Colindancias (2018) 9: 173-186

 

Snezana Jovanovic

Asociación Serbia de Traductores Literarios/ Universidad Complutense de Madrid

 

 

Madrid callejero y el callejero de

Madrid: espacio urbano en el universo narrativo de Ayguals de Izco

Street life and street map of Madrid:

the urban space in Ayguals de Izco's narrative universe

Recibido: 23.08.2018 / Aceptado: 05.11.2018



 

Introducción

La visión de la ciudad y la representación del espacio adquieren en la narrativa de la época entre 1840 y 1869 valores hasta entonces impensables y paulatinamente dejan de ser solo el mero soporte de la acción y el escenario donde se desenvuelven los personajesl . Refiriéndose a la novela decimonónica Zubiaurre destaca que el espacio forma una parte fundamental de la estructura narrativa, representa un elemento dinámico, estrechamente vinculado con los demás componentes del texto (2000: 20). Pero para tener relevancia el espacio necesita ser habitado, es decir "son las gentes quienes refuerzan el carácter del espacio, y este quien contribuye decisivamente a configurarles" (Gullón 1980: 55). El tema madrileño, sus tipos, sus costumbres, su arquitectura y geografía se convierten en un elemento caracterizador de esta producción. Y esa pretensión de reconstruir la metrópoli y su idiosincrasia más que en ningún otro escritor de la época se hace evidente en la obra del escritor vinarocense, lo que ha llevado a Sebold2 a declarar que hay pocas novelas en las que habrá más Madrid (2007: 37), y a Benítez a considerar la posibilidad de incorporar a Ayguals de Izco a la nómina de escritores que difunden las bellezas de España pintoresca (1979: 142).

La topografía y la mención concreta de las calles es uno de los rasgos más importantes del realismo de Ayguals de Izco y el medio preferido para lograr la total sensación de realidad. Su manera de pintar la ciudad corresponde a su propósito de crear una novela que abarcaría la sociedad, la historia, la costumbre y la moral, una novela que sería la expresión directa y fiel de la realidad. Una de las estrategias narrativas de las que se vale para este propósito consiste en situar los acontecimientos y a los personajes en los escenarios reales y en un marco histórico contemporáneo. Las calles representan uno de sus escenarios predilectos por la posibilidad que le brindan de exponer una galería de tipos y costumbres madrileñas y españolas, además de ayudarle a formar la imagen de la ciudad imaginada en la mente de sus lectores, pero también le facilitan una vía de responder a las representaciones estereotipadas de los autores extranjeros con su visión de Madrid. Ayguals era consciente del atractivo que las descripciones de la capital podrían tener

 

I El espacio urbano en la novela de la época entre 1840 y 1869 a menudo sirve de recurso para analizar las relaciones sociales y se convierte en el personaje del texto. Las huellas de esta personificación del espacio Gullón (1983: 2) las encuentra ya en La vida de Lazarillo de Tormes (1554), en el episodio en el que se narra la convivencia de Lázaro con el escudero y en el que la casa que habitan se describe como espacio de miseria que contagia a sus habitantes. A mediados del siglo la personificación del espacio se lleva a cabo mediante las abundantes referencias topográficas y la pintura de los tipos y costumbres. Tal es el caso de las obras de Ayguals de Izco, Martínez Villergas (Los misterios de Madrid, 1844), Ramón de Navarrete (Madrid y nuestro siglo, 1845-1846), García Tejero (El pilluelo de Madrid, 1848) o Teodoro Guerrero (Una historia del gran mundo, 1851). Espacio urbano aparecerá como personaje y en las novelas posteriores; el ejemplo es la recreación de Oviedo como Vetusta en La Regenta de Clarín o Madrid en varias novelas de Pérez Galdós. Sobre el tema véase Francisco Estévez (2016), especialmente el capítulo "La ciudad como personaje"

2 La amplia visión del Madrid contemporáneo que Ayguals de Izco plasma en las páginas de sus novelas Sebold la compara con la de las mejores novelas de Galdós. A las novelas del escritor vinarocense le confiere el valor de los clásicos, modelos directos de los escritores realistas e insiste que la obra de Ayguals de Izco y los novelistas de su círculo deberían definirse como la novela realista entre 1840 y 1869 (2007: 14-17).

para los lectores de otras zonas de España, a los que descubría diferentes caras de Madrid, como delata el uso amplio e intenso que del paisaje urbano matritense practica en toda su narrativa; por otro lado, estas imágenes de la capital permitían a los lectores que conocían la ciudad integrarse en el relato por identificación. Según el criterio de Benítez estas descripciones creaban sensación de realidad auténtica en el lector de entonces que aceptaba la vida de los personajes como reales porque se movían en un mundo concreto, de referencias conocidas (1979: 153).

La representación del espacio y las referencias topográficas no tienen la misma importancia en toda la obra del autor. La mayor presencia de Madrid se nota en María la hija de un jornalero y La marquesa de Bellaflor, mientras la menor, en La bruja de Madrid, donde aparte de la referencia en el título, un suceso madrileño, la historia de 2 de mayo, sirve como pretexto para desarrollar la trama casi totalmente folletinesca. Es también el caso de Los pobres de Madrid y La Justicia divina, con pocas o ningunas referencias históricas, los retratos físicos de la capital están casi completamente ausentes, aparecen algunas referencias y breves apuntes sobre ciertos espacios con el único fin de reforzar la impresión de verosimilitud.

Las calles capitalinas

Las novelas de Ayguals de Izco están pobladas de un sinnúmero de calles; hay menciones y testimonios de casi todas las calles conocidas, sin embargo, las céntricas son las que acaparan su atención, mientras apenas aparecen alusiones al entorno del extrarradio. Todas las calles se presentan con sus nombres reales, aunque algunos pueden resultar desconocidos a los lectores de hoy, debido a los cambios producidos sobre todo en las últimas décadas del siglo XIX. Ese es el destino de la calle Gorguera, actual Núñez de Arce; la calle de Cantarranas que se convirtió en la calle Lope de Vega; la famosa calle de casuchas miserables San Antón, ahora Augusto Figueroa; la calle del Lobo que es la calle Echegaray o la calle del Olivo que ahora lleva el nombre de Mesonero Romanos. Esta práctica no pasa desapercibida por Ayguals de Izco, la encuentra absurda e inútil, ya que la gente seguirá utilizando los nombres de siempre, a los que está acostumbrada. Por temor a que sus lectores no reconozcan la calle de Lope de Vega, se queda con su nombre antiguo Cantarranas.

Déjese el Ayuntamiento de pueriles innovaciones que jamás serán respetadas, mayormente cuando respiran inexactitud y torpeza, pues no entendemos por qué se le quiere dar a la calle de Cantarranas el nombre de Lope de Vega, cuando este famoso escritor vivió y murió en la casa número 15 de la calle de Francos, y es lo más gracioso que a la calle de Francos se le ha puesto el nombre de Cervantes cuya casa tenía la entrada por la de León. (Ayguals de Izco 1847-1848, vol. I: 633)

La única calle cuyo nombre parece fruto del imaginario del escritor es Sal si puedes, sin embargo esta "calle triste y angosta" en la que "hacíase de noche una hora antes de lo regular" (Ayguals de Izco 1850-1851, vol. I: 184) también es real y hoy lleva nombre de Travesía de las Beatas. La mayoría de estas calles se menciona solo de pasada y su función es destacar la veracidad. El procedimiento más habitual en estos casos es hacer una breve mención sobre la ubicación de algún edificio de interés, de la casa o del sitio donde se encuentra algún personaje, sin descripciones largas y pormenorizadas. Utiliza este procedimiento para ubicar todos los sitios importantes, públicos o privados, diferentes instituciones estatales y culturales, varios sitios de ocio como bares y tabernas. En la carrera de San Jerónimo está la famosísima Fontana de Oro, el sitio preferido de Alcalá de Galiano, Benito Pérez Galdós y de los revolucionarios de la época; en la calle Gorguera, la fonda Aguila Negra; la Inclusa estaba primero en la calle Preciados y luego fue trasladada a la calle Embajadores donde también está la fábrica de tabaco; la fábrica de cerveza se encuentra en la calle Lavapiés, la Imprenta nacional en la calle Carretas, y Café nuevo en la calle Alcalá. Con menos frecuencia proporciona la dirección exacta, el número de la calle o más detalles sobre la ubicación de cierta calle o casa.

Los desplazamientos de los personajes a menudo tienen la misma función de plasmar un itinerario urbano verosímil. El autor no describe el aspecto de las calles, sino haciendo la lista de las calles reales que transita un personaje ficticio dibuja un mapa de su itinerario. El recorrido de las calles en ocasiones le sirve para mostrar la desesperación de los personajes en algunos momentos de su vida. María abandona la casa de sus padres y deambula por las calles madrileñas con intención de buscar el puesto de doncella en alguna casa rica:

Cuando María abandonó la casa paterna, iba por las calles sumergida en profundas meditaciones, sin dirección, sin plan hasta que llegó maquinalmente a la Puerta de Sol, donde el bullicio y general alegría de la multitud, contrastaba acerbamente con el doloroso afán de aquella infeliz criatura. Arrollada por una turba de curiosos que se agolpaban en derredor de unos ciegos, vióse María obligada a seguir la dirección de los demás y quedó encerrada en el apiñado círculo que formaban. (Ayguals de Izco 1847, vol. I: 147)

Los personajes históricos también caminan por las calles madrileñas de Ayguals de Izco, desde Isabel II, Francisco de Asís de Borbón y María Cristina de Borbón, hasta el capitán general de Castilla Nueva José de Cantarac y Espartero. Resulta curiosa la descripción de la heroica entrada de Espartero a Madrid si sabemos que desde sus periódicos Ayguals de Izco le dirigía los más feroces ataques: "De pie en su carroza, con lágrimas en los ojos, y puesta una mano en leal corazón, saludaba el caudillo a la inmensa muchedumbre que poblaba todo el tránsito de la calle Alcalá, Puerta de sol. La calle Mayor, hasta la Plaza de la Constitución, en donde está la Casa Panadería" (Ayguals de lzco 1847-1848, vol. 1: 256).

El escritor con mucha frecuencia elige la calle como punto central para intentar facilitar la integración del plano narrativo e histórico. Cumple esta función la descripción que nos proporciona en La marquesa de Bellaflor (vol. II: 403) del paso de la comitiva de María Cristina el día de su boda, el 11 de octubre de 1846. Sus elegantes carrozas pasan por Arco de Palacio, calle de la Almudena, calle Mayor, Puerta de Sol, calle Alcalá, Prado, Paseo de Atocha hasta la Real Basílica de Nuestra señora de Atocha. En la misma novela (vol. I: 362-234) narra la insurrección de la milicia nacional en Madrid el 7 de octubre de 1841 y hace partícipe de este acontecimiento histórico a uno de sus protagonistas, el marqués de Bellaflor. El marqués se une a la sublevación hombro a hombro a un personaje histórico Juan Miguel de la Guardia, capitán de la milicia, representado como amigo de este personaje ficticio. De todas sus novelas, El palacio de los crímenes es sin lugar a duda la novela donde el plano histórico le importa mucho más que el narrativo. Aquí más que en ninguna otra, las calles de la capital son testigo y escenario de los dramáticos hechos históricos.

 

Barrios populares y barrios de las clases privilegiadas

Benítez pone de relieve que Ayguals de Izco dedica más tiempo a la descripción de los espacios interiores de palacios y casas de ricos que a "humildes moradas de pobres" y considera que son fruto de la observación directa, ya que el escritor conocía personalmente el palacio de María Cristina (1979: 142). Igual de observador el escritor se muestra cuando se trata de espacios abiertos y calles, sin embargo, abundan las descripciones de las calles de los barrios populares y de la gente de mal vivir. Representando estos espacios no se conforma con breves bosquejos o menciones de la calle, los retrata con asombrosa profusión de detalles describiendo sus particularidades, sus moradores y sus costumbres, sus viviendas y tabernas, toma nota de la limpieza y estado de estas calles, de sus colores, sonidos y olores. Tal es el caso de la calle Rosario, prototipo de la pobreza y de la desgracia, una de las calles de los barrios considerados marginales más por la gente que lo habitan que geográficamente. Ahí en el número 3[1] está ubicada la casa de María, la protagonista de la trilogía del escritor:

A espaldas del convento de san Francisco el Grande está la calle del Rosario, que, como todas las de los barrios extraviados, presenta un contraste singular con el bullicioso movimiento y animación que reinan siempre en los parajes céntricos de Madrid. La calle del Rosario no es sin embargo de las más solitarias y silenciosas, particularmente desde que se ha convertido en cuartel el convento de san Francisco. Hay inmediatamente á una fuentecilla, en un rincón de esta calle, un casucho muy antiguo, de bastante capacidad, que generalmente ha sido habitado por esas infelices á quienes al hambre obliga a prostituirse, porque no todas las mujeres están dotadas del suficiente heroísmo para resignarse á sufrir una existencia fatigosa, llena de privaciones y penalidades. (Ayguals de Izco 1847, vol. I: 17)


La primera mención de esta calle le sirve al autor para uno de sus discursos ideológicos, la condena de la desigualdad existente entre la clase trabajadora y la élite rica. Denuncia la falta de trabajo, las condiciones inhumanas de los trabajadores, sobre todo de las mujeres de la fábrica de tabaco y sus salarios mezquinos. Por esta situación desesperada, la mujer tiene solo dos salidas: suicidio o prostitución, lo que en su parecer podría solucionarse si las clases dirigentes se ocuparan del problema. Ayguals de Izco nos proporciona datos sobre los transeúntes, sus vestidos, la época del año de más concurrencia. Aparte de las "manolas de rompe y rasga", cruzan esta calle "los hombres de capa parda, gran patilla y sombrero calañés y bastantes viejas de esas que cubren sus pingajos con un grande y sucio mantón de estambre a cuadros verdes y encarnados" (1847, vol. I: 26). Es curioso que aunque el escritor en repetidas ocasiones en sus obras levanta la voz contra la imagen distorsionada y estereotipada y representaciones conflictivas de los españoles, aquí recurre a la idéntica imagen, tantas veces criticada: capa, patilla y calañés. El aspecto lúgubre de esta calle inmunda cambia con el buen tiempo:

En la primavera particularmente no deja de ser bulliciosa la calle del Rosario. Las vecinas salen á tomar el sol en medio de ella, y se peinan unas á otras, mientras las viejas se entretienen en murmurar del prójimo. Multitud de chiquillos, porque parece que los pobres son más fecundos, jugando en camiseta los que no andan en cueros, entre las gallinas de la tabernera, interrumpen el paso de los transeúntes. (1847, vol. 1: 26-27)

En el barrio marginal de Maravillas está la calle Palma Alta "de más nombradía por la gente de trueno" (1847, vol. I: 116). Este "cenagal de la inmoralidad" no frecuenta el pueblo, sino populach0[2]: "los mozalbetes rateros, mozuelas pervertidas, baratero, viejas inmorales, tahúres, mujeres adulteras, rufianes, presidiarios, desertores, ladrones, asesinos y malhechores" (1847, vol. I: 116). Está llena de tabernas y casuchos de paredes ennegrecidas, balconcillos rotos y ventanas informes de vidriera carcomida. En esta calle encuentran cobijo para sus reuniones secretas los miembros de la asociación carlista el Angel exterminador, especialmente odiada por el escritor democrático, en la taberna del tío Gazpacho, recién blanqueada, con el marco de la puerta de color amarrillo y un letrero encima que demuestra la ignorancia y muy mal conocimiento de la ortografía de su dueño.

El escritor retrata de manera parecida la calle de San Antón, otra de las calles olvidadas de todo el mundo decente: larga, estrecha, mal empedrada, poblada con miserables casuchas, mal hechas y desiguales, de paredes negros del tiempo y suciedad. Sus habitantes no se distinguen mucho de la gente de otros barrios pobres, viven sus vidas en miseria terrible y sin ningún tipo de protección. Se repite la imagen de las mujeres andrajosas que se peinan o toman el sol y de los niños que juegan en la calle llena de lodo. Ayguals de Izco se vale de la descripción de esta calle para introducir el discurso sobre el estado de abandono de los barrios menesterosos, a la vez que la utiliza como pretexto para presentar toda una galería de seres del mundo bajo que se reúnen en la taberna de la tía Marciana: las mujeres de mal vivir, prostitutas, descalzas, en harapos, enfermas y de "rostro lívido y amarillento" y de hombres del mundo criminal, ex presidiarios y saltadores con inevitable navaja en la faja o el garrote. La representación de este mundo se escapa de los límites de la descripción costumbrista o del estilo periodístico que a menudo emplea para retratar los edificios públicos o privados que albergan ciertas calles. Benítez considera que por su pericia en la pintura de este mundo Ayguals de Izco parece un prenaturalista (1979:198). El escritor no pierde ni el detalle de los olores de la calle San Antón, del "nauseabundo y fétido hedor" del lodoso barro de la calle que se extendía por todas las partes.

 

Y para que nada falte a los moradores de tan privilegiado sitio, empiezan desde las diez de la noche á embalsamar la atmósfera las odoríferas y nunca bien ponderadas carretelas de Sabatini, que tienen su gran corral en la calle de Regueros, sírveles de tránsito la de San Antón, y no paran en toda la noche de cruzarse esos que seguramente por burla se llaman carros de la limpieza, cuando no hay cosa más fétida en todo Madrid que los tales faetones. (Ayguals de Izco 1847, vol. II: 39. Cursivas del autor)

 

Al parecer, las carretelas de Sabatini no recorrían solo las calles de los barrios bajos de gente pobre, abandonada y olvidada. Esos “tilburíes odoríficos” circulaban por toda la ciudad, aunque por las calles céntricas más tarde, “a cosa de media noche como las brujas”, justo cuando los elegantes volvían de las tertulias y espectáculos públicos a sus casas. Caminaban de prisa, intentando tapar la boca y la nariz con un pañuelo para no respirar “ciertos perfumes, que se parecen muy poco a las esencias de rosa y de jazmín” (1847, vol.l: 13). De nuevo, el escritor aprovecha la oportunidad de criticar esta “vituperable costumbre” de Madrid y las autoridades competentes por no mostrar voluntad de resolver este problema que se podría por lo menos paliar retardando la hora de hacer acopios. En una nota al final de la página informa a los lectores que su crítica ha surgido efecto porque la autoridad competente ha dispuesto que se haga una importante mejora: la construcción de las cloacas en la calle.

Las clases privilegiadas habitan y frecuentan otros barrios. En la elegante y céntrica calle del Carmen, conocida por sus tiendas lujosas y almacenes de moda, la gente disfruta de un “ambiente deliciosísimo” y olores mucho más agradables:

Inmenso número de macetas de albahaca que se llevan allí para vender, embalsaman el aire, y este aroma, unido al bullicio y alegría de las gentes, a las buenas vistas que ofrecen las beldades de Madrid, a la elegancia de sus lujosos trajes y otros atractivos, forman el imán irresistible de esa juventud atolondrada que sabe fascinar a las buenas mamás en beneficio y consuelo de sus hijas, y cae siempre como fatal meteoro sobre la cabeza de algunos pobres maridos. (1847, vol. I: 37)

Una vez al año, el 16 de julio, el día de la fiesta de la Virgen del Carmen, esta calle está abierta para todo el mundo, la gente acude para comprar, vender, para mirar y entretenerse o pasear. Los vendedores callejeros entre la gran variedad de artículos que ofrecen no se olvidan de los productos para los niños: “juguetes de plomo, muñecos, perritos, caballos de cartón, guitarras, violines, atabales, pitos, angelitos de yeso y santos de barro” (1847, vol. I: 37). La pobre María, protagonista de la famosa trilogía, se dirige a esta calle con la esperanza de encontrar entre la multitud de gente y bullicio general a algún interesado en comprar su canario, para socorrer de esta manera a su familia. La calle del Carmen será el lugar de encuentro fortuito con el hombre que más tarde será su marido, el marqués de Bellaflor.

La calle comercial por excelencia es la calle de Toledo, un verdadero mercado con sus zapaterías, hojalaterías y otras tiendas más variadas. Entre la muchedumbre hay mucha gente de provincia. Algunos vienen a vender, otros a comprar y hay algunos, como son los valencianos, que se buscan la vida intercambiando la estera y diferentes tipos de cacharros por otros productos que les hacen falta: horchata de chufas y melones. Está lleno de los vendedores ambulantes de todo el país que vienen ofreciendo lo mejor de su zona, los melocotones de Aragón, el vino de Valdepeñas o jumentos de la Mancha, y sigue la enumeración, una descripción de rasgos costumbristas:

Por ella aparecen el macareno hijo de la tierra de María Zantísima con la rica aceituna sevillana; el indomable carromato catalán con su excitante salchichón de Vich; el estremeño con sus picantes chorizos, que tan ricamente condimentan la sabrosa y nunca bien ponderada olla nacional, y enardecen la sangre de los descendientes de Antárctico; el cartaginés y el murciano con sus carros atestados de naranjas y granadas, como deseosos de templar con ellas los efectos del comestible anterior; el hijo de Pelayo con su enorme calzado á guisa de Judío errante, que aunque no entra por la puerta de Toledo, sino por la de Segovia ó Portillo de San Vicente, se enseñorea de todas las calles de Madrid con su cuba de horchata de ranas, ejerciendo sus sansónicos bríos y luciendo su dulcísimo dialecto en la cuna de los Vargas y de los Cisneros. (1847, vol. I: 405)

La mayor animación reina delante del parador de Cádiz y de la taberna del tío

Berinche, los locales que Ayguals elige destacar entre multitud de tabernas y posadas. Ahí están los madrileños del barrio, extranjeros de visita, gente que busca respiro, una asombrosa variedad de trajes, dialectos y lenguas. Todo lo auténticamente español, todas las provincias de la nación aquí están representadas "mejor que en el congreso de los padres de la patria" (1847, vol. II: 345). A la popularidad de esta calle contribuye mucho y la cercanía del famoso Rastro donde se vende la ropa vieja y cualquier tipo de trastos inútiles "desde la espada del rey Wamba y el dedal de Clitemnestra hasta el cetro de Montemolín, desde la lanza de don Qiijote hasta los espolines de don Carlos y los algodones del tintero de don Jaime Balnes" (1847, vol. I: 407).

Aunque la calle Toledo era el mercado más grande e importante de Madrid, la venta no era el privilegio exclusivo de esta calle. Por las calles de Madrid transitaban los hombres y mujeres vendiendo fósforos o comida. Algunos como la señora Pepa preparaban la comida, la colocaban en una mesa delante de su casa y la vendían a los transeúntes. Entre sus manjares están: pan, vino, bacalao frito, tortilla, sardinas asadas, aceitunas, cebolletas, pasas, chorizo extremeño y guindillas. Todo lo vende "baratito", por eso no le faltan compradores, la mayoría de ellos las lavanderas y "los gallegos que conducen la ropa" (Ayguals de Izco 1857: 412).

Ayguals de Izco nos deja el testimonio de los mercadillos del mes de septiembre, durante las ferias, cuando los "cortesanos y capitalistas" vuelven a la ciudad de sus granjas a las afueras o de los baños y cuando todo Madrid se convierte en un "inmenso zacatín". En los puestos callejeros se vende de todo, "trastos viejos, apolillados libros y guiñapos mugrientos", mientras los artículos de valor se exponen para la venta en las calles de más renombre. El punto privilegiado era la calle Alcalá que alberga edificios importantes como son el palacio de Buena Vista, el Gabinete de Historia nacional y el famoso Café Nuevo. Durante los quince días cuanto duraba la feria la calle se convertía en una de las calles más concurridas, donde uno puede encontrar "desde los cachivaches de plomo con que el manso papa enjuga el llanto del inocente hijo de su mujer, hasta el rico mantón que amenaza la bolsa del obsequioso chichisbeo, desde la desabrida níspola, hasta el suculento melocotón de Aragón" (Ayguals de Izco 1847-1848, vol. II: 108). A la animación de esta calle contribuye la exposición callejera de pinturas de los artistas contemporáneos que suele visitar todo Madrid. Gran cantidad de gente acude a la calle Alcalá para comprar, para ver y ser visto, pasear al aire libre, lucir sus mejores galas y criticar. Además de los días de feria, esta calle se ponía muy animada todos los lunes sobre las tres de la tarde cuando una inmensa muchedumbre de todas las partes de Madrid y de todas las capas sociales se dirigía a la Plaza de toros entre tráfico, ajetreo y griterío de los vendedores ofreciendo sus productos: agua, naranjas, abanicos, tostados y bollos, "ruido de las campanillas y chasquidos de los látigos". (Ayguals de Izco 1847, vol. I: 250) Ayguals de Izco siente la predilección especial por presentar los espacios abiertos de sociabilidad, pintar la alegría y el bullicio que reinaban en las calles capitalinas en los días festivos en los que participaba todo el pueblo de Madrid, disfrutando de bailes, cantos, comida y bebida, cuando "confundíase el frac con la chaqueta, el chal con la mantilla de manola, no había distinciones de sexo ni edades" (1847, vol. I: 236). Lo que le interesa es destacar la diversidad, el carácter igualador y democrático de las fiestas, pero no hay que obviar que a menudo aprovecha estas imágenes y descripciones para recalcar una vez más el carácter honrado de los trabajadores y otros grupos de origen humilde.

Caminando, en coche o en caballo

Por las calles se va caminando en coche o a caballo para distraerse o desplazarse a un lugar concreto. Costumbre de pasear es el pasatiempo preferido de todos los madrileños, son innumerables las situaciones en las que algún personaje sale a pasear por motivos muy diversos, en coche o a pie. Las reglas de buen tono regulan la hora de paseo, es "a la caída de la tarde", pero en los días de verano al paseo se suele salir más tarde, incluso por la noche. El paseo forma parte de la rutina diaria del Marquesito de Bellaflor y su padre: "Comían a las dos, dormían una ligera siesta, y a la caída de la tarde solían dar juntos un paseo" ( 1847, vol. II: 101). Además de ser una forma de divertirse, pasear tiene efectos beneficiosos para la salud, los burgueses que no realizaban los trabajos físicamente duros, necesitaban el paseo para fortalecer sus delicados nervios, disfrutar del aire fresco o a veces para librarse del "efecto del ponche" (Ayguals de Izco 1847-1848, vol. I: 41).

Caminar en la capital no es siempre una tarea fácil; recorrer grandes distancias es agotador, además el mal estado de algunas calles madrileñas y sus pavimentos rotos dificultan aún más el movimiento de los transeúntes: "Y tal era la fatiga adquirida por las lenguas horas de marcha sobre el embaldosado de la Metrópoli, capaz en muchas calles escéntricas de hacer nacer callos en los pies del Convidado de piedra, si se le antojara pasar por ellas para visitar a los Tenorios de nuestros días" (Ayguals de Izco 1859, vol. I: 322). Ni las calles alrededor de Sol están en un estado mucho mejor. Trifón, también llamado Rumboso, va por las calles con un hachón en la mano, para no caerse porque "hay en la Puerta de Sol tantos escombros" y un cencerro, "para hacernos abrir paso entre la multitud" (Ayguals de Izco 1857: 336). Con el mal tiempo la única manera de desplazarse por las calles es en coche, pero ese medio de transporte no está a disposición de todo el mundo. Pasar por la abandonada y descuidada calle de San Antón en los días de lluvia se convierte en todo un reto: "Ninguna calle lleva el nombre más adecuado que la de San Antón, pues en ella puede el marranillo refocilarse y engordar en el lodo, particularmente en pos de lluvias que convierten el piso en asqueroso cenagal" (Ayguals de Izco 1847, vol. II: 42).

Ayguals de Izco se muestra siempre atento a los cambios observables en las calles de Madrid porque afectan a todos sus habitantes, para mejor o para peor. Los cambios estéticos son muy importantes, ya que la capital representa a todo el país, además, con esos cambios se proporciona trabajo para las clases menesterosas. Aparte de las criticas, en sus novelas hay testimonios de numerosas reformas que se han hecho en la ciudad; como buen cronista de la vida de la gran urbe madrileña detecta estos cambios, los analiza y presenta a sus lectores, los aprueba o critica y propone mejoras. Encuentra muy loable que las calles céntricas cada día están más hermosas, que se ensanchan las aceras o se quitan los obstáculos en forma de rejas que dificultan el desplazamiento de la gente, nota el esfuerzo que se hace para recomponer los pavimentos rotos y las iniciativas de plantar árboles para que el paseo por las calles sea más agradable.

En cuanto a los coches, las calles madrileñas del XIX son un escaparate de coches y de mucho tráfico de alquiler en los alrededores de la Puerta del Sol y parque del Buen Retiro. Ayguals de Izco nos deja un testimonio de la gran variedad de los medios de transporte que circulan por las calles madrileñas:

calesines de las sandungueras manolas, los tilburíes de los elegantes, las berlinas de los aristócratas, los briosos corceles de gallardos jinetes, y los enjaezados jacos de

salerosos chulos. Cruzábanse con todos estos carruajes y caballerías los coche simones que habían dejado ya en los tendidos a la gente crua que los había arquilao, e iban en busca de nuevos inquilinos. (1847, vol. I: 249)

El mencionado coche simón representaba un nuevo concepto de carruaje de alqui1er que se convertirá en uno de los coches más castizos que ha tenido la historia de la circulación en Madrid. Este vehículo se popularizó tanto entre la población madrileña que cualquier carruaje de alquiler fue llamado simón. Ayguals de Izco lo introduce en su mundo novelesco mediante el personaje de don Bonifacio Colón. Don Bonifacio después del lance de honor del que no salió victorioso, pagó el alquiler del simón para llevar a casa a todos los involucrados en este duelo (Ayguals de Izco 1847-1848, vol. I: 106). También nos informa del cambio de nombre de esos coches en ómnibus.

Los aristócratas tienen su propia berlina, cuando les apetece salir, los lacayos se encargan de prepararlas y de conducirlas. Nuevos ricos como la marquesa Turbias-aguas demuestran la falta de buen gusto eligiendo un carruaje llamativo: "Este airoso carruaje de color lila con ruedas blancas y ribetes azules, apareció por la calle Alcalá" (Ayguals de Izco 1847, vol. I: 192). El escritor censura que con tanta variedad de carruajes que hay en España se importen los landós de París y Londres y sin pagar los derechos a los que están obligados por los aranceles de la Aduana. Le amarga que las leyes en su país se apliquen solo a las clases proletarias, a los que tienen poco o nada, mientras los verdaderos culpables se quedan impunes. Estas posturas las apoya citando los artículos de los periódicos El Español y El Castellano.

Los peligros de la calle

En las calles madrileñas de la época reinaba descontrol, sobre todo en las calles céntricas y las que se comunicaban con la Puerta de Sol: por el suelo desnivelado y mal empedrado, entre basura y escombros en ciertos tramos, pasaba multitud de coches, caballos, gente, niños, vendedores ambulantes y los accidentes ocurrían casi a diario. Ayguals de Izco transmite este ambiente; recurre a su habitual procedimiento, abre el capítulo XIII "Madrid en el campo" con una descripción callejera para introducir un suceso, concretamente el atropello de uno de los personajes importantes para la trama novelesca, la madre de la protagonista María, lo que luego le sirve de pretexto para introducir la crítica y protesta contra los excesos de velocidad:

La elegante carretela de la marquesa Turbias-aguas bajaba al trote de dos briosas yeguas normandas por la calle Montera, y como estuviesen obstruidas las de Carretas y Concepción Jerónima que son el tránsito para la de Toledo, con el paso de tropas de la guarnición que habían tenido revista, dirigióse la berlina a la calle de la Paz, pasó rápidamente por la plazuela de la Leña, y al atravesar la de Santa Cruz para tomar la calle Imperial, aconteció uno de esos lamentables sucesos tan repetidos en Madrid. (1847, vol. 1.: 233)

Conducir el coche para el escritor vinarocense es un lujo pero también un mal necesario, de ahí que no alega su prohibición. Pero sí exige la existencia de verdadera policía que se ocuparía de controlar el comportamiento de los cocheros, les obligaría a disminuir la velocidad y respetar a esa masa de pueblo que se mueve por las calles caminando, en una palabra, protegerles.

Otro gran problema del que da cuenta Ayguals de Izco en sus novelas es la presencia de los mendigos en las calles de la capital. Persiguen a la gente y de día y de noche: "ilmposible parece que esto suceda en la capital de la Monarquía!"—exclama el marqués de Bellaflor hablando con los padres de María (Ayguals de Izco 1847-1848, vol. II: 118). Velando como siempre por los intereses del hombre pequeño, el escritor no entiende tanto desinterés por parte de las autoridades. El funcionamiento y financiación de los asilos de beneficencia tienen que ser el deber del gobierno. La solución de Ayguals es abrir la puerta de los asilos a los mendigos y "moralizarlos con trabajo y educación" (1847-1848, vol. II: 122). El mismo discurso en el que condena la mendicidad incluirá más tarde en su novela Pobres de Madrid (1856: 54). El dualismo moral de Ayguals de Izco se evidencia y en el tratamiento del tema de los mendigos; también entre ellos distingue buenos y malos: mendigos decentes, víctimas de la circunstancias, intentan conseguir medios para sobrevivir recorriendo las calles de la ciudad; lo que para algunos es pura diversión, una manera de entretenerse o matar tiempo, para otros es la única manera de conseguir medios para sobrevivir. Pobre y orgullosa "Bruja" Inés, cuyo aspecto desgreñado y la cara deformada provoca miedo y desdén de la gente, va por las calles adivinando el futuro a la gente, pero tuvo que abandonar este oficio porque acabó apedreada (Ayguals de Izco 1850-1851, vol. II: 319). Ayguals presenta la mendicidad como un gran problema social y una cara fea de la capital, pero se muestra compasivo con los mendigos; la connotación de los mendigos como seres vagos, criminales e improductivos está reservada para los mendigos falsos, gente perezosa y viciosa que se aprovechan de la buena voluntad de las personas decentes.

El interés por la presentación de la capital madrileña, sus espacios, sus habitantes y sus costumbres no es característica exclusiva de Ayguals de Izco. Antes de publicarse la primera parte de su novela María o la hija de un jornalero había adquirido gran popularidad la colección Los Españoles pintados por si mismos (1843-1844) con sus estampas de la vida de la ciudad, la obra colectiva que marca, según el criterio de Romero Tobar, la pauta de este uso literario (1972: 424). Edward Baker confiere a Mesonero el papel del iniciador de una genealogía de textos que escriben Madrid antes de la aparición de la novela realista (1991: 56). Sin embargo en Mesonero, al que a veces también acude Ayguals de Izc0[3] , se representa una clase y la ciudad comercial mientras el otro insiste en representar Madrid completo, tanto la topografía de la capital como la vida de todos sus habitantes indistintamente de su condición social. Precisamente en este deseo de presentar una visión total de la ciudad y, como pone de relieve Benítez, de considerar la realidad contemporánea española como materia novelable (1979: 195), reside la originalidad del escritor vinarocense. Su manera de presentar la realidad corresponde con su idea de la novela y con los propósitos que tiene creándola, esto es, pronunciar siempre la verdad, representar tanto las facetas positivas como las negativas de la sociedad para contribuir al triunfo de moralidad y progreso, cultivar un estilo sencillo pero no populachero o en sus palabras: "escribimos para que nos entienda todo el mundo" (1855, vol. II: 752), escribir con el fin de provocar una reacción del público, porque el mayor triunfo del escritor es "conmover a los demás excitando las pasiones" (1855. vol. II: 757).

Bibliografía

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Pobres y ricos o la bruja de Madrid. Novela de costumbres sociales. Madrid: Imprenta de Wenceslao Ayguals de Izco, 1850-1851.

Elpalacio de los crímenes o Elpueblo y sus oPresores. Madrid: Imprenta Ayguals de Izco Hermanos de Izco, 1855.

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[1] Sebold considera este detalle de la dirección callejera como una radical novedad que antes de Ayguals de Izco ha aparecido solo una vez en la literatura española en la obra El de las niñas de Leandro Fernández de Moratín (2007: 42). El mismo detalle aparece en otra novela del escritor, Los pobres de Madrid (vol. I: 410), en la que uno de los personajes, Trifón, vive en una buhardilla en el número 20 de la calle Lavapiés.

[2] Ayguals repetidamente insiste en diferenciar el pueblo y populacho: "No confundiremos nunca a las clases pobres del pueblo, a las masas laboriosas, a los jornaleros honrados, a los artesanos virtuosos con la hez de turbas soeces y repugnantes, hijas de la holganza, de la prostitución y crimen" (Ayguals de Izco 1847, vol. 1: 116).

[3] Según Romero Tobar la fuente de información más utilizada y citada por Ayguals de Izco en sus novelas es El manual de Madrid de Mesonero Romanos (1972: 430).