Colindancias 11 / 2020, 89-112

 

 

Manuela Partearroyo

Universidad Complutense de Madrid, España

 

 

 

Las hijas de Aracne. Corte y confección de un mito: de Velázquez a Carmen Martín Gaite pasando por Louise

Bourgeois

Arachne’s Daughters. The Tayloring Workshop of a Myth: from Velázquez to Carmen Martín Gaite via Louise Bourgeois

 

 

 


 

 

 

¿De qué reino distinto habéis surgido,

tenues, firmes, absurdas telarañas?

Urdidas contra el viento, llorando con la lluvia, perdurando y brillando sin apoyo visible,

a la luna y al sol, ebrias y desplegadas,

clavicordio de plata con la luna hebras de iris al sol.

¿De qué reino distinto habéis surgido,

quién os teje y defiende, tenaces, inquietantes telarañas?”

Carmen Martín Gaite (2002: 344)


 

La figura de Aracne no es una desconocida del imaginario colectivo. Aunque aparente ser una metamorfosis ovidiana de menor trascendencia, su leyenda ha acabado dejando mucha más huella que la de otras heroínas más convencionales. Representando la mitografía de la paciencia1, ha sabido mantenerse firme e inquebrantablemente en el catálogo de mitos que aún hoy inspiran a artistas de toda


1 Junto a otras heroínas femeninas de la Antigüedad como son Penélope, Antígona o Ariadna, Aracne ha sabido zafarse de las garras del olvido, y tal vez se deba a un común denominador de sus caracteres: la inteligencia paciente, aguda y estratégica.


 

índole. Aracne y sus hilos sagaces, ambiguos y ambiciosos, han sabido tejerse con la esencia misma de la mujer moderna, o así queremos intuirlo en este pequeño estudio, una lectura no más, en torno a la araña, acogiéndonos a la acepción de mito de Gilbert Durand, que lo entiende como “un sistema dinámico de símbolos, de arquetipos y de esquemas, sistema dinámico que tiende, bajo el impulso de un esquema, a construirse en relato” (1981: 56), y realizando una lectura transversal, más que desde la historia, desde la antropología del arte2. Por tanto, nos adentramos en los elementos esenciales que reflejan no al insecto octópodo, o por lo menos no solo, sino a la figuración de la artista mujer que emana de esta leyenda: la hilandera, la avezada creadora, la paciente geómetra, aquella que por alguna razón resulta amenazadora sin apenas necesitar de nada ni de nadie. Un artículo que indaga en paralelo a este comenta lo siguiente:

 

Para comenzar a devanar el ovillo de las diosas griegas, tomamos un hilo conductor en sentido literal, ya que en diversos relatos de la mitología se establece un estrecho vínculo entre figuras femeninas y labores de tejido e hilado, o de manejo de los hilos en general (y manejar los hilos… ¿no es acaso metáfora de poder?), [...] las conexiones entre la feminidad y las tareas de hilar y tejer, así como distintas visiones del poder femenino que se entrelazan con estas figuras mitológicas (Fernández Guerrero 2012: 111)

 

Ya nos dijo Gadamer que “según su más propia esencia, el mito nunca es apresable en su pureza originaria” (1997: 42), pero tal vez por esa inasibilidad tampoco acaba de abandonarnos del todo, como un fantasma inevitable de nuestra cultura ancestral que se va reinsertando en los diversos condicionantes históricos y sigue resultando permeable a nuevas lecturas. Por eso, y tomando como referente crítico el a nuestro juicio extraordinario ensayo de Elaine Showalter (1985) sobre la representación del mito de Ofelia de Shakespeare en el arte y la cultura moderna occidental, este artículo se propone una labor paralela con el mito de Aracne y las pacientes tejedoras: intentar extraer los elementos que consideramos esenciales del mito para tratar de dilucidar las transformaciones más relevantes que se han dado en su recepción y el porqué de su fortuna. Viajar del personaje al mito en camino de ida y vuelta y tratar de responder a la pregunta de por qué aún necesitamos a Aracne.


2 Remitimos aquí a la terminología labrada por Ricardo Sanmartín en su ensayo de 2005 y, por supuesto, a la ya canónica lectura dinámica y abierta del mito que propone Gilbert Durand en su célebre ensayo de 1981, Las estructuras antropológicas de lo imaginario.


 

 

1.  Los arácnidos en la mitología

Sabemos más o menos su historia. Una tejedora cuyo talento solo se medía con su ambición. Una trabajadora independiente, autónoma y libre que, confiando en su talento, se atreve a retar a una diosa, nada menos que a la diosa misma de las tejedoras, llamémosla Atenea o Minerva. Una trabajadora que no esconde su ambición profesional y que, además, ante la competición, se atreve a dar un paso más y representar las miserias del poder ante la hija misma del poder3. El resto, el castigo, el arrepentimiento, el pretendido suicidio, la piedad, la sagacidad compartida entre mujeres y la transformación en araña son ya leyenda.

Pero habrá que comenzar por el principio. ¿Por qué la araña? Si comenzamos a desgranar sus apariciones simbólicas en las divinidades de la Antigüedad, nos damos cuenta de que siempre, y es mucho decir, en prácticamente todas las culturas, ese pequeño insecto ha resultado de interés para las creencias ancestrales. Siempre ha conservado una serie de valores comunes a todas ellas: divinidades en las que se produce una conjunción oximorónica entre la vida y la muerte, la caza y la casa, la fertilidad y la orfandad. Tal vez tuviera que ver con esa doble faceta que se observa en el arácnido mismo de ser una especie cazadora y creadora, tan mortífera como defensora de su hogar. Además, se alimenta de insectos necrófagos y, por tanto, ha sido durante siglos considerada por las civilizaciones que rinden culto a los ancestros una especie animal protectora y digna de respeto.

Podríamos encontrar representaciones mitológicas de la araña en todos los continentes, desde los Tsuchigumo —criaturas de la mitología japonesa que según la leyenda vivían escondidos en cavernas, reyes del disfraz y la trampa que consiguieron hechizar hasta al mismísimo Minamoto No Raiko4 hasta los arácnidos que pueblan las creencias precolombinas en América, especialmente fructíferas en las culturas azteca y maya. En África siempre ha habido una gran presencia mítica del arácnido: por un lado, está la antiquísima diosa egipcia llamada Neith, asociada a la fertilidad y a la invención, además de la caza y la guerra. Neith es protectora de los muertos y


3 Quizás es el alto contenido erótico de la obra de Aracne lo que genera el enfado de la diosa (Frontisi-Ducroux 2006: 252 y 260). Vemos cómo en la obra se entretejen nociones de arte, ambición, orgullo, censura y sexualidad.

4 Minamoto no Yorimitsu, también conocido como Minamoto No Raiko, es una figura histórica, un samurái de impecable carrera militar que estuvo al mando de la guardia imperial y se convirtió en figura legendaria de la épica mitológica japonesa. Uno de los episodios centrales de su legado mítico es su enfrentamiento con los Tsuchigumo. Para mayor detalle, hay mucha bibliografía, pero recomiendo el acercamiento que hace Museo Yokai, de Koichi Yumoto, recientemente editado por Satori (2020).


 

creadora del tejido, ofrece las vendas y el sudario para los difuntos y, por ello, se la considera patrona de las tejedoras. Pero además de Neith, está el hermoso mito de Anansi, enormemente popular en África central y occidental: una figura zoomórfica cuyo significado se relaciona con la creación y la salvación, además de asociarse al pícaro de los cuentos orales tradicionales. Anansi se ocupa de la sucesión del día y la noche, es capaz también de “traer lluvia cuando el bosque se incendia y determinar los límites de océanos y ríos cuando diluvia” (Melic 2002).

Si nos fijamos en las diversas figuraciones mitológicas representadas a través de la araña hasta ahora expuestas, encontramos que estas poseen elementos afines: son entidades creadoras, con una sagacidad mortífera y una protección maternal de sus territorios, de lo que consideran propio. Melic incide además en el curioso paralelismo que se da precisamente entre Anansi y Neith, asociando la araña y el agua y, por otro lado, la vinculación entre el hilo (de la tela) y el papel de interlocutor (o hilo conductor) entre la divinidad superior y los hombres. Tal vez sea fruto de una asociación metafórica a los elementos de conexión y comunicación entre los individuos: el agua que conecta unos y otros lugares de la tierra y el tejido que hace lo propio entre el mundo terrenal y el más allá.

Pero tal vez los orígenes que más nos interesen para encontrar las huellas de la Aracne que recibe la cultura occidental sean los que se encuentran en la civilización mesopotámica. En la cultura sumeria, Inanna o Ishtar5 se representa comúnmente por medio del escorpión y la araña; se la considera diosa del amor y la guerra, de la caza y la fertilidad. De nuevo vemos repetido el aspecto oximorónico de su devoción, pues se trata siempre de una diosa creadora y destructora al tiempo. La araña tejedora crea de su tela un universo geométrico, ordenado, a partir de sí misma y, por ello, a Ishtar, la tejedora del destino, se la representa con unas agujas de tejer. La línea de contacto entre esta antigua tradición y la civilización grecorromana se producirá, como tantas cosas, a través de los contactos comerciales con los fenicios.

El caso es que, llegados a analizar la mitología grecorromana, nos percatamos de que es la diosa Atenea/Minerva quien tiene muchos de los atributos que hemos ido asociando a estas divinidades ancestrales: una divinidad poderosa, asociada a la guerra, pero también a la sabiduría y la astucia. Algunos autores la consideran la versión griega de Neith, lo que es lógico, pues era además diosa de las artes hábiles, protegía los oficios domésticos como hilar y tejer (de ahí que Aracne se quisiera


5 Tal y como se conocerá posteriormente por acadios, babilonios y asirios (Rodríguez Marco 2016: 112). Aunque con el tiempo acabaron sincretizándose, en un principio Inanna e Ishtar eran dos diosas diferentes. No sería hasta el reinado de Sargón de Acad cuando ambas pasaron a ser la misma diosa conocida con dos nombres.


 

 

medir con ella)6. Lo único que parece faltar son las referencias a la fertilidad, dado que Minerva es una diosa virgen y nulípara. No parece extraña, en todo caso, la operación de interpretar como guerreras a las figuras femeninas poderosas y vírgenes: piénsese en el caso histórico de Isabel I de Inglaterra. Además, recuerda Melic en su artículo que el acto creador de la araña no está relacionado con la fertilidad, sino que es un acto asexuado: su obra es la tela.


 

Gustave Doré, Aracne (ilustración para el Purgatorio de Dante, 1861)

 

Entonces, ¿quién representa a la araña, Aracne o Minerva? He aquí la primera gran cuestión. Parece evidente que en el mito hay un duelo fundacional, justo y noble, con la tela como método para medir sus capacidades creativas, pero observando las huellas antropológicas descubrimos que en realidad podríamos estar ante dos arañas: la araña primigenia Minerva, heredada de la tradición ancestral, y la araña aspirante Aracne. De hecho, recordemos que la transformación final de la tejedora lidia por parte de la diosa no es más que un acto de conmiseración ante su inminente suicidio: como si la convirtiera en una más de sus fabricaciones textiles7. Imaginemos por


6 Esto, además, coincide con la fusión de opuestos ya mencionada en divinidades arácnidas de otras culturas y parece refutarse con una fuente griega de menor fortuna sobre el origen de Aracne mencionada por Frontisi-Ducroux, la recogida en el códice Theriaka de Nicandro, que probablemente convenga tener en cuenta: “Había en África un hermano y una hermana. El muchacho se llamaba Falange y la niña Aracné. Atenea enseñó al niño el arte de la guerra y a Aracné el arte del tejido. Pero los hermanos mantuvieron relaciones y a Atenea le embargó el odio y los transformó en esos animales rampantes que son devorados por sus propios hijos”, a él en tarántula y a ella en araña (Frontisi-Ducroux 2006: 260). Así, la guerra y el amor están perfectamente hilados en el origen del mito.

7 Tanto es así que, como recuerda Carlos Goñi, Minerva condena a Aracne a la práctica invisibilidad, como araña, pero a la vez la conmina a “tejer tapices transparentes” (2005: 109). Así, queda patente una mutua conversión en artista invisible y de la invisibilidad.


 

un momento que ambas son figuraciones míticas de arañas, tal vez una lo sea como creación (y castigo) y la otra como madre creadora, como diosa arácnida. Como ocurrió con el caso de Frankenstein y el monstruo, tal vez hayamos deslizado el significado por metonimia y al final de la partida, las dos duelistas sean caras de una misma moneda.

Pero la tradición grecorromana es rica en mitos asociados al hilo, al tejido, a los mimbres de la araña. Mitos siempre femeninos, por cierto. Está Penélope y su espera inasequible ante la vuelta de Ulises. Su espera es paralela a la asociación que se hace del tejer con la paciencia, con la sagacidad y la inteligencia de quien planea su estrategia para eludir a los pretendientes sabiendo perfectamente cuidar de misma. Penélope vence a su destino pasivo a través de esta paciencia que, a pesar de su apariencia, es activa, aunque finalmente tampoco Ulises sepa apreciar la victoria intelectual ejercida por su esposa8. Interesante, por supuesto, es también el caso de Ariadna, cuya avezada utilización del hilo en el laberinto es precisamente la clave gracias a la cual Teseo consigue encontrar la salida tras matar al Minotauro9. Y por supuesto inevitable hablar de las Moiras o las Parcas (si hablamos desde la perspectiva griega o romana, respectivamente), esa cara oculta de las tres Gracias, dueñas y señoras del hilo de la vida, “símbolo mitológico de la dimensión lineal e irreversible de cada vida humana y que se contraponen a Cronos, dios que encarna el tiempo cíclico de la naturaleza por el que se rige el orden cósmico” (Fernández Guerrero 2012: 112). Ellas, como Ishtar, son las definitivas tejedoras de destinos de la mitología grecorromana. Sin embargo, puntualiza acertadamente Fernández Guerrero, las Parcas son hacedoras de todos los destinos salvo los suyos propios.


8 En una reseña sobre la reciente relectura de Penélope realizada por Magüi Mira para el Festival de Mérida, la escritora Ana Esteban recuerda que a pesar de la esforzada victoria de Penélope sobre los tebanos que miraban con desprecio su dignidad, tampoco se produce el ansiado desenlace. “Cuando al fin regresa Ulises, Penélope es, como ella misma le dice, 20 años mejor, y el héroe ya no puede mirarla desde donde lo hacía antes porque ahora están frente a frente, iguales. Y no le gusta. Así que la historia torna en tragedia y no hay un final feliz que celebre como en las fábulas la fidelidad y abnegación de la mujer que durante media vida espera a un hombre. Este es un cuento cruel, nos dice Euriclea en su moraleja, que a pesar de los siglos sigue sucediendo. Pese a que lo intenta a lo largo de los años, Penélope no maneja su destino, sino que su destino de mujer la maneja y la destruye” (Esteban 2020). 9 Ariadna es otro mito femenino vinculado a la espera, aunque en ese caso una espera

vana, pues su encuentro feliz con Teseo no llega a ocurrir. Aunque las fuentes difieren en los motivos de este desenlace, según Hesíodo y la mayoría de los autores (salvo Homero, que en la Odisea cuenta que es Artemisa quien la mata antes de que llegue al lugar acordado), es abandonada en Naxos por el héroe hasta que la encuentra Dioniso y se casa con ella.


 

 

Aquí reside su drama: no son ni podrán ser nunca hacedoras de su propio destino. Este mito indica de modo metafórico que la trama de lo cotidiano [...] que las mujeres confeccionan en el espacio doméstico (el espacio invisible por excelencia) tiene una influencia determinante sobre los seres humanos, pero la importancia de esa labor no es reconocida porque se desarrolla de modo oculto (2012: 112)

 

Esta lúcida reflexión, esa condena de la domesticidad de la tejedora, parece repetida en los casos de todas estas figuras míticas: Penélope, Ariadna, las Parcas y, por supuesto, Minerva y Aracne, aunque estas últimas parecen rebelarse contra la invisibilidad a la que están destinadas. Se puede afirmar en cualquier caso que la mitología vinculada a mujeres tejedoras nunca ha descrito a estas heroínas ni como víctimas pasivas ni como malvadas destructoras, sino solo como pacientes estrategas inevitablemente pasadas por alto. La analogía inevitable entre el hilo y la vida se vuelca en todas estas damas y todas ellas gozan de tres ingredientes comunes: feminidad —una vinculación a lo femenino desde la labor pausada y paciente y la espera tan relacionada con la gestación—; fertilidad —la creación entendida como fertilidad, pero sin reproducción sexual (y por tanto sin contribución masculina)—; y sagacidad e inteligencia, pues se trata de mujeres que se adaptan al medio, con una feminidad activa e independiente que las lleva en ocasiones al pecado de la soberbia de quien se ve capacitada, tal y como le ocurre a Aracne.

 

2.   El teatro de los telares

Para nosotros, los españoles, hijos del Museo del Prado, la Aracne de nuestro subconsciente es, claro está, siempre la velazqueña, ya transformada en hilandera barroca. La fábula de Aracne tiene un lugar primigenio gracias a esta obra inmortal que, sobre todo, es un misterio. Un misterio de posibilidades abiertas, aún hoy y tal vez para siempre. Uno de sus máximos estudiosos, Diego Angulo, dijo de ella que “contiene una historia crepuscular y plebeya en primer término y otra brillante y aristocrática al fondo. Son algo así como la galería y el escenario de un teatro” (1947: 55). Velázquez convierte así un taller de tejedoras en un teatro de telares.

Empecemos por lo que sabemos o creemos intuir. Una sala donde se trabaja y a la que parece haber acudido una visita. Dice Julián Gállego que “aun así Velázquez sería genial, al pasar al fondo (suerte de ‘cuadro dentro del cuadro’) lo principal […], que sería esa visita” (1990: 366). Lo hace evidentemente para enfatizar el trabajo de Las hilanderas, pero de eso hablaremos más tarde. En el fondo, pues, lo importante, o por lo menos aparentemente: un tapiz donde discernimos algo parecido a El rapto


 

de Europa, que Velázquez copió a Rubens y que a su vez este copió a Tiziano. Dos mujeres al fondo, una con casco, que se miran y parecen debatir. No está claro (y han corrido ríos de tinta) si están dentro o fuera del tapiz mismo. Velázquez nos ha dejado conscientemente con esa duda. Otras tres figuras femeninas contemplan desde el umbral con vestidos elegantes contemporáneos al artista y una nos guiña un ojo como lo hacía el Rafael de La Escuela de Atenas o el mismo Velázquez en Las Meninas. Y así, el ojo llega al primer plano donde otra vez tenemos simetría: cinco mujeres tejen, pero son dos las protagonistas, una anciana y otra joven a la que solo vemos el cogote. Son las hilanderas que le han robado a Aracne el protagonismo del título del cuadro. La postura de ambas ya se ha estudiado como referida claramente a los dos efebos ignudi de la bóveda de la Capilla Sixtina, que Velázquez habría podido contemplar en su segundo viaje a Italia10.


Diego Velázquez, La fábula de Aracne, popularmente conocido como

Las hilanderas (1657)

 


10 Así lo describe Gállego en el catálogo oficial de Velázquez: “Diego Angulo Íñiguez descubrió en 1947 que las dos mujeres sentadas en primer término son una imitación literal de los dos efebos ignudi colocados, en la bóveda de la Capilla Sixtina, [...] lo que había de ser, para Velázquez, la demostración de que los miguelangelistas que le reprochaban no saber dibujar no habían nunca visto a Miguel Ángel” (1990: 362).


 

 

Aquí no hay unanimidad, pero Gállego también da por posible una interpretación de mucho jugo, la de Charles de Tolnay (1949), donde se afirma que tal vez Minerva y Aracne son los personajes del tercer plano, pero también los del primero, como en una suerte de desdoblamiento alma/cuerpo: al fondo referidos a la creación misma y en primer plano como símbolos de las artes manuales, del oficio mismo. “La luz del arte (el fondo) ilumina el oficio servil del primer término” (Gállego 1990: 366), en una suerte de discurso neoplatónico acerca de la pintura heredado de su maestro Francisco Pacheco que, muy probablemente, Velázquez había comenzado en Las Meninas, pintura que como veremos también dialoga abiertamente con Aracne.

El caso es que Aracne y Minerva podrían estar desdobladas; tendría sentido además porque en el mito, antes incluso del reto, Minerva previene a Aracne de retarla disfrazada de Anciana (Ovidio 1995: 386), tal y como se muestra nuestro personaje protagonista del primer plano a la izquierda. Además, la supuesta anciana muestra despreocupadamente una rodilla de aspecto juvenil, lo cual no concuerda más que con una posible mujer disfrazada. Sanmartín, que también cree que la anciana es trasunto de Minerva, analizando los elementos que rodean a la anciana añade lo siguiente:

 

Se asocia así de nuevo a la vieja hilandera una imagen adicional capaz de representar la relación de Atenea o Minerva con el saber, las artes y la filosofía. En torno a su mano coinciden visualmente la escala de la sabiduría, el huso del castigo, la lira y el final de los escalones que conducen a la estancia iluminada la que Minerva se manifiesta como tal. La lira, en el plano del lienzo, establece la transición entre las dos figuras de Minerva: como hilandera y como diosa, […] revela la concepción del arte como aquella actividad que permite al hombre transitar entre ambos mundos, entre el trabajo y el espíritu, ese mundo al que aspira Aracne y que con su mano izquierda parece arañar desde el ángulo opuesto tamaños escalones. (2005: 226-27)

 

Se podría afirmar, además, que hay mucho atrevimiento en el cuadro: ¿por qué

se lanza al retrato indecoroso de los pies desnudos? ¿Por qué son todas mujeres?

¿Por qué usa los ignudi como referente y los traviste? Sabemos, además, que Las Hilanderas no fue pintado para el rey, pues comenzó a ser parte de la colección real años más tarde, lo cual podría insistir en esa idea del atrevimiento del pintor para con el misterioso mensaje: si pintaba para mismo, cosa que raramente ocurría, acaso se atreviese a verter un mensaje más osado. ¿Y cuál es ese mensaje? Veamos. Tal vez Velázquez quisiera demostrar que el oficio es tan esencial como el arte y que, desde luego, ambos están por encima del poder. Pero no adelantemos acontecimientos.


 

Creo que todos los que hayamos podido contemplar estas hilanderas en los últimos años sabemos que la composición varía según incluyamos o no el añadido que se le hizo allá por el siglo XVIII. Dice de nuevo Gállego que el arco es muy goyesco y que la añadidura modifica la visión de su celebérrima perspectiva: “Muy concreta y cerrada si el cuadro se reduce a su origen, se diluye aunque gana en aire con la añadidura, con la que algunos elementos (como la escala de madera, que no se sabe dónde se apoya) quedan mal explicados” (1990: 367). Sigue el misterio. Y es por culpa del alma barroca, que busca a través de efectismos esta ambigüedad que produzca la incertidumbre sobre los límites de lo real. “De ahí lo que podríamos considerar como estructura teatral de esos cuadros, de conformidad con lo que el teatro coetáneo pretende” (Maravall 1980: 406). Otra vez el teatro de los telares. Pero es que en realidad la perspectiva es la clave de la obra, como lo es de todo el pensamiento barroco. Es un tiempo donde la confusión entre apariencia y esencia son materias de reflexión profunda que llevan al ánimo por redescubrir el distanciamiento a través de la metapintura. Nos dice Maravall lo siguiente:

 

En un mundo de perspectivas engañosas, de ilusiones y apariencias, es necesario un rodeo por la ficción para dar con la realidad. [...] Esa aplicación de la imagen de la representación escénica a la experiencia del mundo real refuerza, pues, la visión de éste que atribuimos a la mentalidad barroca. Esto todavía se acentúa más [...] si se aproximan ambos planos y se pone al descubierto la trama interna de la representación teatral. [...] Con todas las artes que poseen un carácter figurativo se hizo algo parecido: se pinta el pintar: Velázquez; se relata el relatar: Cervantes, [...] se hace teatro en el que se representa la representación. (1980: 409)

 

Pintar el pintar se transforma, entonces, en un ejercicio de distanciamiento, como recuerdo inefable de que todo es una mirada de una mirada. Por eso el juego con el mito es especialmente luminoso en el hecho de que se basa en los límites de la representación artística: ¿hasta dónde podía aspirar Aracne a contar con sus hilos las verdades del padre de Minerva? De ahí el juego metapictórico con el Rapto de Europa, que corona el telar del fondo de la obra, uno de los muchos iconos violentos que elige Aracne para retar a su diosa. Velázquez, como una Aracne particular, emula a los maestros y juega con sus límites.

Velázquez pasa de Tiziano a Rubens en un juego de espejos barrocos recordando el atrevimiento de Aracne y, a la vez, emula a Rubens mismo, quien ya había hecho una versión del mito, Palas y Aracne (1637), con otra metapintura dentro. Pero no se queda ahí la cosa, pues ese Palas y Aracne arrastra un diálogo con Velázquez ya desde


 

 

Las Meninas. Recuerda Sanmartín que “[e]n Las Hilanderas se toma el tema del cuadro que cuelga en la pared del fondo de Las Meninas, sobre la cabeza del autorretrato de Velázquez, una copia de Mazo del Minerva y Aracne del ennoblecido Rubens” (2005: 229). Ahí está, oculto y misterioso, como los conceptismos barrocos que hay que descifrar, pero la soberbia de Aracne sobrevuela a Velázquez en toda su última época. “También John M. Wallace destaca cómo en el siglo XVII los artistas, ‘si deseaban moralizar sobre asuntos de la época [...] tenían [primero] que encontrar la fábula adecuada’ (Moffitt 1991: 99). Parece pues que en la de Aracne Velázquez la encontró” (Sanmartín 2006: 242). Pero no queda ahí la reflexión de Sanmartín que se pregunta si Velázquez se sentía como Aracne ante su rey/Minerva, siendo como era un advenedizo de la corte que buscaba conseguir que su arte le valiera una exención de impuestos tan solo reservada a la nobleza y que se había atrevido a ponerse a la altura del rey en su retrato familiar. “¿No hay además en este último caso un castigo a la ambición excesiva? [...] ¿Es una reflexión sobre el exceso de su pretensión expresada en Las Meninas, o es un ruego de perdón?” (2006: 229). No se puede, dice Sanmartín, separar la nobleza del arte y su esfuerzo (2006: 245). “La curación de la ambición, si ha de darse, exige pues trabajo” (2006: 243).

Resumiendo, en este teatro de los telares se han dejado caer cuatro grandes claves acerca de nuestra Aracne velazqueña: primero, que se produce un desdoblamiento neoplatónico entre idealismo y realismo; segundo, que en estas obras el realismo es el disfraz, pues lo que importa son los límites de esa realidad y, para eso, nada mejor que la metapintura; tercero, que el pecado de Aracne (y tal vez de Velázquez) esté en la representación misma, en su talento ingobernable; y cuarto y último, que, ante todo, Velázquez buscaba hacer una profunda reivindicación: convertir el oficio del arte en noble.

 

3.   Las telas contemporáneas: geometría, oficio y paciencia

El tercer apartado invita a dar un salto hacia lo contemporáneo. En absoluto pretende enumerar los casos en que reaparece el mito, pues sería infructuoso, sino tan solo hacer uso de unos cuantos ejemplos para tratar de certificar la pervivencia del mito con todas sus aristas y en muy variadas disciplinas que van de las artes plásticas a la literatura pasando por el cine11.


11 Uno de los ejemplos de pervivencia del mito se da de manera notoria en la danza tradicional. Según Annarita Zazzaroni, que ha analizado el mito de Aracne desde la Tarantella del sur de Italia (la vieja Magna Grecia), esta danza es un ritual que pretende la curación de los efectos del mordisco de una araña mítica, la tarántula. El tarantismo se revela por tanto como encarnación de un mito eminentemente femenino, una forma de eros reprobable, tal vez el desfogue de los condicionamientos de una sociedad rígidamente patriarcal.


 

Ya se ha dicho, pero reincidimos en la idea de que, a nivel representacional, Aracne ha tenido desigual fortuna como mito. Se observa una relativa ausencia en obras clásicas grecorromanas: a pesar de la fama de la fábula, apenas se encuentran representaciones de la metamorfosis en favor de otros mitos similares. El antropólogo Antonio Melic piensa que tal vez tenga que ver con la aparición de los estudios de zoología a partir de Aristóteles: gracias a su desarrollo, se produce una paulatina humanización del panteón mitológico que lleva a una progresiva masculinización del mismo y un cambio cualitativo de las representaciones de heroínas femeninas (Melic 2002: 116).

Es, por tanto, un arquetipo poco habitual desde el punto de vista visual hasta la llegada de la modernidad. Además, de aparecer, casi siempre estaba vinculado al desenlace de la fábula: la ambición lleva al intento de suicidio, la piedad y el castigo de la metamorfosis. En el siglo XIX, particularmente en los grabados, tendrá una feliz reaparición por la pasión romántica por la zoomorfia y las criaturas fantásticas, pero siempre enfatizando su matiz de condenada por la diosa. Sin embargo, el resurgimiento de una Aracne más compleja e interesante se da bastante antes, a partir de los venecianos. Particularmente felices serán las versiones del mito que realizan el Veronés y Tintoretto, esenciales influjos en el barroco de Rubens y Velázquez, quienes, como ya hemos visto, serán también retratistas de Aracne. Los venecianos se interesan por enfatizar la parte que tiene que ver con la disputa, a menudo, como en el caso de Rubens, con clara violencia. Interesa esa rivalidad femenina tan poco propia del decoro esperable en una dama, y esa es la imagen que más trascenderá a la modernidad y en la que más nos interesa profundizar. El Veronés la imagina mirando al cielo con aires retadores, mientras que Tintoretto plantea un ‘contrapicado’, jugando con la terminología cinematográfica: una mirada desde abajo hacia arriba donde vemos un duelo reñido entre dos mujeres fuertes y, en el centro, a modo de tablero de ajedrez, el telar de la discordia. Un cuadro que adivina una batalla intelectual entre dos mujeres, algo francamente escaso en la mitografía occidental. De nuevo, lo más fascinante de este mito es que la rivalidad no se produce a causa de un amor, ni muchísimo menos, sino a raíz de la ambición y la destreza en el oficio. Como recuerda Carlos Goñi, Minerva es la diosa que encarna “lo femenino no compartido con los varones” (2005: 75). Por otro lado, ya hemos dicho que la alegoría de Velázquez trasluce una clave esencial: la importancia del oficio. El oficio de tejedora, que coincide con las características de la fábula, pues conlleva talento, independencia y la tan pecaminosa ambición de una mujer libre.

 

Ahora demos un salto —porque, como decía Ortega y Gasset, “la realidad se

diferencia del mito en que no está nunca acabada” (1970: 36)— y pensemos: ¿no


 

 

sería una muestra del mismo duelo una película tan extraordinaria como esa Eva al desnudo, de Joseph L. Mankiewicz (1950)? En esa cinta, que bien debería haberse titulado Todo sobre Eva (porque no tiene nada de desnudez, sino todo lo contrario, es un tejido tras otro de disfraces y máscaras), el mito se encarna en nuestra sociedad contemporánea plagada de narcisismo y arribismo con otro duelo entre una araña primigenia y una araña aspirante: esa consolidada actriz que se deja seducir por el talento y la seducción dentro y fuera del escenario de quien quiere ser su auténtica sustituta y cae en su tela de araña12. Lo que hace de Eve Harrington una Margo Channing en potencia es que está dispuesta a todo por destronar a su diosa, igual que la araña Aracne con la araña Minerva. Dos caras de la misma moneda cuyo principal motor de acción es, de nuevo, el arte.

El caso de Eva al desnudo significaría una relectura en clave contemporánea de una rivalidad paralela a la que podemos observar en la fábula. Pero hay otro eje del que aún no hemos hablado y es del peso simbólico de la araña y su tela desde las técnicas contemporáneas. Han sido muchos los artistas que se han interesado por la recuperación del tejido como creación definitiva, jugando especialmente con la huella de la telaraña como reflejo de la memoria, la violencia y la paciencia. No sabemos si será casualidad que este tipo de tratamientos y técnicas artísticas estén especialmente vinculadas a obras realizadas por mujeres, tal vez por la eterna referencia de la hilandera como artesana más que artista, pero el caso es que así se puede observar en obras contemporáneas de Ada Pérez García, Victorina Durán

—de la que hablaremos seguidamente— o el caso fascinante de Judith Scott, una de las figuras más insignes del art brut13, cuyas aptitudes artísticas, no tanto a pesar, sino tal vez debido a sus deficiencias físicas, consiguieron que su obra mereciera atención internacional.

 

Vestida con colores chillones, tocada siempre con extravagantes sombreros y con largos collares de cuentas, Judith Scott pudo haber sido uno de los personajes solitarios y silenciosos creados por el escritor Samuel Beckett. O quizá la protagonista de las obras del autor de Despertares, el neurólogo Oliver Sacks. Sordomuda y con síndrome de Down, Scott llegó a ser una figura destacada del movimiento outsider y sus obras forman parte de

 

12 Inevitable mencionar también la relectura de Eva al desnudo en cruce de inspiración con Un tranvía llamado deseo, de Tennessee Williams, realizada por Pedro Almodóvar en Todo sobre mi madre (1999).

13 Nos acogemos al término creado por Jean Dubuffet para referirse al arte aislado de cualquier influencia intelectual preexistente. El art brut es el arte intuitivo por excelencia, irracional y puro.


 

las colecciones más importantes de los museos dedicados al art brut. (Luzán 2006)

En este artículo de Julia Luzán sobre Scott, elocuentemente titulado “La mujer araña”, observamos que tal vez el hueco de Aracne en la escena artística siempre remita al arte desintelectualizado y apegado a lo artesanal. Así lo certifica el extraordinario documental de Lola Barrero e Iñaki Peñafiel, producido por Julio Medem, que cuenta su historia. Pero, además, parece que la presencia de la araña tiene en un sentido puro y definitivo que los documentalistas descubrieron mientras rodaban:

La araña que atrapa, envuelve sus capturas y teje, una figura a la que remiten las obras de la escultora norteamericana, fue otra de las sorpresas que experimentaron Lola Barrera e Iñaki Peñafiel al conocer a la familia Scott. “Todo eso estaba en el guión que preparamos para nuestra película y de repente, cuando conocemos a Joyce, la hermana gemela de Judith, nos enteramos de que su marido es un reputado documentalista de arañas”. El azar del arte. (Luzán 2006)

Sus esculturas son un retorno precisamente al origen cálido y familiar de los restos, fundamentado en la hilazón afectiva de objetos físicos de desecho, desde carros de la compra hasta ruedas de bicicleta, que se ven atrapados por los hilos de lana de colores que acaban cobijándolos como un tesoro secreto. Tal y como ocurre en la naturaleza, la araña teje su tela con lo que va encontrando y crea un refugio de arte. La obra de Scott nos remite a los hilos atados a la memoria, donde permea la esencia de lo humano sin artificios.

Por su parte, el caso de Louise Bourgeois cumple los preceptos mitológicos de Aracne: paciencia, destreza, geometría, valentía, ambición, feminidad y violencia. En sus últimos años, ya sin interés por ganarse la admiración del público, Bourgeois retornó a su habilidosa infancia rodeada de telares, un oficio que es a la vez su vinculación con su madre, que era tejedora, y con el arte ancestral del hilo, paciente y geométrico como todo lo que ella amaba. De hecho, ella misma se ha interesado por explicar el mito de Aracne como un problema de honor familiar14. El crítico Jean


14 Dice Bourgeois: “lo que más fastidiaba a la hija de Júpiter no era su talento, sino más bien la insolencia de la artista que se había atrevido a representar con tal verismo los vicios de los dioses del Olimpo. Júpiter, Neptuno, Febo, Saturno, los grandes, los bellos, los fuertes, los sagaces, los magníficos, siempre dispuestos a disfrazarse o transformarse, el uno en pájaro, el otro en serpiente, para abusar de la primera ninfa que vieran. Mostraba a plena luz su mal comportamiento y sus engaños. Al rasgar la obra de Aracné, en cierto sentido lo que Minerva defiende es el honor de la familia” (Frémon 2019: 33).


 

 

Frémon ha escrito dos libros con textos dispersos que reflejan el pensamiento de la artista; esta reflexión es del más reciente:

 

Destruir, reparar, arreglar, componer, hay amor en todo eso. Controlar la situación es lo que se necesita. Es una especie de ecuación: por un lado, el dolor, la inquietud, la frustración, y por el otro, la materia inerte, madera, mármol, bronce. Hay que hacer que penetre en la otra, cueste lo que cueste. Y con las esculturas se tejen relaciones. Todo es cuestión de tejer. [...] El caos se puede controlar. (2019: 60-61)


 

Louise Bourgeois, Maman (1999)

 

La obra de Bourgeois se ha hecho especialmente célebre por las instalaciones a gran escala donde busca reflejar una atmósfera de protección o de ausencia de la misma, generalmente por el cambio de escala al que somete a la escultura. “Por fin podías ver a lo grande, hacer arañas entre cuyas patas te sentías pequeña, protegida. [...] Arañas, arañas, no te cansas de hacerlas, nuevas, más grandes. Más desmesuradamente maternales” (Frémon 2019: 62). Por eso ha sido siempre protagonista de su obra la araña, siempre mujer, siempre vinculada a su madre. Así lo explicaba la propia Bourgeois:


 

Ella siempre aparece en mis dibujos bajo la forma de una araña. A la gente no le gustan las arañas, por lo general les asustan […]. Permanecen en los rincones, inmóviles, ningún movimiento inútil, nada de prisas, ni obsesiones ni histeria, un animal sereno, distante, que observa. La paciencia animal. [...] Madre también era una especie de tejedora. Era la encargada de reparar los tapices que Padre traía de sus giras […]. Madre inclinada sobre su labor, dándole a la aguja. Puntada a puntada. Cuánto te gustaba su paciencia, su esmero. (Frémon 2019: 31-33)

 

Sorprende, por tanto, que de la lectura clásica que hace Gilbert Durand de la araña como madre de “vientre frío” y “patas velludas” que remiten a una recreación monstruosa del órgano femenino, así como del vello que Durand observa en “los símbolos de Escila, de las sirenas, de la araña o del pulpo” como “imagen de la feminidad fatal y teriomorfa (1981: 99-100), Bourgeois la transforme en un símbolo de positividad o, por lo menos, de misterio. Así pues, la imagen de la araña acoge tanto la violencia del metal y la agresividad de las patas punzantes —esa faceta eminentemente monstruosa— como la paciencia de la tejedora, pues las patas son también agujas creadoras. A Bourgeois lo que de verdad le gustaba era tejer y en su poética ambas eran básicamente lo mismo:

 

eres como ellos, febril, juntando ramitas. ¿Quién negará que coser es esculpir? ¿Que tejer es esculpir? También hilar, cavar, anudar, nidificar… Hacer que aparezca algo donde no había nada es esculpir. Transformar un viejo jersey blando en un personaje erguido, aunque gotee, lleno de cavidades misteriosas, es esculpir. Hay en ti un pequeño animal agitado que hace su pelota, incansablemente (Frémon 2019: 83)

 

Ya en sus postreros años, convertida en araña ella misma, dado que apenas salía de casa, su interés constante por los hilos y las tejedoras llevó a su último gran proyecto creativo: la fabricación de unos libros de artista tejidos en tela, que actualmente posee el MoMA de Nueva York, donde se hace patente su poética, alejada de todo intelectualismo y basada en la observación misma de la naturaleza:

 

Qué bella es la madriguera, la casa escondida, la antiarquitectura, la antiescultura, calcada de lo orgánico. Otros hicieron la pintura llamada informal, has hecho escultura informal, madrigueras, nidos. La forma está en el interior. La interioridad es su esencia. La forma es el contenido. Y resulta que el contenido es un continente. (2019: 51)


 

 

 

Louise Bourgeois, Ode à l’oubli (2002)

 

Resulta, pues, que el contenido es continente. Que el tejido es la fábula. Que la paciencia es la moraleja. Por eso tampoco parece óbice dar un nuevo salto y mencionar en esta insigne retahíla de hilos y telares a dos figuras españolas inconvenientemente pasadas por alto hasta ahora en este artículo. Una ya ha sido mencionada, Victorina Durán. Tejedora, pintora, muralista, escenógrafa, diseñadora e investigadora del vestuario… Una creadora perteneciente a la estirpe de mujeres de la Generación del 27 que, debido a su exilio, fueron injustamente relegadas al olvido. Esta Aracne fue profesora de dibujo y artes decorativas en la Residencia de Señoritas, donde enseñó a encuadernar, a lacar muebles, a repujar metales y cueros y a tejer todo tipo de materiales, especialmente el batik, del que fue pionera en España (Murga Castro 2015: 91). Ya entonces se había convertido en catedrática de indumentaria y escenografía del Conservatorio Nacional, donde pudo realizar su obra más relevante durante los años de la República. Seguirá su carrera en su exilio argentino, adonde llegó como refugiada en 1937, y seguirá combinando su infatigable labor educativa y su trabajo personal, pintando, investigando la historia del traje y siendo una figurinista teatral reclamada por los grandes directores en el Teatro Colón de Buenos Aires. Defendió con ahínco la enseñanza de estas técnicas en la escuela para ensanchar la nómina de mujeres artistas en nuestro país, pues consideraba que debía convertirse en un oficio que derivase en pequeña industria y donde aflorasen nuevas voces y miradas femeninas (2015: 100). Se podría decir que, junto a Maruja Mallo y otras figuras del 27, pretendió contribuir, tanto en su trabajo como en su labor docente, a una suerte de profesionalización del arte femenino precisamente con los hilos de araña.

Y precisamente esta pretensión de cultivar un hueco, un cuarto propio o cuarto de atrás, para el desarrollo de las artistas de todo ámbito sin quebranto de


 

su identidad femenina, pero a la vez sin que ello se convierta en una banalizadora etiqueta, la encontramos en la voz de la última y más insigne de nuestras Aracnes literarias: Carmen Martín Gaite. Su obra prueba la elaboración constante y paciente al modo de las tejedoras de antaño: sin mirar por el retrovisor, al margen de modas y designios de la norma y, sí, sola15. Precisamente a ese respecto, en esta conferencia que citamos, “La mujer en la literatura”, Martín Gaite por fin se lanza a tratar la cuestión palpitante, esa vinculación que se hace sin matices entre literatura y mujer de la que tantas veces había huido. A su juicio, el oficio de escribir de las mujeres se caracteriza por dos factores. El primero es la soledad elegida:

 

Y quiero destacar [...] la importancia de la soledad asumida voluntaria y orgullosamente como un rasgo de matices peculiares en la mujer tentada por la llamada de las letras. Una tendencia al aislamiento, al ensimismamiento y a la ensoñación previa a cualquier proyecto de futuro, y que ya se acusa en esas niñas de mirada perpleja a quienes los mayores reprochan estar siempre “en Babia” o “en las nubes” […]. Desde ese descalabro y con los huesos magullados, la niña que viajaba por las nubes alza una dolida mirada de lógica incomprensión hacia el lenguaje de los recados y los avisos que pretenden enjaularla nuevamente en las celdas de lo cotidiano. (2002: 327)

 

El segundo factor es un cierto coraje, una cierta ambición que nada tiene que ver con la consolidación o el aprecio exterior de la obra, sino con la creación de una actitud, de una observación contestataria ante su cotidianidad. En este sentido, en la forja de una escritora debe asumirse un cierto deseo ingenuo de transformación del mundo, un mundo, su mundo. “Decía que la futura inventora de vidas ha soñado mucho de niña y de adolescente, porque, en general, se ha sentido más oprimida y rodeada de prohibiciones […], ha tenido menos ocasiones de aventura. Y los sueños suelen ser sueños de fuga” (2002: 327). Tal vez como a la propia Aracne le ocurre al atreverse a darle lecciones de arte (y de moral) a la mismísima Minerva: el bastidor o la página en blanco son las apuestas solitarias donde esos sueños de fuga consiguen coserse a la memoria. Lo curioso es que, en este artículo, mencionando la pasión solitaria de las grandes novelistas británicas del XIX y cómo su mirada prisionera es


15 “Nacida como excepción, [la escritura femenina] se ve obligada a hacerse perdonar ese carácter excepcional, mediante justificaciones, encubrimientos o rodeos, lo cual añade un malestar al que ya supone buscar por escrito una expresión capaz de traducir los sentimientos enconados que se enseñorean del alma sometida a encierro” (Martín Gaite 2002: 337).


 

 

precisamente el aliciente de su literatura16, Martín Gaite refiere un pasaje de Cumbres borrascosas en el que Lockwood compara la sociedad con dos tipos de araña, las que conviven con los humanos en las viviendas y las que sobreviven encerradas en un calabozo. Martín Gaite considera que Brontë se refería a misma cuando aludía a la araña que teje pacientemente su tela en el interior del calabozo, y no cabe duda de que esta alusión a Brontë resulta, a su vez, espejo de su propia experiencia.

El caso es que las alusiones al mundo del tejido, el tejer y la costura como un modo de elaboración similar al literario son constantes a lo largo de la obra de Martín Gaite, tanto la ensayística como la de ficción. No en vano era el oficio que desempeñó su propia madre, por lo que dichas alusiones estaban para ella remendadas con los hilos de la memoria17.

De ella, que hacía unas labores de aguja primorosas, he heredado yo la afición por las metáforas relacionadas con la costura, que son siempre muy sabias porque aluden a la coherencia, a la paciencia y al cultivo de la memoria. [...] Coser es ir una puntada detrás de otra, sean vainicas o recuerdos, y la solidez del tejido (no en vano “texto” y “tejido” tienen la misma raíz) depende de que no hayamos dejado simplemente “prendido con alfileres” lo que vamos colocando y archivando dentro de ese desván donde tiende a almacenarse sin orden ni concierto lo visto, lo imaginado y lo aprendido (2006: 481-482).


16 “El deseo de aislarse puede llegar a hacerse tan vehemente en una mujer que, cuando se ve contrariado, es de los que se crecen frente al obstáculo. Y la única forma de vencer el obstáculo es la de disimular esa crecida de marea, ocultarla a los ojos de quienes la pudieran vituperar, fingir, en suma, que se ha pactado con el obstáculo. Así por ejemplo, en el seno de una sociedad tan puritana como la inglesa de principios del XIX, las hermanas Brontë, Jane Austen o George Eliot demuestran que el pacto con los inconvenientes puede ser una experiencia que redunde en literatura. [...] La mirada prisionera abarca y profundiza, no se pierde detalle ni de lo de afuera ni de lo de dentro. Todo lo que la mujer extraordinaria logra entender e imaginar es a base de concentración, de obediencia a los límites de su prisión terrena” (Martín Gaite 2002: 331-332).

17 Esta asociación entre la memoria y la tela de araña ya era clásica en Una habitación

propia de Virginia Woolf, múltiples veces referida por Martín Gaite en sus ensayos, cuando reflexionaba: “La obra de imaginación es como una tela de araña: está atada a la realidad, leve, muy levemente quizá, pero está atada a ella por las cuatro puntas. A veces la atadura es apenas perceptible; las obras de Shakespeare, por ejemplo, parecen colgar, completas, por sí solas. Pero al estirar la tela por un lado, engancharla por una punta, rasgarla por en medio, uno se acuerda de que estas telas de araña no las hilan en el aire criaturas incorpóreas, sino que son obra de seres humanos que sufren y están ligadas a cosas groseramente materiales, como la salud, el dinero y las casas en que vivimos” (Woolf 2002: 60).


 

Así, los pespuntes, tejidos y retahílas tan presentes en su obra sirven sobre todo a modo de gran alegoría acerca del oficio de escribir que tantas veces alejará de la vieja idea romántica del genio y la inspiración para acercarlo a la labor pausada, esforzada y constante que tanto se parece a la de hilandera. “Ya sabes cómo aludo en mis textos a coser, a los hilos, a ese quitar y poner las cosas, a compo- nerlas…” (Martinell 1998). Quitar y poner cosas, remendar, desarmar y rehacer, afinar y mejorar, seguir, aprender. La escritura como un oficio, pero sobre todo como una labor en su doble sentido, tal y como la recuerda su gran amigo Ignacio Álvarez Vara en el texto que introduce Visión de Nueva York, su novela publicada póstumamente:

 

De las imágenes que guardo de tantos recuerdos hay una sedante y brillante que todavía me consuela. [...] Verla coser era un espectáculo de silenciosa, infinita belleza. [...] Ella cosía con un primor insuperable. Y al verla se entraba sin saberlo en el taller de las hadas. [...] La costura era en su caso una razón mental. Una de las mayores (Álvarez Vara, citado por Martín Gaite 2005: 127)

 

No extrañará que la cesta de costura que según su amigo estaba en cada esquina de su casa de Doctor Esquerdo sea protagonista de su novela más avezada y, a la vez, más desnuda, El cuarto de atrás. La cesta de costura almacena los hilos y, por tanto, las narraciones que funden recuerdos, lecturas y sueños que se enhebran a lo largo de la novela. Se trata, al fin y al cabo, el objeto más importante de ese cuarto propio que es su casa.

Algo similar ocurre en una novela excepcional como Retahílas, donde se juntan la memoria y la comunicación ante la espera de la muerte (los personajes están velando a una moribunda): el hilo de la labor será el pretexto para la conversación y el descubrimiento entre tía y sobrino. Así es como le explicaba la tía a su sobrino que, gracias a la costura, texto y tejido vienen a coserse juntos: “Era exactamente igual, te lo aseguro, que estar agarrando entre los dos un hilo cada uno por el cabo que el otro le largaba ‘toma hilo, dame hilo’, de verdad, completamente así, era tejer” (Martín Gaite 1997: 89-90).

En su novela más exitosa de los últimos años, esa joya de literatura juvenil titulada Caperucita en Manhattan, Martín Gaite les concedió a las arañas un espacio especial que concuerda fielmente con lo hasta ahora dicho sobre las costuras y los hilos. En la Librería de Nueva York suceden cosas mágicas, como las historias:


 

 

La librería de viejo de Aurelio Roncali se llamaba Books Kingdom, o sea El Reino de los Libros, y la marca, estampada sobre la primera hoja de cada uno, representaba una corona de rey encima de un libro abierto. Sara tenía muchas ganas de ir a aquella tienda, pero nunca la llevaban, porque decían que estaba muy lejos. Se la imaginaba como un país chiquito, lleno de escaleras, de recodos y de casas enanas, escondidas entre estantes de colores, y habitadas por unos seres minúsculos y alados con gorro en punta. El señor Aurelio sabía que vivían allí, aunque sabía también que sólo salían de noche, cuando él ya se había ido y apagado todas las luces. Pero a ellos no les importaba eso, porque eran fosforescentes en la oscuridad, como los gusanos de luz. Segregaban una especie de tela de araña, también luminosa, y se descolgaban por los hilos brillantes para trasladarse de un estante a otro, de un barrio del reino a otro. Se metían entre las páginas de los libros y contaban historias que se quedaban dibujadas y escritas allí. Su lenguaje era un zumbido como de música de jazz, pero en susurro. Para vivir en Books Kingdom la única condición era que había que saber contar historias (1993: 26).

 

Estas criaturas nocturnas, pacientes y secretas que se mueven con telas de araña de página en página son quienes labran pacientemente la memoria de los libros. Como siempre ha sido la labor de las arácnidas creadoras.

Así, vemos que las Aracnes contemporáneas ya no son refiguraciones puras del mito. De eso poco queda. Pero parece haber permeado ese salto que transforma el mito a partir de Las hilanderas de Velázquez, quien reconfigura la escala de valores y le da tanto o más protagonismo al oficio que a las figuras míticas y al arte noble y con mayúsculas. “El arte es fruto de la sociedad, […]. Lo mismo sucede con el trabajo manual y el noble ingenio, pues de su concurso nace el arte. No cabe, por tanto, separar la nobleza del arte y su esfuerzo”, dice Sanmartín (2005: 245). Tal vez no haya diferencia suficiente para separarlas.

En todo caso, aunque en la escena contemporánea las artistas y creadoras comiencen a tener el hueco que les fue negado tantos siglos, la huella de este duelo de arañas, su libertad creadora y, sobre todo, su paciencia de laboriosa artesana como respuesta siguen vigentes en todo su sentido. Que sea la araña Martín Gaite quien termine el pespunte: “Estoy sola, vuelvo a empezar, todo es mío, yo amaso el tiempo y me pertenece, es mi material de labor, mi tela para tejer, no lo siento tirano ni verdugo” (1997: 135).


 

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