Colindancias (2015) 6: 117-135

 

 

Eszter Katona

Universidad de Szeged

 

 

Nueva York en un poeta

 

Recibido 24.02.2015 / Aceptado 1.06.2015

 


“París me produjo gran impresión, Londres mucho más, y ahora

New York me ha dado como un mazazo en la cabeza.”

 

Federico a su familia, 28 de junio de 1929. (García Lorca, Epistolario completo 614)


 

Federico García Lorca se despidió por primera vez de su familia en 1916 cuando emprendió un viaje por las tierras españolas con Martín Domínguez Berrueta, su profesor de la Universidad de Granada, y sus compañeros de clase. Es bien sabido que aquel


 

vagabundeo despertó la vocación literaria del futuro poeta y el fruto de aquella experiencia fue la publicación del tomo Impresiones y paisajes (1918). Con aquel libro en prosa empezó a vislumbrarse ya la carrera literaria del joven Federico, hasta entonces aficionado a la música y al piano.

Si su primer viaje dentro de las fronteras de su patria dejó sus huellas imborrables en la memoria de García Lorca, se puede imaginar el impacto de otro viaje mucho más largo que llevó a Federico a América, a un lugar mucho más lejano de su querida familia. El gran viaje —que fue su primer viaje al extranjero— duró en total doce meses, de los cuales el poeta del Romancero gitano pasó nueve en Nueva York (de junio de 1929 a marzo de 1930) y tres más en Cuba (de marzo a junio de 1930). De esta aventura transatlántica nació un tomo de poemas, Poeta en Nueva York, que, a pesar de su complicada suerte editorial

(García Lorca, Poeta en Nueva York 8-138) casi de novela policíaca—, no solamente se ha

convertido en uno de los libros emblemáticos de la poesía moderna universal, sino que ha llegado a representar el máximo exponente del cosmopolitismo de la literatura contemporánea. El tomo editado póstumamente es el libro más complejo de García Lorca tanto por su contenido como por su estructura, y es un poemario que evidencia la sensación de oscuridad, angustia, hermetismo e incomprensión que el propio poeta sintió gravitar sobre su espíritu en aquellos meses.

En el presente estudio nos proponemos examinar la influencia de Nueva York en el poeta, que no es simplemente un juego con el orden de las palabras del título del tomo arriba citado, ya que nuestra idea recibió inspiración justamente de García Lorca que en su conferencia-recital (pronunciada varias veces y en diferentes ciudades entre 1931 y 1935) “Un poeta en Nueva York” se dirigió a su público así: “He dicho un poeta en Nueva York y he

debido decir Nueva York en un poeta (OC VI 343). Realmente, la enorme ciudad dejó su

huella no solamente en la poesía de Federico García Lorca; toda su personalidad se enriqueció de aquella vivencia.

Durante la investigación hemos utilizado, por un lado, la abundante correspondencia del poeta que sostuvo durante los nueve meses con su familia y sus amigos tanto españoles —mejor dicho hispanohablantes, entre ellos hispanoamericanos también— como americanos y, por otro lado, nos han servido sumamente también las publicaciones que han salido a la luz en los últimos años y que atestiguan que entre los investigadores recientemente ha recibido mayor atención la estancia de García Lorca en Nueva York.


 

Además, por supuesto, los poemas del tomo neoyorkino nos han interesado como un espejo artístico de las experiencias del poeta, aunque el marco del presente estudio no nos posibilita la profundización literario-estética en estas poesías llenas de imágenes dificilísimas de descifrar. Así, solamente nos limitaremos a la simple mención de algunos títulos que nacieron durante este periodo, pero cuyo análisis pertenece ya al ámbito de otros escritos de prestigiosos lorquistas’.

 

* * *

 

1.     El gran viaje y las primeras impresiones

El joven poeta empezó su gran aventura de ultramar en un estado melancólico. No pudo gozar del éxito clamoroso del Romancero gitano, ya que sufrió de depresiones por varios motivos. Por un lado, por el rechazo de sus mejores amigos, Salvador Dalí y Luis Buñuel, que reprocharon al poeta su poesía ‘comerciable’, una acusación provocada por el envidiado éxito de Federico que el cineasta y el pintor no podían saborear hasta entonces. Por otro lado, le deprimió también el fracaso de su íntima amistad con el escultor Emilio Aladrén que dejó al poeta por Eleanor Dove. Además, el éxito tan rápido del Romancero y la popularidad casi de la noche a la mañana que eso conllevó pesaron también en los hombros del joven artista. La fama del poemario amenazaba además con tildarle de poeta regional con el mito de la gitanería. En esta crisis profesional y afectiva, en un estado de ánimo “perdido y desgarrado” (Alberti 13), muy cercano al suicidio (Gibson, Lorca y el mundo gay 199), le llegó la oferta de Fernando de los Ríos, su antiguo profesor en la universidad y buen amigo de la familia García Lorca, que pidió al joven que le acompañara durante su viaje a América. Antes de empezar la travesía de siete días de duración, los dos andaluces hicieron escala en París y en Londres —como lo revela también el epígrafe al comienzo del presente artículo—, y una visita relámpago a Oxford. El transatlántico Olympic dejó el puerto de Southampton el 19 de junio de 1929 y desembarcó en Nueva York el 26 del mismo mes.

Las cartas de Federico, escritas el 6 y entre el 20 y el 25 de junio a Carlos Morla Lynch, embajador de Chile en Madrid y amigo muy cercano de Lorca, nos descubren la enorme ambivalencia que albergaba el alma del poeta: “New York me parece horrible pero por eso mismo me voy allí” (EC 611). A comienzos de junio aún se sentía fuerte y contento


 

(612), pero su energía se desvaneció con la aproximación de su llegada a unas tierras desconocidas: “Me siento deprimido y lleno de añoranzas. Tengo hambre de mi tierra […]. No sé para qué he partido; me lo pregunto cien veces al día. […] no me reconozco. Parezco otro Federico” (613-614) —escribe a bordo del barco—. Sin embargo, la misiva enviada a su familia dos días después del desembarco ya revela otro cambio en su estado anímico: “estoy contentísimo, rebosando alegría” (614). La incertidumbre de los siete días de la travesía, documentada por la carta a Morla Lynch, se desvaneció en el mensaje del 28 de junio: “El viaje por mar ha sido prodigioso. […] Han sido seis días de sanatorio” (614).

Lorca vive las primeras semanas neoyorkinas con gran intensidad, como lo ponen de manifiesto sus largas cartas enviadas a su familia. Las primeras impresiones están llenas de entusiasmo, pues ya el 28 de junio escribe a su familia: “Tendría necesidad de escribir 200 cuartillas para contaros mis impresiones” (614). Durante los nueve meses claro que tendrá unas experiencias que llenarían aún más páginas, pero a dos días de su llegada su admiración nos parece un poco exagerada, aunque intuitiva. Pronto le fascinaban “los rascacielos iluminados” (614) que tocaban las estrellas, “las miles de luces, los ríos de autos” (615) y ya encontró unas metáforas adecuadas para nombrar a una ciudad increíble: una “Babilonia trepidante y enloquecedora” (614-615). Expresa también su orgullo al experimentar que pudo vencer su provincialismo hispano: “no he tenido ni una sola dificultad en esta inmensa Babilonia” (616). Para expresar la grandiosidad de Nueva York, y para que sus familiares pudieran tener alguna idea de las dimensiones de su destino transatlántico, Lorca utiliza unas comparaciones entre su querida ciudad andaluza y la monstruosa metrópoli apenas conocida: “En tres de éstos [rascacielos] cabe Granada entera. Son casillas donde caben 30.000 personas” (616). En sus comparaciones quiere ofrecer a sus queridos también unas impresiones acústicas al escribir que mientras que ellos estaban escuchando los campaneos de la catedral en Huerta de San Vicente, él oía las sirenas y el murmullo de la gran urbe (618). A pesar de las medidas inhumanas de la ciudad, Nueva York le parecía “alegrísim[a] y acogedor[a]”, con una “gente ingenua y encantadora” donde ‘se sentía muy bien’, mejor que en París o en Londres —llega a la conclusión (616)—.

En cuanto a la descripción y caracterización de la gente americana, el poeta siempre utiliza unos adjetivos positivos (bondadosos, inocentes, amistosos, abiertos y cordiales, etc.), pero tampoco oculta su opinión negativa sobre lo maleducados que son los americanos: “un pueblo absolutamente salvaje”, con la “inocencia de animales”, que


 

“estornudan sin sacar el pañuelo y dan voces en todos los sitios” (655-656). Parece que García Lorca no pudo sustraerse al mito del ‘buen salvaje’ basado en el famoso texto de Cristóbal Colón sobre su primer viaje o en la apología sobre los indios de Bartolomé de las Casas. En otra carta critica también la superficialidad y la falta de sensibilidad de los americanos: “esta gente tiene muchos menos sentimientos que nosotros, porque, como es natural, apenas tienen alma. […] No tienen espíritu, son buenos, sin profundidad […]” (676).

Es interesante que el tono alegre de casi todas las cartas enviadas a su familia, unos mensajes llenos de alegría y de noticias siempre positivas, está en fuerte contraste con el estado anímico reflejado en los poemas del ciclo neoyorkino. La depresión, la soledad, la enajenación en un mundo material e inhumano, la tristeza por la infancia y la inocencia perdidas, la muerte, el asco y el horror de estas poesías se alejan mucho de lo que el poeta comunicaba a su familia en las cartas. Es bien conocida la fuerte relación entre madre e hijo que unía a Federico a Vicenta Lorca. Así, hay que suponer que el joven quería ofrecer a su madre una visión positiva de su estancia en América, ejerciendo una especie de autocensura (Maurer y Anderson IX), y es entendible también que bajo la soltura del tono de estas misivas se ocultara un Federico menos fuerte y mucho más sensible. Este Federico oculto y oscuro tendrá la posibilidad de aflorar en los poemas del libro Poeta en Nueva York y, a veces, ocultamente también en los mensajes enviados a algunos de sus amigos más íntimos. Por ejemplo, es muy expresivo el poema “Infancia y muerte”, adjunto a su carta escrita a Rafael Martínez Nadal (finales de octubre de 1929) con el siguiente comentario: “Para que te des cuenta de mi estado de ánimo” (EC 660). Evidentemente el poema citado revela un estado anímico muy negativo, completamente ajeno al que aparentan las otras cartas enviadas a su familia.

Si Carlos Morla Lynch recibió una carta angustiosa de la travesía de su amigo

granadino (613-614), el diplomático chileno pudo tranquilizarse un poco en octubre: “Estoy seguro y alegre. Ha vuelto a nacer aquel Federico de antes que tú no has conocido pero espero que conocerás” (653) —escribe García Lorca sobre su propio estado anímico—. Sin embargo, insistimos en que estas confesiones eran también simuladas, ya que los poemas de este periodo descubren que la obsesión de Lorca con su infancia y su desesperación sexual no disminuyeron nada (Gibson, Vida, pasión y muerte 397).


 

En los mensajes enviados hay unos detalles que atestiguan que aunque Lorca se sentía muy bien, por supuesto, echaba de menos su familia. Les pedía reiteradamante que le escribieran muchas veces y cartas muy largas, preguntaba siempre por sus hermanas, por su hermano Francisco y por sus tíos y tías. Su voz siempre se volvía preocupada al referirse al estado de salud de Vicenta Lorca y no dejaba de repetir que sus familiares la llevaran a Lanjarón, una ciudad balnearia en la provincia de Granada a donde Federico acompañaba frecuentemente a su madre. La carta enviada después de la Navidad es especialmente emotiva y, a pesar de la enorme amabilidad con la que acogieron todos al granadino —pasó la Nochebuena con la familia de Federico de Onís y, luego, en la casa de los Brickell—, el ‘poeta del Sur’ se sentía extranjero en aquella sociedad tan distinta de la española (EC 672).

El poema “Navidad”, compuesto el 27 de diciembre, expresa esta amarga soledad del

hombre contemporáneo, separado de Dios y de la Naturaleza y condenado a vivir en una sociedad implacablemente materialista (Gibson, Vida, pasión y muerte 408).

 

2.     Amigos y el idioma inglés

El joven poeta, “un inútil y un tontito en la vida práctica” (EC 611), necesitaba apoyo de amigos para sobrevivir su primer viaje al extranjero. “Si yo en Nueva York no tuviera amigos […], esta ausencia sería tristísima […]” (632) —escribe Lorca a sus queridos el 8 de agosto—. Lejos del protector ambiente familiar, sin el dominio suficiente del inglés, fue primero Fernando de los Ríos quien protegió al poeta, pero desde el primer día llegaron

los amigos que acompañaron a Federico durante toda su estancia. Le acogieron con amistad unos hispanistas destacados, entre ellos Federico de Onís y Ángel del Río, muchos hispanohablantes, españoles y latinoamericanos. Por supuesto, hizo amistad también con un sinfín de americanos y extranjeros, pero en compañía de los hispanohablantes se movía obviamente con mayor soltura que entre los que hablaban solamente el inglés.

La lista de las personas que se pusieron en contacto con Lorca en América es casi infinita, así que es imposible dar una enumeración completa. Con un esbozo rápido mencionaríamos a Gabriel García Maroto, León Felipe, Ángel Flores, Francisco Ágea, Emilio Amero, Herschel y Norma Brickell, Campbell Hackforth-Jones, Mildred Adams, Irving Henry Brown, John Crow, Francis Hayes, Philip Cummings, Nella Larsen, Dorothy Peterson, entre muchos otros. Además, durante los nueve meses Lorca tuvo posibilidad de encontrarse con compatriotas suyos (por ejemplo, con Julio Camba, Concha Espina,


 

Dámaso Alonso, Antonia Mercé, Encarnación López Júlvez, Ignacio Sánchez Mejías, José Antonio Rubio Sacristán, para mencionar a algunos) que visitaban la Gran Manzana justamente durante aquel periodo y coincidieron con su conocido granadino. El poeta, pues, estaba realmente rodeado de amigos, “por gente que se interesa por mí y a la cual yo he procurado serle simpático” (618) —como escribe a su familia—. Al encontrarse con tantos amigos y conocidos constata con sorpresa que “el mundo es un pañuelito pequeño” (620).

Después de pasar la primera fase de aclimatación, García Lorca empieza a seguir los cursos de inglés para extranjeros de la Universidad de Columbia, pero sin ninguna aplicación. Ya antes de su salida de España la prensa madrileña se había burlado de la capacidad del joven poeta en cuanto a aprender idiomas: “¿A qué va Lorca a New York? ¿A aprender el inglés? […] Aprenderá el inglés en dos meses, con gramófono” (nota de la Gaceta Literaria, el 15 de junio de 1929, apud Maurer y Anderson 4).

En las cartas enviadas desde Nueva York hay muchas alusiones al proceso de

aprendizaje del idioma. Las primeras misivas expresan aún el entusiasmo del joven granadino por conocer no solamente una nueva cultura, sino una nueva lengua también. Parece que le ofrecieron al poeta un sinfín de posibilidades que le ayudaban en este camino. Federico de Onís, uno de los hispanistas más celebres de los Estados Unidos en aquel entonces, hizo también todo lo posible para que el joven andaluz aprendiera el idioma. “Hay que poner al poeta bloqueado de ingleses para que no tenga más remedio que hacer su esfuerzo” (EC 615) —decía—. El profesor le presentó a Lorca también a unas chicas americanas para que el poeta avanzara más rápido en el aprendizaje del inglés. En la universidad Federico conoció también a unas “muchachas guapísimas” con las que ‘cambiaba conversación’, “la única manera de aprender el inglés” (622).

Campbell (Colin) Hackforth-Jones, uno de los amigos americanos de Lorca, se convirtió también en un maestro de inglés ayudando al poeta en las traducciones. Lorca escribe de Colin que “será realmente mi mejor maestro de inglés. […] traduciremos cosas […] y me enseñaba multitud de palabras” (617). Además, todos los amigos del poeta le hacían pedir las cosas en inglés para que empezara a soltarse en aquel idioma (621). El 8 de julio comenzaron también los cursos de inglés en la universidad y Federico expresaba aún su optimismo en cuanto al aprendizaje: “Yo creo que tengo cierta facilidad para el inglés.

¡Veremos a ver!” (620).


 

Parece que al principio no le faltaba la diligencia al joven andaluz. Frecuentó las clases regularmente y justamente por el curso de inglés aplazó su viaje para visitar a Philip Cummings y su familia en Eden Milles (carta escrita a P. C. el 6 o 7 de julio). Aunque no oculta tampoco sus dificultades a la hora de intentar conversar en inglés: “cada pregunta y respuesta son un cuarto de hora buscando las palabras en el diccionario” (EC 625). Otra vez el estudiante andaluz se lamentó por lo difícil que era la pronunciación inglesa: “ellos pronuncian las «a» de seis o siete modos, así es que es un lío” (650).

El poeta avisó a sus padres el 22 de agosto que había terminado sus cursos y que había recibido una nota sobresaliente en los exámenes de inglés (638). A un estudiante que vive lejos de su familia puede ocurrirle que a veces no diga la verdad sobre sus notas. Parece que Federico García Lorca tuvo también esta costumbre, no sabiendo aún que unas décadas más tarde los investigadores concienzudos examinarían los archivos de la Universidad de Columbia y aquellos datos no se coincidirían con las confesiones de las cartas de 1929. Desde las investigaciones de Eisenberg (17-19) ya sabemos que Federico ni siquiera se presentó para el examen y, así, tampoco pudo recibir una nota en su expediente.

Cuando termina el semestre en la Universidad de Columbia, Federico acepta la invitación de Philip Cummings y va con su amigo a Eden Milles, en el estado de Vermont, un pintoresco pueblo fronterizo con Canadá. Su viaje en tren y sin compañía realmente fue el “bautismo de sangre en inglés” (EC 639) después del mencionado examen nunca superado. Parece, pues, que el andaluz era más práctico de lo que pensaba (611) y logró finalizar su viaje en tren (incluso con tres transbordos) con éxito. Por la fuerza inspiradora del ambiente, la estancia en Eden Milles fue muy fructífera en cuanto a la creación poética. “[U]n paisaje prodigioso, pero de una melancolía infinita” (642) despertó en Federico unos recuerdos de su niñez. Escribió mucho y probablemente allí, en un estado de desesperación, nacieron los poemas “Cielo vivo”, “Poema doble del Lago Edén”, “Vaca”, “Tierra y luna” (Maurer y Anderson XIII), porque, a pesar de la amabilidad de la familia Cummings, Lorca sentía que se ahogaría en aquella niebla y tranquilidad monótona, que no solamente estaba en fuerte contraste con las seis bulliciosas semanas transcurridas en la jungla de cemento de la metrópoli (Gibson, Vida, pasión y muerte 385), sino que le despertaban unos recuerdos tristes que le quemaban —confiesa a Ángel del Río en una carta fechada a finales de agosto (EC 642-643)—. El resto de las vacaciones lo pasó en Bushnellsville y en Newburgh, disfrutando la hospitalidad, primero, de Ángel del Río y, luego, de Federico de Onís, y


 

siguió con su ritmo de trabajo. Probablemente de estas semanas datan “Vuelta de paseo”, “Nocturno del hueco”, “Paisaje con dos tumbas y un perro asirio”, “Ruina”, “Muerte” (Maurer y Anderson 57, nota 1). Así, García Lorca pudo pasar en total cinco semanas fuera de la ciudad y vuelve a la metrópoli solamente cuando empieza el nuevo semestre. El periodo que sigue será “el momento en que entra de lleno” (XII) en el mundo de Nueva York.

Incluso en septiembre, con el comienzo del nuevo semestre, en más cartas escritas a su familia y a los amigos (EC 649) Lorca insiste en seguir sus cursos de inglés o, por lo menos, lo escribe para tranquilizar a su madre. A Melchor Fernández Almagro escribe también que “adelanto en inglés rápidamente” (652), pero otra vez podemos coger en una leve mentira al estudiante Federico cuando menciona que “tengo cinco clases” y “tomo cinco cursos”, porque realmente se inscribió solamente en dos cursos por cinco créditos (Eisenberg 18) y es probable que se retirara de ambos antes del 5 de octubre (Maurer y Anderson 66).

Pues bien, a pesar de todas las energías, Federico no desmintió las expectativas burlonas de la prensa madrileña: al fin no logró superar las dificultades de la lengua. Entre los dones del joven andaluz no figuraba el de los idiomas (Gibson, Vida, pasión y muerte 375) y, a pesar de todas las intenciones y el esfuerzo de muchas personas, el dominio del inglés adquirido por García Lorca durante su estancia en Nueva York fue mínimo. Sin

embargo, no se quedaba mudo, ya que la música y la poesía le servían como una lingua franca. Así, con sus recitaciones poéticas y musicales, con su personalidad fascinante y temperamento amistoso conquistó muy pronto a su público y su carisma le abría todas las puertas.

 

3.     La ciudad: los rascacielos, Broadway, Wall Street y Coney Island

En las descripciones de Lorca sobre la ciudad norteamericana podemos descubrir una fuerte ambivalencia. Una frase de la carta enviada a Cummings (el 6 o el 7 de julio de 1929) expresa bien el contraste que albergaba el alma del poeta en aquel momento: “perdido ahora en esta babilónica, cruel y violenta ciudad, llena por otra parte de gran belleza moderna” (EC 624).

Recibimos semejante impresión  en su conferencia-recital “Un  poeta en Nueva

York” donde habla sobre la lucha de los rascacielos con el cielo que es —según dice—


 

‘poética’ y a la vez ‘terrible’ (OC VI 345). Por un lado, se entusiasma por todo, admira la modernidad, la velocidad, la riqueza de razas, colores y religiones y la tolerancia, pero, por otro lado, se horroriza también ante el ambiente inhumano de la ciudad “babilónica, cruel y violenta” que para “un poeta del Sur” era un ambiente tan distinto del suyo (EC 624). Lejos, pues, de su familia y de su Andalucía tan amadas, trataba de adaptarse a un ambiente aterrador, pero al mismo tiempo nuevo y muy estimulante (Gibson, Vida, pasión y muerte 384).

Al joven andaluz desde el primer momento le impresionó mucho el orden de una ciudad caótica. Constató que para él sería mucho más fácil orientarse allí que en París o en Londres, por ejemplo, ya que Nueva York se construyó en la pura matemática y lógica. La estructura cuadriculada y las calles indicadas con números realmente facilitan la orientación de los turistas y son la “única manera de organizar el caos del movimiento” (EC 616). Muchas veces iba de paseo solo para conocer la ciudad sin el comentario de los otros (634- 635) y hasta el mes de octubre nunca se perdió (654).

Los dos elementos de la ciudad —según las palabras de la conferencia-recital ya citada— son la “arquitectura extrahumana” y el “ritmo furioso” (OC VI 344). Los rascacielos, “más altos que la luna” (616) con los anuncios luminosos de colores, las locuras eléctricas, los ritmos mecánicos y los ruidos de metal de Times Square le ofrecieron a Federico un espectáculo increíble de la ciudad más atrevida y más moderna del mundo (EC 617, 670). Le cautivó el ritmo de las obras urbanísticas y que —con no poca exageración— “cada día levantan nuevos rascacielos” (661). Fue testigo concretamente de la construcción de Chrysler Building, un edificio gigante “con cien pisos, blanco y negro, que es una verdadera maravilla” (661). Pero veía claramente el lado oscuro de la modernidad y se estremecía por aquella esclavitud dolorosa del hombre en la que es perdonable hasta el crimen (OC VI 344-345).

Una vez vuelto de su excursión a la frontera canadiense, le absorbió a Lorca una

vida social muy agitada y el joven granadino disfrutó a tope todas las posibilidades culturales y sociales de Manhattan. Ya en el verano pudo constatar que en Nueva York “hay más reuniones que en ninguna parte del mundo” y que los “americanos no pueden estar solos” (EC 630) ni un momento, pero la verdadera vida social del granadino empezó desde el otoño de 1929.


 

Sin duda alguna el teatro fue uno de los divertimientos preferidos del artista andaluz y el espectáculo del Broadway le cortó la respiración (616). Al referirse a esta pasión, en sus cartas muchas veces pide dinero extra de sus padres: “que papá no se olvide de mandarme […] el dinero […] para tener para ir a teatros, cosa que me interesa enormemente, pues aquí el teatro es magnífico y yo espero sacar gran partido de él para mis cosas” (636). Otras referencias al dinero con el que quería comprar entradas aparecerán en las cartas del 21 (649) y el 23 o el 24 de septiembre (650). ¿Qué serán estas misteriosas “mis cosas”? No sabemos exactamente, pero otra alusión a la revolución del género teatral que estaba madurando en el dramaturgo se lee en la carta fechada el 21 de octubre, donde vuelven unas palabras enigmáticas, ya que no dicen nada sobre en qué consistía la renovación que García Lorca quería realizar, aunque expresan claramente el disgusto del joven en cuanto al teatro español de la época: “He empezado a escribir una cosa de teatro que puede ser interesante. Hay que pensar en el teatro del porvenir. Todo lo que existe ahora en España está muerto. O se cambia el teatro de raíz o se acaba para siempre. No hay otra solución” (657).

Entre los teatros visitados por Lorca destacaban Neighborhood Playhouse, el Theater Guild y el Civic Repertory, unos teatros que montaban interesantes obras contemporáneas. El primero, durante la estancia de Lorca, ponía en escena varios musicales muy animados, mientras que los otros dos teatros eran famosos por sus montajes de obras extranjeras, entre ellas las de Tolstoi, Strindberg, Ibsen, Andreiev, Claudel, O’Neill, Molnár, Bernard Shaw, o Chejov (Maurer 133-136).

Según el crítico Samuel Leiter, citado por Andrew A. Anderson, entre los temas que trataba el teatro neoyorkino de aquel entonces figuraban el de la guerra, la política, la religión, el sexo, el alcoholismo, el racismo, el divorcio, el adulterio y la homosexualidad (137). García Lorca vio un montón de espectáculos en Broadway, entre ellos los del teatro chino (EC 635), una revista negra (“uno de los espectáculos más bellos y más sensibles” [660]), otros espectáculos de los teatros negros (el Lafayette, el Lincoln, el Alhambra [Maurer 137]) y muchos otros estrenos que constituirían, sin duda alguna, un estímulo importante para la futura obra dramática de Lorca. Se entusiasmó enormemente por el teatro de guardia (EC 658) y estaba totalmente asombrado de “los actores tan buenos que tienen los americanos” y de las direcciones (667). Igualmente le encantó el cine hablado bajo cuya influencia nació su guion cinematográfico Viaje a la luna.


 

‘El poeta del Sur’ tuvo la posibilidad de conocer también el mundo cruel de Wall Street, el lugar de los negocios, la Bolsa, los bancos y los grandes rascacielos de oficinas (637). Su primera visita la hizo aún en agosto, es decir antes del 24 de octubre, fecha trágica del mundo bursátil. En el espectáculo del dinero, entre las voces, los gritos y el ruido de los ascensores, los ojos sensibles del poeta descubren también el elemento humano: “se ven las magníficas piernas de la mecanógrafa […], el simpatiquísimo botones con pecas que hace guiños y masca goma, y ese hombre pálido […] que alarga la mano con gran timidez suplicando los cinco céntimos” (637). Además, logró captar unos detalles mínimos de “la dionisíaca exaltación de la moneda” (637), como el temblor típico que producía el dinero en las manos, un hombre con dos piernas cortadas y un loco con un gorro de papel sobre la cabeza. Estas imágenes negativas son como una tenebrosa previsión del apocalipsis descrito más tarde (en su carta a su familia, a principios de noviembre de 1929) y una prefiguaración de los cuadros horrorosos del libro Poeta en Nueva York.

García Lorca fue testigo también del viernes negro de la Bolsa, cuando “se han

perdido ¡12! billones de dólares”, un “naufragio” que dejó un recuerdo imborrable en la retina del poeta. Estuvo allí siete horas entre la muchedumbre, viendo desde cerca a los hombres que “gritaban y discutían como fieras y las mujeres [que] lloraban en todas partes”. El desorden, el histerismo, el sufrimiento y la angustia que reinaban en las calle ofrecieron a García Lorca una visión nueva de aquella civilización “cada vez más extraña […] y más llena de absurdos y situaciones increíbles” (EC 661). Es interesante que el joven andaluz observe los acontecimientos con “gran sangre fría” y, aunque no quería escribir que le gustaba, que estaba contento de haber presenciado (662) aquella horrorosa ‘Danza de la muerte’ de la humanidad. El trágico acontecimiento del mundo del dinero sirvió para reforzar la aversión de García Lorca hacia el capitalismo, un sentimiento que estaba presente también en su obra temprana (Gibson, Vida, pasión y muerte 401). En Nueva York volvió a encontrar la

opresión y la marginación que había relatado ya en el Romancero gitano, pero en dosis aún

mayores (Torres Barrado 143). En sus denuncias contra la sociedad (“Danza de la muerte”) y la iglesia (“Grito hacia Roma”) comienza a acercarse a un análisis marxista de la condición humana, influido probablemente por Fernando de los Ríos, uno de los pensadores socialistas más destacados de España (Gibson, Vida, pasión y muerte 402). A pesar de eso, Umbral también tiene razón al constatar que Lorca no quiere profetizar la justicia y la igualdad, sino mucho más “el advenimiento del caos, el triunfo de la naturaleza salvaje sobre


 

el maquinismo de la civilización” (160). La conclusión del autor de Lorca, poeta maldito es que la actitud de Federico “no es de revolucionario constructivo, sino de anarquista destructivo” (160), y el tomo futuro, Poeta en Nueva York, tampoco es un libro social- político, sino un poemario “silvestremente anarquista” (162). Lo que Lorca pide en este poemario no es la reivindicación, sino la destrucción total, la aniquilación de un mundo que él odia. Poeta en Nueva York no es simplemente un tomo surrealista, es mucho más. En el cuadro del mascarón africano (“Danza de la muerte”) se asoma un Lorca ‘panteísta negativo’ que grita frente a la barbarie civilizada del ‘Senegal con máquinas’, pidiendo una vuelta a la Naturaleza. Pero no pretende la vuelta a una naturaleza paradisíaca, sino que quiere enfrentarse con la naturaleza maligna, infernal y caótica. La naturaleza de Lorca siempre es dramática y nunca idílica (Umbral 163-170).

Diferente tipo de espectáculo esperaba a Federico en Coney Island que visitó en julio, apenas llegado a la Gran Manzana. La isla en la desembocadura del río Hudson se dedicaba al entretenimiento de la multitud: parques de juegos, títeres, y todo tipo de extravagancias atraían a la gente. “Un espectáculo estupendo, aunque excesivo, y […] demasiado popular” (EC 621) —opinaba Lorca—. Se calculó que el 4 de julio de aquel año (fiesta nacional de los norteamericanos) casi un millón de personas visitaron la isla. Junto al divertimiento le sorprendió a Lorca el comportamiento primitivo de los americanos que muy borrachos vomitaban y orinaban en grupo (OC VI 349). El recuerdo quedó poetizado también en dos piezas del ciclo neoyorkino: “Paisaje de la multitud que vomita” y “Paisaje de la multitud que orina”.

En Coney Island se situaba un ciclorama llamado Viaje a la luna que seguramente

atrajo la atención de García Lorca, ya que no puede ser una pura casualidad que también el único guion cinematográfico del artista andaluz —al que ya nos hemos referido— naciera en América y justamente con el mismo título que, sin embargo, no tenía nada que ver con la película homónima de Georges Méliès (Le Voyage dans la Lune, 1902).

 

 

4.     Los afroamericanos

García Lorca siempre estaba adscrito a las clases más marginadas, a aquellos que no participaban de los convencionalismos de la sociedad. Él mismo atribuyó este rasgo suyo a su origen granadino: “Yo creo que el ser de Granada me inclina a la comprensión


 

simpática de los perseguidos. Del gitano, del negro, del judío... del morisco, que todos llevamos dentro” (OC VI 506) y muchas veces expresó su sensibilidad ante la otredad sea racial o religiosa. Sin duda alguna, junto a su ser granadino, también su homosexualidad y el rechazo social que esto le conllevó determinaron esta comprensión suya ante los gitanos, los judíos y, desde su experiencia americana, ante los afroamericanos también. Lanzándose a las calles, Lorca pudo constatar lo multicultural que era —ya en aquel entonces— Nueva York. Allí se habían dado cita todas las razas de la tierra, pero todos seguían siendo extranjeros con la única excepción de los negros, el elemento “más espiritual y lo más delicado de aquel mundo” (VI 346). Su descripción sobre los afroamericanos nos recuerda inevitablemente sus palabras sobre los gitanos de quienes escribió lo siguiente: “lo más elevado, lo más profundo y lo más aristocrático de mi país” (VI 359). El impacto que ejerce el negro sobre el granadino es igual a la que ejerce el gitano y la situación social de ambas razas también es semejante (Umbral 154).

Lorca empezó a escribir sus primeras poesías en América en agosto, seis semanas después de su llegada a la ciudad, y es de sumo interés que la temática de estas se centra justamente en los negros. El 8 de agosto escribe a su familia: “empiezo a escribir, y creo que cosas que valen la pena […]. Son poemas típicamente norteamericanos con asuntos de negros casi todos ellos” (EC 631). Verdaderamente, las dos primeras composiciones, “El rey de Harlem” y “Norma y paraíso de los negros” (escritas en la primera mitad de agosto) se inspiraron en los habitantes afroamericanos del famoso barrio de Manhattan. El rey de Harlem, “prisionero con un traje de conserje” (García Lorca, Poeta en Nueva York 180), aparece como símbolo de la raza de los esclavos arrancada de su África, trasplantada al Nuevo Mundo y forzada a servir al hombre blanco (Gibson, Lorca y el mundo gay 204). El poema sobre el monarca negro parece indicar que Lorca encontró una similitud no solamente entre la música negra y el cante jondo (EC 626), sino también entre la situación social de los gitanos y la de los negros. Los primeros eran elementos discriminados y secularmente reprimidos de la sociedad andaluza, mientras que los segundos estaban condenados a ser esclavos de la modernidad neoyorkina. Si los gitanos son víctimas de una sociedad insensible, lo eran aún más los afroamericanos (Gibson, Vida, pasión y muerte 381- 382). En “El Rey de Harlem” Lorca alza su voz no solamente por la raza negra, sino también por la liberación de todas las minorías. Pero Lorca no parte de una visión objetiva,


 

política, social, realista del problema, sino que su adhesión a las razas malditas —ya que él mismo era ‘un poeta maldito’— es incondicional y apasionada (Umbral 159).

El negro, al igual que el gitano, ha sido alineado de la historia, pero el primero ha desarrollado una conciencia de clase por la larga represión a que lo ha sometido el blanco, mientras que el segundo, por el contrario, no ha intentado integrarse en la cultura blanca. Como consecuencia, los gitanos han sabido guardar mejor su tradición, mientras que al negro le fue arrebatado su pasado (Ortega 162). Sin embargo, el negro rechaza la aculturación en el sentido de absorción por el blanco porque este nada puede ofrecerle para superar la humillación (165).

A Lorca —según Umbral— le llevan tres tirones a los negros, como en el caso de los gitanos también: el esoterismo, el sexualismo y el exotismo (154). La espontaneidad, la energía, la música y la desenfadada sexualidad de los negros prolongan el simbolismo de los gitanos del Romancero, pero esta vez en un contexto mucho más amplio. ‘Los putrefactos’ de la ‘Resi’ madrileña, Dalí y Buñuel, entonces ya no podían acusar a Lorca de localismo o provincialismo (Gibson, Lorca y el mundo gay 204-205).

García Lorca se solidarizó con los negros norteamericanos no solo desde un plano social, sino también por la música. El jazz, expresión más rica de los negros, cautivó al joven andaluz que descubrió que el origen del jazz, como el del flamenco, es misterioso y de carácter sincrético. En el jazz se mezclan las tradiciones tribales de África, la música de los esclavos que trabajaban en las plantaciones y construcciones en los EE. UU., la música religiosa y la de los blancos (Ortega 161-162). Una de las semejanzas entre el jazz y el flamenco es que ambas músicas son expresiones telúricas de un pueblo que ha sido aislado social y geográficamente. Además, ambas quieren expresar la memoria cultural de su pasado colectivo. Tanto en el flamenco como en el jazz el artista es el compositor y el intérprete, y la interpretación en ambos se atiene más a la persona que al tema. Entre las diferencias hay que destacar el predominio instrumental en el jazz y que la canción gitana no se asocia tanto al trabajo (Ortega 162).

De entre sus conocidos afroamericanos se destacó una escritora, Nella Larsen, “una mujer exquisita, llena de bondad y con esa melancolía de los negros”, y “con ella visit[ó] el barrio negro, donde vi[o] cosas sorprendentes” (EC 625). En Harlem conoce el poeta los cantos y los bailes de los negros que despiertan su interés sobre todo por las semejanzas que notaba entre estos y el cante jondo, muy propio de su tierra natal. Con mucho entusiasmo


 

escribe a su familia: “Los negros cantaron y danzaron. ¡Pero qué maravilla de cantos! Sólo se puede comparar con ellos el cante jondo” (626). Para expresar la admiración que sentía al ver bailar una bailadora negra, Lorca utiliza en su carta unos cuadros muy poéticos: “era un espectáculo tan puro y tan tierno […] que solamente se podía comparar con una salida de la luna por el mar […]” (626).

Otro espectáculo cautivador le ofreció a García Lorca el local Small’s Paradise “cuya masa de público danzante era negra, mojada y grumosa como una caja de huevos de caviar” y donde vio a “una bailarina desnuda que se agitaba convulsamente bajo una invisible lluvia de fuego” (OC VI 347).

El poeta también se dio cuenta de los muchos sufrimientos que los afroamericanos

tenían que aguantar: “Yo quería hacer el poema de la raza negra en Norteamérica y subrayar el dolor que tienen los negros de ser negros en un mundo contrario, esclavos de todos los inventos del hombre blanco y de todas sus máquinas” (VI 346). Expresaba su protesta contra que “los negros no quieran ser negros, de que se inventen pomadas para quitar el delicioso rizado del cabello, y polvos que vuelven la cara gris […]” (VI 347).

En los mensajes enviados por Lorca podemos encontrar unas notas no solamente sobre los negros, sino también sobre la diversidad de costumbres de la gente neoyorkina. Es sorprendente el número elevado de alusiones a la religión, explicable, tal vez, por el interés de su familia (EC 634). A Federico le sorprendió mucho la tolerancia que se practicaba en los Estados Unidos, inimaginable en su patria, un país católico hasta las médulas. A pesar de eso no oculta su aversión por el protestantismo que le parecía “lo más ridículo y lo más odioso del mundo” (626) lo que se nota en que entendía el término protestante como “equivalente a idiota seco” (647) y que constataba que “la belleza y la profundidad del catolicismo es infinitamente superior” (634). Aunque católico, entre todas las religiones se sentía mucho más cercano a los judíos, escribiendo que “en Granada somos casi todos judíos” (627). La variedad de razas y cultos le fascinaban al poeta, sin duda alguna, pero le ayudaban también para que se sintiera no solo español, sino profundamente español católico (Gibson, Vida, pasión y muerte 379).

Al referirse a la familia de Cummings se destaca también una nota sobre la religión

y sobre la libertad de conciencia: “la madre de este chico [Philip Cummings] es católica ferviente, el padre protestante, él católico, y un primo que vive con ellos ateo puro” (EC 635) aunque, al parecer, esta descripción fue pura fantasía de Federico y no se coincidía con


 

la realidad ya que —según las declaraciones de Philip Cummings— toda la familia era protestante (Maurer y Anderson 38, nota 3).

 

5.     Despedida de Nueva York

Lorca se despidió de Nueva York “con sentimientos y con una admiración profunda” (OC VI 352) y sabía que de aquel ‘Senegal con máquinas’ recibió la experiencia más útil de su vida. Durante los nueve meses neoyorkinos logró superar su crisis de la que había huido desde España, consolidó su personalidad, forjó su nuevo estilo surrealista y reforzó su compromiso social (Dobos 17).

La primera mención de la noticia sobre la invitación de Federico García Lorca a Cuba podemos encontrarla en la correspondencia del poeta, en una carta enviada a su familia durante la segunda mitad de diciembre (EC 671), aunque el poeta ya sabía de su posible viaje a la isla caribeña desde la carta de Campos Aravaca (el 14 o el 19 de septiembre de 1929, apud Maurer y Anderson 54) en la que el antiguo compañero granadino invitaba a Federico a visitar el país donde estaba en aquel entonces como cónsul español en Cienfuegos. La primera mención no dice nada concreto (“no adelanto ni digo nada mientras las cosas no sean hechos realizados” [EC 671]), pero luego vuelve al asunto con más precisión en otro mensaje (igualmente enviado a su familia, primera mitad de enero): “Ya es seguro que voy a Cuba en el mes de marzo. […] Allí daré ocho o diez conferencias” (674).

Su estancia en Cuba —que ahora ya no podemos detallar— será otro tipo de experiencia no menos importante. Allí sentía que volvía a sus raíces, a una América española y se enamoró del lugar tanto que escribió lo siguiente: “Si yo me pierdo, que me busquen en Andalucía o en Cuba” (686).

Sin duda alguna, Federico García Lorca tendió un puente entre España y América como quizá ningún otro español lo había hecho hasta entonces. El joven andaluz desarrolló una labor enorme como conferenciante, poeta, dramaturgo, pianista y cantante; o como dibujante —para destacar sus dones más importantes con los que fascinó todo su público americano—. Sus travesías transatlánticas —las otras en 1933 y 1934 a Buenos Aires y a Montevideo— le convirtieron en una suerte de embajador cultural en las tierras americanas tanto anglosajonas como hispanohablantes (Roffé, en línea).


 

* * *

 

El período neoyorquino fue una de las etapas más productivas en la creación artística de Lorca. Parece increíble que en medio de una vida socialmente tan intensa (“te llueven las invitaciones de tal manera que hacen la vida imposible” [EC 676]) como la que llevó durante los nueve meses, García Lorca pudiera trabajar tanto. Sin embargo, sus cartas dan testimonio también sobre el ritmo de su trabajo: ya a finales de septiembre menciona más veces que “he escrito un libro de versos y casi otro” (652) y esta vez no exageró nada. Después de volver a Nueva York de sus vacaciones en Vermont fue cuando verdaderamente empezó su periodo más prolífico y redactó casi todo el futuro tomo, aunque el poeta no lo sabía en aquel momento (Maurer y Anderson XIV). Sin embargo, veía ya claramente que el poemario sobre la metrópoli norteamericana sería “una cosa intensísima, tan intensa que no entenderán y provocará discusiones y escándalo” (EC 677). Igualmente escandaloso será su

teatro bajo la arena que empezó a escribir allí, justamente inspirado en el teatro vanguardista

neoyorkino. Entre estas piezas figuran El público (que quedó inconclusa) y Así que pasen cinco años (terminada ya en Granada en 1931), obras innovadoras que atestiguan aquel cambio de rumbo revolucionario de la dramaturgia lorquiana de la que él mismo hablaba en una de sus

citadas misivas enviadas a sus familiares (657).

Hemos mencionado que García Lorca tuvo la posibilidad de volver al Nuevo Mundo, pero aquella vez a dos países hispanohablantes, Argentina y Uruguay. Estos viajes fueron también importantes aunque no comparables con las experiencias neoyorkinas. Los meses pasados en Buenos Aires y en Montevideo, donde pudo desenvolverse en su propia lengua, constituyeron los mejores momentos de la vida de Federico. Sin embargo, su resonante éxito no fue acompañado de una producción tan rica como la que había realizado en Nueva York y en la Habana. Ni siquiera pudo terminar su drama Yerma; tal vez se lo impidieron las muchas ocupaciones sociales y el no tener la soledad necesaria para la creación poética y dramática (Siles del Valle, en línea).

Sabemos que García Lorca quiso, otra vez, visitar América en 1936 cuando estaba proyectando su regreso al continente americano. Tras el éxito clamoroso de Bodas de sangre y Yerma, la protagonista de los espectáculos, Margarita Xirgu, se despidió de García Lorca en Bilbao con la promesa de que el granadino se reuniría con la actriz catalana en México

para realizar juntos una gira teatral. Pero Federico ya no pudo cumplir su promesa. La


 

Xirgu nunca más vio a su amigo andaluz y el tercer viaje de García Lorca al Nuevo Mundo ya no se realizó.

 

 

Bibliografía

 

ALBERTI, Rafael. “De las hojas que faltan.” El País 29 de septiembre de1985: 13.

ANDERSON, Andrew A. On Broadway, Off Broadway: García Lorca and the New York Theatre, 1929-1930.” Gestos 16 (noviembre de 1983): 135-148.

DOBOS, Erzsébet. Conversaciones en La Habana. El episodio cubano de Federico García Lorca.

Budapest: Eötvös Kiadó, 2007.

GARCÍA LORCA, Federico. Epistolario completo. Eds. Andrew A. Anderson y Christopher Maurer.

Madrid: Cátedra, 1997. [En el texto: EC]

---. Obra completa. Ed. Miguel García-Posada. 7 vols. Madrid: Akal, 2008. [En el texto: OC]

---. Poeta en Nueva York. Primera edición del original fijada y anotada por Andrew A. Anderon.

Barcelona: Galaxia Gutenberg, Círculo de Lectores, 2013.

GIBSON, Ian. Lorca y el mundo gay. Barcelona: Planeta, 2009.

---. Vida, pasión y muerte de Federico García Lorca. Barcelona: De Bolsillo, 2010. EISENBERG, Daniel. Textos y documentos lorquianos. Tallahassee: El Autor, 1975.

MAURER, Cristopher. “El teatro.” Federico García Lorca escribe a su familia desde Nueva York y La Habana [1929-1930]. Ed. Maurer. Poesía. Revista ilustrada de información poética 23-24 (1986): 134-141.

MAURER, Cristopher y ANDERSON, Andrew A. Federico García Lorca en Nueva York y La Habana: Cartas y recuerdos. Barcelona: Galaxia Gutenberg, Círculo de Lectores, 2013.

ORTEGA, José. “El gitano y el negro en la poesía de García Lorca.” Cuadernos Hispanoamericanos

433-434 (1986): 145-168.

ROFFÉ, Reina. “Palabras inaugurales en el I Encuentro Internacional Lorca: Viajero por América. 2011. <http://cvc.cervantes.es/literatura/lorca_america/inauguracion.htm> [06/01/15)]

SILES DEL VALLE, Juan Ignacio. “Lorca en América o América en Lorca. (Conferencia pronunciada en el I Encuentro Internacional Lorca: Viajero por América). 2011.

<http://cvc.cervantes.es/literatura/lorca_america/lorca_enamerica.htm> [08/01/15] TORRES BARRADO,  Cristina.  “Lorca  y Poeta  en Nueva  York.  Amor y muerte de un poeta.”

Alcántara 78 (2013): 141-165.

UMBRAL, Francisco. Lorca, poeta maldito. Barcelona: Planeta, 2012.