Universitá degli studi Guglielmo Marconi – Roma
Presencias fantasmales en la cuentística fantástica del Uruguay contemporáneo. Dos modalidades de representación del subgénero en la obra de Hugo Burel y Mario Delgado Aparaín
Recibido: 23.04.2017
Aceptado: 30.11.2017
Dijo el sombrerero echando
la cabeza hacia atrás, con desdén: “Creo
que ni siquiera has hablado
nunca con el Tiempo. […] Pero si mantuvieras buenas
relaciones con él,
haría casi lo que tu quisieras
con el reloj.
(Lewis Carrol, Alicia en el país de las maravillas)
La literatura fantástica, aun en las diferencias de sus expresiones variadas y multiformes, no deja de representar una forma evolutiva, o una deriva contemporánea, de la literatura gótica, al tiempo que se constituye en un ejercicio de corrosión de la racionalidad humana. Al entrar en contacto con la dimensión más íntima y profunda de la psique individual y colectiva, el género fantástico hace “estallar la significación en direcciones múltiples y amplía, de ese modo, el mundo. […] En él, un mundo infantil no completamente derrotado consigue balbucear eso que no tiene nombre, en un clima de miedos y sombras inclinadas” (Negroni 2009: 9). El impacto que la escritura fantástica ejerce en la dimensión psicológica del lector es subrayado también por el escritor y crítico literario uruguayo Omar Prego Gadea quien reelabora una afirmación de Cortázar acerca de lo fantástico como grieta que se abre en la arquitectura del orden y señala que lo verdaderamente fantástico no reside tanto “en las estrechas circunstancias narradas como en su resonancia de pulsación, de latido sobrecogedor de un corazón ajeno al nuestro, de un orden que puede usarnos en cualquier momento para sus mosaicos, arrancándonos de la rutina para ponernos un lápiz o un cincel en la mano” (Prego Gadea 1993: 68).
Considerar el género fantástico como una “literatura de los límites” significa reconocer en ella una relación conflictiva entre dos “territorios”: el mundo tal como lo percibimos y la dimensión en que la significación se multiplica, según un modelo conceptual por el que los relatos, influidos por el idealismo filosófico, descubren la subjetividad de la mente y elevan el mundo de lo sobrenatural al estatus de nuevo universo por narrar. Se trata de una evidencia que se aprecia ya en el origen del discurso
fantástico, in primis en la novela gótica británica y en el romanticismo alemán1, y que evoluciona a lo largo de todo el siglo XIX en textos ya canónicos como El Golem, de Gustav Meyrink, Frankenstein, de Mary Shelley, El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, Carmilla, de Sheridan Le Fanu, u Otra vuelta de tuerca, de Henry James, además del conjunto de la obra de Edgar Allan Poe y E.T. Hoffman.
En el contexto cultural hispanoamericano de entre finales del siglo XIX y comienzos del XX el proceso de constitución de una cultura centrada en la subjetividad y relacionada con el desarrollo del “yo” y con los conflictos entre ―por un lado― eficacia y racionalidad, y ―por otro― irracionalidad y anti-intelectualismo, genera una expansión del género: tanto la literatura finisecular como la que se escribe en las dos primeras décadas del siglo XX ensalzan la oposición entre la mecanización y la uniformidad ―como productos del desarrollo industrial― y la autonomía de la fantasía. En esta modernidad incipiente, conciencia de sí y destino individual confluyen hacia la elaboración de una “respuesta literaria” a la expansión de la sociedad burguesa capitalista; en estos términos puede afirmarse que:
modernidad y fantasía
se solidarizan, y en esta medida y contexto se consolidó significativamente en Hispanoamérica la
narrativa fantástica. En cuanto en ella se expresa una disposición espiritual nacida de una vivencia conflictiva,
ambigua, de la realidad, es posible
definir la narrativa fantástica como modalidad estética genuinamente moderna. (Phillipps-López 2003: 32-33)
El análisis etimológico del origen de la palabra confirma esta línea de interpretación, por la cual los “productos de la fantasía” se cristalizan como reacción a la racionalización de la sociedad: el adjetivo “fantástico” remite al término phantasticus, procedente del latín, que se apoya a su vez en el fantastikós griego; en el mundo helénico, la palabra fantastikós se utilizaba para referirse a “lo que se hace invisible, quimérico, irreal” (Músculo 2005: 11). La incertidumbre que la narrativa fantástica genera en el lector reside justamente en la inexplicabilidad de los hechos narrados, debido a que en el género se verifica el enfrentamiento entre el espacio de lo posible y el de lo imposible, que por su naturaleza tienden a excluirse mutuamente. La coexistencia en el universo de la ficción de dos ámbitos “incompatibles” es causa de
1De
entre los más representativos exponentes del género, en la Alemania del
romanticismo destaca la figura de
Ernst Theodor Amadeus Hoffmann (1776–1822) al que se
hará referencia más adelante en la fase
de análisis de los cuentos. En la Europa centro-oriental se afirma el nombre de
Jan Potocki, polaco, autor de Manuscrito encontrado en Zaragoza, en cuya escritura se funden la novela gótica, el horror, lo maravilloso y los cuentos de bestiarios.
En los países de lengua anglosajona, Robert Louis Stevenson anticipa la llegada de la obra de Edgar
Allan Poe y de Henry James, mientras que en el mundo francés se señalan
Gérard de Nerval y Villiers de l’Isle Adam.
incertidumbre y a su vez la característica más peculiar de lo fantástico porque representa la base para determinar la pertenencia de una obra a este género.
Según Todorov, el elemento esencial para este tipo de discurso reside en la noción del “narrador representado”: si el narrador se expresa en primera persona y pronuncia la palabra “yo” establece necesariamente un diálogo con el otro, con un “tú” que le otorga sentido. Sobre la base de esta dialéctica, es posible establecer al menos dos líneas interpretativas, relacionadas entre sí: una primera por la cual el pronombre personal “yo” no tiene sentido sin hacer referencia a un “tú” y puede existir sólo reflejándose en un “otro”, que es el lector; y una segunda, que subraya cómo la palabra “yo” le permite al narrador designarse a sí mismo: solo hablando y autodefiniéndose como “yo” adquiere una existencia autónoma2.
De esta manera, en el cuento fantástico se produce un diálogo entre autor y lector en el que este último complementa al yo que narra: el lector actúa como un “otro” que se fusiona con el “yo” que cuenta la historia. Esta fusión determina que el “yo” sea percibido como un “él” por el lector y que se consiga la identificación entre el tú-lector y el “yo-narrador”. Todo texto fantástico obliga al lector a tomar conciencia de la necesidad de un pacto: el tú-lector sabe que su acceso al género se concreta solo si acepta adoptar la prescripción sugerida por el narrador. La función cómplice del lector en un cuento fantástico se completa, además, mediante la presencia de un personaje testigo: gracias a él, el lector se siente representado y se simplifica el proceso de identificación entre el personaje y quien lee el cuento. En la mente del lector se produce así una identificación entre el personaje testigo, el narrador y el mismo lector, de tal modo que cualquier duda o titubeo que el personaje testigo pueda sufrir, se transmite al lector y la identificación se completa.
En las páginas que siguen se
centrará la atención en estudiar qué tipo de relación se puede establecer entre las reflexiones que se acaban de
exponer y las estrategias narrativas que nuestros dos autores, Hugo Burel y Mario Delgado
Aparaín, aplican a su producción cuentística,
en su vertiente fantástica. En el panorama de los cuentos fantásticos uruguayos escritos a partir de los años ochenta del siglo XX resulta frecuente
observar cómo la incursión de lo aparentemente inverosímil, insólito o
increíble en el espacio
vital del hombre suele tener consecuencias nefastas.
Así lo señalan Sylvia Lago,
2Acerca de la interrelación entre el “yo” que narra y el “tú” al que el relato está dirigido, sostiene
Músculo que “el pronombre
personal yo no tiene sentido fuera de
la situación de su uso y sin hacer referencia a un tú. Yo es una palabra con la cual el sujeto
hablante se designa a sí mismo sólo en la medida en que está hablando.
Únicamente se es yo mientras se dice yo.” (Músculo
2005: 12).
Laura Fumagalli y Hebert Benítez Pezzolano recopiladores de una edición de Cuentos fantásticos del Uruguay, en cuyo prólogo afirman que los hechos sobrenaturales “suelen cambiar, con carácter frecuentemente fatal o catastrófico, la vida de los personajes [...]” (1999: 11). En esta línea narrativa se colocan ―a mero título de ejemplo― relatos como “El derrumbamiento” de Armonía Somers o en “Te-quiero-mamá-te-quiero” de Miguel Ángel Campodónico.
Sin alcanzar la tensión trágica de los dos cuentos mencionados, en el esquema ficcional de los dos relatos que se examinarán lo inexplicable se abre paso sutilmente en la cotidianeidad de sus personajes: se tratará de poner de relieve cómo, por una parte, los hechos pocos explicables “van promoviendo situaciones y encrucijadas” (Lago et. al. 1999: 11) que impactan emotivamente en la existencia de los protagonistas de la historia, pero sobre todo se evidenciará cómo las manifestaciones de lo fantástico en ambos textos no provocan catástrofes y funcionan más bien como “herramientas” que trastocan las coordenadas espacio-temporales, reafirmando así las dudas que el lector se ha ido forjando a lo largo de la recepción del texto.
En cuanto a Hugo Burel (Montevideo, 1951), ganador en 1995 del Premio Juan Rulfo con el cuento “El elogio de la nieve”, en la obra del autor, quizá más que en ninguna otra de su generación, se produce lo que Fernando Aínsa define como:
la creativa y armoniosa integración de la rica herencia de Juan Carlos Onetti y Felisberto Hernández. En sus cuentos se consagra esa
mirada sesgada y el ensanchamiento de los límites
de lo verosímil por el absurdo y la irrupción de lo fantástico en la vida
cotidiana que caracteriza a los universos
reconciliados de ambos autores. (Aínsa 2001: 151)
El cuento que se analiza en estas páginas, “El quinto piso”, forma parte de la recopilación Esperando a la pianista y otros cuentos, publicada en 1983 por la editorial montevideana Libros del Astillero. El libro se compone de ocho relatos: “Esperando a la pianista”, “El martes a las nueve”, “Largo”, “Las vías muertas”, “Hombre en un zaguán”, “El asalto”, “La alemana” y “El quinto piso”; en los años noventa, este último relato vuelve a incluirse en una recopilación posterior, El ojo de vidrio y otras maravillas, que ve la luz en 1997.
En lo que se refiere a la trayectoria biobibliográfica de Mario Delgado Aparaín (Florida, 1949), quien se exilió en Buenos Aires entre 1973 y 1982, él también ha sido galardonado con el Premio Cervantes del Concurso Juan Rulfo por su relato Terribles Ojos Verdes. En el apartado que dedicaremos al análisis de su relato veremos con más detalle cómo la creación de dos espacios míticos alrededor de dos pueblos imaginarios
(San José de las Cañas y Mosquitos) contribuye a la creación de una nueva geografía literaria en la cual “situaciones desopilantes o sencillamente inverosímiles se autentican, sin embargo, por su pertenencia a un mundo autojustificado por sus dimensiones míticas” (Raviolo 2001: 173).
Los dos relatos escogidos presentan ambos un manejo del tiempo que se basa en el tránsito desde y hacia un pasado más o menos histórico, según un esquema que remite al uso del término “ucronía”; la palabra fue acuñada por el filósofo francés Charles Renouvier en el año 1857, cuando vio la luz en la Revue philosophique et religieuse un texto en el que el término aparecía como derivado de ou-kronos, es decir, “en ningún tiempo”. Se trata de narraciones que permiten a los protagonistas el traslado a un tiempo diferente del presente, y plantean un cierto tipo de interacción entre el sujeto y un cronotopo desfasado, de tal modo que las tramas se construyen como “una especulación plausible o un ejercicio de conjeturas, como el simple escenario, incluso de una trama argumental, que dan lugar a ricos mundos peculiares de fantasía” (Jaureguízar 2003: 82).
Ahora parece que la verdadera situación no es la descrita en las páginas
anteriores; que la situación que vivo no es la que
yo creo vivir.
(Adolfo Bioy Casares, La invención de
Morel)
La lectura de los relatos y las novelas de Burel pone de relieve, de forma palpable, la conciencia de que el “misterio” que en un momento dado invade la narración depende de la subjetividad del narrador: lo sobrenatural no sería, por tanto, sino producto de una construcción mental3. La extrañeza no reside en la presencia de un
3La
actividad de Burel como novelista comienza en el año 1986 cuando ve la luz Matías no baja. Montevideo, Sudamericana. A partir de ese momento, el corpus de su obra
se enriquece de los siguientes títulos: Tampoco la pena dura. Montevideo, Sudamericana, 1989; Crónica del gato que huye.
Montevideo, Fin de Siglo, 1995; Los
dados de Dios. Montevideo, Alfaguara, 1997; El autor de mis días. Montevideo, Alfaguara, 2000; El guerrero del crepúsculo. Madrid, Lengua de Trapo, 2001; Los inmortales. Montevideo, Alfaguara,
2003; Tijeras de Plata. Madrid,
Lengua de Trapo, 2003; El corredor nocturno. Buenos Aires, Alfaguara,
2005; El desfile salvaje. Montevideo,
Alfaguara, 2007; Diario de la arena. Montevideo, Alfaguara, 2010;
El Club de los Nostálgicos. Montevideo, Alfaguara, 2011. Antes de la publicación de Matías no baja Burel ya se había hecho conocer en el ámbito
literario uruguayo gracias a varias
recopilaciones de cuentos, cuya publicación se inaugura en 1983 con Esperando a la pianista. Montevideo, Libros del Astillero. Ya en la década del noventa la actividad cuentística sigue
con: Solitario blues. Montevideo, Trilce, 1993; El elogio de la nieve. Montevideo, Fin de Siglo,
1995; El ojo de vidrio y otras maravillas. Montevideo, Alfaguara, 1997; El elogio de la nieve y doce cuentos más.
Montevideo,
“otro” ajeno al sujeto (otredad referida tanto al ser humano como al espacio): es más bien el resultado de un punto de vista (o ensoñación) originado porque la mirada del narrador se ha detenido en un espacio que sólo le “pertenece” a él. Una muestra explícita de esta postura centrada en la individualidad psíquica se puede detectar en la siguiente reflexión que formula el protagonista de la novela El guerrero del crepúsculo: “Nada sucede allí. Sólo me estremece el haber llegado a ese lugar y saber que un oculto milagro o maravilla acaba de suceder. Es como si instantes, antes de mi llegada, una multitud se hubiese dispersado y quedase todavía el eco de los pasos veloces, de la respiración entrecortada por la urgencia” (Burel 2001: 99). Que lo posiblemente sobrenatural sea el producto de una construcción mental se desprende del contraste entre el sujeto de la primera oración (la “nada”) y el estremecimiento del personaje frente a lo que define como “el oculto milagro y la maravilla”; en suma, Burel fluctúa sí de una situación aparentemente “normal” hacia una visión de la realidad distorsionada, pero lo hace siempre a partir de la subjetividad del “yo” que narra. Este objetivo se logra a través de una labor de plasmación de aspectos de la sintaxis narrativa que se muestran al lector como “naturales” y por ende “indiscutibles”. En particular, el escritor montevideano plantea un sabio manejo del principio de causalidad, es decir, de la posibilidad de remitir (o no) a una motivación coherente los procesos que configuran el relato. Ahora bien, la causalidad puede ser de dos formas: puede ser implícita, en el sentido de que una acción puede colocarse en una regla general que todos los protagonistas (personajes, narrador y lectores) comparten, y por eso no es necesario explicarla. En este caso, los hechos son explicables precisamente porque aluden a un paradigma precedente al texto, por lo cual el texto mismo no tiene que ofrecer al lector alguna instrucción. Sin embargo, puede también ocurrir que la acción o el evento descrito, al no adecuarse a ninguna regla conocida y compartida, provoque un desequilibrio. Y este desequilibrio desaparece solo si el texto mismo del relato explicita
―a lo largo de la narración― las reglas que siguen los acontecimientos de aquel mundo de ficción. En este segundo caso, “i fatti non sono spiegabili in riferimento a un paradigma ed è il testo a doverlo generare” (Campra 2000: 91).
Veamos
ahora qué espacio ocupa el relato fantástico en el marco de la producción ficcional de Burel. En las recopilaciones
de cuentos que el escritor ha publicado entre
los años ochenta y noventa del siglo XX (en particular, en volúmenes como Solitario
Alfaguara, 1998; El hombre con una sola sandalia. Montevideo, Seix
Barral, 2012. Siempre en el año 2012 se estrena
la pièce de teatro La memoria de Borges.
Blues; El ojo de vidrio y otras maravillas; El elogio de la nieve y doce cuentos más), es posible identificar dos grandes líneas temáticas, cada una de las cuales implica a su vez una ulterior bifurcación; la primera línea se relaciona con un cronotopo definido, que suele coincidir con espacios urbanos montevideanos o con los pequeños balnearios de la costa oriental de Uruguay; en ambos casos, la ambientación espacio-temporal de los relatos se hace manifiesta. El conjunto de cuentos puede describir tanto situaciones del pasado (la vida en el Montevideo de comienzos del siglo XX, o durante la Segunda Guerra Mundial, o en los últimos años de bonanza del país, en los primeros cincuenta), como momentos de un porvenir imaginario, “desvíos que nos llevan desde el Montevideo de la década de los ’40 hasta otro claramente futurista” (Peveroni 1993: 19).
La segunda línea temática es la que más nos interesa en este estudio, pues es la que remite a la exploración del terreno de lo extraño y lo absurdo: este segundo iter temático lo lleva a bordear con frecuencia el ámbito de lo puramente fantástico. En estos relatos, gestados a partir de la observación rigurosa de la realidad y la descripción aparentemente ordenada de los hechos, de repente surge un detalle mínimo que aboca al lector a un camino imprevisible y trastoca sus expectativas. Reflexionando sobre esa armónica dualidad, y consciente de la arbitrariedad de cualquier categorización, Prego Gadea intenta esquematizar la producción cuentística bureliana e identifica ―por una parte― un conjunto de relatos vinculados con la cotidianeidad y el realismo, opuestos a un segundo bloque en que se encuentran cuentos impregnados de matices fantásticos; de ahí que se pueda insistir no solo en la doble vertiente en la que se divide la narrativa bureliana (realismo de lo cotidiano y presencia discreta de lo fantástico) sino también en la posibilidad ―aplicada al caso concreto de Esperando a la pianista y otros cuentos― de “establecer, tentativamente, una división entre los cuentos fantásticos [...] y cuentos realistas que contiene el libro” (Prego Gadea 1993: 68).
La cuentística bureliana, más que su narrativa extensa, explora no solo el espacio de lo extraño (lo que para Todorov sería el “sobrenatural explicado”), sino que bordea con frecuencia el terreno de lo puramente fantástico, es decir, se adentra en un subgénero que necesita recurrir a lo sobrenatural para justificar hechos inexplicables. Se da así una admisión de lo imposible, puesto que en lo fantástico puro “el hecho imposible de alcanzar, la explicación que satisfaga la racionalidad, sugiere (potencialmente) la existencia del orden sobrenatural” (Músculo 2005: 77).
El sesgo de la mirada de Burel se coloca ―en sus cuentos inscritos en la vertiente fantástica― en una posición intermedia entre lo extraño (dimensión en que a cada evento insólito corresponde una explicación y consiguiente aceptación) y lo fantástico puro. Sus lectores se enfrentan a una suerte de deliberado “desinterés” de parte del narrador (que en algunos casos coincide con el personaje testigo) por la explicación de un acontecimiento que la lógica no puede aceptar: el lector se ve sumido en una perplejidad inesperada y obligado a “colaborar” con el autor en la búsqueda de una interpretación factible. Un ejemplo de ello es precisamente el cuento objeto de nuestro estudio, “El quinto piso”, un relato en el que la duda acerca de lo ocurrido en la terraza y en el salón de fiestas del quinto piso de un hotel montevideano que, paradójicamente, no tiene ni terraza ni salón, permanece intacta una vez terminada la lectura4. En el breve texto que funciona de prólogo a la recopilación, el mismo Burel comparte con el lector el proceso que dio origen a la escritura del cuento y subraya tanto el peso de lo onírico como de la experiencia autobiográfica:
“El quinto piso” parte de un sueño muy
extraño que tuve, el de un ascensor transversal que anticipó en años los que conocería en la Torre Eiffel, trepando
en forma oblicua por sus patas.
También están allí mis días de ascensorista en el hotel Alhambra, una ocupación
de verano cuando tenía quince
años y no soñaba escribir. (Burel 1997b: 7)5
La experiencia del protagonista bien puede atribuirse a la simple ensoñación, bien puede ser considerada como un hecho sobrenatural debido a la presencia de dos elementos que trastocan la lógica: veámoslos por separado a partir de la anécdota del relato. Un hombre se aloja en un céntrico hotel de Montevideo, ubicado en la Plaza Matriz. Durante su estadía en el hotel, el protagonista, apasionado de violín y horrorizado con la idea de utilizar un ascensor, vence su miedo y sube en ascensor hasta el quinto piso del hotel, donde se encuentra con una amplia terraza y unos hombres y mujeres vestidos de gala celebrando una fiesta.
Cuando abrí nuevamente los ojos, el ascensor ya se había detenido.
Lentamente abrí la puerta y salí al pasillo. No había tal pasillo, sí un inmenso
salón iluminado hasta cegar. En el salón había algunas parejas bailando y
otras sentadas en mullidos sillones. […] Vi todo esto en dos o tres segundos,
como si lo visto saltase hacia mí para demostrar
la evidencia de mi
4Según el crítico
literario argentino Elvio Gandolfo, “El quinto piso”
es uno de los relatos
fantásticos más logrados de la narrativa uruguaya de los
años ochenta y noventa del siglo XX, pues se trata de un cuento que incursiona
en lo fantástico “repitiendo la estructura de muchos de los relatos escritos
por maestros del género,
desde Cortázar a Lovecraft, y empleando la mezcla del tiempo y el espacio
para una narración limpiamente ejecutada” (Gandolfo 1983: 15)
5La
relación entre el sueño de Burel y el texto de ficción está garantizada por la
admisión que hace el protagonista de
su sueño algo pesadillesco: “Soné algo sorprendente
[…] sucedía algo extraordinario: el ascensor,
a la par de ascender, se desplazaba lateralmente, su movimiento no era solo en
longitud, sino también en latitud.
Comprendí que necesariamente debería estar desplazándose según la diagonal,
hacia arriba, en forma oblicua” (Burel 1997a: 10-11).
error. Tal vez había oprimido el botón equivocado, llegando así a un lugar hasta entonces
ignorado por mí. (Burel 1997a: 13-14)
El acceso a otra realidad se verifica a través del ascensor, que funciona ―a la manera del espejo de la Alicia de Lewis Carroll― como el objeto que permite el tránsito hacia una dimensión temporal distinta. En este espacio-tiempo discordante, en el que todo “parece funcionar de manera automática, como si hiciese siglos que todos estuviesen allí, repitiendo el baile, la bebida, la frivolidad” (Burel 1997a: 16), la aparición de una hermosa mujer, Wanda, enciende inútilmente el deseo del protagonista6. El primer elemento de la narración en el que es necesario hacer hincapié es la presencia del ascensor: el aparato funciona en el texto como “objeto-umbral”, es decir, como punto de contacto y canal de comunicación que permite el tránsito del dominio de lo verosímil al del imposible. En la literatura fantástica, el umbral suele presentarse en múltiples variantes, que van de las puertas a los espejos, pasando por escaleras, patios y balcones, y el pasaje a la dimensión de lo fantástico no suele indicarse al lector a través de una descripción pormenorizada del cómo el héroe ha franqueado el umbral. Al contrario, es el uso que el narrador hace del lenguaje el elemento que crea la ambigüedad de la narración y que impide al lector discernir con claridad si durante la fase de tránsito la acción se ubica en el dominio real o en el fantástico. De este modo, tal como ocurre con el ascensor bureliano, “el cruce al espacio fantástico no se materializa mediante la descripción explícita de que se ha atravesado una puerta, agujero o cualquier otro portal arquitectónico al espacio fantástico. Es el propio lenguaje el que genera una ambigüedad entre los dos dominios” (García 2013: 28).
En el texto de Burel, la ambigüedad empieza a manifestarse precisamente en el lenguaje: el hombre vuelve a su habitación y en la descripción de su regreso solo se alude a una genérica acción de retirarse: “Cuando la fiesta comenzó a languidecer, opté por retirarme. Sin duda había bebido mucho: olvidé reclamar mi abrigo y mi violín” (Burel 1999: 17). La reflexión del hombre acerca de la pérdida del abrigo y del violín es un aspecto que será clave para nuestro análisis: volveremos en breve sobre este aparente olvido, no antes de haber aclarado, por si hiciera falta, que cuando la mañana siguiente
6En
una conversación que mantuve con Hugo Burel en febrero de 2017, el escritor
montevideano se centró en analizar el
espacio que hace de escenario a la fiesta en el salón y señaló que “la escena
de la fiesta del quinto piso, con todos esos muertos
haciendo del festejo
un ritual vacío y estereotipado, anticipa la película
El resplandor, cuando Nicholson -Jack Torrance- alterna en un salón con gente
muerta que descubre en una foto y en
la cual, si mal no recuerdo, está él mismo” [el texto de la conversación es inédito].
el hombre se acerca al portero preguntando cómo podía recuperar los objetos olvidados en la fiesta de la terraza del quinto piso, éste negará rotundamente la existencia de un salón y de una terraza. Subir de nuevo al quinto piso representa previsiblemente una frustración para el joven huésped, pues allí se encentra solo con un corredor lleno de puertas, sin que haya rastro alguno de los espacios lúdicos de la noche anterior.
Desde este punto de vista, “El quinto piso” parece plantear ―en una primera instancia― el acceso a una dimensión paralela, es decir, a un mundo en el que dos universos coexisten y en el que es posible la comunicación entre ambos. Podría suponerse que cuando el protagonista del cuento sale del ascensor y accede a la terraza del quinto piso y ―al terminar la fiesta― vuelve a su habitación, está cumpliendo un recorrido de desplazamiento ficcional entre los dos universos. No obstante, al avanzar en la lectura, el lector percibe que la trama se va hilvanando según otro modelo, él de los mundos alternativos: veamos de qué manera esto ocurre. La última noche, antes de abandonar el hotel, el hombre descubre detrás del mostrador del portero la fotografía amarillenta de la misma mujer que había visto e intentado seducir la noche anterior en la terraza; cuando le pregunta al concierge, éste le contesta: “oh, ella...Wanda Martín, la hija del primer dueño del hotel. Ni ella ni su padre viven, pero el retrato fue quedando porque a todos nos gusta verlo ahí. […]. Es como el ascensor, como los espejos de los pasillos: forman parte del hotel” (Burel 1997a: 22-23).
El hecho de que la joven lleve muerta varios años permite colocar el cuento bureliano en ese marco de transgresión fantástica que se basa en la oposición entre lo animado (en términos de lo que está dotado de movimiento, voluntad, vida) y lo inanimado (esto es, la materia inerte, como esculturas, cuadros, o piedras). Dentro de este marco, una de las transgresiones que la literatura fantástica presenta con más frecuencia al lector es precisamente la “abolizione, o sospensione, delle frontiere tra la vita e la morte. […] Un’altra formulazione ricorrente all’interno dell’asse animato/inanimato […] si ha attraverso i motivi della rappresentazione. Imagini create dall’uomo, oggetti inerti come statue o quadri e più recentemente, fotografíe, film)” (Campra 2000: 33-35).
En el texto, ante la imposibilidad de una explicación que satisfaga la racionalidad, le queda al lector la duda de si se está enfrentando a un caso de inmortalidad, a un regreso del más allá, a un caso de no-muerte, o si su experiencia sobrenatural es el producto de una construcción mental subjetiva. Esta duda la engendra en el lector el mismo protagonista, al reflexionar así: “me aferré a la idea de que todo se
trataba de un sueño, una extraña pesadilla de la cual ahora comenzaba a tener conciencia. Lo he soñado, me repetí mentalmente, el violín y mi abrigo deben de estar en alguna parte de mi cuarto” (Burel 1997a: 20). El evento descrito, al no adecuarse a ninguna regla conocida y compartida, provoca un desequilibrio que permanece en el contexto narrativo por elección del propio Burel: el escritor insiste en presentar ese “deliberado desinterés” de parte del narrador por la explicación de un acontecimiento que la lógica no puede aceptar. Se ha mantenido sin explicación la desaparición del violín y del abrigo del personaje-narrador, abandonados en la terraza cuya existencia niega al día siguiente la evidencia empírica. Y es precisamente esta doble desaparición lo que ancla al personaje a la posibilidad de que sus vivencias en el quinto piso no hayan sido solo fruto de ensoñación o delirio.
Ahora bien, se decía que los dos mundos, el de la realidad tangible y el de la terraza del quinto piso, acaban mostrándose como mundos alternativos, más que como universos paralelos. Nuestra interpretación se apoya, en primer lugar, en la evidencia de que la comunicación entre ellos no es ni libre, ni siempre posible (a diferencia, por ejemplo, de lo que le ocurre a Alicia en el texto de Carrol): el personaje bureliano, aun queriéndolo, no logra volver a acceder a la terraza. En segundo lugar, cabe recordar cómo los universos alternativos de la narrativa fantástica más ortodoxa son aquellos en los que, naturalmente, la existencia de uno excluye la del otro; y esto es precisamente lo que ocurre con el violín y el abrigo del hombre: ambos objetos ya están definitivamente en la dimensión del otro lado, excluidos irreversiblemente del mundo de “acá”, a causa del status de “órbita inaccesible” de los espacios lúdicos desaparecidos. El protagonista del relato, en suma, hace naufragio en un tiempo pretérito y tiene la lucidez necesaria para darse cuenta de que su salvación de los efectos del tránsito temporal solo puede pasar por el abandono del hotel; el hombre es, durante un tiempo, un viajero del tiempo que se salva de pasar “de un universo alternativo a otro que destruye el suyo de partida, convirtiéndose el crononauta en un náufrago temporal” (Jaureguízar 2003: 90).
El tránsito del violín y del abrigo hacia la “dimensión del otro lado” confirma la existencia ―en ciertos relatos fantásticos― de manifestaciones o eventos que atestiguan un determinado hecho y que son del todo internas al material de la narración, pues representan una forma de “garantía” de la verdad de lo ocurrido. Ello se verifica cuando esta garantía de la verdad se ubica “en” un testigo (ser humano u objeto) que no está implicado en la transgresión fantástica, y que sin embargo forma parte del mismo universo en el que tiene lugar la transgresión misma. Por lo general, se trata de
manifestaciones (personajes u objetos) que a causa de sus palabras, actos, acciones o de su misma existencia configuran para el lector la prueba de que un determinado evento, en principio imposible, ha acontecido.
En “El quinto piso”, las imágenes inexplicables (los personajes de la fiesta que se mueven de manera automática y que parecen haber sido colocados en la terraza desde hace siglos) asemejan ―en un primer momento― un conjunto de elementos que ocupan su lugar en el mosaico de lo imposible con el objetivo de construir una imagen general de extrañeza que hace dudar al protagonista acerca de lo verídico de su experiencia en la terraza; por esta razón, resulta clave recordar que al comienzo el hombre piensa haber soñado. Sin embargo, la prueba de la invalidez de la teoría del sueño reside precisamente en el violín y en el abrigo perdidos. Ambos objetos simbolizan una de aquellas manifestaciones cuya existencia “rappresenta per il lettore (anche se non necessariamente per il protagonista o per gli altri personaggi) una prova del fatto che l’impossibile é avvenuto” (Campra 2000: 55).
¿Quiénes son, rostros vagos nadando como en un agua pálida,
estos aquí sentados, con nosotros
vivientes? (Jaime Gil de Biedma,
“Idilio en el café”)
En la obra narrativa de Mario Delgado Aparaín7 es posible identificar dos grandes líneas temáticas, la primera de las cuales, la menos frecuentada por el autor, se relaciona con la estética bureliana de la literatura urbana; se trata de narraciones (novelas y cuentos), densas de humor y ternura, que utilizan como escenario un cronotopo definido, los espacios urbanos montevideanos, y en las que la ambientación espacio- temporal resulta clara al lector. Se trata, como se acaba de señalar, de la ambientación
7Dividimos la obra narrativa de Delgado Aparaín
en dos bloques; un primero, que incluye los textos de narrativa breve y un segundo en que están presentes sus novelas.
En lo que se refiere al primer conjunto, sus
recopilaciones de cuentos son las siguientes: Causa de buena muerte; Las llaves de Francia, Querido Charles Atlas, Tu nombre flotando en el
adiós. Nueve historias autobiográficas de amores frustrados (se trata de una compilación de cuentos de
varios autores); Cuentos del mar (también,
se trata de una compilación de
relatos de varios autores), El canto de
la corvina negra y otros cuentos, Los peores
cuentos de los Hermanos Grimm (volumen escrito en conjunto con Luis
Sepúlveda), además de la recopilación
Cuentos
completos, editada por Alfaguara. En cuanto a su narrativa extensa, Delgado Aparaín ha
publicado las siguientes novelas: Estado
de gracia; El día del cometa; La balada de Johnny Sosa; Por mandato de madre; Alivio de luto; No robarás las botas
de los muertos; Vagabundo y errante; El hombre de Bruselas; Terribles ojos verdes.
menos frecuentada por el escritor de Florida, cuyos relatos reflejan a menudo un afán de reacción contra la visión urbana y portuaria de Montevideo, una visión que había sido ensalzada por la generación del 45. Dentro del marco de los pocos ejemplos de narración ubicada en un escenario urbano se sitúa la novela Vagabundo y errante, en la que desde el comienzo el lector está informado de que el vagabundeo del protagonista es eminentemente montevideano, pues llega “hasta el final de la calle Cerrito en la Ciudad Vieja” (Delgado Aparaín 2009: 15).
La segunda línea temática abandona los espacios urbanos montevideanos, y ―tal como se ha adelantado en la introducción― construye una geografía imaginaria relacionada con los pequeños pueblos de la costa o del interior del país. La ubicación de las tramas en el mundo rural y en el mundo semi-urbano del interior responde a la convicción del escritor de que la fantasía y la posibilidad de imaginar se condensan más en esos ámbitos que en la gran ciudad8. El conjunto de relatos que nace de la ubicación en este mundo rural (muy poco relacionado con la tradición criollista) se ordena en torno a dos núcleos, dos centros productos de la fantasía del autor: San José de las Cañas (donde se colocan las llamadas Historias del Norte) y Mosquitos (donde se colocan las Historias del Sur). Estos espacios representan el telón de fondo donde el escritor de Florida coloca a menudo tramas vinculadas con eventos de la historia nacional, tal como señala acertadamente Heber Raviolo:
si en los relatos del Norte nos encontramos con una versión paródica y
funambulesca de la época de nuestras
luchas civiles y de la lenta llegada del ferrocarril a los rincones más inaccesibles del Uruguay profundo, en los
del Sur, ubicados en el soporífero pueblo de
Mosquitos alcanzado por los ramalazos de la última dictadura, esta se
debate y queda atrapada en la telaraña
de su siesta eterna. (Raviolo 2009: 9)
Dentro de este marco realista,
pero alejada de toda línea criollista, el escritor no desdeña la exploración del terreno de lo
extraño bordeando el ámbito de lo puramente fantástico. Con el objetivo
de enfocar esta sub-vertiente de la obra de Delgado
Aparaín, y analizar
en detalle el cuento “Un muchacho azul e infinitamente triste”, volvamos por un
instante a la asociación que habíamos planteado en las primeras páginas entre
el género fantástico y la literatura
gótica. En su ensayo Galería fantástica,
dedicado al estudio de destacados relatos y novelas pertenecientes al género escritos
en los países de
8A
propósito de esta predilección por el espacio rural como entorno más capaz de
“producir fantasía”, cabe señalar
que Heber Raviolo, en su entrada
dedicada a Delgado
Aparaín, para el Nuevo diccionario de literatura
uruguaya de Alberto Oreggioni, cita una
entrevista de Oscar Brando y señala cómo para
Aparaín “en el mundo rural y en el mundo
urbano del interior hay muchísima más fantasía que en la ciudad” (Raviolo 2001:
173).
la América hispana, María Negroni sugiere interpretar la literatura fantástica de América Latina como “una deriva de la literatura gótica. En ese corpus nocturno y afiebrado están contenidos, en efecto, todos los motivos y obsesiones que harán del fantástico latinoamericano una nueva forma de resistencia a las cárceles de la razón y del sentido común” (Negroni 2009: 9). Ahora bien, en su deriva a partir de la novela gótica ―que quiebra las rígidas geometrías del orden y del saber racional― el género fantástico halla en escritores posteriores una forma de evolución que encuentra en la figura de Jules Verne uno de sus epígonos más sólidos; si se analiza Veinte mil leguas de viaje submarino, se observa cómo en la novela están presente casi todos los tópicos que se repiten en la literatura gótica, esto es, “el aislamiento, lo nocturno y la orfandad, el incesante descenso a los ritmos del inconsciente, la sospecha de un crimen fundante, la omnipresencia del agua y lo maternal [...]” (Negroni 2009: 11). Uno de los elementos citados, la sospecha de un crimen fundante, representa precisamente el eje en torno al que Delgado Aparaín construye su historia de fantasmas.
Acerca del proceso genésico del cuento, a nuestro entender la información más fidedigna es la que proporciona el escritor uruguayo Milton Fornaro, amigo de Delgado Aparaín y testigo de la situación que dio origen a la narración. Cuenta Fornaro cómo la idea primigenia del relato se forjó en la ciudad asturiana de Gijón:
Él [Mario] fue quien nos invitó una noche al restaurante de esta mujer en
Gijón, y quien pidió a la asturiana
que volviera a contar la historia que el día antes le había revelado. Éramos doce o trece los comensales, y ante
nosotros la mesonera desgranó, por más de dos
horas, su fabuloso
relato. Luego de haber oído la historia,
los participantes de aquel aquelarre
verbal nos comprometimos a escribir acerca
de lo sucedido. (Fornaro 2003: 8)
“Un muchacho azul e infinitamente triste” nace, pues, como resultado de un desafío literario y, en un principio, se constituye como una reflexión “en voz alta” ―dentro de la ficción misma― sobre el cuento fantástico y el relato del horror. En el cuento, personajes son los mismos protagonistas que habían participado en el encuentro en el restaurante: alrededor de la mesa, se dedican a analizar la teoría relativa a este subgénero y así discurren:
un segundo tipo de fantasma sería el de algunas personas que acaban de
morir y que no tienen predilección
por ningún lugar. Pueden aparecer post
mortem en cualquier sitio. Un tercer
tipo sería el de los “casos críticos” y que tienen que ver con las apariciones
de personas muertas en catástrofes. O asesinadas en algún sitio donde no hubo oportunidad para la venganza
o para hacer justicia con el asesino…
o la asesina. (Delgado Aparaín 2003: 62)9
9Hay
en este relato una reflexión evidente acerca de la violencia y de la maldad
humana: el hecho de que el fantasma
del relato sea el de un joven brutalmente asesinado remite a una de las
inquietudes que caracterizan la obra narrativa
del escritor uruguayo,
tal como se puede comprobar
por la lectura de sus
En la estructura narrativa del cuento, el “narrador representado” ya no es un narrador que se expresa en primera persona y pronuncia la palabra “yo” (tal como ocurre en el relato bureliano), sino que la representación de la voz que narra se multiplica en una pluralidad de “observadores”. La percepción conjunta por parte de este narrador múltiple del hecho fantástico es lo que le otorga un status de “realidad”, y cuando el hecho inexplicable acontece, el coro de voces así lo comenta: “todos lo vimos al mismo tiempo, con absoluta nitidez, una imagen azul lechosa que parecía ir cobrando algo parecido a vida a medida que se tornaban definidos los colores de su pelo, de su tez” (Delgado Aparaín 2003: 65).
En este sentido, en el relato no es necesaria la presencia de manifestaciones que representan una forma de “garantía” de la verdad de lo ocurrido. Esta garantía de la verdad, ya lo hemos visto en el cuento de Burel, se suele ubicar “en” un testigo (ser humano u objeto) que no está implicado en la transgresión fantástica, y que sin embargo forma parte del mismo universo en el que tiene lugar la transgresión fantástica. Aquí, es la misma existencia de la pluralidad de observadores lo que configura para el lector la prueba de que un determinado evento, la aparición del fantasma, en principio imposible, ha acontecido.
La aparición del fantasma es, a priori, un evento que no se adecúa a ninguna regla conocida y compartida, lo que provocaría un desequilibrio en la historia. Sin embargo, si bien los hechos no sean explicables con relación a un paradigma existente, Delgado Aparaín logra que este desequilibrio desaparezca: la reducción o anulación del desfase se debe a que el texto se centra en la investigación de las causas de la aparición del fantasma y en los intentos de identificar su origen e identidad. Esta búsqueda desplaza al ámbito de la pesquisa histórica el centro del relato; de ahí que el fantasma se vuelva una presencia menos imprevisible de lo pensado. Es decir, si bien en el cuento de Delgado Aparaín los hechos narrados no se inscriben dentro de ningún paradigma conocido, “viene stabilito un paradigma ex novo, como regola generale di un mondo distante dal lettore nel tempo e/o nello spazio” (Campra 2000: 91). Hay sin duda una
textos y tal como el mismo
Aparaín me confirmó
en una entrevista de marzo
de 2017: “me obsesiona, a la hora de trabajar con los personajes de
las historias, el manejo de los valores humanos universales y en particular de los antivalores que me permiten
bucear en la personalidad de personajes abyectos
y tratar de comprender
por qué en realidad han convivido buena parte de su vida con la maldad” (la
entrevista completa se titula “Actos escriturales de resistencia y antídotos de humor para las tragedias: una conversación con
Mario Delgado Aparaín”; su publicación está prevista
para julio de 2017 en la revista de literatura en línea Cuadernos del Hipogrifo).
transgresión, o infracción, del límite entre la realidad y la dimensión fantástica, pero el fantasma deja de ser una presencia ominosa y siniestra según la interpretación freudiana del Unheimliche (lo no familiar), para convertirse ―casi― en un guía que intenta poner a los seres humanos en el camino del descubrimiento del “crimen fundante”.
En este sentido, la incursión en el pasado que cumplen los personajes se manifiesta como una ucronía histórica, en la que los hechos narrados se apoyan sí en la Historia, pero no desde la perspectiva narratológica de la novela histórica tradicional: la estructura del texto se aleja de esta tipología y parece preferir las ucronías “a las llamadas novelas históricas, quizás porque a menudo poseen ese sense of wonder, ese sentido de la maravilla que hace que el aficionado suspenda su sentido de la incredulidad y se sumerja apasionadamente en sus páginas” (Jaureguízar 2003: 83). Delgado Aparaín construye un “relato del límite”, en tanto que se sirve sí de lo imposible (la aparición habitual del fantasma) para mantener la suspensión de la incredulidad del lector, pero desplaza el eje de la trama hacia la colaboración entre este y los seres humanos en desentrañar la sospecha del crimen. El autor no sustituye plenamente un orden racional por otro no-racional: al contrario logra que la infracción se vuelva una superposición, por lo cual “se desestabilizan las certidumbres del lector, ante el “escándalo racional”, que consiste no tanto en la sustitución del orden racional por otro que no lo fuera, sino en la superposición de los dos sistemas de aprehensión y comprensión” (Phillipps-López 2003: 15). Es decir, la pesquisa histórica se superpone al quiebre del orden racional, representado por la imagen azul lechosa que cobra vida.
Ahora bien, la que hemos definido como la colaboración entre el fantasma y los seres humanos en la tarea de desentrañar las modalidades del crimen se realiza a través de un modelo narrativo que juega con la focalización tradicional del relato fantástico. Lo que ocurre en el texto de Delgado Aparaín es que parte de la explicación de lo acontecido se da gracias precisamente a la que David Roas define como “voces del otro lado”, es decir, una inversión de la focalización tradicional por la cual la historia se narra desde la perspectiva del dominio realista. Nótese cómo en el relato de Delgado Aparaín el fantasma:
movió los labios como si estuviese hablando sin voz y acto seguido se levantó
y comenzó a andar rozando
apenas el suelo en dirección a la puerta de salida.
[…] Dijo que lo sigamos
los cuatro ― dijo Manuela, en voz muy baja, dando
a entender que le había
leído los labios-.
Se llama Rutilio.
(Delgado Aparaín 2003: 65-66)
La “voz del otro lado” procede, pues, del dominio de lo fantástico, es decir, del fantasma, que se encarga de informar de los hechos desde la perspectiva del sujeto fantástico: de este modo, se invierte la focalización tradicional y se “da voz a lo imposible, [que es] una forma de aportar una perspectiva diferente a la tradicional voz humana que nos cuenta el suceso imposible” (García 2013: 31). Sobre la base de esta inversión, la pesquisa dirigida a conocer los sucesos que llevaron a la muerte del joven Rutilio conduce ―a través de una comunicación casi gestual que va del fantasma a los protagonistas reales― atrás en el tiempo hasta la historia clásica, a los tráficos de seres humanos y bienes en la etapa tardo-imperial.
En el momento en que el lector aprende que Rutilio ha sido asesinado en la Britania romana por su propia madre se realiza otro procedimiento vinculado con la narración fantástica. El temor que los protagonistas humanos experimentan al percibir en el fantasma la proyección de un ser vivido y asesinado hace dos milenios refleja la huella biológica de un “miedo primordial”, es decir, una suerte de rastro de un temor ancestral: este miedo no se debe necesariamente a la presencia de una amenaza actual, sino que representa una herencia antropológica, según un esquema por el que “el hombre moderno ha recibido en herencia la propensión a sentir miedo ante situaciones que amenazaron la supervivencia de nuestros antepasados, por lo que vivimos atenazados por miedos antiguos” (Marina 2006: 86).
En el relato de Delgado Aparaín, el descubrimiento paulatino de la historia del fantasma y su asesinato desatan precisamente este temor ancestral que se configura como una huella biológica que se arrastra hasta el presente; esta continuidad se debe también, en el desenlace del cuento, al descubrimiento de que la tabernera del restaurante y la madre de Rutilio se llaman ambas Silvia. Y sin embargo, al sentarse de nuevo alrededor de la mesa, los convidados se enteran por un camarero que no hay ninguna Silvia que regente o trabaje en el restaurante: del mismo modo que ocurre en el texto bureliano ―en el que el lector aprende que Wanda Martín ya no vive desde hace tiempo― la alteración de las coordenadas espaciotemporales funciona como desvelamiento de la condición de los sendos protagonistas como crononautas, o náufragos temporales.
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