Colindancias
(2016) 7: 105-121
Adriana Sara Jastrzębska
Universidad de Bielsko-Biala
Rosario Tijeras en un mundo
paralelo.
Una lectura de Era
Lunes cuando cayó del cielo
de Juan Diego Mejía
Recibido: 21.10.2016 / Aceptado: 14.12.2016
Si a Rosario
no le hubieran pegado “un tiro a quemarropa mientras
le daban un beso”
(Franco 2000: 3) y si la muchacha hubiera sobrevivido para llegar a sus treinta años, a lo mejor
su suerte hubiera
podido parecerse a la de Lucía, la protagonista
de la novela Era tunes cuando
cayá del cielo (2008) de Juan Diego Mejía. Dicha novela es, hasta cierto punto, un enigma y un juego. Como escribió un crítico: “la
novela depende esencialmente de un solo hecho —un suicidio— y de una sola
emoción: que el suicidio es bien triste. Si el título fuera Era lunes cuando la modelo se mamá, no sería necesario leer mucho más” (Cuadros
2010). La novela de Mejía se concentra en el personaje borroso de Lucía, una
modelo paisa, que se suicida lanzándose al vacío del último piso de un hotel de lujo.
Mientras su novio y sus amigos corren al lugar de la tragedia, el
narrador intenta —manejando las pocas informaciones de que dispone— reconstruir
la vida de Lucía, aunque, en definitiva, le salen más interrogantes que respuestas.
Si asumimos como referente de la novela la realidad misma, o sea la memoria de Medellín de los años 80, marcada por la violencia de los carteles de droga, la época que sigue latente en la mentalidad de los habitantes, Era lunes cuando cayá del oirlo, efectivamente, parece una obra reiterativa, banal e inútil. Ni profundiza en la psicología de la suicida, ni representa los mecanismos sociales que han dirigido la carrera de Lucía en el modelaje y su fracaso inminente, vinculado a su edad cada vez más avanzada y falta de alternativas. La figura de Pablo Escobar aparece en este contexto como puro ornamento, no tiene la menor transcendencia en la novela y las indagaciones de los protagonistas por la relación de Lucía con los sicarios no se interpretan sino como una curiosidad morbosa.
No obstante, en este trabajo nos inclinamos a la opinión de que el referente extratextual inmediato de la novela de Juan Diego Mejía es, en primer lugar, la novela Rosario Tijeras de Jorge Franco y, en segundo, toda la corriente de narrativas sicarescas, incluido el cine de Víctor Gaviria. En tercer lugar, la novela dialoga con cuanto se escribió y discutió sobre la violencia antioqueña de la época de los grandes carteles. La lectura mediatizada por representaciones anteriores y reconocidas, arraigada en lo que ya se ha convertido en una suerte de tradición literaria —o cultural— colombiana (evitamos tacharla de estereotipo), pone a descubierto nuevas dimensiones de la obra criticada de Mejía y se somete a interpretaciones mucho más transcendentes e interesantes.
NARRATIVAS “SICARESCAS”
La corriente “sicaresca” forma parte de la llamada narconovela: un subgénero o una modalidad novelesca en la que el narcotráfico y sus consecuencias repercuten en la configuración estética y ética del mundo representado. La narconovela es un género con amplias posibilidades, sin embargo en el corpus de textos que la representan se puede observar un conjunto de rasgos característicos, a saber:
— mundo representado, que está basado en contrastes y dicotomías y que dan cuenta de las tensiones en el seno de la sociedad que generaron el narcotráfico;
— distorsión antirrealista del protagonista y su entorno a través de la hiperbolización o grado variable de mitificación (o desmitificación) en que resuenan ecos de un pensamiento primitivo;
— intermedialidad: entroncamiento con otros medios (cine, televisión) y la cultura de masas en general;
— “participación directa” expresada con más frecuencia mediante la lápersona
gramatical
— incorporación de la oralidad;
— variedad de registros y estilos que permite interpretar la narconovela como enfrentamiento dinámico de paradigmas culturales distintos (véase Jastrzçbska 2016: 169-170).
En Colombia, las narconovelas más conocidas y más ampliamente comentadas son las que narran la corta vida de jóvenes asesinos a sueldo: los sicarios. A mediados de los años 90 del siglo pasado el escritor y periodista colombiano Héctor Abad Faciolince acuíia el término “sicaresca”, refiriéndose a este tipo de narrativas y poniendo de relieve su parentesco con la picaresca española:
En la Espaíia literaria (y en la real) de los siglos XVI y XVII, el pobre, para sobrevivir, se iba de pícaro. [. . .] En la Antioquia literaria (¿y en la real?) de finales del siglo XX, el pobre, para salir de pobre, se mete de sicario. Y la sicaresca es una tremenda moda literaria paisa que revela no la pobreza de nuestra narrativa sino la de nuestra realidad: pelaítos sin semilla que duran poco en sus historias callejeras. A la literatura surgida en un burdel, en todo caso, es difícil exigirle que sea casta. Como el picaresco, el relato sicaresco requiere la primera persona, el tono autobiográfico, la crudeza realista. El escritor no se declara creador sino amanuense, copista: intermediario de un testimonio auténtico. (Abad Faciolince 1994: s. p.)
La fascinación de la literatura colombiana por la figura del sicario se veía, en la última década del siglo XX y la primera del XXI complementada en otros campos de la producción cultural, sirven de ejemplo el libro del sociólogo Alonso Salazar lo nacimos pa'semilla (1990) en el que se estudia la cultura de las bandas juveniles de Medellín, o el cine del director y escritor Víctor Gaviria, cuya película Rodrigo D. lo futuro de 1990 es el punto inicial del interés por la cultura juvenil de zonas marginales de la misma ciudad. Cabe subrayar que tanto el sociólogo, como el artista, exponen al lenguaje como factor y como instrumento o vehículo de suma importancia que le da protagonismo al joven marginado, pero que, al mismo tiempo, ostenta su paradójico carácter de instrumento que, comunicando, subraya la imposibilidad de llevar a cabo la propia comunicación.
En este contexto, la corriente sicaresca en la narrativa se configura como un intento para dar voz a los marginados, construyendo —más que reconstruyendo— al Otro
—fascinante, pero que, no obstante es ajeno al mundo de los escritores y sus lectores—.
La figura del sicario es el tema central de las novelas El pelai“to que no durá nada (1991) de Víctor Gaviria, Morir ron QnQó (1997) de Óscar Collazos o Sangre ayeno (2000) de Arturo Alape. Pero las dos novelas más emblemáticas y de renombre internacional son ún Virgen de los sicarios (1994) de Fernando Vallejo y Rosario Tijeras (1999) de Jorge Franco
Ramos. Su popularidad internacional se debe, en gran medida, a las adaptaciones cinematográficas de, Barbet Schroeder (2000) y Emilio Maillé (2005) respectivamente, y a las políticas editoriales de comercializar la marginalidad al público masivo y promover cierta “exotización de una realidad latinoamericana ‘cruda’ dirigida a un público más atento e instruido en cuestiones socio-políticas de América Latina y ansioso de leer algo nuevo, algo más light [. ..], pero con cierto ‘peso cultural”’ (Herrera-Olaizola 2007: 43).
Tanto en ún Virgen de los sicarios como en Rosario Tijeras, la figura del sicario aparece estilizada, mitificada y romantizada, situada a medio camino entre Eros y Thanatos, dotada de una dimensión casi sobrenatural. Los jóvenes asesinos en ambas novelas se configuran no sólo como objetos del deseo sexual de los narradores, sino también como pequeños dioses que deciden la suerte de los demás. Tal configuración, aunque impide tratar las dos novelas como imagen realista del fenómeno del sicariato, las somete a los requisitos del mercado editorial globalizado, lo que se traduce en un gran éxito internacional. Dicho éxito con el tiempo ha desembocado en una suerte de estereotipo literario o cultural, sustituyendo los clichés magicorrealistas por los de la narcoviolencia o “narcotremendismo”.
El corpus de las novelas sicarescas colombianas y su impacto en la literatura colombiana se ha analizado en numerosos trabajos de investigación a lo largo de las últimas décadas. Cabe destacar como estudios más exhaustivos y más completos los de Erna von der Walde (2001), Margarita Jácome (2009), de Óscar Osorio (2008, 2015), de Maria Fernanda Lander (2007), Gabriela Polit Dueñas (2006), entre otros que analizan aspectos determinados de las novelas en cuestión.
La corriente sicaresca como síntoma de la comercialización de la marginalidad y sobre todo la novela Rosario Tijeras (1999) nos sirve como contexto en la cual ubicamos nuestra propuesta de lectura paralela de las novelas de Juan Diego Mejía y Jorge Franco.
Son evidentes los numerosos paralelismos entre Rosario Tijeras y Era lunes cuando cayá del cielo. Ambas protagonistas, mujeres bellas de identidad bastante borrosa, marcada por secretos y vacíos, son narradas a partir de su muerte. En los dos textos es igual la situación enunciativa: el momento de la muerte de la protagonista, detenido y prolongado por la narración que va reconstruyendo su vida. Antonio que es el narrador de Rosario Tijeras, está esperando en un hospital a que los médicos le informen del estado de la muchacha. Mejía, el narrador de Era lunes cuando cayá del cielo, está acompaíiando al novio de Lucía cuando este recibe la noticia del suicidio y acude a identificar a la muerta.
Igualmente, se observan analogías en cuanto a la disposición de los personajes. Las protagonistas, respectivamente Rosario y Lucía, sólo se construyen a través de la narración ajena. Su propia voz surge mediatizada, filtrada por la consciencia, los prejuicios y las expectativas de otras personas.
En ambos casos se trata de una suerte de
mcnage á trois. En la novela de Franco Ramos, Antonio
está enamorado de Rosario que, a su vez, es pareja
de su amigo, Emilio. La
relación de la muchacha con Emilio parece basada en lo sexual, en una atracción
mutua, mientras la con Antonio
es más una amistad, un vínculo más íntimo en el sentido
espiritual. Los dos hombres desempeñan papeles complementarios en la vida
de la muchacha. Dice el narrador: “entendí que Rosario había
partido su entrega
en dos: a mí me había tocado su alma y
a Emilio su cuerpo. Lo que todavía no he podido saber es a cuál de los dos le fue mejor” (Franco 2000: 32).
En la novela de Juan Diego Mejía el narrador, una suerte de alter ego del autor, conoce a Lucía como novia de su amigo Marcelo. A pesar de ello y a pesar de su propia relación con una tal Mariana, Mejía se siente atraído y fascinado por la modelo. No se puede hablar de ninguna relación íntima entre ellos; el narrador se configura como un voyeur inofensivo a quien le gusta observar a la gente e imaginarse su vida pasada, llenar con su imaginación los vacíos de su biografía. En definitiva, es él que decide novelar el suicidio de Lucía.
En las dos novelas analizadas se parecen bastante los novios respectivos de las protagonistas. Ambos, Emilio y Marcelo, pertenecen a la clase alta, son hijos bien de sus papás y sus actos subversivos son pura diversión. Los jóvenes se rebelan contra las normas con una seguridad tranquilizadora de ser vigilados y protegidos por sus padres, por su ambiente, hasta por su clase social. Ambos parecen un poco distanciados del mundo íntimo de sus novias.
LA MUJER COMO CONSTRUCTO ¿RE?CONSTRUIRA UNA MUJER
Tanto Rosario Tijeras como Lucía están muriéndose cuando se inicia la narración, contribuyendo a interpretar una cierta vertiente de la novela colombiana como una narrativa “thanática”. Su presencia en las novelas aparece mediatizada por una voz ajena, la voz de un hombre que tiende a ¿re?construir la imagen subjetiva y parcial de la protagonista.
“La vida de ella empieza conmigo. Punto. [...] No me importa [...] Su vida pasada no me importa” (Mejía 2008: 78-79) —declara Marcelo, el novio de Lucía ante su ignorancia acerca del pasado de la muchacha—. Dicha ignorancia, en gran parte voluntaria, sorprende mucho a sus amigos. No obstante, la relación entre Lucía y Marcelo parece basada en una suerte de contrato o pacto de “no intromisión en los asuntos del otro. Cada uno se ocupaba de lo suyo y se juntaban para temas comunes como los besos, las caricias, el sexo del fin de semana. El resto del tiempo eran individuos y no pareja” (38). Se reitera a lo largo del texto que casi nada se sabe acerca de la vida de Lucía y ella misma parece no tener ganas de contarlo. Sirva de ejemplo un encuentro de amigos en que los videos viejos son pretexto para recordar la niñez de Marcelo y sus compaíieros:
Esa noche todos hablamos del pasado y Lucía parecía escuchamos con atención. Pero cuando el Pintor le preguntó cómo era el barrio donde había pasado su infancia nos dio la impresión de que no supo que la pregunta era para ella. Todos nos quedamos esperando su respuesta y ella bajó la mirada, después se recostó en el pecho de Marcelo y cerró los ojos. Tengo mucho sueño, dijo. Nunca supimos si en realidad no escuchó la pregunta o no quiso contestar. (79)
Lucía parece deliberadamente y a propósito crear a su alrededor un ambiente de misterio, verdades a medias y reticencias. Las pocas veces que habla de su vida son momentos de crisis emocional. La modelo sufre temores irracionales y, entre histérica y somnambúlica,
suministra algunos datos sobre
su pasado, como su afición
a cantar en el coro del colegio
que frecuentaba (r . Mejía 2008: 50). No obstante, la inestabilidad
emocional de la chica a la hora de hablar de sí misma pone en duda su
credibilidad. El ambiente de misterio no sólo se conserva sino se ve reforzado, y los detalles
alegados resultan inverificables. La imposibilidad
de reconstruir la vida de
Lucía da lugar a intentos de construirla: irla inventando a partir de los pocos detalles conocidos. Mejía, el narrador, lo declara expressis zerbis:
Y lo que sé de ella antes de que conociera a Marcelo es porque lo inventé y no porque ella me lo hubiera contado. A Lucía es fácil crearle una biografía. Una mujer tan linda es una tentación para pensar en ella y eso fue lo que yo hice durante varios años, desde cuando fuimos a buscarla al barrio Las Violetas para conocer la oficina de Marcelo, hasta hoy, pasando por esa noche cuando la vi envuelta en una sábana del hotel Dann, acostada en una camilla, entrando en la oscuridad de la ambulancia, sacando su brazo izquierdo para despedirse de nosotros. Por eso me atrevo a decir cosas de su vida. (116)
Dentro de la imagen entre ficticia y especulativa se enmarca bien la información proveniente de chismes y rumores difundidos por un exnovio punkero de Lucía. El capítulo en que se relatan dichos rumores es uno de los cruciales para nuestro análisis de Era lunes cuando cayá del cielo como diálogo con Rosario Tijeras, porque no sólo la inscribe a Lucía en el mundo de las comunas de Medellín, sino también evoca directamente a la protagonista de la novela de Jorge Franco. El exnovio, engañado y herido, “se dedicó a decir cosas de Lucía y de Marcelo en fiestas y en bares. Dijo que él se la había arrebatado de las manos a un sicario del barrio con el que había tenido un hijo” (74). El chisme, aunque le parece poco fiable al narrador, lo hace cotejar la figura de Lucía con la de Rosario y, en última instancia, cuestionar el parentesco y al mismo tiempo dar a su relato un sabor inevitable a novela sicaresca:
Era como si Lucía de pronto me mirara y con los ojos me dijera, Mírame bien, yo no soy yo. Soy Rosario Tijeras. Era demasiado cursi creer que esa delicadeza y fragilidad llevara una vida secreta de armas, motocicletas, escapularios, muertes. Pero no tenía cómo contradecir al punkero chismoso, entonces terminé por aceptar que algo de todo eso habría en su historia. (74) [la negrita es mía — ASJ]
Una vez evocado el mundo sicaresco, Mejía recurre a todo un repertorio de expresar inseguridad a cuanto esté narrando:
Tal vez sí tuvo un novio sicario y
recorrió las calles de la ciudad con él en su motocicleta. Es posible
que sí haya habido un cuento
de amor revuelto con hechos oscuros. Me había olvidado del tema hasta que un
día empezó a darme vueltas y vueltas, entonces pensé en El Diablo, el muchacho
que trabajó conmigo en la Productora y
que se salvó de que lo mataran
junto con todos los de su banda. El debió de conocer a Lucía y seguramente se había criado con todos los amigos
de ella. (74-7J) [la negrita es mía — ASJ]
El fragmento citado ilustra bien lo recurrentes que son las expresiones de duda e inseguridad del narrador en cuanto a la vida de la protagonista a lo largo de la novela entera. La imagen borrosa y llena de huecos e interrogantes corresponde a la personalidad de la mujer insegura, inestable, etérea.
El narrador, alter ego de Mejía es una suerte de zoyeur, sus relaciones con Lucía son bastante superficiales, lo que explica (¿y justifica?) la exuberancia de la imaginación construyendo a la mujer.
Es distinto el caso de Antonio, el narrador de la novela de Jorge Franco. Este, además de un observador enamorado, llega a ser sobre todo amigo íntimo de Rosario, logra ganar la confianza de la sicaria, lo que conlleva cierta información de primera mano. Rosario está dispuesta a hablar de su vida, a suministrarle a Antonio datos que el muchacho irá reuniendo, interpretando y completando por su cuenta.
Rosario ya ha salido de muchas como ésta, de las historias que a mí no me tocaron. Ella era la que me las contaba, como se cuenta una película de acción que a uno le gusta, con la diferencia de que ella era la protagonista, en carne viva, de sus historias sangrientas. Pero hay mucho trecho entre una historia contada y una vivida, y en la que a mí me tocaba, Rosario perdía. No era lo mismo oírla contar de los litros de sangre que le sacó a otros, que verla en el piso secándose por dentro.
—
No soy
la que
pensás que
soy —me
dijo un
día, al
comienzo.
— ¿Q_uién sos, entonces?
—
La historia es larga, parcero —me dijo con los ojos vidriosos—, pero la vas a saber. (Franco 2000: 6-7)
El fragmento citado pone de relieve la disposición de Rosario a ir narrando su vida, a revelarla a un amigo en una suerte de confesión fragmentaria, por entregas. La muchacha quiere, desde el principio, que Antonio la conozca, pero este tiende a interpretar sus historias en clave de ficción: como una película de acción. De esta manera se crea cierto ambiente de ambigüedad, sea voluntaria o no, de cuanto narre Rosario. Son cosas que al mismo tiempo pueden ser verdad y no lo son a ciencia cierta.
Antonio va acumulando datos sobre la vida de Rosario en una serie de conversaciones que parecen una entrevista, ya que Rosario que va “soltando pedazos de su historia” (11), es a la vez la “entrevistada” y el tema central de las preguntas:
Q_uedé sin ganas de preguntarle más, al menos esa vez, porque después, a cada instante, me atacaba la curiosidad y la bombardeaba con preguntas; unas me las contestaba y otras me decía que las dejáramos para después. Pero todas me las contestó, todas a su tiempo, incluso a veces me llamaba a mi casa a medianoche y
me respondía alguna que había quedado en el tintero. Todas me las contestó excepto una, a pesar de repetírsela muchas veces.
—
¿Alguna vez
te has
enamorado, Rosario?
(7)
No obstante, el saber directo queda incompleto y, a pesar de la disposición y ganas de Rosario de narrar su vida, Antonio declara: “A pesar de haber hablado de todo y tanto, creo que la supe a medias; ya hubiera querido conocerla toda. Pero lo que me contó, lo que vi ylo que pude averiguar fue suficiente para entender que la vida no es lo que nos hacen creer. ..”
(7). En la historia de la muchacha quedan espacios amplios en blanco, como el apellido de Rosario, su edad o el número de sus víctimas.
A diferencia de Antonio, Emilio, el novio de Rosario, es muy parecido a Marcelo en su casi total ignorancia respecto a la vida de su novia:
—
Estoy metido con una mujer de la
cual no sé nada —me dijo Emilio—, absolutamente nada. No sé dónde vive ni quién es su mamá, si tiene hermanos
o no, nada de su papá, nada
de lo que hace, no sé ni cuántos aíios tiene, porque a vos
te dijo otra cosa.
— Entonces, ¿qué estás haciendo
con ella?
—
Más bien preguntale a ella qué está haciendo
conmigo. (11)
Como Marcelo de Era lunes cuando cayá del cielo, Emilio parece aceptar tal situación e incluso se ve bastante a gusto en una relación basada en relaciones sexuales. Intenta poner una cesura entre el pasado de Rosario y su vida actual al lado suyo y no le interesan mucho los meandros de su personalidad. En cambio, para Antonio, es la única posibilidad de estar cerca de la mujer de la que está enamorado:
Pero él [Emilio] nunca tuvo la paciencia para sentarse a entender a Rosario. Tal vez porque la tuvo se acostumbró a lo inmediato, pero yo en cambio tenía que imaginaria, estudié cada paso para tenerla cerca, la observé con cuidado para no cometer alguna imprudencia, aprendí que había que ganársela de a poquito, y después de tanto examen silencioso logré entenderla, acercarme a ella como nadie lo había hecho, tenerla a mi manera, pero también entendí que Rosario había partido su entrega en dos: a mí me había tocado su alma y a Emilio su cuerpo. Lo que todavía no he podido saber es a cuál de los dos le fue mejor. (32)
Mientras en el personaje de Lucía se ponen de relieve las dudas, la inestabilidad y fragilidad de la muchacha, lo etérea que parece, lo que destaca en Rosario Tijeras es la vacilación constante entre su aspecto de lo más humano y biológico (estrías, comer en exceso) y unas aspiraciones a inmortalidad: “A mí nadie me mata —dijo un día—. Soy mala hierba”
(4). Sumadas al hecho de que pronto Rosario se convierte en personaje legendario, en protagonista de imaginario popular, dicha esquivación de muerte la dota de cierta dimensión sobrenatural y mítica. Entonces los muchachos se ven forzados a confrontar su propio
conocimiento de Rosario con toda una serie de rumores y cuentos populares. Aquí la reconstrucción del personaje de Rosario choca contra el fruto de la creatividad del imaginario popular, el aspecto al que volveremos más adelante.
VIDAS PARALELAS
De procesos simultáneos de reconstruir y construir las figuras de protagonistas femeninas surge un claro paralelismo entre las biografías respectivas de Lucía y Rosario.
Ambas son hijas de madres solteras, la figura paterna brilla por su ausencia. “Debe ser rarísimo tener papá” (Franco 2000: 11) —dice Rosario, poniendo énfasis en que la ausencia del padre se ha convertido en una triste norma en barrios populares, lo que contribuye a profundizar la brecha entre las élites y el pueblo que se expresa incluso a nivel de la identidad individual—:
En la oscuridad de los pasillos siento la angustiosa soledad de Rosario en este mundo, sin una identidad que la respalde, tan distinta a nosotros que podemos escarbar nuestro pasado hasta en el último rincón del mundo, con apellidos que producen muecas de aceptación y hasta perdón por nuestros crímenes. (6)
Rosario tiene que construir su propia identidad a cero y lo hace al definirse por su primer arma: las tijeras cuyo uso constituye un “parricidio” simbólico —ruptura con su familia y una iniciación en la violencia—:
Tijeras no era su nombre, sino más bien su historia. Le cambiaron el apellido, contra su voluntad y causándole un gran disgusto, pero lo que ella nunca entendió fue el gran favor que le hicieron los de su barrio, porque en un país de hijos de puta, a ella le cambiaron el peso de un único apellido, el de su madre, por un remoquete. (5)
En la novela de Juan Diego Mejía la figura del padre ausente de Lucía da impulso a otra serie de especulaciones y fabulaciones:
La vida debió tratarla muy distinto. Empezando porque siempre hablaba de su mamá y nunca mencionaba a su papá. [...] Y Lucía sin papá. [...] Apuesto mi vida a que ellas [Lucía y su madre] peleaban a menudo. También apuesto a que durante esas peleas ella la acusaba por la ida de su papá. Y después lloraba por ser como muchas otras muchachas del barrio que crecían sin papá. A ella se le debían estar borrando los recuerdos de cuando el papá sí estaba en la casa y eran una familia común y corriente. A Lucía seguramente le hacía falta la voz de un hombre que sonara fuerte en la salita del televisor mientras ella se dejaba llevar por el sueño en su cuarto. (Mejía 2008: 116-117)
Como
en el caso de Rosario,
la madre soltera
es una triste norma y la ausencia
de un hombre repercute
en la psíquica frágil de la adolescente,
y,
finalmente, de la mujer
adulta. En su afán fabulador Mejía y sus amigos se inclinan a buscar al padre
de Lucía en un pobre sin casa
al que Lucía está mirando de una manera particular, agregando un enigma más al
personaje de la modelo.
No obstante, en la vida de las dos muchachas, los hombres no existen sino como agresores o protectores, contra los cuales hay que luchar o pagarles la protección con el sexo. La vida se configura como territorio de una guerra constante en que las mujeres vacilan entre agencia y pasividad, entre ser sujetos y objetos de la lucha. Ambas crecen en barrios pobres, llenos de violencia, marcados por la muerte. Ambas hacen de mujer-trofeo para hombres ambiciosos de clase alta que las quitan a sus novios como si se tratara de probar su hombría.
Rosario deja a su novio sicario, Ferney, para ennoviarse con Emilio. Dice Antonio: “Emilio fue el que la tuvo de verdad, el que se la disputó con su anterior dueíio, el que arriesgó la vida y el único que le ofreció meterla entre los nuestros. ‘Lo mato a él y después te mato a vos’, recordé que la había amenazado Ferney” (Franco 2000: 4).
Marcelo declara expressis zerbis: “Una mujer que no tiene dueño no me interesa [...]. Las mejores siempre están ocupadas, ¿o no? Lucía era una de ellas” (Mejía 2008: 69). En los dos casos no es casual la palabra “dueíio” para referirse a un novio. Es clara alusión al orden machista del mundo en que funcionan las chicas, privadas de agencia verdadera, reducidas a objetos preciosos que se disputan los hombres entre sí.
En Era lunes cuando cayá del cielo la realidad sicaresca surge como parte de los chismes difundidos por el novio
rechazado, otra vez borrosa, incierta, entre fantástica y probable. En la historia repetida en fiestas y bares aparece
Lucía como exnovia de un sicario con el que tuvo un hijo (74). En el fragmento
arriba citado, Lucía se convierte
en una suerte de eco de Rosario
Tijeras, a la que se alude directamente: “Mírame bien, yo no soy yo. Soy Rosario Tijeras” (74). Recurriendo
al característico discurso de dudas, incertidumbres y relatividades, Mejía narra simultáneamente
dos historias: en una de ellas Lucía tiene un pasado sicaresco, en la otra —es
víctima de calumnias y difamaciones que,
paradójicamente, aumentan su atractividad para los muchachos de clase media y alta—.
Lucía es Rosario y no la es
a la vez. Es una Rosario in potentia, así
como Rosario es una Lucía in potencia.
El momento crucial, decisivo para la trayectoria vital de ambas protagonistas es la decisión de la madre de trabajar como costurera. En Rosario Tijeras se hace hincapié en el origen telenovelesco de esta vía de salir de pobre:
De Esmeralda, Topacio y Simplemente Mari“a aprendió que se podía salir de pobre metiéndose a clases de costura; lo difícil entonces era encontrar cupo los fines de semana, porque todas las empleadas de la ciudad andaban con el mismo sueño. Pero la costura no la sacó de la pobreza, ni a ella ni a ninguna, y las únicas que se enriquecieron fueron las dueñas de las academias de corte y confección. (Franco 2000: 10-11)
Doíia Rubi, la madre de Rosario, no consigue mejorar su vida imitando a protagonistas de telenovelas y el atributo de costurera, las tijeras, usadas por Rosario en su primer acto de violencia, determinará el futuro de la muchacha.
Al contrario, Margot, la madre de Lucía, sí que tiene éxito como costurera. Sus clientas son mujeres ricas que “vivían en barrios elegantes y llegaban a la casa en carros lujosos a medirse los vestidos que ella les cosía” (Mejía 2008: 51). Es con la ayuda de una de esas seíioras que Lucía se pone en contacto con una diseíiadora de jeans, lo que será el principio de su carrera en el modelaje. Pronto la hija ganará más que su madre.
Q_ueda clara la importancia que el éxito o el fracaso de la madre tiene en la suerte de sus hijas. En una realidad paralela la madre de Rosario tuvo éxito como costurera y su hija llegó a ser una modelo famosa. Y al revés, al fracasar doíia Margot, Lucía, su hija, terminó muerta a sus veinte años de mano de un sicario.
PACTO FÁUSTICO
Las biografías respectivas de las dos protagonistas se configuran como paradigmáticas, reúnen lo típico del modelo de vida de clases bajas —pobreza, madres solteras, violencia sexual, delincuencia, falta de perspectivas— y ponen de manifiesto dos caminos posibles de ascenso social: involucrándose en el mundo del crimen o el de la farándula. Ambos constituyen, en cierto sentido, espacios “democráticos”, ofrecen dinero rápido y ambos son, hasta cierto punto, transnacionales y extraterritoriales. Como Rosario encuentra a Emilio, muchacho de clase alta, en una discoteca que se configura como un espacio liminal, territorio de encuentro de dos mundos, igualmente Lucía conoce a Marcelo en el showbusiness, fuera de sus entornos de origen: el barrio popular de ella y la familia de élite de él.
Tanto Rosario, como Lucía, al meterse, respectivamente, en el mundo del crimen y el del modelaje, contraen una suerte de “pacto fáustico”. Consiste en “el intercambio de un presente opulento por un futuro incierto, de un momento de placer, poder y riquezas por una muerte prematura o una vida entre rejas” (González Flores 2010: 291). El asesino de Rosario recurre al truco famoso de la sicaria, el de pegar un tiro al besar a su víctima, lo que pone de relieve el aspecto de muerte como pago por unos años de vida lujosa y como castigo por transgresión. Rosario no sólo aspira a un nivel de vida superior al de la gente de su clase, sino también se usurpa un privilegio tradicionalmente masculino de la fuerza, agencia y autodeterminación.
A Lucía igualmente le toca pagar por su carrera de modelo: al cumplir 30 aíios se siente cada vez más marginada en el mundo del modelaje, tiene cada vez menos propuestas y su carrera, de hecho, ya puede darse por terminada. Este es el factor crucial de su angustia y depresión y causa (o una de las causas) de su muerte suicida.
Mientras Rosario se enfrenta a la vida cuestionando y distorsionando los modelos de feminidad, Lucía se las arregla reforzando su feminidad, dentro de las normas de la sociedad conservadora; es mujer-objeto. Desde dos polos opuestos llegan al mismo desenlace: una muerte violenta. Ni el cuestionamiento, ni reafirmación del concepto tradicional de lo femenino logran salvarlas. La feminidad se configura como una trampa, un callejón sin salida.
Teniendo en cuenta lo expuesto, se puede interpretar a los dos personajes femeninos como dos caras de la misma moneda, las dos vidas paralelas como dos viajes vertiginosos desde la pobreza a una muerte tan violenta como inevitable.
MEDELLÍN ES UNA MUJER
La novela sicaresca es un subgénero mayoritariamente urbano y la ciudad de Medellín ocupa en ella un lugar particular. Escenario de la nefasta actividad de Pablo Escobar Gaviria y el Cartel de Medellín, en los años 80 la bella ciudad antioqueña se fue convirtiendo en la capital mundial de la violencia y del miedo. Medellín vivió, lo que Humberto López López llama, “una larga noche de violencia” que duró hasta la muerte de Pablo Escobar en 1993:
Las bombas explotaban entre las siete y las nueve de la noche, o entre las cinco y las siete de la mañana. Cuando nos acostumbrábamos, podíamos calcular los kilos de dinamita y el sitio en donde estallaban. El terrorismo creado por el Cartel de Medellín, [. ..] tenía como objetivo atemorizar tanto al Gobierno como a la sociedad para evitar la extradición de los capos solicitados desde Estados Unidos.
Fue una guerra sin cuartel. Por cada policía muerto pagaban dos millones de pesos. [...] Los magnicidios se sucedían periódicamente: el gobernador Antonio Roldán, el ex-alcalde Pablo Peláez, el ex-procurador Carlos Mauro Hoyos, periodistas, deportistas, dirigentes. (López López 2000: 4)
Al mismo tiempo, por su historia y configuración geográfica, Medellín cobra una dimensión simbólica, ilustrando los contrastes y la falta de coherencia dentro de la sociedad colombiana. La urbanización rápida y la debilidad del Estado, sumados a la marginación de los pobres que llegaban del campo a la ciudad en busca de un futuro mejor, desembocaron en el crecimiento de comunas, barrios donde se perpetúa una pobreza extrema y una violencia desmedida. Al mismo tiempo, la Medellín de la clase media y alta y la Medellín de las comunas, se mantuvieron separadas y, en gran medida, ajenas u hostiles una a la otra. En ún Virgen de los sicarios se describe a Medellín como dos ciudades diferentes, “la de abajo, intemporal, en el valle; y la de arriba en las montaíias, rodeándola”. Y se constata que: “Es el abrazo de Judas. Esas barriadas circundantes levantadas sobre las laderas de las montañas son [. . .] la chispa y leña que mantienen encendido el fogón del matadero” (Vallejo 1994: 82).
Maria Fernanda Lander subraya esta falta de coherencia o incluso inexistencia de Medellín como una experiencia colectiva:
Medellín toma forma dependiendo de la posición geográfica del sujeto que la habita, y es esta condición la que impide singularizarla en términos de una única y determinada experiencia colectiva. Es esto lo que obliga a hablar, necesariamente, de dos ciudades, dueñas cada una de sus propios sistemas de sociabilidad, actitudes y expresiones culturales particulares y definitorias. Medellín y Medallo [...] nombran esos dos universos que comparten el mismo punto geográfico en el mapa. (Lander 2007: 166)
Jorge Franco y Juan Diego Mejía en las novelas comentadas retoman el concepto de dos ciudades como dos universos distintos, subrayando lo peligrosa e infernal que se configura la Medellín de las comunas (apodada Medallo o Metrallo) en su imaginación.
Las comunas se perciben como un territorio en el que se reclutan sicarios. Según indica Alexander Prieto Osorno en su libro Los sicarios de Medellin, la palabra “sicario” en los aíios 90 amplió su significado y “se utiliza para referirse a la última generación de jóvenes en Medellín, cuya vida delictiva acabó con todos los conceptos establecidos que definen la criminalidad y rompió los récord de la delincuencia en el país” (Prieto Osorno 1999: 161- 162), lo que constituye otro punto de encuentro entre la historia de Rosario, la asesina y Lucía, la modelo: ambas provienen de la tierra, exótica para los narradores de clase media alta, de violencia y sicariato.
Como la mayoría de las novelas sicarescas, Rosario Tijeras y Era lunes cuando cayá del cielo se ambientan en Medellín durante los años del terrorismo narco e inmediatamente posteriores. Tanto Rosario como Lucía se ven muy marcadas por el lugar de su origen. Ambas, en algún momento de su vida igualmente marcan e influencian la ciudad. Es innegable en los dos casos la identificación de las muchachas y la ciudad.
Medellín está encerrada por dos brazos de montañas. Un abrazo topográfico que nos encierra a todos en un mismo espacio. Siempre se sueña con lo que hay detrás de las montaíias aunque nos cueste desarraigarnos de este hueco; es una relación de amor y odio, con sentimientos más por una mujer que por una ciudad. Medellín es como esas matronas de antaño, llena de hijos, rezandera, piadosa y posesiva, pero también es madre seductora, puta, exuberante y fulgorosa. El que se va vuelve, el que reniega se retracta, el que la insulta se disculpa y el que la agrede las paga. Algo muy extraño nos sucede con ella, porque a pesar del miedo que nos mete, de las ganas de largarnos que todos alguna vez hemos tenido, a pesar de haberla matado muchas veces, Medellín siempre termina ganando. (Franco 2000: 73)
En el fragmento citado la presencia femenina irrefutable se sobrepone a la geografía de la ciudad. Rosario no es una de las evocadas “matronas de antaíio”, no obstante, las palabras que siguen bien podrían describir la relación de los dos protagonistas con Rosario Tijeras: una mezcla de miedo y fascinación. El personaje de Rosario pronto llega a ser un elemento crucial del folklore urbano, de una mitología sicaresca. Poco a poco, Rosario se va convirtiendo en la Medellín misma.
Las narraciones populares y los rumores que circulan por la ciudad crean un ambiente de creciente confusión acerca de lo que es verdad y lo que no lo es en la vida de Rosario. Los muchachos se ven forzados a admitir que su saber les impide distinguirlo y aceptar que todas las historias son posibles. Es decir, aceptan una suerte de ficción de segundo grado cuya protagonista es Rosario. La muchacha se convierte en icono, en símbolo romántico de una vida llena de adrenalina y un éxito social dei generis: “Las niñas querían ser como ella, y hasta supimos de varias que fueron bautizadas María del Rosario, Claudia Rosario, Leidy Rosario. . .” (54).
Al mismo tiempo, el personaje de
Rosario se somete a una hiperbolización
progresiva, tan característica de la
mitología y la poética narco:
— Contame, parcero,
¿pero qué más dicen de mí?
—
Q_ue has matado a doscientos,
que tenés muelas
de oro, que cobrás un millón
de pesos por polvo, que también te gustan las mujeres, que orinás parada, que te operaste las tetas y te pusiste culo,
que sos la moza del que sabemos, que sos un hombre, que tuviste un hijo con el diablo, que sos la jefe de todos los sicarios de Medellín, que estás tapada de plata, que la que no
te gusta la mandás a tusar, que te
acostás al tiempo
con Emilio y conmigo... en fin, ¿te
parece poquito? Q_ué tal que todo fuera verdad.
—
Todo no
—me dijo—. Pero sí
la mitad.
(55)
Antonio termina dando por sentado que la ficción, a la que él también pertenece, es más palpable, más concreta y aceptable que la realidad ignota. Observa: “Su historia adquirió la misma proporción de realidad y ficción que la de sus jefes” (54), poniendo de relieve lo representativo que es el proceso de hiperbolización y ficcionalización de Rosario para los héroes del mundo narco, como Pablo Escobar que se menciona directamente en este contexto
— “Rosario Tijeras, presidente, Pablo Escobar, vicepresidente” (54)—.
De esta manera, la ciudad de Medellín y su historia reciente se caracteriza y se define a través de Rosario Tijeras como personaje paradigmático desde el punto de vista sociológico y mitológico a la vez.
Mientras Rosario está sometida a la hiperbolización y mitificación a nivel discursivo e imaginativo, la hiperbolización de Lucía es literal: su foto enorme aparece en los anuncios publicitarios que dominan la ciudad. La imagen de Lucía, por encima de la ciudad, se convierte en símbolo de una época, en una sinécdoque muy fílmica los aíios ochenta. Dice el narrador:
Cuando alguien quiera hacer una película que reproduzca esos años de estallidos de bombas en Medellín, tendrá que pensar en las fotos de Lucía. El director de arte deberá buscar su imagen y colocarla estratégicamente en sitios altos para que se vea desde cualquier parte, así, cuando las cámaras filmen una persecución de mafiosos, se chocarán con esta sonrisa. (Mejía 2008: 96-97)
No sólo queda clara la identificación casi total de Medellín y la modelo muerta, sino también se sugiere una suerte de comillas —el segundo grado de representación, una imagen fílmica ir potentia—. La “realidad” evocada en el fragmento citado no es ya la realidad transformada por los recuerdos del narrador, sino una narración imaginada surgida a raíz de una suma de experiencias personales y colectivas. Al narrarlas, Mejía se deja llevar por su afán fabulador y suponedor:
Allí estuvo ella durante las noches de lluvia, en los días agitados, a todas las horas [. . .]. Una mañana amanecieron las vallas de la zona de discotecas y moteles en las afueras de Medellín llenas de agujeros de bala. Y en una de ellas escribieron con pintura roja, No me mires así que estoy muy triste. Yo vi los balazos y el letrero que goteaba lágrimas. No se nos olvide que por esos días mucha gente llevaba armas y se volvió costumbre ver muertos con los ojos abiertos tirados en las calles. Fue una asesino quien le disparó a su retrato, pero no creo que el mismo pistolero hubiera escrito esa frase tan desesperada. Tal vez fueron dos personas, uno disparó mientras el otro lloraba, como si se tratara de una serenata frente al balcón de la novia. O quizás las cosas ocurrieron en tiempos distintos, primero los disparos y días después llegó el poeta. O al revés, alguien le pidió amorosamente que cerrara los ojos y después llegó otro a solidarizarse con él. Lo cierto es que ambos mensajes eran claros. Esa mirada incomodaba. (73)
Lucía es víctima de la violencia, pero al mismo tiempo es una suerte de remordimiento; incomodando a los asesinos atrae la violencia. Entre los talveces y quizás de Mejía se representa toda una historia de la violencia de Medellín de los ochenta. Otra vez, lo que se evoca, es la interpretación parcial y subjetiva de Mejía, su imaginación alimentada por fabulaciones que al respecto se hayan generado. De todos modos, su imagen se vuelve sinécdoque de la ciudad a la vez sufriente y asesina.
Es crucial darnos cuenta de que Lucía, como encarnación de Medellín en un momento muy concreto de su historia, absorbe otras narraciones importantes universalmente conocidas. La imagen de la muchacha y de su vida se construye con elementos de la sicaresca. Una vez establecido claro parentesco entre Lucía y su alter ego, Rosario Tijeras (74), las narraciones sicarescas se configuran como una fuente importantísima del saber que el narrador y sus amigos manejan para construir a Lucía: “los qué sabés de los muchachos de las motos que mataban por plata? Lo sé todo, dijo, me vi Rodrigo D — lo futuro” (89). El mundo sicaresco se configura como algo muy ajeno, mediatizado por literatura y cine, pero al mismo tiempo algo muy familiar, que repercute en cómo se percibe a la muchacha. Las ficciones van nutriendo e inspirando la realidad misma.
CONCLUSIÓN
Era lunes cuando cayá del cielo no puede considerarse propiamente novela sicaresca. Ni siquiera se inscribe en la corriente de las narco-narrativas. No obstante, la lectura paralela de la novela de Juan Diego Mejía y Rosario Tijeras de Jorge Franco permite no sólo dotar la primera de unos valores que, en otras circunstancias, sin duda carecería, sino también vierte una nueva luz a la corriente de narraciones “sicarescas”. Rosario y Lucía son como dos caras de la misma moneda, son (respectivamente) el punto de arranque del imaginario popular y punto final. Narrando dos historias distintas, pero hasta cierto punto paralelas, se construye una imagen más completa de Medellín de los años ochenta, debido a la producción literaria y cinematográfica ya dominada por el estereotipo y el sensacionalismo. La banalidad de la novela de Mejía, paradójicamente, contribuye a cuestionar las bases mismas del llamado
narcorrealismo o novela sicaresca. El análisis nos lleva a
formular dos observaciones importantes. Por un lado, vemos que la ficción —sea
escrita o sea oral— es un territorio mucho más
palpable, narrable en términos mucho más contundentes que la realidad misma, desprovista de trama, borrosa,
fugaz e insegura. A veces resulta
mucho más real que el mundo, confirmando las observaciones que solían hacer al respecto
Borges y Eco. Por otro lado, se ve
el impacto del imaginario popular en las historias vinculadas con el
narcotráfico y la clara tendencia a la hipérbole
y mitificación de personajes, lo que constituye,
en nuestra opinión, uno de los rasgos
cruciales de la poética narco.
Las fuentes de ficcionalización e hiperbolización del personaje femenino que en la novela de Franco son rumores y alguna que otra referencia al género de ficción (películas de acción), en Era lunes cuando cayá del cielo se concretizan en obras determinadas, demostrando cómo la sicaresca fue conquistando el campo de creación literaria colombiana: desde leyendas urbanas antioqueñas y rumores populares a una literatura universalmente conocida. Al mismo tiempo, observamos que la referencialidad directa de las narraciones narco va evolucionando: las narconarrativas se nutren cada vez menos de la realidad extratextual, tendiendo a reflejar el imaginario popular y otras narraciones, primero textos orales y, finalmente, otros textos artísticamente consagrados.
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