Colindancias 11 / 2020, 113-122
Daniel Vázquez Touriño
Universidad
Masaryk de Brno, República Checa
Nomadismo e inmovilidad
en el teatro mexicano
contemporáneo
Uno de los
fenómenos más llamativos y más discutidos en lo que se refiere a la
configuración de la sociedad en la era de la globalización es la cuestión de
los desplazamientos masivos de personas a lo largo y ancho del planeta. El
fenómeno parece tener dos facetas. Una de estas facetas, que se suele valorar
de manera negativa por estar causada por desigualdades económicas, tragedias
medioambientales, guerras o regímenes totalitarios y por provocar tensiones
entre la población autóctona y la comunidad desplazada, es la de la migración.
Por razones obvias, el teatro mexicano contemporáneo es rico en representaciones
de este fenómeno y la crítica teatral viene prestando atención desde hace un
par de décadas a las obras que reflexionan acerca de la naturaleza y las
consecuencias de la migración.
Existe, sin
embargo, otra faceta del fenómeno de los desplazamientos en la era global que
suele valorarse de forma más positiva. No es esta una circunstancia nueva, pero
sí exacerbada en las últimas décadas. Se trata de los fenómenos conocidos como
hipermovilidad, desterritorialización o neo-nomadismo1. Estos conceptos dan
cuenta, en términos generales, de la capacidad que ofrece el mundo
contemporáneo, definido por algunos como mundo conexionista, de vivir “oscilando
con fluidez entre lo global y lo local”, en palabras de García Canclini (2008:
73). Bien sea de forma virtual o física, las nuevas tecnologías, las nuevas
formas de vida y las nuevas estructuras económicas nos permiten a una parte de
la población desplazarnos por distintos espacios geográficos y de una cultura a
otra con una comodidad y eficiencia difícilmente imaginables hace apenas medio
siglo. No en vano la metáfora con la que se suelen caracterizar las relaciones
en el mundo globalizado es la de la red. Esta metáfora viene a postular que la
identidad del sujeto contemporáneo se define en buena medida por las redes a
las que se conecta, en detrimento de rasgos propios de la modernidad y
aparentemente más deterministas, como el origen geográfico y cultural o el
género. A diferencia de la identidad nacional o cultural, las relaciones
reticulares carecen de centro, periferia o fronteras, puesto que crecen de
forma rizomática y cualquier nodo puede dar lugar a nuevas conexiones. De esta
manera, el pensamiento posmoderno parece hacernos creer que cualquier individuo
puede
1 La idea de neo-nomadismo la
expone D’Andrea (2006) en un trabajo ampliamente citado en el que explora la
formación de la identidad de grupos de individuos desplazados de su territorio
de origen por razones que no son puramente utilitarias (político-económicas),
sino por motivaciones culturales que derivan del intento de forjar una
identidad cosmopolita y alternativa. Por otra parte, Manzoni (2007) explica que
la cuestión de la desterritorialización en el mundo contemporáneo se puede
abordar desde cuatro perspectivas: la económica (deslocalización de empresas,
corporaciones multinacionales), la política (debilitamiento de los
estados-Nación), la filosófica (el pensamiento descentralizado de Deleuze y
Guattari) o la cultural, que afecta a procesos de hibridación cultural.
conectarse a cualquiera de
esas redes transnacionales desterritorializadas, ya sea de forma virtual, a
través de su teléfono inteligente, o de forma física, participando del
neo-nomadismo que alienta a moverse fluidamente entre distintas localizaciones
a lo largo de la carrera profesional de una persona como parte de su camino
vital o, simplemente, a hacerlo como turista ávido de experiencias.
En este contexto
globalizado, surge en México una generación de dramaturgos que comienza a
estrenar en los años 90, tras la transformación del mundo teatral que sobrevino
con la creación del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (Fonca), una
evolución con rasgos neoliberales muy propia de la era de la globalización2. El propósito de este
artículo es hacer un sondeo de la representación del fenómeno del nomadismo en
las obras de esta generación de dramaturgos para presentar, a continuación, la
otra cara de este mismo fenómeno —el localismo forzado de ciertos sectores de
la población— y comprobar que es esta cara oscura de la hipermovilidad
contemporánea la que mejor se corresponde con los planteamientos éticos y
estéticos de esta generación.
Antes de entrar
a explorar el inmovilismo como efecto asociado a la hipermovilidad, es
necesario señalar que el nomadismo conexionista, reticular y cool parece asomar en alguna de las
piezas de esta generación de dramaturgos. Un
ejemplo podría ser la protagonista de El
amor de las luciérnagas, de Alejandro Ricaño, que se aleja de sus problemas
sentimentales y creativos estableciéndose en Noruega. De modo similar,
encontramos la presencia de los no-lugares característicos de la
desterritorialización en los aeropuertos de Belice,
de David Olguín, y de Cuerdas, de
Bárbara Colio, o en el hotel de De
insomnio y medianoche, de Edgar Chías, por poner solo un par de ejemplos.
Cierto cosmopolitismo puede notarse también en la recurrencia de protagonistas
no mexicanos en la mayor parte de la obra de Martín Zapata, por ejemplo, que se
desarrolla en espacios y tiempos ajenos a la actualidad nacional, con
preferencia por la Europa de entreguerras. Por su parte, el teatro de Richard
Viqueira también tiende a alejarse de los referentes locales, pero no tanto
geográficamente como por medio del juego con los géneros del arte popular. Así, Vencer al sensei nos lleva al mundo del
cine de artes marciales; Bozal, al de
la ciencia ficción espacial; y El evangelio según Clark Kent, al de los
cómics de superhéroes. Finalmente, una desterritorialización muy particular es
la que ocurre en la obra 9 días de guerra
en Facebook, de Luis Mario Moncada, en la que los personajes intervienen desde diversos puntos del planeta al
mismo tiempo, aprovechando las posibilidades que brinda el espacio virtual de
las redes sociales.
2 La
radical transformación del campo teatral que sobreviene tras el cambio en las
políticas culturales del Estado aparece analizada de manera monográfica en el
volumen 49 de la revista Paso de gato
y en Vázquez Touriño (2016).
Sin embargo, me
parece que en el teatro de esta generación no se produce una tematización tan
prominente de este aspecto de la economía neoliberal como se pudo producir en
las obras de autores anteriores. La generación conocida como Nueva Dramaturgia
Mexicana se encontró con el advenimiento de las políticas económicas
neoliberales en los años 80 y 90 teniendo su carrera artística ya comenzada,
mientras que la Generación Fonca comienza a estrenar dentro de dichas
estructuras económicas. Y son precisamente autores de la Nueva Dramaturgia
Mexicana, como Sabina Berman o Víctor Hugo Rascón Banda, los que sí hacen girar
su dramaturgia, al menos en parte, en torno al neoliberalismo y sus agentes,
como ha señalado Stuart Day (2004: 23). Esto se puede observar, por ejemplo, en
Entre Villa y una mujer desnuda,
donde encontramos un amor ‘líquido’ (en el sentido que le confiere Bauman)
entre un profesor de universidad en continua movilidad y una ejecutiva de una
empresa maquiladora; o en Los ejecutivos,
de Rascón Banda, obra que, como su nombre indica, se centra en la forma de vida
de los principales actores de la interconexión global de los mercados
financieros. Frente a esa primera reflexión y representación del neoliberalismo
y sus consecuencias efectuada por la Nueva Dramaturgia Mexicana, la siguiente
generación de dramaturgos y dramaturgas no parece enfocar con asiduidad el tema
del neoliberalismo en general, ni el del nomadismo en particular. Quizás sea
esta una de las razones por las que se suele tildar a la Generación Fonca como
una generación de artistas sin compromiso. Creo que esta afirmación parte de
una falta de comprensión de la naturaleza del compromiso ético del teatro
contemporáneo.
Como han
señalado, entre otros, Lehmann (2013), Fischer-Lichte (2011), Cornago (2005) o
Sánchez (2012), el carácter ético y social del teatro ya no deriva de su
capacidad de ‘reflejar y comentar’ las condiciones de opresión y desigualdad,
en este caso provocadas por el neoliberalismo. El teatro contemporáneo se aleja
de la estética de la representación y busca la estética de la presencia. La
performatividad, el convivio y el juego desbancan a la mímesis. Abandonada la
estética de la representación de la generación anterior (que reflejaba y
comentaba los efectos del neoliberalismo), el teatro de la presencia ejerce su
labor de resistencia no desde consignas ideológicas, sino desde la creación de
una comunidad a partir de las presencias compartidas3. Para Sánchez, “[l]as
actitudes revolucionarias han
3 De hecho, uno de los autores
de la Generación Fonca, Legom, relaciona la ausencia de posturas ideológicas
dentro del drama con un cambio producido en el público. Dice Legom que, al
público, “hasta hacía unos años le bastaba con no ser directamente adoctrinado”;
sin embargo, “ahora no quiere escuchar ningún razonamiento, en parte porque
esto siempre antecede a la venta de un seguro o un tiempo compartido, en parte
porque no creen en la razón como una estrategia suficiente y legítima para
calar el peso de la realidad” (Gutiérrez
Ortiz Monasterio 2006: 42)
sido sustituidas por prácticas
de resistencia, y las grandes identidades colectivas — obreros, campesinos,
soldados— por conformaciones identitarias definidas por el género, el oficio o
el grado de intervención social” (2012: 266). En este sentido, la función
social de los colectivos teatrales se equipara a la de otras agrupaciones, con
las que comparten “su mismo estilo organizacional”, caracterizado por actuar “más
en relación con acontecimientos que con estructuras” (García Canclini 2008:
74). Según Alberto Villarreal, esta forma de agrupación teatral sirve “para
conseguir recursos monetarios, identidad ideológica y visibilidad” (2011: 324).
Es decir, el planteamiento artístico “busca que sea la colectividad anónima que
rodea a un proyecto la que realmente tenga la voz central” (2011: 325).
Resumiendo, el
teatro contemporáneo es un teatro social en la medida en que participa en la
creación de la identidad de un colectivo, conformado por artistas y
espectadores, mediante la teatralización de la propia comunidad por medio de
una estética fundamentada en la presencia y no en la mímesis espectacular.
Llegados a este punto, cabe preguntarse qué identidad es la que contribuyen a
crear las piezas teatrales de la Generación Fonca y, más concretamente, cuál es
la identidad colectiva que surge en los textos teatrales contemporáneos en
relación al fenómeno de la movilidad y el nomadismo.
Una apreciación
de García Canclini nos puede servir para caracterizar esta identidad colectiva.
Partiendo de observaciones de otros sociólogos, García Canclini señala que
existen vinculaciones estructurales y complementarias entre aquellos que
disponen de mayor capacidad de desplazarse en los espacios geográficos y entre
distintas culturas y los que son destinados a la inmovilidad: “Los pequeños o
localizados son los ‘dobles’ indispensables para el nomadismo y enriquecimiento
de los grandes” (2008: 75). Por eso, la representación del nomadismo que
aparece más frecuentemente en el teatro mexicano contemporáneo es la de esos ‘dobles’,
esa cara oculta de un fenómeno aparentemente positivo como es el de la
hipermovilidad.
En efecto, los ejemplos de
personajes o situaciones que remiten al localismo forzado son múltiples en la
última dramaturgia mexicana. En el caso de Alejandro Ricaño, hay un esquema que
se repite en varias de sus piezas más importantes y que consiste en un
personaje que trata de conectarse con alguna red global, fracasa y vuelve a su
mundo local inmóvil, en el que alcanza una suerte de anagnórisis que bien
podríamos denominar ‘la anagnórisis del localizado’. Al reconocerse como
localizados, como excluidos y desconectados, estos personajes (y su público)
reafirman su capacidad de resiliencia ante el sistema. Así, en El amor de las luciérnagas, María busca
su realización cumpliendo con la imagen de escritora exiliada en un confín del
mundo y se aísla en los fiordos noruegos, pero la persecución de un doble de ella misma (un doble, al
parecer, más perfecto y más feliz) la devuelve a México y la libra de sus
frustrantes expectativas. Las expectativas de Ana, la protagonista de Fractales, también se sitúan en un
alejado y prestigioso nodo de la red global del espectáculo. Para participar en
el castin de la nueva película de González Iñárritu, Ana se tiene que desplazar
a Barcelona. La pieza en sí es el monólogo interior de Ana presentado frente al
público, un monólogo que incesantemente enfrenta la hostilidad del mundo
conectado con la continua falta de oportunidades en el mundo localizado del que
procede.
Pero de las
obras de Ricaño, la que desarrolla de manera más rica esta identidad del
insignificante localizado es Más pequeños
que el Guggenheim. Por una parte, la pequeñez de los personajes se ve
subrayada por la grandeza del museo, símbolo de la posmodernidad hiperconectada
que excluye a los protagonistas, dos teatreros mexicanos. David Dalton (2018)
ha estudiado acertadamente la escena en la que Sunday se queda fascinado no ya
por el museo (al cual no pueden acceder por falta de dinero), sino por la
máquina expendedora de refrescos que hay en el exterior. De esta manera, se
evidencia la situación de desigualdad que impide a estos personajes incorporarse
a los flujos de capital cultural globalizados y supuestamente accesibles a todo
el mundo.
En la obra,
Sunday le cuenta al público cómo su amigo Gorka sufrió un ataque de
hipoglucemia en la puerta del museo cerrado y él fue en busca de algún refresco:
Sunday: Corrí a
la máquina por una coca cola, y no mames, había que ver qué máquina. Tenía un
brazo electrónico y un escáner que ubicaba la lata para arrojarla a un
contenedor con tal precisión. Una chingonería, de veras. Estuve casi diez
minutos contemplando la madre esa, hasta que recordé que Gorka se estaba
muriendo...
Gorka: ¿Por qué tardaste tanto?
Sunday:
No encontraba nada. (2012: 32)
Aquella
experiencia globalizada fue tan traumática para ambos artistas que tras su
humillante regreso estuvieron diez años sin verse. Diez años de vida fracasada,
alienada e infeliz, cuya causa fue aquel ingenuo intento de participar del
nomadismo global, un intento que chocó contra la mole metálica del museo
bilbaíno: “La cosa es que pudimos quedarnos, pero como la madre esa te hizo
sentir chaparrito, ahí vamos para atrás, tristes y fracasados” (2012: 51). Y
solo en el momento en que se reúnen para montar una obra de teatro sobre su
fracasado viaje —mejor dicho, cuando esa obra de teatro fracasa— es cuando se
produce una catarsis que permite a todos los personajes entender la
superioridad de su amistad local sobre un espejismo nómada.
Ha sido el
auto-reconocimiento que se lleva a cabo en el proceso de hacer teatro el que
les ha permitido “mantener intacta la esperanza” (2012: 58), como se dice al
final de la pieza.
Podríamos
preguntarnos qué es lo que impulsa a estos perdedores a sentir la necesidad de
conectarse a los flujos de nomadismo. García Canclini ha hecho notar que con la
movilidad contemporánea sucede algo similar a lo que sucedía con la riqueza en
la modernidad. El discurso imperante achaca a los individuos localizados,
inmóviles, la culpa de su inmovilidad. Más aún, la incapacidad de estos
individuos para conectarse o desterritorializarse es síntoma de un carácter o
una
actitud conservadora, derrotista y, en definitiva, moralmente
reprobable:
Como en el
antiguo discurso hegemónico que atribuía a los pobres la responsabilidad por su
situación (“trabajan poco”, “no tienen iniciativa”), ahora la distinción entre
los que se mueven y los que se quedan se adjudica a las inclinaciones caseras o
las costumbres o las “ideas fijas de los sedentarios”. Sin embargo, existen
vinculaciones estructurales y complementarias entre unos y otros. (2008: 75)
En este caso,
pueden ser las obras de Luis Enrique Gutiérrez Ortiz Monasterio, conocido como
Legom, las que mejor nos sirvan de ejemplo. Al protagonista homónimo de Demetrius o la caducidad su jefe le
reprocha “que no quiere hacer nada con su vida.” Le dice: “—Yo sé que eres
inteligente. Tú puedes hacer más con tu vida que una mujer, un hijo, una casa y
un televisor” (2008: 23). La paternal conversación, sin embargo, no busca
conducir a Demetrius hacia algún tipo de realización personal, sino que trata
de engañarlo para que compre el destartalado coche de su jefe. En Perros hinchados junto a la carretera, Legom
presenta a un grupo indeterminado de personas sin hogar en tres situaciones en
las que no se desarrollan argumento ni trama algunos. La naturaleza de
excluidos de estos seres se hace evidente gracias a los lugares en los que
suceden sus vidas insignificantes: tres aparcamientos, el de un supermercado,
el de unos multicines y el de un hospital. Esos ‘perros’ tirados junto a la
carretera están excluidos del mundo global de una manera muy similar a la que
nos presenta la escena de Gorka y Sunday frente al Guggenheim: el mundo
reticular interconectado no parece estar abierto para todo el mundo. Los
personajes de Legom y los de Ricaño se quedan tirados en la puerta.
Las chicas del Tres y Media Floppies es una de las piezas más conocidas
de Legom. El nombre del sórdido bar que aparece en el título (Tres y Media
Floppies) ya nos habla de la aspiración de su clientela de conectarse con una
posmodernidad quimérica. En
este diálogo, el dramaturgo
proyecta de forma hilarante la interconexión que existe entre el neo-nomadismo
y su contrapartida localizada:
—¿Tienes una
clave para hablar gratis a cualquier parte del mundo y la usas para hacer
llamadas locales?
—Si así lo quieres ver.
—¿Sólo la usas para llamadas locales?
—No conozco a nadie afuera de aquí.
—Sí que tu mundo es chiquito.
—Sí,
eso parece. A veces lo veo y se ve lejano, muy lejano, pero no está lejos, está
chiquito.
—A
ti que te encanta bailar con extraterrestres. ¿Nunca se te ha ocurrido pedirles
el teléfono?
—¿Cómo para qué?
—Para hablarles con tu tarjetita, pendeja,
para qué más.
—¿Y qué les diría?
—Lo que quieras. Sólo háblales.
—Bueno,
puede ser un buen pretexto para pedirles el nombre. Ya sabes, oye, apúntame tu
teléfono, para hablarte alguna vez. No le pierdo la pista nunca a mis amigos.
Nunca.
—Pero
qué fácil te salió, si para putear no se va a Harvard ni a Gomorra.
—¿Y si no hablan español?
—Y
si no hablan español. Y si no hablan español. Ahí sí, ya te llevó la chingada.
—Puedo aprender idiomas.
—¿Tú?
Si en cinco años aquí sólo has aprendido lo de “tu foquen dic, machote”.
—Eso me lo enseñaste tú.
—Gracias.
—Tú me has enseñado mucho de lo que sé.
—Gracias.
—También podría hablarle a mi mamá.
—Si
no tienes nada de qué platicar con un alemán que te la metió por el chiquis
triquis, menos vas a tener algo de qué hablar con tu madre. (2001: 89-90)
Por una parte, el fragmento
habla de unos ‘gringos’, ‘alemanes’ que, sin duda, sí que forman parte de las
personas nómadas que tienen esa ciudad del Norte de México donde se desarrolla
este diálogo como uno de los nodos de su red intercultural hiperconectada. Y
tal y como sostiene García Canclini, esos nómadas necesitan que existan
personas localizadas, inmóviles, como las chicas del Tres y Medio Floppies,
para que sus desplazamientos por todo el planeta sean satisfactorios. Por otra
parte,
este fragmento deja claro que las chicas tienen interiorizada la opinión de que
su falta de movilidad, su anclaje en una realidad local, es producto de un
defecto en sus actitudes, una tara que, si no son capaces de superar, es porque
como personas no valen tanto como aquellas que son capaces de conectarse a la
red y desplazarse.
Cabe señalar que
Legom no suele concluir sus piezas con finales esperanzadores, a diferencia de
Alejandro Ricaño. El teatro de Legom es cruel y amargo y, además, es lo
contrario de un teatro didáctico o panfletario, puesto que sus textos están
empapados de ironía y los diálogos rezuman vulgaridad y falta de corrección.
Legom nunca hace explícito el efecto catártico que puede producir el reconocer
la propia identidad en la teatralización ofrecida por los artistas. En
cualquier caso, tanto si se explicita como si no, es innegable que un
componente importante de la identidad de los insignificantes perdedores que
dialogan con el público en el teatro de Legom es precisamente la inmovilidad y,
peor aún, la alienación que produce el sentirse culpable de la propia inmovilidad.
Se puede
concluir, a partir de los ejemplos expuestos, que los textos dramáticos de la
Generación Fonca, cuya característica más destacada es que parten de una
concepción teatral menos mimética y más performativa, buscan crear, en el
proceso de la puesta en escena, la identidad del colectivo que forman artistas
y público. En relación al fenómeno contemporáneo del nomadismo, esta
dramaturgia teatraliza seres inmóviles, localizados, perdedores de la
globalización que dialogan con un público que podemos presumir que también
experimenta la hipermovilidad contemporánea no solo como fluidez, conexión y
oportunidad, sino como una imposición, un desgarro y una nueva forma de
establecer jerarquías de poder. De esta manera, al participar de la creación de
una identidad cultural en torno al hecho teatral, la dramaturgia contemporánea
se constituye en una forma de resistencia más política, a mi parecer, que
cualquier teatro superficialmente comprometido que trate de convertir en
espectáculo las catástrofes de la globalización.
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