Colindancias (2015)
6: 149-158
Gabriella Menczel
Universidad Eötvös Loránd, Budapest
Orígenes intertextuales
en El ingenio maligno de Rafael
Ángel Herra
Recibido 01.09.2015/ Aceptado 20.10.2015
“Aldebarán tomó su pluma y se puso a escribir. Contarse historias a su antojo fue el mejor remedio contra la soledad” (Herra, El ingenio maligno 9). Así comienza El ingenio maligno de Rafael Ángel Herra, que a partir del incipit ya pone en marcha los mecanismos narrativos de la obra: la problemática de la creación de ficciones y el topos de contar
historias con el fin de conseguir un objetivo, que en este caso no es salvar la vida, sino ganar la libertad y salir de la botella. La gran variedad de intertextos se patentiza ya desde este primer núcleo narrativo: basta pensar en la palestra de Sherhezada en Las mil y una noches, o bien, en los cuentos orientales del genio encerrado en la lámpara maravillosa de Aladino.
La novela de Rafael Ángel Herra (1943) es la segunda pieza de una trilogía, cuyo primer volumen fue El genio de la botella (Ed. Universidad de Costa Rica, 1990) y el tercero se llamará Aldebarán, según lo anunció el autor. Por esta razón, obviamente, se establece una compleja red de relaciones transtextuales genettianas entre las mismas. En ambas
novelas la situación narrativa inicial es idéntica, en tanto que se trata del diálogo del Genio con un perro, pero mientras en la primera obra se pone énfasis en la tradición oral de los cuentos maravillosos, en este libro reciente, los relatos se constituyen como reelaboraciones de los textos escritos acerca de los orígenes del universo. Gracias a la conversación de los protagonistas atravesamos la cultura y la literatura universales desde el Libro del Génesis y los mitos clásicos fundacionales (como el de Narciso o el de Edipo) hasta el mundo kafkiano. Si seguimos a la terminología de Genette, todos cobran la función de hipotextos (Genette 86). En el duodécimo capítulo nos encontramos incluso con Don Quijote y Sancho Panza para volver a jugar con la realidad y las apariencias. En esta ocasión me interesará sobre todo la técnica narrativa de Rafael Ángel Herra, el cómo el tejido intertextual —o con Gérard Genette diríamos ‘transtextual’— consigue enlazar las narraciones ligeramente vinculadas con el fin de construir una novela sobre el propio acto de creación.
El autor, Rafael Ángel Herra, es doctor en Filosofía
por la Universidad de Maguncia,
Alemania, y miembro de la Academia
Costarricense de la Lengua. Además de publicar
estudios filosóficos (sobre Sartre, Husserl, el marxismo, la violencia, el tecnocratismo, el autoengaño, entre varios otros temas más), también cultiva poesía, narrativa y
tiene un radioteatro. Dirigió durante más de 20 años la Revista de Filosofía de la Universidad de Costa Rica.1
1
Para citar algunos títulos de Herra, véase El
soñador del penúltimo sueño. San José, C.R.: Editorial Costa
Rica, 1983; Había
una vez un tirano llamado Edipo. San José, C.R.: EUNED, 1983; Lo
monstruoso y lo bello. San José, C.R.: Editorial Universidad de Costa Rica, 1987; El genio de la botella. San José, C.R.:
Editorial Costa Rica,
1990;
Amalia Chaverri, al resumir los
ejes paradigmáticos de la literatura costarricense, destaca a Rafael Ángel Herra entre los tres autores que con sus novelas
respectivas marcan un cambio radical en la práctica de la
literatura del país centroamericano (Chaverri 76). Se
trata de una literatura relativamente
reciente, pues los inicios se remontan a finales del siglo XIX y desde entonces el objetivo principal fue la construcción y la
consolidación de la identidad nacional. Para ello, mejor servía la producción de índole realista. Abelardo Bonilla en su Historia de la
Literatura Costarricense (1981) enumera los géneros dominantes de aquella época: entre ellos,
crónicas de viajeros, leyendas, textos costumbristas, novela ‘bananera’, literatura comprometida (apud Chaverri 75). Solamente a partir de los años 80 se introduce una ruptura en el canon tradicional, que se manifiesta en tres orientaciones distintas, alejadas del realismo social patriarcal: la primera es de tema de liberación femenina y erotismo (con María la Noche, de Ana Cristina Rossi, 1985); la segunda, con fuerte dosis de la imaginación, está representada por La guerra prodigiosa, de Rafael Ángel Herra; y la tercera, con la reescritura de la Historia, se da en Tenochtitlán: la última batalla de los aztecas (1988), de José León Sánchez (Chaverri 76). Los críticos obviamente tienden a estar de acuerdo acerca de la posición de Herra en la literatura
contemporánea de su país, en el sentido de afirmar que, sin duda alguna, se inserta en las tendencias posmodernas y busca los vínculos fuera del contexto de su tierra, incluso más allá de la racionalidad occidental (76).
Los textos de Herra son experimentales tanto en el sentido formal como en el tratamiento temático. La antología titulada Para no cansarlos con el cuento. Narrativa costarricense actual, editada en 1989, incluye dos relatos de Herra que más tarde serán capítulos de la primera novela de la mencionada trilogía novelística. Desde varios puntos de vista pueden ser considerados como antecedentes de la novela que nos interesa ahora.
“Había una vez dos veces” es un texto de tipo ‘de nunca acabar’ donde formalmente confluyen al menos dos historias: la primera, el Soldadito de Plomo, que con base en la tipografía se parece a una poesía con versos irregulares colocados hacia la derecha del folio, en la que se omite la puntuación y donde cada fragmento comienza con una alusión a un
Escribo para que existas. San José, C.R.: Editorial
Universidad de Costa Rica, 1993; Viaje al reino de los deseos. San José,
C.R.: Alfaguara Juvenil, 2009; La divina chusma.
San José, C.R.: Uruk Editores, 2011; D. Juan de los manjares. San José, C.R.: Alfaguara, 2012; Autoengaño. Palabras para todos y sobre cada cual. San José, C.R.: Editorial Universidad
de Costa Rica, 2012; La brevedad del
goce. San José, C.R.: Editorial Costa Rica,
2013; Melancolía de la memoria. San José, C.R.: Uruk Editores,
2014; La guerra
prodigiosa. San José, C.R.: EUNED, 2014.
pasaje previo. En esta, además, se borran los límites entre la realidad y el sueño, las fronteras entre el narrador que cuenta y lo relatado. La segunda historia constituye una versión reescrita de Caperucita Roja, donde el Lobo se convierte en bueno y al final comienza a contar el otro relato, el de la fábrica de soldaditos de plomo. Claudia Gatzemeier lo tilda como técnica crucigramática, de contrapunteo, cuyos finales originalmente violentos se reconcilian y se entrecruzan. Los dos se van insertando en el otro cuento desde el inicio, fragmentándose ambos, con el fin de acabar de manera idéntica, con puntos suspensivos y remitiéndonos al (re)inicio del otro (Cortés 17-29).
El segundo
texto antologado
es otro
capítulo de El genio
de la botella, y lleva un
título extraño, como si fuera un trabalenguas: “El sazebacepmor” (31-34), que en realidad juega a ser un palíndromo, leído al revés: ‘rompecabezas’. Es un instrumento recurrente del autor para ejemplificar el misterio que se da por resolver, que en este caso consiste en un enigma denominado ‘sazebacepmor’, y el Maestro lo ilustra con la historia de un arquitecto que quiere construir un claustro inspirado en la idea misteriosa. En cuanto al género, pues, toda la novela recurre al diálogo, por el que Herra opta muchas veces en sus textos y, así, de nuevo aparece en este texto el motivo de Diógenes que conversa con el Maestro. Con el diálogo de origen antiguo sigue la tradición de plantear cuestiones filosóficas y, para ello, se sirve de Diógenes, posiblemente por Diógenes de Sinope de la Antigua Grecia, que pertenecía a la escuela cínica, ya que con su forma de vida se manifestaba de manera provocadora contra la vanidad artificiosa del ser humano, escandalizando a la gente.
El primer libro de la trilogía planificada es, entonces El genio de la botella (1990),
que pertenece sin duda al género maravilloso, tal como la novela anterior, ya mencionada, La guerra prodigiosa. Desde la perspectiva de Benedicto Víquez Guzmán, quizá está demasiado recargada de trucos literarios y sofisticados, como los juegos con la perspectiva, la intertextualidad carnavalesca, las reflexiones laberínticas, los cuentos truncados, los círculos viciosos, pero que en última instancia, pretende ser “una superación a la anquilosada y aldeana necedad de hacer de la obra literaria una copia de la realidad histórica y social” (Víquez Guzmán, en línea).
La reciente novela de Herra sigue esta misma línea. En el comienzo
de El ingenio
maligno, tal como acabamos de constatar, Aldebarán, el genio, se pone a contar historias para combatir su soledad, porque se dio cuenta de que una manera de escapar del encierro era forjar ficciones. Hasta se plantea la posibilidad de que alguna “mañana feliz, cierto
personaje de su invención le ayudaría a extraer el corcho” (Herra, El ingenio maligno 9). Pero a pesar de todos sus esfuerzos, el primer relato inventado no pudo ser escrito y su página quedó en blanco. Enseguida comprendió la razón de su inercia: “antes de empezar a contarse historias tenía que crear un personaje, [...] que lo escuchara” (10). De tal manera, aunque en la novela anterior Aldebarán protestó contra la mezcla de los niveles diegéticos y no quería aceptar la conversación con un personaje ficcional, aquí llegó a crear a Diógenes, al perro que —siguiendo con el don del perro Perropinto de la novela previa— aceptó “el don de la palabra en señal de agradecimiento” (Herra, El genio de la botella, 62; apud Gatzemeier, en línea). Esta situación crea un enlace con la novela anterior, donde al final Perropinto también actúa de la misma forma. Diógenes nos remite a la Grecia Antigua, al filósofo crítico y mordaz que vivía rodeado por perros, pero en la novela El ingenio maligno, justo a la inversa de la novela anterior, el perro se nombra por el maestro y es el fiel interlocutor de las historias del Genio. El género del diálogo y la capacidad de hablar del perro, nos remiten también a la ‘novela ejemplar’ cervantina “El coloquio de los perros”, incorporando así, por añadidura, a modo de una cadena de architextos genettianos (Genette 85), la tradición picaresca, el tono irónico de Cipión y Berganza.
Así, ya ni siquiera nos sorprende que también se dé una vuelta a la tuerca en lo que concierne al arranque metadiegético, con el que comienza Aldebarán a contar su primer relato. Frente al inicio típico de los cuentos de hadas y también de varios capítulos de la novela previa, El genio de la botella, esta vez leemos lo siguiente: “Al principio no había
relatos” (Herra, El ingenio maligno
11). A renglón seguido, se añade el núcleo narrativo
que
en este momento todavía no puede considerarse historia: “Un hombre, sentado junto al río, miraba pasar la corriente” (11). Este segundo capítulo no deja lugar a dudas acerca de su carácter sumamente metatextual (Genette 86), ya que Diógenes, impaciente, reclama que suceda algo porque si no, no hay relato. La imagen estática del hombre sentado a las orillas del río no se convierte en relato hasta que se le agregue una acción. Y efectivamente, en el comienzo del tercer capítulo nos enteramos de que el “hombre sentado junto al río observaba y contaba los años. [...] Esperaba [a que t]al vez un día de júbilo vería flotar el cadáver de su enemigo sobre las aguas” (Herra, El ingenio maligno 13). Los capítulos a continuación se construyen de manera semejante, comenzando por el mismo núcleo narrativo, con la imagen del hombre sentado en la orilla del río esperando ver el cadáver de su enemigo en la corriente. En otras palabras, es siempre la misma historia, aunque nunca
se repita igual. No en vano nos recuerda al río de Heráclito, que es el mismo y el otro a la vez, es igual y es distinto en el mismo momento, pues el cambio está presente continuamente por todas partes y en todos los fenómenos.
La naturaleza metanarrativa también se mantiene hasta el final; Aldebarán y su perro Diógenes reflexionan acerca del papel del lenguaje a la hora de crear ficción (por ejemplo, en la afirmación de que “a la palabra ‘muerte’ siguió la presencia de la muerte” [13]), y también acerca de la confluencia del mundo real y del mundo inventado. En el penúltimo capítulo, titulado “Lo abre y empieza a leer”, nuestro protagonista, ‘el hombre’, cuando ve pasar un barco, sube a él movido una vez más por curiosidad —lo que es el impulso de siempre para actuar—, pero lo único que encuentra es un libro, precisamente el mismo que tenemos entre manos. De este modo, se convierte en lector de su propio destino. El hombre se pone a leer la historia de Aldebarán que tomó la pluma... (177). Se ha cumplido, pues, el topos del manuscrito encontrado, inapelablemente vinculado con el hypotexto de Cervantes y sus seguidores, que al mismo tiempo, delega la responsabilidad del desenlace a un poder superior, en este caso al destino preescrito de antemano y, por consiguiente, inalterable, inevitable.
El libro en realidad termina donde había empezado, relatándonos otra vez el por qué el genio necesitaba crear al perro, que ahora al poner fin a la historia también debe desaparecer y hundirse en la nada (Herra 182). El título —paratexto (Genette 84)— de la novela se descifra precisamente en estas instancias finales, pues el Genio emerge como ingenio maligno a los ojos de sus criaturas, a los cuales les hace creer que existen y, por eso, ellos lo denominan así. El remate final es una solución muy borgeana, puesto que al llegar el hombre a una biblioteca donde todos los libros decían lo mismo, o sea su propia historia (Herra, El ingenio maligno 181), y tras cerrar Aldebarán el relato, el narrador del primer nivel diegético declara: “El desdichado [Aldebarán] ignora que solo existe porque lo nombro. También yo termino ahora de escribir mientras espero: tal vez pase flotando el cadáver de mi enemigo” (183). En este punto se entrelazan todos los niveles narrativos, el del narrador, el de Aldebarán y Diógenes y el del hombre sentado en la orilla del río. Por consiguiente, el libro —podríamos decir— se muerde la cola, ya que contiene tanto su comienzo como su final, tanto su génesis como su agotamiento, y tal vez por esta razón no
esté muy equivocado llamarlo novela total. Cito a Albino Chacón: “Fundando la palabra, fundando el relato, se funda el mundo” (en línea).
Es imposible revelar en este espacio todos los mecanismos intertextuales con los que opera el texto. No obstante, propongo estudiar el mencionado duodécimo capítulo, en el que se evoca el Quijote de Cervantes. El título del capítulo, “Todos los relatos son uno y el mismo” (Herra, El ingenio maligno 56), ya nos sitúa en el contexto trazado (Heráclito,
Emerson, Borges, etc.). El tópico de Don
Quijote se inmiscuye con la aparición de unos
gigantes misteriosos que flotan sobre
la corriente (56), y así emerge como intertexto por excelencia dentro de la novela (Genette 82). La curiosidad conduce al hombre a cruzar el río,
que antes había sido su gran temor, aunque en ningún momento se descarta
la posibilidad
de que toda acción de la novela se lleve a cabo solo en el sueño, que, por
cierto, es otra obsesión recurrente
de Herra. En la otra orilla efectivamente le espera
otro mundo: el de los espejismos, el de un asno viejo y un caballo flaco y descolorido (Herra, El ingenio
maligno 59) y, por supuesto, ‘el hombre’ se encuentra con un personaje de piernas corvas y
cortas y de barriga célebre. De repente el hombre-protagonista se identifica como el caballero andante, vencedor de gigantes, y el otro como su escudero. El discurso elevado y arcaizante imita el estilo cervantino de manera claramente reconocible, ambos ‘el caballero de los monstruos’ y también ‘el escudero’ hablan en tono pomposo y solemne, y así desde el punto de vista estilístico es difícil distinguirlos. No obstante, los papeles originales de los protagonistas cervantinos sin duda se invierten: es el caballero quien propone entrar en una venta y es el escudero quien le convence de que no es una simple venta, sino un castillo. El señor de la venta-castillo los recibe con hospitalidad, pero —como veremos enseguida— entra en el juego montándoles una trampa. Les advierte que durante la noche volverán los gigantes que se les escaparon antes. Cuando por la noche realmente llega una compañía, el caballero corre al patio con una espada en la mano para liberar a la doncella retenida; sin embargo, debe reconocer que toda la escena fue un engaño, pues no había ni sombra de gigantes, sino solo disfraces y cuerpos de paja (65). Al darse cuenta del engaño, la reacción inmediata de ‘el caballero de los monstruos’ es caer “en la más miserable desesperación y se le nubló la mente al punto de abandonarse a un sueño recurrente desde los días en que lo armaron caballero andante, el más absurdo de los delirios de vencedor vencido por encantadores” (65). Así, mientras en el Quijote del siglo XVII se lleva a cabo el proceso de
‘sanchificación’ del caballero, en la novela de Herra, presenciamos un mecanismo a la
inversa. El hidalgo que en un principio valora los elementos de la realidad circundante como cotidianos, al introducirse en la venta que realmente condiciona la alteración de su mente,
termina escapándose al sueño. Para terminar el capítulo se alude al hecho de que los personajes de Cervantes están enterados de que algún Genio quiso inmortalizar su historia en papel, lo que de nuevo es una clara referencia metaliteraria a la reescritura de otra historia ya existente, muy propia de El Quijote. Además, el Genio quiso inmortalizar al caballero soñador como un vagabundo que “chapoteaba en un río miserable y destrozaba nenúfares con una estaca” (65). Con lo cual, se le da otra vuelta más a la tuerca, ya que la figura vuelve una vez más a la dimensión real y prosaica. Herra juega con una dinámica continua de invertir y revertir los papeles, entrando así en un diálogo incesante, paródico y a la vez
crítico con el hypotexto genettiano. Sin embargo, no solo en este capítulo se reconoce el procedimiento cervantino. Los recomienzos continuos, las historias intercaladas, la insistencia en relatar sucesos, la constante preocupación por comprender el mundo, vida y muerte, la actitud irónica frente a los acontecimientos, el cuestionamiento de la posición del narrador, los juegos de identidades y disfraces, la inversión y subversión de los clichés tradicionales, etc., al fin y al cabo, todos relacionan la novela de Herra con el mundo quijotesco.
La obsesión de Rafael Herra por Cervantes y su obra no es nada novedosa. El pobre caballero andante reconoce con desesperación que fue atrapado por “el más absurdo de sus delirios de vencedor vencido por encantadores” (65). En el discurso de ingreso en la Academia Costarricense de la Lengua, Rafael Ángel Herra explica en detalle los aspectos que le fascinan de El Quijote, con respecto tanto a su técnica como a su filosofía. Los ‘encantadores’ los identifica con magos, brujas que son capaces de ejercer influencia en la realidad. En este sentido, en otros contextos se puede identificarlos con alguna fuerza superior externa, trascendental, de quien creemos que depende el curso de nuestra vida. Si damos un paso más, este ‘encantador’ en la narrativa es el propio autor, y todo depende de su voluntad. Con cita directa de Herra:
El autoengaño funciona de modo semejante: es un recurso para sobrevivir, [...] El libro de Cervantes, invitado de honor en todos los banquetes del relato, nos pone en guardia: no hay nada más temible que los sabios enemigos que mezclan verdades con mentiras, nada más temible que los narradores cuando ponen en crisis la identidad del héroe. Si soy mi propio narrador y llevo al enemigo por dentro, lo más temible soy yo mismo. (Herra, “Encantadores”, en línea)
Rafael Ángel Herra propone una relación sumamente interiorizada con el texto cervantino. Se autoidentifica como narrador ‘encantador’, que se sirve del autoengaño como condición de la supervivencia. De esta manera, los intentos de reiniciar la misma historia a lo largo de los capítulos no son más que verdades cuestionables o mentiras disimuladas de un segmento de la realidad, que para cualquiera se torna dudosa. El narrador se disfraza del único punto fijo del discurso, debido a los comienzos recurrentes. La transtextualidad en esta novela es un excelente recurso para revelar la condición dependiente de cada elemento del universo de sus propias herencias y, al mismo tiempo, de las posibilidades multiplicadas de interpretación, según la perspectiva desde la cual se planteen. Lo único seguro es la incertidumbre perenne, las identidades ambiguas en constante metamorfosis. No en vano el cierre explícitamente metadiegético del texto implica una apertura, un reinicio con una referencia ambigua al futuro condicional, expresado con el modo subjuntivo: “Aldebarán cerró así la historia. [...] También yo termino ahora de escribir mientras espero: tal vez pase flotando el cadáver de mi enemigo” (Herra, El ingenio maligno 183). Si admitimos la
interpretación del propio autor, el narrador es idéntico al temible enemigo llevado por
dentro. Narrador, protagonista y lector —según lo vimos anteriormente— son el mismo, inicio y final una vez más coinciden y apuntan —de manera muy borgeana— a una concepción cíclica del tiempo y del espacio, donde debemos reconocernos, comprendernos y autoidentificarnos a nosotros mismos en el prójimo.
Bibliografía
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<http://literofilia.com/?p=20394> [09/05/2015]
CHAVERRI, Amelia. “El monstruo posmoderno en la narrativa de Rafael
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CORTÉS, Carlos–Muñoz y VERNOR–SOTO, Rodrigo. Para
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GATZEMEIER, Claudia. “El genio de la botella de Rafael Ángel Herra bajo el signo de la metadiscursividad.” Espéculo. Revista de Estudios Literarios 15 (2000) Universidad
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GENETTE, Gérard.
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HERRA, Rafael Ángel. “Encantadores me persiguen: autoengaño
y ficción en Don Quijote.” Discurso de ingreso en la Academia Costarricense de la Lengua. Leída en San José de Costa Rica en 1997.
<http://www.acl.ac.cr/ d.php?rah> [09/05/2015]
---. El ingenio maligno. San José: Editorial
Costa Rica, 2014.
VÍQUEZ GUZMÁN, Benedicto. “Rafael Ángel
Herra Rodríguez.” Blog
(13/09/2009)
<http://heredia-costarica.zonalibre.org/archives/2009/09/-rafael-angel-herra- rodriguez.html> [09/05/2015]