quiere quedar ligado a la vida está forzado a adoptar una actitud que dé constancia de la escisión y de la contradicción interna. Según Lukács, esta es la actitud en que descansa la novela, esto es la forma literaria típica de la etapa moderna.
En la estela de los románticos, Lukács mantiene el dualismo entre la inmanencia y la transcendencia, por lo cual su visión sobre la aparición de la novela está considerada como el propio síntoma de un cambio capital en la conciencia humana, que pierde su relación con ‘el país transcendente’ y se ve abandonada en medio de un mundo del cual Dios ha empezado a retirarse. La terminología de la metafísica es de hecho, como en el romanticismo, empleada en una acepción metafórica: así, el mentado ‘país transcendente’ se refiere al estado en el que entre la vida y su sentido captado por el espíritu existe una perfecta adecuación, mientras que el retiro de Dios del mundo alude a la pérdida de la normatividad moral con base religiosa, lo que le da al hombre la posibilidad de autoformarse en libertad, quitándole, sin embargo, la certeza y el sosiego. Para dar cuenta de la profunda transformación referida, Lukács acude además a otras dos series metafóricas gratas a los románticos: por un lado, emplea la imagen goetheana del demonio como figura ambigua, por otro lado, se sirve del antiguo topos de la correspondencia entre el devenir histórico y las etapas de la vida humana. Así, la novela es “la forma de la virilidad madura” (Lukács 68, 82), opuesta a la “infantilidad normativa de la epopeya” (68). Asimismo, ella es “la epopeya de un mundo sin dioses” (85), cuyo lugar lo toman los demonios que no son sino “los dioses caídos o los dioses que no tienen todavía imperio reconocido” (83). Los demonios son a la vez benéficos y maléficos, puesto que, por un lado, instigan a la autosuperación del héroe, al darle la capacidad de tirar por la borda todos los antiguos asideros psíquicos y sociales, pero por otro lado, revelan un mundo opaco y carente de sustancialidad.
Es en este contexto donde Lukács introduce el término de ‘ironía’, para declararla el propio “constituyente formal del género novelesco” (71) o la propia “objetividad de la novela” (87). Unas páginas antes, el esteta definía esta objetividad como “la viril y madura comprobación de que jamás el sentido puede penetrar de lado a lado la realidad y que no obstante, sin él, ésta sucumbiría en la nada y en la inesencialidad” (85). La metáfora bélica rige la concepción lukácsiana sobre la ironía, que también está puesta en relación con la doble cara de la madurez: por un lado, es la resignación del adulto ante la definitiva opacidad del mundo, pero por otro lado, es su tesón de resistirse a pactar con un mundo decaído y a aceptar una definitiva alienación del alma. Así, según Lukács,
la ironía […] capta no solamente lo que esa lucha tiene de desesperada, sino lo que su cesación tiene de más desesperada aún, el bajo fracaso que representa el hecho de adaptarse a un mundo para el que todo ideal es cosa extraña y, para triunfar de lo real, renunciar a la irreal idealidad del alma. (83)
Lo que se trasluce aquí, como en todo el libro, es la idea de índole romántica según la cual la pérdida del sentido de la vida en la modernidad se debe afrentar con el heroísmo del que sabe que, aunque la lucha es imposible de ganar, la negación de emprenderla es el signo de una culpable mediocridad. Esta relación paradójica entre la conciencia de la pérdida irrecuperable del ideal y la necesidad de seguir luchando por él es, de hecho, una de las bases del sistema filosófico fichteano, que, enfrentado con la imposibilidad de transmutar lo finito en absoluto, no dejaba de impulsar la búsqueda continua de este ideal:
El último fin del hombre consiste en someter a sí todo lo irracional y en dominarlo libremente y según sus propias leyes. Este último fin es inalcanzable y tiene que seguir siéndolo si es que el hombre no quiere terminar de serlo y convertirse en Dios. El concepto del hombre implica que su última meta tiene que ser inalcanzable y el camino hacia ella infinito. Por lo tanto, no es la misión del hombre alcanzar esta meta. Pero él puede aproximarse más y más de ella; y por eso su verdadera misión en tanto que hombre […] es la aproximación infinita a la citada meta (apud Hernández Pacheco 159)
Es evidente que la ironía a que se refiere Lukács es incompatible con la figura retórica del mismo nombre y que nunca en el texto se maneja este concepto con su limitado significado antifrástico (decir una cosa para dar a entender lo opuesto). La acepción en que el esteta toma este vocablo es la de ironía romántica, siguiendo así la línea abierta por Friedrich Schlegel que la relacionaba con “el sentimiento de conflicto indisoluble entre lo condicionado y lo incondicionado, de la imposibilidad y la necesidad de una comunicación completa” (Schlegel 62). La ironía, según la definición más conocida del autor de Lucinde,
“es una forma de paradoja” (74) que, a diferencia de la acepción en que se tomaba este vocablo en la retórica clásica, no se limita a representar el acto de decir una cosa con la intención de dar a entender lo opuesto, sino que es la expresión de ambas cosas o de ambos puntos de vista bajo la forma de contradicción. La imposibilidad de definir claramente la ironía romántica se debe a su carácter contradictorio, que une lo finito y lo infinito, lo sublime y lo cómico, concibiéndose a la vez como una continua aptitud de entusiasmarse por lo infinito y una compensación por la imposibilidad de absolutizar la finitud. Hostil a los autoengaños complacientes y pareja a la contestación luciférica, es la capacidad de distanciarse de sí mismo, de investigar continuamente el sentido de la realidad, con la conciencia de la imposibilidad de dar con una respuesta definitiva.
Para Lukács, a través de la novela se manifiesta, pues, la conciencia de la pérdida del sentido absoluto que está unida, paradójicamente, a la determinación de seguir buscándolo, lo que supone una capacidad de enfrentar lo demoníaco y de resistir a las idealizaciones vacuas. En este orden de ideas, los libros de caballerías no hacen sino conservar artificialmente una forma antiguamente armoniosa más allá del momento en que esta armonía era posible, y es por eso que ellos dejan de tener un arraigo transcendental y se convierten en unas meras obras de entretenimiento (Lukács 97); la novela de Cervantes, en cambio, capta el momento de transformación cuando el Dios cristiano abandona el escenario y deja en su lugar a los demonios a la vez benéficos y maléficos con los cuales el único trato posible lo constituye la ironía (87). Partiendo de esta base teórica, Lukács presenta la novela como la expresión de la escisión inscrita en un ‘héroe problemático’ que mide sus fuerzas anímicas con el universo, de lo que resulta una triple tipología: a) El Quijote encarna el tipo novelesco llamado del ‘Idealismo Abstracto’, donde
el alma ínfima
se enfrenta a un mundo desmedido; b) La éducation
sentimentale de Flaubert
es el
paradigma del ‘Romanticismo de la desilusión’, cuya marca es la amplificación desmesurada del alma en comparación con el mundo; c) el equilibrio entre los dos tipos lo representa Wilhelm Meister en calidad de ‘La novela de la formación’.
Thomas Pavel, un teórico de la novela que, por lo demás, admira a Lukács y emplea en su trabajo parte de las intuiciones del esteta húngaro, afirma que uno de los problemas principales que conlleva la concepción lukácsiana sobre la novela es que ella propone “un concepto muy pertinente para las novelas de la primera mitad del siglo XIX”,
pero que “de ninguna forma podría iluminar por ella misma la vasta producción [novelesca] anterior y posterior [a este momento]” (Pavel 36). De hecho, los propios ejemplos de Lukács provienen de esa etapa, dado que “el Quijote puramente romántico de Lukács no tiene más que un vago parecido con el de Cervantes” (36), o sea, la lectura de esta gran novela está marcada por la perspectiva romántica, que, como sabemos, hace hincapié en lo alegórico y lo arquetípico, atenuando por completo su carácter cómico (Close). Sin embargo, el principal reproche que formula Pavel con respecto a la teoría lukácsiana de la novela consiste en el intento de “hacer depender toda la historia de la novela de una única noción” (Pavel, 37), o sea, poner el entero devenir de este género literario bajo el signo de un único concepto elevado a rango de principio general, que es, pues, la ironía de tipo romántico.
A pesar de las inmensas diferencias estilísticas, existe una clara continuidad entre el denso ensayo filosófico de Lukács, La teoría de la novela y los textos escritos en un estilo absolutamente cautivador recogidos en el libro de Milan Kundera, El arte de la novela. La similitud de los títulos se puede entender, bien como un homenaje encubierto (de hecho,
Kundera no cita directamente al esteta húngaro), bien como una réplica actualizada a la sensibilidad de finales del siglo XX. En el ensayo que abre ese libro, el escritor checo retoma la idea de Lukács referente a la simultaneidad de la secularización y la aparición de la novela moderna y emplea, a modo de reminiscencia inconsciente o de alusión erudita muy encubierta, exactamente la misma imagen al hablar de la empresa cervantina:
Cuando Dios abandonaba lentamente el lugar desde donde había dirigido el universo y su orden de valores, separado el bien y el mal y dado un sentido a cada cosa, Don Quijote salió de su casa y no estuvo en condiciones de reconocer el mundo. Este, en ausencia del Juez supremo, apareció de pronto en una dudosa ambigüedad; la única Verdad divina se descompuso en cientos de verdades relativas que los hombres se repartieron. (Kundera, El arte de la novela 16)
Lukács lo expresaba así:
Así, la primera gran novela de la literatura universal se levanta en el umbral del período en que el dios cristiano empieza a abandonar el mundo, en el que el hombre se vuelve solitario y no puede encontrar ya sino en su alma, en ninguna parte arraigada, el sentido y la sustancia, donde el mundo, arrancado de su paradojal anclaje en el más allá actualmente presente, está, de ahora en adelante, librado a la inmanencia de su propio sentido. (Lukács 99)
Pasando por alto las enormes diferencias de estilo y de lenguaje, es preciso observar la supervivencia en el texto de Kundera de la idea lukácsiana, de origen romántico, sobre la tensión entre la totalidad y la fragmentación, así como la similitud con respecto al enfrentamiento entre el mundo y el alma. De hecho, para los dos autores la historia de la novela está basada en la desigualdad de amplitud entre estas dos entidades. En el caso de Kundera, El Quijote, Jacques le Fataliste y, en cierta medida, La comedia humana de Balzac, ilustran la etapa en la que las posibilidades de aventura mundanas parecen ilimitadas, mientras que Madame Bovary representaría el momento en el que “el infinito perdido del
mundo exterior es reemplazado por el infinito
del alma” (Kundera, El arte de la novela 19).
Kundera, evidentemente, continúa la serie de novelas ilustrativas, y es interesante observar que a Proust y Joyce los inscribe en el ámbito de la novela ‘de la desilusión’ flaubertiana, mientras que a los novelistas central-europeos Hasek, Musil, Broch y Kafka los presenta como los autores que llevan el proceso iniciado por El Quijote a su conclusión, que es la de la etapa de las paradojas terminales:
Aquellos últimos tiempos apacibles en los que el hombre sólo tenía que combatir a los monstruos de su alma, los tiempos de Joyce y Proust, quedaron atrás. En las novelas de Kafka, Hasek, Musil y Broch, el monstruo llega del exterior y se llama Historia; ya no se parece al tren de los aventureros; es impersonal, ingobernable, incalculable, ininteligible –y nadie se le escapa. Es el momento (al terminar la guerra del l4) en que la pléyade
de los grandes novelistas centro-europeos vio, tocó, captó las paradojas terminales de la Edad Moderna. (22-23)
Para Kundera, la fórmula de las paradojas terminales es “nadie puede escapar a ninguna parte” (22) y su fundamento lo constituye la lectura de la historia moderna como un proceso de doble cara, donde el progresivo triunfo de la razón instrumental tiene como contraparte un avance paulatino de la irracional voluntad de poder. En términos lukácsianos, sería una teodicea fracasada, en la que los demonios de la razón fallaron en su intento de convertirse en dioses capaces de reordenar el mundo abandonado por el dios cristiano, dejándolo en cambio a la merced de las fuerzas tenebrosas que desataron. Kundera lo dice más escuetamente:
Pero en el momento de la victoria total de la razón, es lo irracional en estado puro (la fuerza que no quiere sino su querer) lo que se apropiará de la escena del mundo porque ya no habrá un sistema de valores comúnmente admitidos que pueda impedírselo. (21)
El internamiento en la etapa de las paradojas terminales significa que la victoria de la fuerza irracional es una condición inevitable, ya que es imposible volver a un sistema de valores comunes con rol protectivo. Aún más, la historia reciente mostró que cualquier intento de erigir artificialmente una comunidad con la ayuda de las ideologías uniformadoras no hizo sino reforzar la propia irracionalidad del poder. Un vínculo más sutil con la visión de Lukács se hace notar aquí, pues así como para el esteta húngaro la novela era la forma de acceder, simbólicamente, a la totalidad en una etapa en la que la totalidad se había vuelto inaccesible, en el caso de Kundera la novela es nada menos que el “modelo de este mundo [moderno], fundamentado en la relatividad y ambigüedad de las cosas humanas” (25). El punto de contacto entre las dos concepciones lo representa la ironía, pero es importante subrayar que mientras el crítico húngaro maneja el concepto en su acepción romántica que referimos, en el caso de Kundera se trata de una concepción postmoderna, relativista. Según la teoría de Lukács, el espectro de la totalidad sigue visitando una conciencia irónica de tipo romántico, o sea, una
conciencia que vive en el centro de la contradicción entre lo finito y lo infinito. En el caso de Kundera, la ironía se entiende como una forma de escepticismo con rol de protección contra todos los valores que se pretenden absolutos.
Al afirmar que la novela a partir de Cervantes plantea un mundo donde sólo se puede “poseer como única certeza la sabiduría de lo incierto” (17), Kundera se expone a las críticas que comúnmente se aduce al relativismo, esto es lo de absolutizar la relatividad. El postulado epistemológico referente a la ausencia de cualquier certeza con la excepción de la incertidumbre total tiene un correlato moral, que el autor checo sintetiza en un ensayo de Los testamentos traicionados con la fórmula “la novela es el territorio en que se suspende el
juicio moral” (Kundera, Los testamentos 8). El correlato estético de la misma idea aparece
expresado en el texto mencionado por una cita de Octavio Paz acerca del humor que “convierte en ambiguo todo lo que toca” (8). Philippe Forest tiene razón en afirmar que esta posición relativista representa la opción ético-estética kunderiana, pero no se puede aplicar a la entera historia de la novela europea y más aun cuando la suspensión del juicio moral es imposible mientras la novela “constitue plutôt le théâtre dans lequel chaque écrivain – en toute certitude – orchestre ce jugement dernier qui fait toujours le sens de son oeuvre et de celui de sa vie” (Forest 104). Con otras palabras, no sólo la liberación del juicio moral es un mero espejismo, sino que la visión sobre el entero género como regido por la ironía significa pasar por alto la multitud de posiciones éticas expresadas en las novelas individuales, a lo largo de los siglos, y el aporte de muchas de ellas a la transformación de la moral social, especialmente en su aspecto conformista y tradicionalista. La visión de Kundera sobre la novela debe mucho a sus propias preferencias (que, evidentemente, presuponen una elección moral) y se basa en una perspectiva sobre la ironía como actitud disolvente de toda posible certeza consensual, privilegiándose así no sólo a aquellos autores ‘indecisos’ moralmente, cuyo paradigma sería Musil, sino también aquellas lecturas que resaltan la ambigüedad en vez del compromiso moral particular. La insistencia de Kundera en que Kafka se debe leer como un autor cómico, que, a pesar de las tesis defendidas por varios críticos, no propone ningún ideal ascético-moral, es, de hecho, un buen ejemplo en este sentido.
La acepción en que Kundera emplea el término de ironía es consonante con la de Richard Rorty que, en un texto célebre, defendía la posición irónica ‘liberal’ frente a la
posición ‘metafísica’. Para el pragmatista norteamericano, que es, de hecho, un gran admirador del autor checo, la actitud del ironista es la del que continuamente pone en duda e indaga su ‘léxico último’, esto es, la serie de conceptos en la que un individuo funda sus creencias y sus acciones. Esta capacidad de distanciamiento con respecto a su propio conjunto de valores le permite una análoga desconfianza con respecto a los ‘léxicos últimos’ de otras personas, sin que por eso él les niegue su respeto y solidaridad. El ironista rortyano “pasa su tiempo preocupado por la posibilidad de haber sido iniciado en la tribu errónea, de haber aprendido un juego de lenguaje equivocado [… aunque] él no tiene un criterio de lo que es inapropiado” (Rorty 91). A la natural contestación de si la ironía no se transforma así, subrepticiamente, en la propia verdad categórica, el filósofo opone la distinción público
/ privado, considerando que la ironía debe circunscribirse a la esfera privada, mientras que el discurso público necesita de un consenso sobre las bases de la democracia y del liberalismo, o lo que es lo mismo, con una común oposición a la violencia y a la crueldad. No se trata de un consenso basado en una decisión racional asumida por la argumentación, sino que este consenso es el resultado de una opción hecha en el contexto en el que la adhesión a las instituciones democráticas se presenta como algo útil y preferible a otras opciones: “Debiéramos concebir nuestra adhesión a instituciones sociales como cuestiones poco sujetas a una justificación por referencia a premisas conocidas y comúnmente aceptadas — pero tampoco menos arbitrarias— como la elección de amigos o de héroes” (73).
Analógicamente, la oposición de Kundera a todos los tipos de totalitarismos, desde el comunismo hasta el consumismo, se debe más bien a una cuestión de gusto estético, puesto que para el escritor checo todos los totalitarismos descansan en el kitsch, que es una forma de simplificar indebidamente la complejidad de la vida humana. Asimismo, la distinción rortyana entre lo público y lo privado es concordante con la visión de Kundera sobre la novela que es “el paraíso imaginario de los individuos […] el territorio en el que nadie es poseedor de la verdad, ni Ana ni Karenin, pero en el que todos tienen derecho a ser comprendidos, tanto Ana como Karenin” (Kundera, El arte de la novela 48). No es de asombrarse, pues, que tanto Kundera como Richard Rorty propongan la literatura, y especialmente la novela, como un terreno más apropiado para construir una verdadera solidaridad: se trata de una solidaridad que nacerá a partir de los casos particulares y no
desde una norma generalizadora formulada en términos filosóficos. Por fin, los dos autores sugieren que la ironía tiene un efecto paradójico, que consiste en unir a los individuos sobre la base de las diferencias e incluso de las divergencias, lo que bien mirado no deja de ser un objetivo imposible. La ilusión de creer en un mundo en que los puntos de vista más disímiles coexisten pacíficamente, en ausencia de cualquier instancia judicativa, es una versión quimérica del posmodernismo que se basa, al fin y al cabo, en una actitud de superioridad más o menos consciente, que acertadamente ha sido puesta en relación con la versión idealizada que Occidente se creó sobre sí mismo. Claire Colebrook nota acertadamente: “The liberal ironist who has freed himself from metaphysical commitment, who speaks with an enlightened sense of his difference and distance from what he says, remains blind to the ways in which this discourse of detachment has its own attachments” (Colebrook 173).
La compenetración de la reflexión sobre la novela moderna con la problemática de la ironía conlleva unas dificultades evidentes. Uno de los problemas más obvios consiste en la disolución del sentido por causa del empleo del concepto en un sentido demasiado general, que hace imposible el análisis de sus manifestaciones textuales concretas. Poner la novela moderna bajo el signo de la ironía, bien romántica, bien posmoderna, se podría considerar el parangón de la propuesta teórica de Cleanth Brooks, que, en un artículo famoso de 1949, empleaba el mismo concepto como el propio principio estructurante del sentido de la obra literaria, especialmente del poema. Para este promotor del New Criticism, la obra literaria se debe ver como un conjunto orgánico, autotélico y completo, en el que las partes se interrelacionan íntimamente y no dependen de un contexto externo, sino que se sostienen en las propias tensiones irónicas que se crean entre ellas (Brooks 1041). El empleo del término de ironía sin una aclaración más precisa conduce a una relativa desemantización y es a este proceso que intenta oponerse Wayne C. Booth en un libro que estudia las manifestaciones concretas de la ironía en el ámbito narrativo, con el fin de descubrir unas distinciones aceptables entre el discurso neutro y el irónico.
A diferencia de un filósofo como Lukács o un ensayista como Kundera, Booth se propone estudiar la ironía solo en el ámbito retórico y se interesa principalmente por los procedimientos que la realizan, distinguiendo, no obstante, entre lo que llama ‘stable’ y ‘unstable irony’, esto es, la ironía reconocible a través de las pistas dadas por el autor implícito y la ironía prácticamente imposible de distinguir de un supuesto discurso neutro. Ahora bien, tal empresa debe afrontar el espinoso problema planteado por la dificultad de concebir el lenguaje como precedido por un sentido exterior al propio lenguaje, como si existiera un ‘fuera del lenguaje’ que permitiera distinguir entre un sentido irónico (manifiesto) y otro sentido verdadero (escondido). Booth sortea este escollo al postular que la ironía no supone tanto un desciframiento como una reconstrucción y que esta se hace sobre la base de unas suposiciones (assumptions) comunes que
comparten el ironista y su auditorio, si bien estas suposiciones no son necesariamente explícitas.
Booth se aventura en las teorías cognitivas al hacer la hipótesis de que la mente hace el paso hacia una interpretación irónica en el momento en que la disonancia cognitiva que produciría el sentido literal sería demasiado grande como para ser aceptada (Booth 33). Al mismo tiempo, él es consciente de que el modo de valorar una obra literaria tiene una influencia decisiva en la recepción de la ironía, pues si se considera valiosa la capacidad de la literatura de moldear a los lectores en conformidad con los valores ético-estéticos vehiculados por los autores, se pueden dar unas prescripciones para que la ironía sea eficaz, o sea, inteligible. En cambio, si se considera la literatura únicamente como un juego de desciframiento a lo Finnegans Wake, la ironía se dilata al máximo y el sentido ‘último’ se ve aplazado al infinito (205).
En términos prácticos, la empresa de Booth responde, pues, a la necesidad de limitar el empleo desmesurado del término que nos ocupa y de encontrar, al menos para el ámbito de la práctica interpretativa, unos indicios más seguros de su presencia. En el caso de la ironía estable sugiere para el lector un recorrido en el que 1) debería rechazar el sentido literal; 2) debería buscar explicaciones alternativas; 3) debería tomar una decisión con respecto a las convicciones del autor. Eso no quiere decir que el teórico norteamericano no reconozca, sobre todo en el caso de los textos fundados en lo que llama ‘la ironía inestable’, que existen casos en los que la búsqueda de unas claves de la ironía es vana, ya que, como en la novela El hombre sin atributos de Musil, la ironía del autor implícito solo se puede sorprender a nivel local, en afirmaciones puntuales, quedando en cambio
indeterminable a nivel global. No obstante, según Booth, la novela de Musil representa la propia “encyclopedia of modern irony” (246), o sea, que su carácter es más bien excepcional y de ninguna forma se puede ver como una expresión típica de la mayoría de las novelas modernas. O lo que es lo mismo, el régimen de la ironía inestable es más limitado de lo que querrían aquellos críticos fascinados por la ambigüedad omnipotente. Lo importante para Booth es dejar en claro que el descubrimiento de la ambigüedad no es tan eufórico como la presenta cierto sector de la crítica y que, bajo el influjo de esta, la gente aprende a vivir “con los sentidos borrosos y la atención entorpecida, privándose de los placeres que da la comunicación precisa y sutil producida por una ironía estable lograda” (172). Considerando, pues, que la comunicación eficaz es un valor y que el reconocimiento de la ironía forma parte de esta comunicación eficaz, Booth sigue apostando por una base común del entendimiento humano que la ironía antes revela que disipa.
El problema no se resuelve tan fácilmente, dado que el presupuesto contexto común de Booth es más fácil de postular que de demostrar, lo que se ve en seguida si trasladamos la discusión desde el plano estético al político y descubrimos que la visión sobre el espacio político como lugar de acuerdo y reconocimiento pugna con la otra visión, basada en los conceptos de diferencia e inconmensurabilidad (Colebrook 17-20, 42-44). El reconocimiento de la ironía en calidad de figura retórica supone ya un suelo interpretativo considerado firme e incuestionable, que el crítico norteamericano atribuye a toda la comunidad de lectores, mientras que las diferencias culturales, intelectuales, atencionales, etc., hacen improbable un consenso de este tipo. Como observaba Stanley Fish en una réplica dada al libro de Booth, el pretendido sentido literal reconstruido, una vez captada la distorsión irónica, es él también una interpretación entre varias y esta interpretación depende de una estructura de creencias y certezas que sería ingenuo considerar como inmutable (Fish 136). Otro investigador observaba también que, aunque Booth declara que su concepción sobre la ironía dista de tomar esta noción en su acepción antifrástica, al final sus demostraciones apuntan a una concepción de este tipo, volviéndose así a una perspectiva tradicional básica, según la cual la ironía es la figura por la cual se dice una cosa a fin de
sugerir lo contrario (Raga Roselany 496). Ya nuestras observaciones acerca de la acepción romántica y relativista de la ironía, a las cuales se añade la acepción socrática, muestran que esta figura retórica se ha vuelto inseparable de las acepciones filosóficas en las que ha sido tomada, por lo cual, es difícil de decidir con total certeza si tal o cual afirmación es irónica o, mejor dicho, en qué sentido es irónica.
Con todo eso, consideramos que sería erróneo no tomar en cuenta las advertencias hechas por Wayne C. Booth y seguir celebrando la ironía indistintamente, sin hacer las diferencias necesarias. Como intentamos mostrar en el campo preciso de la teoría literaria sobre la novela, el intento de supeditar la historia de este género a una única fórmula (bien la ironía como escisión continua del héroe problemático, en el caso de Lukács, bien la ironía como relativismo generalizado en el caso de Kundera) lleva a unas simplificaciones inaceptables. Un ejemplo se encuentra en el propio Kundera cuando habla de la obra maestra cervantina:
¿Qué quiere decir la gran novela de Cervantes? Hay una abundante literatura a este respecto. Algunos pretenden ver en esta novela la crítica racionalista del idealismo confuso de don Quijote. Otros ven la exaltación de este mismo idealismo. Ambas interpretaciones son erróneas porque quieren encontrar en el fondo de la novela no un interrogante, sino una posición moral. (El arte de la novela, 12)
El hecho de despertar interrogaciones sin dar respuesta es una falsa revelación y más vale
estudiar con Jesús de Garay las bases barrocas de la novela y descubrir que en El Quijote la ironía atañe principalmente el conocimiento humano y la ciencia, sin atacar en cambio la fe religiosa ni el saber práctico y experimentado de los prudentes y discretos. El estudioso español muestra que la obra maestra cervantina refleja el clima de escepticismo que se expande a partir del siglo XVI, especialmente en los ambientes contrarreformistas, pero que el libro no es “una alabanza del escepticismo [puesto que] el sentido común y la fe religiosa establecen el suelo firme de la realidad” (de Garay 397). Lejos de exponer un mundo en el que, a lo Kundera, cada uno tiene razón, Cervantes explora las fuentes de incertidumbre y
de duda. Basando la trama en la historia de un loco convencido de su verdad, el autor muestra la impotencia de los argumentos racionales y científicos contra la convicción subjetiva inflexible. Por su parte, los libros, en calidad de producto de la imaginación, más
expanden la confusión que la disipan, así que, por más paradójico que parezca de parte de un hombre de letras, el escritor “está en el mismo bando que los defensores de la nueva ciencia frente a la retórica” (400). Si bien Cervantes apuesta en la sabiduría práctica, mientras que los nuevos científicos acuden a la experimentación y a las matemáticas, el primero y los últimos comparten la misma duda con respecto a la certeza de la conciencia. Pero a partir de aquí, los caminos para disipar la duda de nuevo divergen:
La propuesta cervantina está en acudir fuera de la conciencia: no es la propia conciencia del loco o del endemoniado la que puede discernir. La propuesta moderna es la cartesiana: justamente si nos aferramos a la duda de la conciencia, encontramos la certeza. (402)
Si no da razón a todos los personajes y no justifica todos los puntos de vista, tal como lo desearía un firme relativista, Cervantes ilustra las dificultades de alcanzar la certeza con respecto a la identidad propia y ajena, puesto que Don Quijote se puede ver como el prototipo del hombre moderno que construye una imagen de sí mismo y aspira a imponerla a los demás valiéndose de los motores de la fama. Al elegir como protagonista de este proceso a un loco, la ironía de Cervantes apunta a un problema específico de la modernidad: la capacidad de la retórica de construir personajes famosos que no dejan de ser lo opuesto de su imagen artificial. Cervantes no solo plantea una interrogante, como cree Kundera, sino también busca unas posibles respuestas que dan a pensar a los lectores en un marco más preciso que la mera formulación de una pregunta.
Una tendencia relativista y simplificadora del mismo tipo la encontramos en Cortázar, que, en la conversación con Omar Prego, aventura una explicación del éxito de Rayuela en estos términos:
Me acuerdo haber oído decir a varios lectores jóvenes que lo que les gustaba en Rayuela era que se trataba de un libro que no les daba consejos, que es lo que menos les gusta a los jóvenes. Al contrario, los provocaba, les daba de patadas y les proponía enigmas, les proponía preguntas […] Si yo hubiera escrito una especie de
Montaña mágica, donde no solo hay preguntas sino también respuestas, las respuestas de Thomas Mann que a veces son muy didácticas, a veces muy desarrolladas (es una lección), Rayuela no hubiera gustado. (Cortázar y Prego 137)
Si en este caso podemos invocar la muy difundida incapacidad de los autores de juzgar con penetración su propia obra, es, no obstante, importante evidenciar aquí un tipo de discurso que, por un lado, tiende a ver la ironía como una garantía de la calidad de una obra y, por otro lado, considera la posición nihilista como la única actitud aceptable en una modernidad tan contradictoria y compleja. Una manera de evitar la caída en un cliché de esta índole sería seguir la recomendación de Wayne C. Booth y analizar los puntos de estabilidad en los que se asienta el discurso de Rayuela para ver en qué medida este se acerca a otras propuestas narrativas similares. El teórico norteamericano distingue varios tipos de novelas de tendencia nihilista: la tragedia del vacío (Under the Volcano de Malcolm Lowry), el
descubrimiento del abismo (Heart of Darkness de Joseph Conrad), la resistencia ante el vacío
(La peste de Camus), la lamentación (The Bell Jar de Sylvia Plath), el revolcamiento en la náusea (The Naked Lunch de William S. Borroughs), lo sublime arrogante (los textos de Donald Bartheleme), la revolución (la obra de Brecht), el manifiesto estético (las novelas de
Robbe-Grillet), etc. Con mucho humor, Booth sugiere que incluso en este tipo de novela queda en pie un suelo estable, aunque este sea la deploración del individuo sensible a la tragedia de la finitud (Lowry), la honestidad de la búsqueda de la verdad (Conrad), la valentía de oponerse a la nada (Camus), o bien, en casos todavía más extremos, la autocompasión (Plath), el cinismo (Borroughs), la malicia superior (Bartheleme) o el arte (Robbe-Grillet). Un estudio que busque, pues, las bases de unas posibles respuestas que, inevitablemente, llega a dar Rayuela a sus lectores, podría recurrir con provecho a esta clasificación. Según nuestro punto de vista, la perspectiva más afín al armazón intelectual de Rayuela es la de su maestro canadiense Malcolm Lowry, aunque tampoco faltan, en ciertos aspectos particulares, algunos destellos de las demás posturas nihilistas enumeradas por Booth.
Terminamos por la mención de Los detectives salvajes que se puede leer, bien como un acto de amor total por la poesía, cuya germinación necesita la locura, bien como uno de
los ataques más desmesurados contra la ‘pose’ del escritor profesional, que vive obnubilado por su delirio megalómano y al mismo tiempo está siempre acechado por el espectro del fracaso. Bolaño parece sumamente consciente de que el clásico tema de la condición del artista, que despunta con el romanticismo, necesita a finales del siglo XX un tratamiento completamente distinto y en el capítulo 23 de la segunda parte de su novela presenta, a través de una serie de voces narrativas distintas, toda una galería monstruosa de escritores más o menos exitosos. Entre estos engendros hay uno que exclama:
¿Cómo no se dan cuenta los jóvenes, los lectores por antonomasia, de que somos unos mentirosos? ¡Si basta con mirarnos! ¡En nuestra jeta está marcada a fuego nuestra impostura! Sin embargo no se dan cuenta y nosotros podemos recitar con total impunidad: 8, 5, 9, 8, 4, 15, 7. (Bolaño 487)
Buscar el grado de adhesión de Bolaño a esta afirmación sería realmente una empresa de una pedantería sin remedio, en cambio despacharla como una muestra entre miles de la ironía constitutiva de la novela sería no menos aburrido. Pero si una de las virtudes de la ironía es precisamente la de evitar el aburrimiento, los truismos y los automatismos mentales, su eficacia se mantiene indemne siempre y cuando no se convierta ella misma en un recurso común y omnipresente, perdiéndose los matices diferenciadores y las distintas acepciones del término a lo largo de la historia.
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