Colindancias (2016) 7: 155-168

Julia Musitano

Universidad Nacional de Rosario/Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y técnicas

Lo que queda de una vida.

Demolición y amor propio en El nido de la serpiente de Pedro

Juan Gutiérrez


Recibido: 16.09.2016 / Aceptado: 20.11.2016

A Pedro Juan Gutiérrez le interesa construir su propia figura, esculpir con los retazos que posee de su vida un yo original en el marco de la literatura cubana de principios de este siglo. El personaje de Pedro Juan aparece en casi toda su literatura; la primera persona y el nombre propio lo acompañan desde el inicio de su carrera como escritor.

Curioso es que Gutiérrez administre un sitio webl sobre sí mismo en el que no sólo aparece una breve biografía y los libros publicados, sino también una recopilación de textos académicos sobre su literatura, y una galería de fotos, que no son pocas, donde él posa "en la intimidad" —así se llama una de las series— de su casa. Es evidente, entonces, que lo curioso se convierte en una estrategia de autofiguración en un mercado cultural y editorial tan peculiar como el cubano. El interés por su propia figura, la necesidad de exposición y autoafirmación circulan en su literatura así como fuera de ella.

El éxito comercial de Gutiérrez comienza por fuera de la isla, al ser publicado por primera vez en 1998 por Anagrama en España. Esther Withfield destaca en el artículo "Mercados en los márgenes. El atractivo de Centro Habana" la relación entre el éxito editorial en el exterior y el poco reconocimiento dentro de la isla: "Aunque Gutiérrez seguía viviendo dentro de un inquilinato muy deteriorado en unos de los barrios de La Habana más decadentes, se convirtió en tema controversial en las revistas como Playboy de Brasil y en The New York Times Book Review" (2010: 87). Al principio, su notoriedad fue exclusivamente extraterritorial, dice Withfield, y si hoy no se encuentra disponible en las librerías cubanas eso se debe menos a las prohibiciones estatales que a las restricciones económicas relacionadas con los libros publicados en el exterior. Los avatares del mercado y el color local de su prosa configuran así una imagen particular del autor que escribe desde los márgenes de los ideales revolucionarios, lejos de la diáspora posrevolucionaria, si bien él se encuentra en el centro de un mercado editorial que lo coloca extraterritorialmente por fuera de la isla. Escribe desde la periferia de la Habana, en el barrio de Matanzas, con una voz propia que cuenta la exclusión del mundo laboral y que relata las indolencias de un mundo marginal. Las Memorias del hijo del heladero es un relato autobiográfico posterior al 59 que, como dice Roberto González Echevarría, no puede separarse del tópico revolucionario. El género autobiográfico recurre a ciertas formas dentro de Cuba —novela en clave o relatos de transformación—, y a otras en el exilio —introspección o desacuerdo entre el individuo y la sociedad—.

Como nos enseña Celina Manzoni, en "Violencia escrituraria, marginalidad y nuevas estéticas",

 

I "Todo sobre Pedro Juan": http://www.pedrojuangutierrez.com/. Fecha de última consulta: 11 de octubre de 2016.

los textos de Gutiérrez pueden ser leídos como la otra cara de la diáspora cubana, ya que son pensados como parte del desarrollo y cuestionamiento de la denominada 'cubanidad' puesta en crisis a partir de los cambios producidos en los discursos sobre la identidad nacional atravesados por los diálogos entre la cultura de la isla y la cultura de la diáspora (2011: 63).

Sin embargo, creo que la singularidad de Gutiérrez reside en el tono ambiguo con el que narra su propia perspectiva acerca de ese acontecer posrevolucionario. Como dice Teresa Basile, "la destreza para describir y representar los sectores marginales es superada por la capacidad de crear una estética, un imaginario" (2011: 84). Sí: la ciudad se presenta en ruinas y la marginalidad y la exclusión social se apropian de los personajes; sí: un mundo les ha sido arrebatado, pero el narrador, que tiene siempre la posibilidad de hacerlo, no huye. Un yo que escribe desde la fragmentación, la desintegración y la más extrema decadencia ni siquiera piensa en la posibilidad de huir. Damaris Puñales Alpízar entiende que el personaje de Gutiérrez representa un sujeto subalterno que no puede cambiar ni poseer nada —y de hecho tampoco le interesa eso— "cuya vida transcurre en el tiempo limitado del día siguiente" (2012: 51). Incorporarse, afirmarse, construirse son posibles, sin lamentos, desde dentro de Cuba. La potencia del yo se asienta a través del desequilibrio físico y moral en el interior de la isla.

Mi lectura de El nido de la serpiente se inscribe en la línea de las escrituras del yo, en el cruce entre la memoria y el recuerdo, entre la vida y la literatura. Pienso El nido de la serpiente como una autoficción que propone una lectura paradójica de la realidad y la ficción, y que obliga al lector a leer una vida en clave ficticia. Pedro Juan es el nombre que figura en la portada del libro y el personaje-protagonista que cuenta su adolescencia en una Cuba en ruinas, desvalijada y reorganizada por la revolución. En el íncipit de la autoficción, nos encontramos con un joven de entre 15 y 20 años, Pedro Juan, que habla en primera persona y que intenta saber cuál es su tarea en el mundo. Evocando un poco al Deleuze de "Tres novelas cortas o ¿qué ha pasado?", algo en la vida del protagonista ha pasado, "algo indeterminado y que tiene una forma de secreto"2 (Deleuze 2006: 197-199). Eso que le ha pasado a Pedro Juan es inasequible, sabemos únicamente que algo en él se ha roto, que algo ha comenzado a decaer:

Yo vivía en la calle Magdalena, a una cuadra de La Marina, en el barrio de las putas, en Matanzas. Lo habían cerrado hacia dos o tres años. Todo cerrado: bares, burdeles, billares, casinos, clubes. Casi no había marineros por allí. El puerto de pronto se quedó semiparalizado y la atmósfera comenzaba a ponerse insípida y confusa. Era el

 

2 Deleuze, en "Tres novelas cortas o ¿qué ha pasado?", distingue la novela corta del cuento a partir de la estructura de que "algo ha pasado". La novela se basa en lo que acaba de pasar y el cuento en lo que va a pasar. Pero, eso que ha pasado, dice Deleuze, es imperceptible y permanece inaccesible como la forma del secreto: "Algo ha pasado, aunque ese algo sea nada o permanezca incognoscible, y eso no implica el desciframiento o el descubrimiento del pasado" (Deleuze y Guattari 2006: 197-199).

año 1965. Nadie entendía muy bien qué coño pasaba ni hacia dónde iban las cosas. (Gutiérrez 2009: 12)

El autor-narrador inscribe el relato de su vida en un ineludible proceso de demolición: en una Cuba incierta, con pocos años de revolución y aún con resabios del viejo país (el relato de la novela se enmarca en la década del 60), Pedro Juan y sus padres quedan desempleados, ya que el helado ahora lo vende el estado y de todas formas no hay materia prima. Pedro Juan, como muchos otros cubanos, se consume en un mal de tiemp0[1] , en la construcción de una nueva Cuba que promete menos de lo que socava. Siempre que un yo se escribe y que la vida busca su inscripción en la escritura, algo sucede con la temporalidad en la que ese sujeto se instala. Escribir sobre uno implica inevitablemente un trabajo con la memoria; y cuando el recuerdo se apropia del relato, el tiempo se arremolina, la percepción se descompone y las continuidades se fragmentan. Por eso, en la tarea de escribir la propia vida y contar el propio pasado, surge inevitablemente la temporalidad del recuerdo. El nido de la serpiente es un trabajo con la memoria porque hay un narrador en primera persona que sobrevivió a su pasado y puede contarlo y, por ende, es un ejercicio de creación estética porque en el acto de recordar el narrador se construye y se regodea en la propia figura, en el hacerse y deshacerse.

Me interesa trabajar esta autoficción a partir de la siguiente hipótesis: en un estado de depravación moral y de desesperación económica, Gutiérrez se propone una fabricación ética y estética de sí mismo; se propone construir un yo a partir de los recuerdos sobre los abismos y desde los márgenes. Para ello, debe idear una ética de la supervivencia4 que le permita encontrar cierto equilibrio entre lo que le propone su vida en la isla y eso en lo que busca convertirse. Paradójicamente, en la búsqueda del equilibrio, el esfuerzo por la supervivencia lo desintegra, lo saca fuera de sí y lo vuelve a colocar en los márgenes. Desde un narcicismo resplandeciente (ya veremos a qué me refiero con este sintagma extraído de La escultura de sí de Michel Onfray), Pedro Juan intenta encontrar el balance entre la autocelebración y la automutilación, el equilibrio saludable entre la fuerza y la violencia.

Esta autoficción fue publicada en el 2006, cuando Gutiérrez ya contaba con el reconocimiento editorial y crítico tanto dentro como fuera de la isla, y se sitúa en el marco de una narrativa en primera persona con efectos e intenciones de promocionar una figura literaria. Habría que destacar, en primer lugar, que la autoficción[2] surge como un género íntimamente relacionado con la espectacularización de la intimidad y que está estrechamente vinculado a la construcción de las imágenes del autor propias de este siglo. Un siglo que se ha encargado de masificar la exposición de las vidas muy o poco célebres, que se ha tomado en serio la necesidad de maximizar los rasgos, de sacar lo de adentro hacia afuera, y que, sobre todo, ha puesto al sujeto en un lugar que a pesar de que se le parezca, dista de ser el centro de la escena.

Manuel Alberca, referencia obligatoria de la teoría sobre autoficción, se detiene en las posibilidades que el nuevo género otorga al sujeto autobiográfico, comparándolo con la autobiografía y sobre todo con la novela autobiográfica. El yo de las autoficciones, dice Alberca, no responde plenamente ni al yo comprometido de las autobiografías ni al yo desconectado de las novelas. El yo de estas últimas no renuncia a hablar de sí mismo, e incluso es posible que diga la verdad sobre su vida, pero no lo anuncia ni nos avisa, sino al contrario, "extiende una densa cortina de humo sobre sus intenciones". En la autoficción, "la identidad del yo narrativo y de su autor resulta tan transparente que podría pasar desapercibida, pues nada es mejor que esconderse tras la propia identidad que, al hacerse explícita, resulta impenetrable". El yo de las autoficciones está abierto "a toda clase de metamorfosis personales y de suplantaciones fantásticas que lo convierten en otro, sin dejar de ser él mismo, sin dejar de saber qué yo es y no es otro" (Alberca 2007: 204-224). Si bien quiere sobresalir en el arte de quien mejor se figura, no se constituye como un sujeto equilibrado, coherente y mucho menos verdadero. Este sujeto ya no simula ser lo real que hay dentro de cada uno y no promete aquello que es incapaz de dar; al contrario, se muestra en su propio desintegrarse. Un yo que despliega una multiplicidad de máscaras para demostrar que en el relato de lo propio no hay nada verdadero, no hay una vida con un nuevo rostro, sino que hay todas las vidas posibles al mismo tiempo. Se trata así de una vida como pura potencia.

La configuración de ese yo es posible en el cruce entre la memoria, el recuerdo y el olvido, entre la vida y la literatura. Como dije antes, la construcción estética de sí mismo no es otra cosa que un trabajo con la memoria. La memoria y la identidad son efectos textuales, construcciones discursivas que, como tales, no siempre son capaces de narrar lo real de la experiencia. En la autoficción, como la han teorizado Manuel Alberca, Gérard Genette, Vincent Colonna, y Phillippe Gasparini, se establece la identidad canónica autobiográfica entre el autor, el narrador y el personaje, pero al mismo tiempo se rompe con ella, al presentarse lo narrado como ficción, esto es verdadero y falso simultáneamente. A mi modo de entender, lo que importa no es si lo que se cuenta es mentira o si el contenido es realmente autobiográfico, sino que la ficción de la autonovela se funda en el carácter imaginario de la irrupción de los recuerdos. Por eso, entiendo que la autoficción trabaja con la retórica de la memoria y la escritura de recuerdos[3] como dos fuerzas en tensión que funcionan simultáneamente cuando un escritor decide contar su propio pasado. Utiliza los mecanismos del recuerdo —el desbarrancadero de los recuerdos7— para expresar el carácter inasible y vaporoso de una vida. Pienso, entonces, la autoficción como la potenciación de los mecanismos del recuerdo en detrimento del carácter sistemático y organizativo de la memoria. La memoria ordena, arma la cronología de una vida; los recuerdos descomponen, irrumpen como desprendidos de esa voluntad sistematizadora, explica Ricoeur (2000: 45). La escritura de los recuerdos trabaja en forma disruptiva, desordena la cronología, propone la imagen de una vida como pura fragmentación y así hace posible la entrada de la ficción.

La teoría sobre el género autoficticio menciona a menudo la idea de la ficción como aquello que se inmiscuye en el relato autobiográfico; esa ficción de hecho no es otra cosa que un trabajo con el pasado, específicamente con el trauma del paso del tiempo y de lo perdido. Phillippe Vilain, en L'autofiction, plantea que la autoficción abona un proyecto: la novela donde un escritor finge transformar la verdad vivida haciendo aparecer la naturaleza ficticia de los hechos, lejos de hacer del libro el lugar donde se construye una identidad, pone a prueba una inquietud perdida, un vértigo donde esa identidad se cumple y se disuelve a la vez. Alberto Giordano nos enseña que "además de lo que valen como documentos, las fabulaciones de sí mismo son performance de autor en las que la subjetividad se construye tanto como se descompone" (2011: 19).

Gina Saraceni en Escribir hacia atrás explica que el regreso hacia el pasado es el regreso hacia aquello que, en realidad, no estuvo y que la escritura desplaza en la medida que lo escribe:

Lugar por venir donde las expectativas incumplidas y los proyectos irrealizados son también memoria que se hereda y reactualiza a través del gesto de mirar hacia atrás: un desplazamiento que no busca llegar sino devenir, que no intenta restituir sino aproximarse a ese relato que siempre va a faltar. (2008: 34)

Por esto, puedo decir claramente que la máxima pretensión de la autoficción, a diferencia de la autobiografía que pretende cumplir su falsa y eterna promesa de contar lo verdadero de un pasado, es poner en evidencia esto, significar lo real como imposible, para

 

plural porque se tienen recuerdos que se precipitan en el umbral de la memoria. Irrumpen como desprendidos de la voluntad de persuasión que moviliza las autofiguraciones, se inscriben cuando la escritura deja de responder a las demandas del otro. Y ellos sí están representados como imágenes de una vida pasada. Hay una insistencia por el recuerdo de ciertos momentos que se le impone a la voluntad sistematizadora del autobiógrafo.

7 Esta es una expresión acuñada en la tesis doctoral de mi autoría, "Autoficción y melancolía en la narrativa de Fernando Vallejo", que en este momento se encuentra en prensa. La expresión parte del título de una de las autoficciones de Fernando Vallejo y da cuenta de que la inestabilidad —la indiscernibilidad entre la realidad y la ficción, así como la oscilación del personaje entre el ser y el no ser— se asienta sobre el desbarrancadero de los recuerdos. Es necesario aclarar que el desbarrancadero del recuerdo siempre está en tensión con ciertos procesos de autofiguración que propone el autor y que están íntimamente relacionados con la construcción de una imagen del autor dentro de y por fuera de los textos. Es decir, ese derrumbe de la sistematización de la historia que construye la memoria se debe no sólo al carácter ambiguo e imaginario inherente al proceso de recordar, sino también al carácter positivo de la construcción de una imagen de autor determinada. En este caso, la noción del desabarrancadero está ligada a la figuración de la vida como proceso de demolición, según la conceptualiza Gilles Deleuze.

que se exponga el sentimiento radical de pérdida en el momento de descubrir la identidad de un yo. El simple relato del pasado es únicamente posible en el marco de la restitución de un objeto muerto porque la resurrección auténtica, viva, de un pasado es imposible. Así, "escribir sobre uno mismo sería ese esfuerzo, siempre renovado y siempre fallido, de dar voz a aquello que no habla, de dar vida a lo muerto, dotándolo de una máscara textual" (Molloy 1966: 11).

La figura de la prosopopeya, que Paul De Man concibe como la imposición de una máscara a lo informe, es también una decisión en el tiempo, y por ende, siempre va a estar presionada por los intereses de un pasad0[4] . Un pasado que aún no concluyó. Y justamente porque ese pasado aún no pasó e irrumpe en la temporalidad paradójica del advenimiento del recuerdo, quien escribe su propia vida debe inventarle una máscara a algo que no existe. El sujeto autoficcional tiene que inventarse rostros y poner en juego la indeterminación porque el pasado todavía, y por siempre, no terminó de pasar.

Fuera del tiempo

No me podía sentir bien y ser feliz Porque me sentía sobreviviendo en medio de una jauría feroz y sanguinaria (Gutiérrez 2009: 75)

 

Desandar los pasos, colocar la mirada en el pasado —para Pedro Juan la adolescencia, el descubrir de la sexualidad y la búsqueda de un motivo por el cual vivir— implica ineludiblemente un acontecer en el tiempo. El tiempo, en El nido de la serpiente, es el tiempo del recuerdo, la relación entre la disolución del pasado y la supervivencia como resto de lo perdido. El tiempo del recuerdo siempre conlleva la temporalidad del futuro anterior: no recordamos aquello que realmente nos sucedió en el pretérito, sino que lo recordaremos como nos habrá sorprendido en el futuro. Freud con la noción de nachträglich, que recupera luego Lacan con la de après coup, explica esta idea de posterioridad, de efecto diferido, del destiempo con el que tomamos conciencia de lo que nos sucedió, justamente porque el inconsciente no está fundamentado en un concepto cronológico del devenir temporal (Ritvo 1987: 65). Por esto, aquello que sucede en el pasado no es asumido a tiempo, y reaparece con insistencia en el pensamiento mucho más tarde provocando un trastorno en la imaginación y un desajuste temporal que echa por tierra cualquier posibilidad de pensar el relato como algo verdadero.

Giorgio Agamben explica la capacidad de transformación del recuerdo de modo iluminador en un ensayo sobre Bartleby, el relato de Melville. Dice que el recuerdo puede hacer de lo incumplido algo cumplido, y de lo cumplido algo incumplido, que restituye al pasado la posibilidad, "dejando irrealizado lo ocurrido y realizado lo no ocurrido" (Agamben 2011: 129-30). Cumple con la potencia de volver a hacer posible, por lo tanto, siempre es recuerdo de lo que no ha sucedido y así se enfatiza la relación imaginaria que se sostiene con el pretérito. Como dice Paul Ricoeur, la incertidumbre se sostiene porque no sabemos de qué lado se encuentra el recuerdo, si en la percepción o en la imaginación (2000: 77). Por esto, las Memorias del hijo del heladero se configuran a destiempo, en los restos de una ciudad que ya no es; en los restos de un hombre que ya no es y el protagonista no hace otra cosa que mostrar la pérdida y la imposibilidad de su restitución. No se lamenta por haberlo perdido todo, no piensa en huir de Cuba para comenzar de cero. Vive fuera de sí, como en una experiencia de desapropiación, expulsado de todo pasado y de todo porvenir.

Pedro Juan es un outsider, su vida entera está hecha polvo por un desajuste temporal. El mal de tiempo lo ha dislocado de tal modo que la forma de lo que ha pasado ya ni siquiera existe y la discontinuidad de la forma de los recuerdos lleva a la propia vida al límite de la declinación y de la demolición. Alan Pauls, en el prólogo a El crack up de Scott Fitzgerald, que sigue de cerca el texto de Deleuze sobre el mismo tema, plantea que el crack up, en definitiva, es un verdadero mal de tiempo. "Hay alguien que se desmorona, incapaz de pensar y hacer, exhausto, insensible, como congelado por una especie de estupor que lo invade todo" (2011: 9-22). Es el paso del tiempo el que lo derrumba, es la escritura de los recuerdos la que descompone el tiempo vivido. Y como una sesión de análisis, el escribir sobre uno mismo se constituye en un aprendizaje de la desorientación, dice Giordano: "No sabía qué hacer. Me sentía perdido y no entendía, o no aceptaba, la geometría de este mundo excesivamente vertiginoso y violento en el que caí de golpe" (2011: 209).

Pedro Juan deambula por una ciudad que es laberinto de signos fragmentarios. "Un sitio en que lo profundo puede ser llevado a la superficie gracias el examen de fenómenos marginales aparentemente desdeñables, efímeros" (Ritvo 2015: 236). Y lo efímero son esas impresiones múltiples y disruptivas que se le aparecen en la memoria al narrador, pasajes vueltos objetos que alegorizan un esplendor que en este ahora tiempo viven al borde de la declinación. Dice Puñales Alpízar respecto a Gutiérrez y a Del Ponte:

La Habana finisecular en la que viven los personajes combina en un mismo territorio edificios que se derrumban impasiblemente con sitios de mejor suerte económica y arquitectónica. En ciertos barrios, en una misma calle, pueden convivir espacios míseros y espacios prósperos en un raro equilibrio que desafía cualquier postulado sobre la delimitación entre pobreza y prosperidad, entre violencia socioarquitectónica y áreas de seguridad. (2012: 59)

La faisandé, aclara Ritvo en Decadentismo y melancolía, es ese punto en el que convergen lo que está en su último estado de perfección y en el primero de la podredumbre. Ese instante encuentra su forma en una estética decadente:

Hay, efectivamente una mística de lo faisandé: cuando algo comienza a pasarse, entonces, justo en ese momento y no en cualquier otro, justo en ése (subrayo el valor del instante), algo de la intimidad de la materia se revela al lector; se revela la presencia de lo muerto en lo vivo, de lo mecánico en lo orgánico. (2006: 190)

Pues bien, la decadencia de Matanzas y de Cuba es el escenario propicio para un sujeto desgarrado, que vive al margen, no de la sociedad, sino de sí mismo. Un cuerpo que se torsiona, que se repliega y que intenta alcanzar "el equilibrio inestable de la supervivencia" (Giordano 2011: 30). Un sujeto desterritorializado, entre borracho y sonámbulo, que aún no ha perdido el rumbo. Pedro Juan está desgarrado temporalmente, es un "extenuado prematuro" (Pauls 2011: 19): ha vivido poco y el tiempo ya lo ha colocado en el lugar del sobreviviente.

Siempre creí que era posible vivir con orden, equilibrio y mesura. Todos me metían eso en la cabeza: escuela, padres, iglesia, prensa. Patria, orden y libertad. La vida es pura, bella y perfecta. Como en una revista de decoración de interiores. Todo encaja milimétricamente y no hay suciedad a la vista. Ni una simple telaraña pequeñita en un rincón. Después salí a la calle. Solo. Y esas ideas se descalabraron. Todo confuso. A mí alrededor sólo se veía desorden y desequilibrio. Ninguna pieza encajaba con la otra. Descubrir eso a los 15 años es aterrador. Locura, pánico, caos y vértigo. (Gutiérrez 2009: 57)

Dice Pauls (2011) que, como víctima fatal del tiempo, el que ha sufrido un crack up no es especialmente un fracasado, sino un sonámbulo que experimenta una sensación muy conocida por Fitzgerald: la experiencia de la resaca. Pedro Juan deambula entre borracho y sonámbulo por un mundo perdido y por el cual no se lamenta porque incluso ya ha perdido esa capacidad.

El viaje en tren que hace el protagonista con Gustavo con el fin de buscar un camión y hacerse unos pesos se constituye en El nido de la serpiente en ese fuera del tiempo, en el borde de la demolición, en el límite del desbarrancadero. La escritura de los recuerdos se apodera de la narración y la anécdota entera del viaje queda contaminada como por un efecto alucinógeno. Pedro Juan y Gustavo se suben al tren para iniciar un largo viaje —los trenes son lecheros y no tienen horario de llegada—, y logran acomodarse en un rincón cerca de los baños. Asqueado por el olor nauseabundo, Pedro Juan se siente "parte de la mierda". Recostado sobre su mochila, hambreado y sediento, de repente, lo sorprende el recuerdo. El recuerdo aparece como una historia intercalada que descoloca el orden de la prosa. Es un recuerdo infantil que le da permiso a la ficción para que se inmiscuya en el relato de la propia vida: un niño que vuela y que tiene trato con los hombrecitos diminutos que hablan dentro de la radio:

Me empezó a entrar agua en los pulmones y no podía respirar. Estaba inmovilizado. De nuevo tenía al hombrecito diminuto en mis manos. Ahora tenía dos hombrecitos.

No había aire y me iba a morir ahogado y con un frío terrible, en medio de aquel aire insoportable. Los hombrecitos me mordían las manos. Qyerían escapar y yo los apretaba. Me desperté y pude respirar. Estaba sudando y había peste a mierda fresca. Yo tenía una erección máxima. Me miré las manos. Vacías. No había nadie. No abrí mucho los ojos. (Gutiérrez 2009: 45)

Algo tan personal como un recuerdo de infancia, la sensación de volar por sobre las mesas del restaurante del padre o el efecto hipnotizante que le generó la radio tiñen la historia del color de lo impropio. Esto es, un joven de 15 años viaja en un tren repugnante fuera de su ciudad natal en busca de unos pesos, mantiene relaciones sexuales arriba y fuera del tren, no logra conseguir el trabajo y repite el mismo trayecto hasta llegar a su casa. En ese recorrido, el recuerdo de un pasado propio irrumpe descolocando no sólo al narrador sino a la fidelidad supuestamente referencial de la historia. El protagonista reacciona, como en casi todas las situaciones de la autoficción, con una erección y un estado casi insomne que tiene una única intención: satisfacerla.

Amor propio o una ética de la supervivencia

Yo quería ser alguien en la vida y no Pasármela vendiendo helados. Pensé que la solución podía ser aprender algún oficio. Algo que me sirviera para engatusar a la gente... Hay que engatusar. Seducir (Gutiérrez 2009: 11)

 

En ese estado resacoso, Pedro Juan busca un rumbo, busca el modo de crear una moral estética. En la escritura, se superponen dos códigos: las escenas de sexo desenfrenado, alcohol y violencia que lo sacan fuera de sí; y las escenas en las que el narrador busca el eje. Se anudan ética y estética en la fabricación de un yo que quiere constituirse en la posición del sobreviviente, y simultáneamente utilizar los medios para encontrar la estabilidad. Discrepando con lo que expone Jamie Fudacz, en "Una comunidad de voyeurs", respecto a que el sexo desenfrenado forma parte del esfuerzo del narrador para escapar de sí mismo de modo que al eyacular "saca lo interno de sí" y rompe la barrera que lo conecta con el afuera (2010: 109), entiendo que son la biblioteca pública de Matanzas y la biblioteca de la casa de Varadero las que se constituyen en el lugar de escape del ruido, de la violencia, y de la repugnancia exterior. Son los espacios en los que la voz del narrador cambia y al estado insomne, que domina el resto de la narración, le sobreviene la lucidez. La literatura, y la potencia de la escritura se convierten en una posible salida del caos:

Desde los ocho años descubrí cerca de casa una biblioteca pública perfecta y casi siempre sin gente. Era un mundo aparte. Un escape ideal de toda aquella jodienda.

Tenía aire acondicionado y olor a lavanda ] Lo devoraba todo. Insaciablemente. Existían otros mundos más allá del mío. (Gutiérrez 2009: 78)

Sin embargo, el relato no muestra la salida, el resultado, sino el proceso de construcción de un yo, "el aprendizaje de la desorientación", la pérdida del control, "el nido de la serpiente": "Ahora cada vez que bebía me daban ganas de sacar bronca y golpear. No tenía miedo. Había algo sádico en mí" (Gutiérrez 2009: 98). Y en ese proceso, Pedro Juan experimenta el movimiento entre lo propio y lo impropio, entre el amor propio y el sadismo, entre el eje y el margen:

Esa noche escribí en una libreta de apuntes que utilizaba para reflexionar conmigo mismo: "Los seres humanos somos complicados, contradictorios y crueles, como los personajes de mis cuentecitos siniestros, pero nos molesta saber que so no cambiará nunca. Es más conveniente pensar que somos heroicos y simples. El oficio de escribir va a ser difícil porque tendré que nadar siempre solo y a contracorriente. (Gutiérrez 2009: 141)

Esculpir un yo, entonces, no es siempre gratificante, puede convertirse en una tarea que conduzca a uno directamente a la automutilación. El juego que se juega en la autoficción es el de un sacrificio, de una puesta en muerte, al estilo de De Man. La figura de la prosopopeya como figura de lectura indica que quien escribe su propia vida debe inventarle una máscara a algo que no existe porque a través de ella le confiere el poder de la palabra a una entidad muerta o sin voz, dice De Man, sin suponer una identidad entre la ausencia de rostro y lo que funciona como máscara. La vida, así, se nos aparece sólo a través de aquello que la distorsiona hasta convertirla en una mueca.

A lo largo de El nido de la serpiente, Pedro Juan experimenta ataques de furia, desbordes violentos sin motivo alguno. La agresividad gratuita contra un otro vaciado de sentido está puesta al servicio de un narcicismo resplandeciente (cfr. Onfray 2009: 60): "Quería hacerlo papilla, le dejé la cara cubierta de sangre. Lo tiré al piso y empecé a machacarlo a patadas. Por poco lo mato. Iba a machacarle la cabeza contra el piso. Las ansias asesinas me cegaron" (Gutiérrez 2009: 97).

Pedro Juan se pelea en las calles con desconocidos con la intención de matarlos a golpes sólo por el hecho de someter el mundo a su propia persona. Es el efecto-exceso en la literatura de Gutiérrez (el efecto-alcohol en Fitzgerald, según Deleuze). El exceso de sexo, violencia y alcohol se constituyen en el proceso de demolición mismo que determina el efecto de fuga del pasado —como dice Deleuze—: del pasado lejano del cual ya está separado, del pasado reciente en que Gutiérrez acaba de golpear a otro en la calle, y del pasado fantástico del primer efecto (Deleuze, 2006: 167). Para triunfar sobre la grieta —saldar el crack up— Pedro Juan debe subsistir el día a día, construirse como un sobreviviente, brillar en el instante último antes de decaer (cfr. Ritvo 2015: 19). "La supervivencia", dice Giordano, "no es sólo lo que queda: es la vida más intensa posible" (2011: 27).

Michel Onfray, que en La escultura de sí utiliza la figura del condotiero para mostrar el acto y el efecto de construirse una ética propia, explica que un hombre que confunde estos dos conceptos —ética y estética— va inevitablemente hacia el encuentro con la repugnancia y el hastío. Un hombre que no diferencia fuerza y violencia, queda atrapado en las redes con las que juega, "asiste, impotente, a su propia decadencia" (2009:25-38). Esto es lo que le pasa al personaje de El nido:

De todos modos esas ideas siguieron ahí. En lo profundo. En la oscuridad. Anidando. El nido de la serpiente. La crisis explotó unos años después, cuando ya tenía veinte, veintiún años: depresivo, suicida, furioso, loco, lascivo-sádico, borracho, agresivo. Todo al mismo tiempo. Autodestructivo. Claro. La serpiente venía incubando desde la adolescencia. (Gutiérrez 2009: 75)

Una ética, dice Onfray, implica renunciar a nuestros instintos destructivos, pero muchas veces actúa "con una severidad que conlleva estragos peores de los que combate" (2009: 38). La agresividad del personaje significa el desbordamiento de la fuerza que se resuelve en la destrucción de los otros y de sí mismo. Pedro Juan se excede para instaurar un equilibrio, pero el equilibrio nunca aparece, y lo más próximo es el derrumbe. La violencia, el alcohol y el sexo desenfrenados están puesto al servicio de un egocentrismo desmedido que no tiene otro fin que el de condensar al yo. El amor propio, guiado por la pulsión de vida y de muerte, se constituye en una ética de la supervivencia, en la cristalización de una identidad. El narcisismo que le permite sobrevivir el día a día, simultáneamente lo desintegra, lo vuelve a dejar en el margen[5] .

mi neurosis obsesiva por ser a toda costa un falo erecto y hermoso caminando por la calle. Harían tesis... Pedro Juan era un loco adherido a un falo. Llegué a convencerme de que el falo tenía vida propia e independiente. Era mi dueño, y tomaba las decisiones por los dos. Creo que logré detenerlo a tiempo porque a ese paso, me anularía. (Gutiérrez 2009: 94)

En la búsqueda de un destino, Pedro Juan concentra todos sus esfuerzos en el sentido de una destrucción de sus fuerzas. No encuentra armonía, no sabe domar su energía rebelde porque es un sonámbulo que no puede darle forma a su existencia, que se siente abatido por lo que ha pasado, y deambula en un ahora-tiempo ya sin otros fundamentos más que los de la supervivencia. En este caso, la supervivencia está anclada en su narcisismo que no encuentra otro modo que el de la hipertrofia del yo en detrimento del mundo. El placer fálico se presenta, para Pedro Juan, como una apuesta existencial, como la plenitud del sentido. En e desmoronamiento de su mundo, la erección es la única estrategia de resistencia, el ideal reactivo al crack up como modo de existencia.

Escribir sobre un pasado, asistir a la propia decadencia implica encontrar un equilibrio en el exceso de la destrucción, otorgarle una forma al caos. Gutiérrez sobrevive a ese proceso gracias al amor propio que le permite trazar una línea de fuga. Línea que no implica huir de sí mismo ni de la isla, sino de un pasado que le es tan propio como ajeno, que lo cruza transversalmente hasta destruirlo (Deleuze 1989:208). El proceso de construirse una imagen, de mirarse a sí mismo en el espejo y amar lo que el reflejo le devuelve, o sea la admiración de su falo, es el modo que Pedro Juan encuentra para seguir el día a día, para "atravesar la furia y el horror". Eso que lo constituye simultáneamente lo demuele: los desbordes violentos y sexuales conviven con el mundo de la literatura y el descubrimiento de sí. El crack up —lo que le ha pasado— lo ha colocado en los márgenes, pero El nido de la serpiente se trata justamente del recorrido ético que el personaje realiza para trazar su línea de fuga, para encontrar su propio centro. Porque, en definitiva, lo que se ve siempre a través de la grieta, sea como y lo que sea, es un haz de luz: "Me sentía borracho, desorientado y aturdido. No sabía qué hacer. No sabía qué quería ni hacia dónde iba. Pero no podía detenerme. Creo que eso era lo único que tenía claro: no podía detenerme. Tenía que seguir caminando y atravesar la furia y el horror" (Gutiérrez 2009: 211).

Pedro Juan está aturdido y desorientado por el horror que lo rodea, se mimetiza con el paisaje en ruinas del barrio de Matanzas. Asqueado de la furia en la que vive, del desequilibrio que lo guía hacia la violencia y el exceso, encuentra su modo de sobrevivir en la admiración que le provoca su propia figura —condensada en el falo—, y por ende, en el amor propio que le da sentido a la vida. El nido de la serpiente articula un universo estético —el de la intensidad de la vida (exceso, furia, sexo, violencia, faisandé)— y una ética de la supervivencia —como un ejercicio literario que busca una experiencia transformadora—.

Bibliografía

AGAMBEN, Giorgio. "Bartleby o de la contingencia." Preferiría no hacerlo. Giorgio Agamben, et al. Valencia: Pre-textos, 2011: 93-137.

ALBERCA, Manuel. Elpacto ambiguo. De la novela autobiográfica a la autoficción. Madrid: Biblioteca Nueva, 2007.

BASILE, Teresa, ed. Dossier. Literatura sucia: Pedro Juan Gutiérrez. Revista Katatay VI. 8 (noviembre

CATELLI, Nora. En la era de la intimidad seguido de: el espacio autobiográfico. Rosario: Beatriz Viterbo Editora, 2007.

DELEUZE, Gilles. La literatura y la vida. Córdoba: Alción Editora, 2006.

"Porcelana y volcán." La lógica del sentido. Buenos Aires: Paidós, 1989. 162-169.

DELEUZE, Gilles y GUATTARI, Félix. "Tres novelas cortas o qué ha pasado." Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. Valencia: Pre-textos, 2006. 197-211.

DE MAN, Paul. "La autobiografía como desfiguración." Anthropos 29 (diciembre 1991).

FUDACZ, Jamie. "Una comunidad de voyeurs. Una nueva mirada a Trilogía sucia del La Habana." Dossier: Literatura sucia: Pedro Juan Gutiérrez. Ed. Teresa Basile. Revista Katatay VI.8 (noviembre 2010: 107-114).

GIORDANO, Alberto. "Por una ética de la supervivencia. Un finalfeliz (Relato sobre un análisis) de Gabriela Lifchitz." Vida y obra. Otra vuela al giro autobiográfico. Rosario: Beatriz Viterbo, 2011: 17-41.

Una posibilidad de vida. Escrituras íntimas. Rosario: Beatriz Viterbo Editora, 2006.

GONZÁLEZ ECHEVARRÍA, Roberto. "Autobiography and representation in La Habana para un infante difunto." WorldLiterature today 61.4 (otoño 1987): 568-574.

GUTIÉRREZ, Pedro Juan. El nido de La serpiente. Memorias del hijo del heladero. Barcelona: Anagrama, 2009.

MANZONI, Celina. "Violencia escrituraria, marginalidad y nuevas estéticas." Hipertexto 14 (verano 2011): 57-70.

MOLLOY, Silvia. Acto de Presencia. La escritura autobiográfica en Hispanoamérica. México: Fondo de Cultura Económica, 1966.

ONFRAY, Michel. La escultura de sí. Por una moral estética. Madrid: Errata Naturae, 2009.

PAULS, Alan. "Mal de tiempo." Prólogo. El crack up. Francis Scott Fitzgerald. Buenos Aires: Crack, 2011: 9-22.

PUÑALES ALPÍZAR, Damaris. "La Habana de Pedro Juan Gutiérrez y Antonio José Ponte: el mapa de una ciudad marginal." Mester 41.1 (2012): 49-63.

RICOEUR, Paul. La memoria, la historia, el olvido. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2000. RITVO, Juan B. El tiempo lógico y el aserto de certidumbre anticipada. Un nuevo sofisma. Buenos Aires: Editorial Letra Viva, 1983.

Decadentismo y melancolía. Buenos Aires: Alción Editora, 2006. Crítica yfascinación. Córdoba: Alción Editora, 2014. 235-245.

ROSA, Nicolás. El arte del olvido. Rosario: Beatriz Viterbo, 2004.

SARACENI, Gina. Escribir hacia atrás. Herencia, lengua, memoria. Rosario: Beatriz Viterbo, 2008.

WITHFIELD, Esher. "Mercados en los márgenes. El atractivo de Centro Habana." Dossier: Literatura sucia: Pedro Juan Gutiérrez. Ed. Teresa Basile. Revista Katatay VI.8 (noviembre



[1] Me refiero específicamente a una noción que utiliza Alan Pauls para analizar la literatura de Scott Fitzgerald que voy a utilizar más adelante.

Esta idea de la "ética de la supervivencia" la recupero del ensayo "Por una ética de la supervivencia. Unfinalfeliz (Relato sobre un análisis) de Gabriela Lifchitz" que abre el libro de Alberto Giordano Vida y obra, Otra vuelta algiro autobiográfico. Allí Giordano se refiere al trabajo psicoanalítico que realiza Lifchitz para sobrevivir a la idea de que va a morir de un cáncer terminal. La recupero para pensar en el anudamiento entre el testimonio de la supervivencia y la posición ética del sobreviviente.

[2] Para un desarrollo exhaustivo del tema, ver artículo de mi autoría "La autoficción: una aproximación teórica. Entre la retórica de la memoria y la escritura de recuerdos." Revista Acta Literaria (julio 2016)

[3] La retórica de la memoria y la escritura de los recuerdos son dos fuerzas en tensión que Alberto Giordano (2006) identifica en las ficciones autobiográficas. Estas dos fuerzas son heterogéneas y coexisten en el relato de la propia vida, y la referencia a ellas nos va a servir para explicar no sólo la singularidad de las experiencias autoficcionales, sino también el modo en el que el recuerdo avanza en la escritura. La primera es la que se encarga de transformar la vida en relato, de ordenar, de dar sentido a una historia. La memoria permite que el relato de una vida se transforme en un encadenamiento verosímil de momentos verdaderos y presenta la temporalidad como una sucesión de presentes. Implica una pulsión sistematizadora, una urgencia constructiva que se conecta con los procesos de autofiguración. "La memoria-hábito", explica Ricoeur siguiendo a Bergson, "forma parte del presente y es más vivida que representada" (2000: 45). Las escrituras de los recuerdos, en cambio, operan detalladamente. Los recuerdos están en

[4] De Man (1991), en "La autobiografía como desfiguración", enfoca el problema desde la cuestión del referente, es decir, se pregunta si es la figura la que depende de él o bien si se trata de la ilusión de la referencia. Viene a cuestionar la índole misma del género a partir de la propuesta de que no existe un yo previo a la escritura, sino que el yo resulta del relato de la propia vida. Además, sostiene que la autobiografía no es un género literario sino una figura de lectura: la prosopopeya. Se trata de un movimiento por el cual lo informe sufre una desfiguración, explica Nora Catelli. Es decir, a lo informe se le colocará una máscara cuya identidad se ignora. La prosopopeya es la figura por la cual se le confiere el poder de la palabra a una entidad muerta o sin voz, pero no supone identidad entre la ausencia de rostro y lo que funciona como máscara.

[5] Aquí habría que detenerse en las páginas enteras dedicadas a las escenas sexuales, que gozan de las mismas descripciones que las violentas: un yo desmedido que se excita con el movimiento de sus partes, sus músculos, sus tendones, su falo. Se podría decir que las figuras descriptivas que utiliza son obvias. Pedro Juan es en la casa de Varadero un "príncipe de Botticelli", "ángel perverso", "escultura griega", un Adonis que se pasea tapado sólo con una pequeña toalla en la biblioteca para que "el señor" se deleite con su figura.