Colindancias (2015) 6: 81-100
Universidad Masaryk de Brno
El imaginario de la violencia: entre el miedo y la fascinación.
Consideraciones en torno
a Perra brava de Orfa Alarcón
Recibido
1.10.2015 / Aceptado 4.11.2015
A la hora de ponernos a pensar sobre el tema del miedo y las diferentes plasmaciones que este recibe en la literatura contemporánea, necesariamente tenemos que topar con un fenómeno especialmente controversial: el de la violencia. Si bien la violencia desde siempre ha constituido una parte inseparable de la experiencia histórica de cada sociedad, uno no puede evitar la sensación de que últimamente su presencia se hace cada vez más evidente y visible en la vida cotidiana de los individuos, lo que se debe principalmente a la enorme importancia que se le concede, ante todo, en los discursos oficiales presentados en los medios de comunicación. En relación con ello, surgen varias preguntas transcendentes que hallan su inevitable resonancia en diversos debates desarrollados tanto en los círculos de especialistas, académicos e intelectuales como en la escena artística. En la literatura, en particular en este contexto, vuelven a plantearse interrogantes inquietantes acerca de la propia esencia de la violencia. ¿Es acaso el ser humano agresivo por su naturaleza?, o ¿es que la violencia forma parte natural del modo de pensar y actuar del hombre? Ya a finales de los años sesenta del siglo pasado la pensadora Hannah Arendt ha llamado la atención sobre la importancia del papel que la violencia ha desempeñado en la sociedad desde tiempos inmemoriales, a pesar de que nunca se le haya prestado demasiada atención. Segúnafirma la reconocidapensadora:
This shows to what extent violence and its arbitrary nature were taken for granted and therefore neglected; no one questions or examines what is obvious to all. Whoever looked for some kind of sense in the records of the past was almost bound to look upon violence as a marginal phenomenon. (Arendt8)
No obstante, la evolución posterior demuestra que con el correr del tiempo, efectivamente, todas estas cuestiones han pasado a situarse en el mismo centro de la atención no solo de los estudiosos, intelectuales y artistas, sino de toda la sociedad. La socióloga mexicana Sara Sefchovich observa que “[l]a violencia se ha convertido en el elemento central en el imaginario colectivo. Es el tema principal de las noticias en los medios, las conversaciones en torno a las mesas, los comentarios en las redes sociales, el cine, la literatura, las canciones, el periodismo, el arte” (en línea). A lo dicho cabe añadir que la violencia siempre se ha asociado con un amplio abanico de emociones y sensaciones: desde el horror, el temor y el miedo, pasando por aturdimiento y pasmo, hasta llegar a la admiración y la fascinación. Por lo tanto, resulta de un interés especial prestar atención a cuáles son las emociones dominantes en los diferentes discursos desarrollados paralela, sincrónicamente, en diferentes contextos socioculturales.
A pesar de que la turbadora omnipresencia de lo violento representa un fenómeno universal, su percepción varía en diferentes partes del mundo dependiendo de la experiencia particular de cada sociedad. En este sentido se puede hacer constar que la situación en América Latina parece ser especialmente alarmante (Kohut193). Basta con tomar en consideración los acontecimientos de los últimos años, particularmente en México: la masacre de Tamaulipas, la muerte de los estudiantes de Iguala o el estremecedor fenómeno de los feminicidios que ha llegado a tener unas dimensiones monstruosas. Y surge, pues, otra serie de interrogantes, esta vez concernientes a los factores decisivos que conviene analizar para poder enfrentar esta problemática. ¿Por qué es así? ¿Dónde hay que buscar las raíces que generan la escalada de la violencia en el mundo latinoamericano? Roberto Briceño- León hace una observación pertinente apuntando que“[l]a violencia no ha sido ajena a los procesos de cotidianidad o transformación social de América Latina: violenta fue la conquista, violento el esclavismo, violenta la independencia, violentos los procesos de apropiación de las tierras y de expropiación de los excedentes”(13). Sin embargo, cuando a
finales del siglo XX en las sociedades latinoamericanas la violencia adopta nuevas formas, esta se convierte en la causa más frecuente de la muerte en personas jóvenes, entre quince y cuarenta y cuatro años de edad, de modo que incluso “empezaron a registrarse más muertes en la calma de la paz que en las tormentas de la guerra” (Briceño-León 13).
Precisamente México representa uno de estos países donde da la angustiosa impresión de que tanto las acciones de utilizar la fuerza y la intimidación para conseguir ciertos objetivos como la misma cualidad de lo violento han llegado a formar una parte inseparable de la realidad cotidiana, lo que se refleja copiosamente y a diario en los medios de comunicación. Cabe preguntarse cuánto tiempo necesita una persona expuesta continuamente a ser testigo —directo e indirecto— de la las acciones violentas y de sus diversas manifestaciones, para acostumbrarse a sus consecuencias; es decir, qué dilación temporal hace falta para que uno llegue a percibir las diferentes facetas de este fenómeno social indeseable como una parte oscura y desasosegante de nuestra realidad, pero, a la vez, inevitable e inseparable de la vida misma. Dicho en otras palabras, surge la cuestión de si el proceso de la ‘normalización’ de la violencia no conduce a un punto en que esta termina por ser ignorada y, por ende, de cierta forma aceptada.
En relación con la compleja problemática de la percepción de la propia violencia y de su visibilidad en nuestra sociedad, conviene mencionar a SlavojŽižek que, en sus ensayos publicados en 2008 con el título de Violence: SixSidewaysReflections, propone una diferenciación de varios tipos de este fenómeno. Según opina el filósofo de origen esloveno, la única forma que se toma en consideración es la que corresponde a la violencia individual
o subjetiva. Dado que el agente en este caso es reconocible y su identificación resulta fácil, esta manera particular es, por consecuencia, visible. Žižek distingue paralelamente la violencia objetiva que, en su opinión, es generadora de la subjetiva, y que dispone, a su vez, de dos modalidades: la simbólica y la sistémica. En el primero de los casos se trata de una violencia ejercida mediante el lenguaje, cuyo grado de visibilidad es mucho menor en comparación con la violencia subjetiva; no obstante su efectividad resulta equiparable, puesto que tiene el mismo peso. Por último, queda por mencionar la violencia sistémica provocada por los desajustes de los sistemas políticos y económicos; de todos modos, esta es la que menos suele notarse. Slavoj Žižek opina que “a diferencia de la violencia individual o subjetiva, percibida como una perturbación del estado normal de las cosas, la violencia objetiva es inherente a tal normalidad y por lo tanto resulta invisible” (11).
Sin miedo a caer en la exageración, puede sostenerse que desde hace mucho tiempo en nuestra sociedad posmoderna prácticamente no existen temas susceptibles de considerarse asociados con algún tipo de tabú, por lo cual todos aquellos aspectos de la vida del hombre estimados en épocas no tan remotas como muy delicados —y por ende no recomendables para ser tocados en los debates públicos—, ya han perdido esta dimensión de lo inconveniente. Se trata de un obvio resultado de cambios evolutivos por los que ha pasado la sociedad occidental y que Gilles Lipovetsky llama la “caída de los tabúes” (232). La consecuencia de estos cambios es que han desaparecido prácticamente todas las barreras asociadas al riesgo del posible rechazo que pudiera producirse ante los particulares reflejos que reciben en el arte las respectivas representaciones de asuntos delicados. En el caso particular de la violencia, hoy en día ya no suele cuestionarse el tema de por sí, sino la manera de cómo este se aborda y cuál es su representación concreta. En este sentido, es sugerente seguir los numerosos debates en cuanto al posible peligro que corren ciertos tipos de plasmaciones artísticas de la violencia, ya que según algunas opiniones, estas pueden conducir a una estatización indeseable de dicho fenómeno. Así pues, según señalan algunas voces críticas, el resultado de esta manipulación estética de lo violento puede ser no solo una mayor visibilidad de la propia violencia y del crimen en general, sino además, en cierta manera, su apología, e incluso, su glorificación. Si bien este asunto se discute especialmente en relación con las artes audiovisuales, también encuentra su resonancia en la literatura. Conviene mencionar a Julio Ortega que, en un artículo dedicado a la misma problemática, reflexiona sobre las formas adecuadas de las representaciones de la violencia en las obras literarias, para que estas no se limiten a servir de su mera reproducción:
Si no me equivoco, la actual delectación con la prolijidad de la violencia, la miseria y el dolor (niños asesinos, ciudades del crimen, arte de crónica roja) no termina sin culpa en el mercado de la buena conciencia, el exotismo y hasta el bestselerismo. Los novelistas, dijo Vargas Llosa, son como buitres: se alimentan de carroña. Pudo añadir que la novela de éxito no suele compartir el luto. Por eso, construir una mirada sobre la violencia es el dilema ético actual, porque supone asignarle un lugar a quien encarna la exclusión y desencarna el sistema; esto es, darle un valor a su
agonía. […] La violencia, al final, es un desgarramiento del tejido del discurso; por eso es impensable, y pone en duda nuestra capacidad de registro. (Ortega, en línea)
En cuanto a la mencionada atracción por lo morboso —acompañante inseparable de la violencia—, conviene mencionar dos observaciones particularmente sugerentes de Susan Sontag. En primer lugar, la autora al comentar el interés que suelen despertar las imágenes de la violencia y del dolor, apunta que “[i]t seems that the appetite for pictures showing bodies in pains as keen, almost, as the desire for ones that show bodies naked” (8). Efectivamente, lo mismo se puede aplicar también a los demás campos del arte, inclusive el de la literatura y sus representaciones correspondientes de tan incómodo tema. Por otro lado Sontag, sostiene que, si bien una descripción del infierno no sugiere cómo ayudar a la gente para poder salvarla del sufrimiento, sí parece necesario, en su opinión, tener consciencia de lo que es capaz el ser humano(8), dado que “[n]o one after a certain age has the right to this kind of innocence, of superficiality, to this degree of ignorance, or amnesia” (114).
Nadie duda de la indiscutible importancia de fomentar los estudios y las investigaciones especializadas que analicen el fenómeno de la violencia desde los campos específicos de la sociología o de la psicología, puesto que gracias a ello se llega a un mejor conocimiento de su esencia, lo cual permitirá un entendimiento superior de sus causas y consecuencias. Se trata, en suma, del primer paso indispensable que hay que dar para, en primer lugar, delimitar los problemas generados por tal manifestación y, acto seguido, proceder a enfrentarlos, aportando propuestas que puedan conducir a una solución efectiva y satisfactoria. El incremento del interés por la problemática de la violencia, convertida en un fuerte tema literario de peso, no es menos importante, si bien semejante temática muestra una doble cara. Es indudable que, por un lado, se publican obras sin ambiciones artísticas, que solo aprovechan este tema como un pretexto para llamar la atención y despertar la curiosidad del lector y que, por lo tanto, según apunta Ortega, son un mero producto de bestselerismo. Por otro lado, no obstante, crece el número de títulos que toman en consideración esa necesidad y responsabilidad, comentada por Sontag, de no cerrar los ojos ante la realidad deplorable. Cabe citar al escritor mexicano Paco Ignacio Taibo quien afirma que“[l]o que ha ocurrido es que desde hace un tiempo la literatura ha asumido un papel diferente. Mientras el periodismo o la sociología no se arriesgan a dar explicaciones, la
novela especula, subjetiviza y profundiza en las razones de la violencia” (apud López Coll, en línea). La literatura, en este sentido, se convierte en un amplio espacio de reflexión y, con sus propios medios, logra contribuir a un debate en que se implica toda la sociedad.
En relación con las representaciones artísticas de la violencia en la literatura se puede afirmar que en los últimos años, especialmente en América Latina, dicho fenómeno se ha vuelto uno de los temas más recurrentes (López Coll, en línea). Óscar Osorio sostiene que “[e]n Colombia, un país atravesado desde siempre por múltiples conflictos, el tema de la violencia en la literatura no parece ya una elección sino una imposición vital” (7). Asimismo, en México se trata de uno de los temas literarios más productivos, que además está estrechamente enlazado con el surgimiento de nuevos géneros (Michael52). En concreto, hay que mencionar el género de la narconovela cuyo corpus crece de forma considerable y sin cesar y que cuenta tanto con obras de escritores reconocidos y consagrados como con novelas de autores que apenas acaban de debutar.
Una de las interesantes voces nuevas de las letras mexicanas es Orfa Alarcón que se dio a conocer en 2010 con su ópera prima Perra brava, catalogada, por lo general, precisamente como una narconovela. No deja de ser interesante que el género suela ser cultivado principalmente por escritores hombres (Cuéllar, en línea), aunque conviene aclarar a la vez que, en este caso, la novela de Alarcón no constituye un ejemplo paradigmático de dicho género literario. El narcomundo, regido por sus reglas y leyes especiales, sirve, de hecho, solamente de telón de fondo para la historia narrada. Además de la violencia y de sus múltiples manifestaciones, aparecen otras cuestiones de igual importancia, entre las que destacan, por un lado, la del maltrato y la manipulación, y por el otro, la del machismo y la misoginia: dos temas palpitantes en la sociedad mexicana a los que se presta mucha atención desde hace varias décadas. Cabe citar a Carmen Lugo que sostiene: “México es conocido como la patria de los machos, por excelencia, como el país donde esa patología social es parte del modo de ser, del carácter popular, del inconsciente colectivo, de la superestructura” (42).
En la novela de Alarcón asimismo se enfocan los efectos de vértigo causado por el poder como un elemento estimulante que abre paso a la agresividad acompañada, con
frecuencia, por la crueldad y la brutalidad. En este sentido merece la pena prestar atención al perfil de la protagonista, Fernanda, sobre la que, en una entrevista, la propia autora ha hecho el siguiente comentario:
Para mí era una chica que vivía una relación de pareja con maltrato: fue difícil trabajar con este personaje porque creo que la problemática de la violencia desde afuera se puede ver muy distinta, resulta muy fácil juzgarla. Lo que hice fue ir entendiendo poco a poco a Fernanda; […] su historia de violencia no era una de las típicas, sino que era una violencia llevada a los extremos; ahí fueron surgiendo el tema del narco y los sicarios. (Torres López, en línea)
En cierto sentido, la novela (estructurada en setenta y nueve capítulos de extensión desigual) se acerca por su forma, más que a una narconovela, a una novela psicológica, dado que se centra en la evolución de la protagonista que pasa por un proceso de transformación personal conforme se van produciendo ciertos cambios en sus relaciones interpersonales. Resulta, asimismo, muy interesante prestar atención a cómo se desarrolla el discurso narrativo, que hace uso, por un lado, de un lenguaje coloquial impregnado de anglicismos y expresiones propias de la jerga de los jóvenes, un “lenguaje duro” (Estrada, en línea), directo y rudo cuyo peso se siente ante todo en las escenas violentas, y por otro lado, de un lenguaje completamente distinto, sumamente poético, rebosante de un lirismo extraordinario. Estos dos registros, o bien aparecen alternos dentro de un mismo capítulo, o bien forman parte de secciones independientes, de manera que gracias al uso de estos recursos se produce una gran tensión entre los pasajes poéticos y los violentos. Precisamente el empleo copioso de símbolos y metáforas le imprime un carácter inconfundible a la novela y le da un rasgo distintivo que hace que Perra brava difiera de la mayoría de las obras pertenecientes al
corpus de la narconovela actual, como se ha anticipado más arriba. No obstante, esta no es
la única diferencia, puesto que, además, la autora opta por enfoques poco usuales que le permiten explorar “el mundo femenino en el crimen” (Aguilar Sosa, en línea). Y por último, cabe destacar que la novela logra englobar de una forma muy compleja el abanico completo de emociones, muchas veces contradictorias, comenzando por el miedo y terminando por la fascinación.
En este estado de cosas, conviene hacer un pequeño paréntesis y mencionar las observaciones de Lucía Etxebarria cuando defiende la necesidad de distinguir entre literatura femenina y masculina, aportando como argumentos las diferencias que se pueden apreciar si se comparan escenas eróticas escritas por autores con aquellas que provienen de la pluma de narradoras. La escritora española sostiene que, en el caso de los creadores hombres, tiene una importancia clave todo lo visual y lo descriptivo, mientras que las literatas mujeres conceden mayor espacio a reflejar, ante todo, las sensaciones y los sentimientos, recurriendo con frecuencia al uso de la metáfora (Etxebarria 112). Si aceptamos la validez de este postulado, es posible establecer que, en cierto modo, algo muy parecido puede apreciarse en el caso de la violencia. La descripción de los sucesos y ocurrencias se traslada desde el exterior al interior, de modo que de los aspectos vistos desde fuera y observados objetivamente se transita a los subyacentes y soterrados, que emergen mediante las emociones y los sentidos. Como consecuencia, se cede paso a una mirada subjetiva que permite una penetración más profunda en las vivencias íntimas de los personajes.
En Perra brava el eje de la historia —narrada en primera persona por la propia
protagonista— gira, ante todo, alrededor de la metamorfosis de la heroína, que de víctima se convierte en ‘victimaria’. El lector es testigo de la transformación gradual del personaje de Fernanda, siguiendo paso a paso, cada una de sus etapas evolutivas, para observar cómo de ser una chica indefensa y maltratada, acaba en una persona impasible y despiadada. De hecho, precisamente la manera de plasmar la transformación del personaje se destaca como uno de los mayores logros de la obra. Asimismo, cabe subrayar el uso de algunos elementos propios de la novela sentimental, traducidos en alusiones constantes al canon del amor romántico, dado que gracias a este procedimiento se contribuye a producir un mayor contraste con el desenlace final de la obra.
Según la protagonista va evolucionando, cambia progresivamente también su relación con su novio, Julio, un narcodirigente que la maltrata y del cual ella depende no solo económica, sino, ante todo, emocionalmente. Al principio observamos cómo el personaje de Fernanda acepta con gusto su papel de esclava y cómo se somete con gratitud, e incluso, con una complacencia incomprensible, a los abusos del novio. No obstante, según apunta Felipe Oliver, su vínculo “gira mucho más en torno al miedo, la humillación y la
dependencia que las víctimas del maltrato confunden con amor, que al erotismo o a la pasión” (en línea). Para ilustrar lo dicho, cabe mencionar la escena con la que se abre la novela y que deja al descubierto esa condición de subordinación insana adoptada por el personaje de Fernanda, que cierra los ojos frente a su situación de víctima, de manera que cae irremediablemente en el autoengaño.
Supe que con una mano podría matarme. Me había sujetado del cuello, su cuerpo me oprimía en la oscuridad. Había atravesado la casa sin encender ninguna luz ni hacer un solo ruido. No me asustó porque siempre llegaba sin avisar: dueño y señor. Puso su mano sobre mi boca y dijo algo que no alcancé a entender. No pude preguntar. Él comenzó a morderme los senos y me sujetó ambos brazos, como si yo fuera a resistirme. Nunca me opuse a esta clase de juegos. Me excitaban las situaciones de poder en las que hay un sometido y un agresor. Me excitaba todavía más entender que para él no eran simplemente juegos sexuales: Julio doblegaba mi mente, mi cuerpo, mi voluntad absoluta. De noche y de día, acompañados o solos, dormidos o despiertos. (Alarcón 11)
A continuación, con el desarrollo paulatino de la acción, el grado de violencia sigue intensificándose con una considerable crudeza, hasta llegar a su clímax en el instante en el que el personaje de Julio fuerza a Fernanda. Aunque el acto en sí evoca una auténtica violación, la protagonista se somete agradecida a la voluntad de su pareja, o por lo menos,esa es la interpretación que ella misma está dispuesta a creerse. La tensión de la narración crece de manera significativa, a medida que van añadiéndose ingredientes formantes de una mezcla de sensaciones contradictorias, donde se combinan el placer con el miedo y la humillación con el dolor. La culminación se produce en el momento en el que la protagonista entra al cuarto de baño y descubre que está cubierta de sangre ajena; de este modo, se puede deducir que el acto sexual de la escena citada no representa sino una forma sui generis por la que el personaje de Julio, tras terminar la ‘jornada’, viene a cobrarse su
premio. La reacción de la protagonista horrorizada se desprende no solo del impacto
inmediato al ver las manchas de sangre en su piel, sino, además, según se infiere de la lectura, su terror es producto de antiguas experiencias traumáticas. Así pues, debido a la
activación de la memoria, el personaje evoca unos momentos cruciales y dolorosos de su infancia: “Grité. Como si viera el fantasma de mi madre” (12).
Cabe destacar la importancia de varios símbolos que tienen un papel clave a lo largo de la narración, puesto que marcan de un modo decisivo la evolución de la protagonista. Uno de estos símbolos determinantes está representado precisamente por la sangre, puesto que el cambio de percepción de este fluido tendrá para la protagonista un valor especialmente transcendente. Podemos contemplar cómo Fernanda da un paso inesperado que significará un giro de ciento ochenta grados respecto a su posición inicial. Veamos un ejemplo del principio de la novela, donde la heroína describe sus sensaciones de asco hiperbólico al ver la sangre, mencionando, entre otras cosas, la náusea que le provoca la carne cruda:
Hacía años que rehuía a mirar cualquier sangre, sobre todo la mía. […] Es la sangre. Algunos dicen que es la vida. Quiero que mi muerte sea instantánea para no verla. Nunca verla. Saber que existe. Sentirla a veces que me estruja el corazón, pero ni verla ni olerla. Si la sangre es la vida como muchos dicen, ¿porqué huele a muerte? (77-78)
Aquellas delineaciones que enfocan las manifestaciones de la violencia física están a menudo traspasadas por numerosos recuerdos, reflexiones y sensaciones de la protagonista, que acumulan una gran carga poética. Mediante la interpolación de estas partes líricas se rompe el ritmo de la narración, por un lado, y por otro, se produce un contraste considerable, de manera que logra subrayarse aún más la atrocidad de las manifestaciones de violencia que se están narrando. Para ilustrar lo expuesto cabe mencionar aquellas partes que adoptan una forma de rogativas, en que el personaje de Fernanda pide protección y ayuda a su ángel de guarda, a quien identifica con Sofía, su hermana mayor:
Sofi, ven.
Así la llamaba yo de niña, cuando tenía tanto miedo debajo de las cobijas que no podía ni gritar. […] Sofi, ven, toca la puerta, pregúntale a Julio por mí.
Sofi, contigo nunca se enoja, dile que traes el desayuno. Sofi, enfrente de ti nunca me habla mal siquiera. (25)
En ese mismo momento se produce un salto hacia atrás en el ficticio eje temporal y la protagonista rememora el día más importante de su pasado traumático, que le ha marcado profundamente, hasta el punto de haber determinado su forma de relacionarse con los demás en épocas venideras. De esta forma, se comienza a hilvanar un sutil lazo que unirá dos planos temporales muy distanciados entre sí desde el punto de vista cronológico y, sin embargo, unidos por las mismas sensaciones de miedo, horror y desespero:
Sofi, ven, empuja la puerta, papá llegó borracho.
A ti no te pega, a ti no te grita, porque ya estás grande. Sofi, otra vez están peleando.
Sofi, no puedo gritar. No oigo, no veo, mamá me pesa. […]
Una tarde de hace años Sofía sintió que sus piernas tenían voluntad propia: se escapó del laboratorio de biología y saltó la barda de la escuela. Yo estaba tan asustada y era tan pequeña que no tenía mucha conciencia de las cosas.
Sofía llegó corriendo, agitada. Años después me contó que no pensó en el castigo, sino que sentía una necesidad de llegar a la casa. Que era tanta su urgencia de correr que, para obligarse a avanzar más rápido, se imaginaba que una jauría de perros rabiosos iba persiguiéndola. […] Desde entonces lo sé: Sofía es ese ángel que se encarga de mí. Único ángel guardián, no me desampares ni de noche ni de día. Sácame de la tina. Como ese día, ángel, que casi te rompes la rodilla por llegar pronto a casa para descubrir que tenía el cadáver de mi madre engarrotado encima. (26)
Como ya se ha aludido, en la novela hay una serie de símbolos y metáforas vinculados a varios elementos fundamentales, cuyo papel en la narración resulta especialmente importante. Al margen de la sangre y del componente sanguíneo, hay que mencionar, sobre todo, el cuerpo en particular y la corporalidad o lo corpóreo en general, puesto que la protagonista nos introduce en su mundo interior mientras revela sus afecciones físicas y emocionales relacionadas con las múltiples manifestaciones de la violencia que forman parte indivisible de su vida. Abundan las descripciones de las sensaciones de malestar, de asco y de náuseas, recurso por el que la violencia cobra cuerpo físico para dejar marcas —algunas menos visibles que otras— tanto en la parte externa como
en la interna del organismo de la protagonista. Así pues, cuando el personaje incluye en la misma descripción tanto los síntomas corporales del mareo como su ansiedad y el miedo a la reacción de su pareja, la propia experiencia se está transmitiendo a través de una expresión física concreta asociada con el estado nauseabundo de abatimiento e incomodidad. Para ilustrar lo referido podemos traer a colación una de las escenas del inicio de la obra: “Vomité en el inodoro, deposité sobre mí la culpa: debí prevenir esto; yo fui quien no lo evitó. Tratar de vomitar sin hacer ruido me causaba mucho más asco del que ya sentía, pero no debía despertar a Julio” (24).
Otro de los elementos cargados de una simbología transcendente en la novela está prefigurado por el canino y toda una iconografía asociada al mismo: los perros, la jauría, los colmillos y un largo etcétera. No en vano, el propio epígrafe retoma la letra de una de las canciones del grupo Cartel de Santa donde se puede leer:
Tu eres perra fina carnada para patrones Tú ganchas tiburones pa’que se Empachen los leones. (9)
En cuanto al título, conviene indicar que “[d]e acuerdo con Alarcón, el nombre de la novela obedece a dos acepciones: una en alusión a una colonia marginada y conflictiva de Monterrey, y la otra a que en el contexto de la música hip hop se les llama así a las mujeres
«chingonas»” (Estrada, en línea). En sentido similar, recordemos que esta misma designación refleja, además, el estado finaldela transformación de la heroína, que consiste justamente en su metamorfosis esencial de ‘perra fina’ en ‘perra brava’. Resulta significativo que, al comienzo, el personaje de Fernanda se compare en numerosas ocasiones a sí misma con una Barbie, es decir, con una muñeca sin voluntad propia en manos de su novio Julio, que la domina por completo y ejerce su poder tanto sobre el cuerpo de la heroína como sobre su mente. Efectivamente, vamos contemplando cómo la protagonista, al principio, dócilmente acepta su rol de mujer maltratada, indefensa y sometida al capricho de su pareja; y, por si fuera poco, ella misma se estiliza en el papel de un juguete, de un objeto o accesorio de su novio. En otras muchas escenas no paran de sucederse situaciones en las que Julio, al salir con Fernanda, deja claro públicamente que ella es su propiedad y que le ‘pertenece’, de
ahí que la abrace con un gesto de posesión, desprovisto de afecto. En palabras de la propia Fernanda, es un indicio claro de su voluntad de marcar el territorio y de exhibirse con su rango de propietario y dueño (Alarcón 49). Así pues, si alguien toca lo que es suyo, él responderá defendiendo sus derechos, agrediendo al atrevido y abofeteando a Fernanda, como se deduce del siguiente fragmento: “hasta con los ojos cerrados pude mirar su gesto desafiante, impidiendo que nadie se me acercara. Entonces tosí y sentí el sabor de mi propia sangre, ahogándome, y comencé a vomitar” (49). Pero como suele suceder en semejantes casos, ella asume la responsabilidad por el incidente y se culpa a sí misma.
La relación que la protagonista mantiene con su novio, y que ella considera una relación amorosa, se basa en unos lazos afectivos turbulentos, desequilibrados y malsanos, marcados por su dependencia emocional casi obsesiva, que lleva a la heroína a la inacción. Ni siquiera se intenta oponer a la humillación constante, ni se esfuerza un ápice en protegerse lo más mínimo del maltrato, puesto que, en contra de cualquier instinto de protección, lo acepta:
Y yo sólo quería ser una Barbie de plástico, para cortarme sin que saliera sangre. Aquella había sido la única vez cuando me vio llorar: la primera vez que descubrí que él se acostaba con otras, muchas, nunca supe cuántas.
En esa ocasión le abracé y le dije:
–El día que vayas a dejarme, antes de que salgas por esa puerta, me metes un tiro por la nuca. (24)
Esta mujer joven, cuyo perfil inicial parece responder al de las víctimas con el síndrome de Estocolmo, desempeña complacida su papel ornamental como si fuese un simple objeto decorativo que su pareja exhibe en público para ostentar su poder. “Mi hombre quería presumirme a la noche y yo quise que mi hombre me exhibiera. Yo sería su objeto más valioso” (41). El personaje de Fernanda lo único que hace en un principio es participar en su propia degradación, considerando natural que el novio asuma el papel dominante en su relación. De hecho, según lo expresa explícitamente ella misma en varias ocasiones, le encanta sentirse dominada, al tiempo que le agrada saberse ‘propiedad’ u ‘objeto’ del que su pareja alardee ante los demás. Aunque tras una primera impresión el lector pueda pensar en esta criatura como en el paradigma prototípico de la víctima
indefensa de la violencia de género, en una lectura más atenta se deja notar, ya desde las primeras páginas, la iniciación de una serie de fases que preludian y preparan la futura metamorfosis, según lo documenta la primera escena con la que arranca la novela. Cuando el personaje de Julio irrumpe de noche en el cuarto de Fernanda, antes de apoderarse de su cuerpo, le hace una advertencia, que la protagonista no acierta a explicarse:
–Para que no me vuelvas a salir con que te da asco.
No supe a qué se refería: había vuelto a taparme la boca y yo me desesperaba porque moría por morderlo. Desde la primera vez que lo vi, quise pasarle la lengua por el cuello, quise ser un perro que le lamiera la cara. Desde la primera vez que mi mandíbula se acercó a su boca, quise arrancarle un trozo de piel, a ver si con eso le probaba el alma. Perro bien entrenado. Perro de casa rica. Perro que se sabe asesino: desde la primera vez que lo vi, sus ojos me dieron miedo. (11)
La imagen de la lengua recorriendo el cuello del amante, aparte de ser una muestra de pasión, esconde debajo de la fina capa de sensualidad una dimensión amenazadora e incluso agresiva, ante todo en relación con lo que se recoge inmediatamente después: el gesto canino lleno de explícito afecto que se demuestra mediante las caricias de la lengua pretende convertirse en un ataque con la abierta intención de ‘arrancarle un trozo de piel’. De modo que a través del empleo de otros elementos cánidos se produce un giro brusco y la misma muestra de pasión da paso a un acto violento.
En este punto de nuestro análisis resulta muy útil recordar las siguientes palabras de Virginia Woolf, que pueden aplicarse al discurso que se viene trazando: “Women have served all these centuries as looking-glasses posses sing the magic and delicious power of reflecting the figure of man at twice its natural size”(en línea). En el espejo de Fernanda, a Julio empieza por corresponderle un tamaño enorme, no solamente del doble de su medida, sino, sin más, completamente gigantesco, lo que se debe a la devoción de la heroína y a su amor por un hombre al que ella reverencia y adora. Conviene matizar que es un amor eclipsado por el miedo y por el temor. No obstante, esa imagen agigantada de Julio que se asimila, al principio, al ideal del amante venerado y admirado, poco a poco irá disminuyendo en los ojos de la protagonista. Efectivamente, Julio empieza a cambiar de
conducta a medida que sus sentimientos por Fernanda se hacen más hondos, lo que provoca un vuelco en la situación. Con otras palabras, se produce la vuelta de tuerca: él se deja arrastrar por su pasión por Fernanda, mientras que ella, al darse cuenta de la nueva tesitura, se desembaraza del temor y se permite gozar las mieles del poder que ahora sabe que puede ejercer sobre su novio, a pesar de que, al mismo tiempo, queda sobrecogida por una gran desilusión: “Ese no era mi hombre. Era una ridícula caricatura de un prietote alto y machín que pretendía ser tierno” (Alarcón 155). A través de esta inédita decepción se observa cómo, a partir de un momento determinado, la pareja va intercambiando sus roles, de manera que Julio, otrora adorado, endiosado y sobredimensionado por la protagonista, poco a poco comienza a empequeñecer, hasta quedar completamente desinflado: “Todas mis historias están habitadas por Julio. Y ahora él es sólo una cosa para mirarse” (156).
De este modo el lector puede seguir dos procesos que se desarrollan de forma paralela y que, sin embargo, toman direcciones opuestas: la ‘descosificación’ de Fernanda, en abierto contraste con la ‘cosificación’ de Julio. Conforme la heroína de la novela va desprendiéndose de su condición de objeto y de muñeca de plástico sin voluntad propia, observamos que gana terreno exponencialmente, se independiza, deja de tener miedo y se vuelve más atrevida. El peso en la balanza se desplaza paulatinamente desde el punto que representa la dominación de Julio para ir inclinándose hacia el extremo opuesto, es decir la supremacía de Fernanda. Con cada pequeño logro, la protagonista cae bajo el hechizo del poder y por obra de su sabor adictivo se torna no solo cada vez más osada, sino además más agresiva y más cruel. A medida que vaya pasando por el proceso de transformación que la convertirá en ‘otra’, irá destapando una maldad sin límites dentro de sí, que le lleva a cuestionarse la naturaleza genética o heredada de ese mal insuflado por su padre (201). Cuando el personaje de Fernanda descubre una carta escrita por una de las amantes ocasionales de Julio, un ataque de furia la impulsa a saciar su sed de venganza:
Primero quise matarla, exprimirle los ojos, patearle el vientre, escupirle a la cara, arrastrarla de los cabellos, arrancarle a tiras la piel. Aunque matarla sería hacerle mucho favor. […] Estropearle la cara: ya no podría ser exhibida. Quemarle las puertas y las ventanas: que todos vieran que había sido saqueada. Puertas, ventanas y cara. Sólo por alardear. Que se dijera que tuve celos, que encajo los dientes por lo mío, que me ciego y no veo razones, que no entiendo, que nada me importa más
que yo. Por vociferar. Porque digan que soy más valiente y más fuerte de lo que realmente soy. […] Que no necesito que me den mi lugar porque yo puedo tomármelo. Le jodería la vida nada más por ser el perro que ladra más fuerte. (187- 188)
La envalentonada heroína expresa su deseo de destrozar por completo a la amante de su pareja, destruir su casa y desfigurarle la cara, para que no ‘pueda ser exhibida’, es decir, para que su adversaria quede incapacitada en el ejercicio de las funciones de ‘mujer florero’. La protagonista cumple con sus amenazas y efectivamente prende fuego a la casa de su rival, causando, además, la muerte del hijo pequeño de esta última. Cuando Fernanda abandona la escena apocalíptica, le invade una satisfacción nunca experimentada, de modo que ella misma se siente limpia, “pura” (197). El clímax, sin embargo, llega con la muerte de Julio, en el desenlace de la trama que se da en la escena final:
Sobre mí cayó el peso del más hombre. Yo me había ofrecido a sus dientes, pero yo era que probaba su sangre […]Yo me había dado como una ofrenda, pero su nuca era una flor de sangre. Yo amaba tanto su sangre que comencé a beberla. Yo tenía su cuerpo sobre mí, y esta vez no necesitaba que llegara Sofía a redimirme. (204)
En esta última escena, la protagonista se encuentra, de hecho, en una situación análoga a la del principio, pero su reacción ya no es la misma. La metamorfosis se ha completado. El trauma de la infancia se ve superado, con lo que los vínculos y ataduras se cortan y los extremos de la balanza se tambalean para la nueva actante de su existencia. Se cierra el círculo de causas y consecuencias y con él toda la historia.
A modo de conclusión, podemos afirmar que la violencia extrema en la sociedad mexicana se ha convertido en un tema muy productivo que tiene su particular reflejo artístico en la literatura contemporánea. Especialmente el género de la narconovela presta una mayor atención a dicho fenómeno y con frecuencia se le acerca desde perspectivas diferentes. Entre las obras que suelen catalogarse dentro de este corpus particular y cuyos
autores representativos son principalmente hombres destaca la novela Perra brava, ópera prima de deOrfa Alarcón. La autora aborda la problemática de la violencia de una forma muy compleja e innovadora, ya que no se limita a ofrecer un simple retrato de la realidad deplorable. Tampoco se ciñe solamente a los usos de procedimientos narrativos comunes, sino todo lo contrario: la joven autora aposta por los rumbos de la innovación, y procura abrir nuevos caminos.
Perra brava, sin embargo, no puede considerarse una narconovela prototípica,
puesto que gracias a su forma se acerca más a la novela psicológica. La protagonista pasa por una evolución a cuya consecuencia cambiará esencialmente, de modo que el lector puede observar la metamorfosis de la heroína que de una víctima intimidada y maltratada se convierte en una victimaria feroz y despiadada. Ese hecho permite a la autora trabajar con un amplio abanico de emociones relacionadas con la violencia, de modo que el personaje principal se mueve en la escala ficticia de sensaciones transitando de un extremo a otro: desde el terror y el miedo pasa por el pasmo, hasta llegar al polo opuesto representado por la admiración y la fascinación por lo violento. La protagonista de Perra brava introduce al lector en el complicado panorama de sus propias afecciones físicas y emocionales, haciendo tangible y corpórea la violencia al presentarla como vivencia muy concreta y física, lo que, a su vez, nos permite penetrar aún más en los conflictos retratados, para verlos en toda su complejidad. Así pues, otro de los grandes aportes de la novela consiste, ante todo, en presentarnos la problemática de la violencia desde ópticas poco comunes, lo que termina arrojando una luz diferente sobre dicho fenómeno palpitante.
Aunque a primera vista parece que en la novela no hay cabida para la esperanza, es precisamente esa amenaza de caer en el abismo de la desesperación la que parece activar eficazmente las alarmas ficticias de la supervivencia, que nos impiden permanecer indiferentes. Y es este hecho el que conmina al lector a emprender el viaje de la búsqueda para realizar un trayecto por el que se alcanza cierta especie de anagnórisis, es decir, se motiva el cambio necesario que desde la ignorancia inicial conduce al conocimiento y, gracias a ello, se consigue completar el proceso purificador de la catarsis.
AGUILAR
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