Colindancias (2014) 5: 169-179

Ilinca Ilian Țăranu Universidad de Oeste de Timişoara Rumanía

 

Viaje, turismo y política en la obra de Cortázar

 

Recibido – 13 de marzo de 2014 / Aceptado – 1 de octubre de 2014

 

 


Resumen: Más allá de su valor literario, la obra de Cortázar representa también un testimonio social de la transformación de Occidente a mediados del siglo XX. Este artículo comenta la actitud de Cortázar con respecto al fenómeno del turismo visto como una adulteración del concepto romántico del viaje con virtudes formativas o regenerativas. Algunos de sus cuentos, de los cuales se consideran aquí “La barca o Nueva visita a Venecia” y “Vientos alisios”, exponen la vulgarización del espacio de la alteridad, debido a la industria turística que hace que los viajeros sean incapaces de entender una realidad extranjera y de salir de los límites de sus propios prejuicios. El mismo fenómeno se constata, no obstante, si se lee el libro Nicaragua tan violentamente dulce como un diario de

viaje redactado por un escritor formado en el

paradigma de la alta cultura, que no puede entender la transformación política de Nicaragua sino como una realización de un utópico estado de los artistas.

 

Palabras claves: Julio Cortázar, turismo, compromiso político, Nicaragua, alta cultura.


Abstract: Beyond their literary value, the works of Cortázar also represent a social testament to the transformation of the West during the mid-20th century. This paper comments upon Cortázar’s attitude regarding the phenomenon of tourism, seen as an adulteration of the Romantic concept of travelling with formative or regenerative purposes. Some of his short stories, such as “La barca o Nueva visita a Venecia” and “Vientos alisios”, express the vulgarization of the space of alterity due to the tourism industry, which makes travellers incapable of understanding a foreign reality and of escaping the limits of their own prejudices. However, the same phenomenon can be noticed if one reads the book Nicaragua tan violentamente dulce as a diary penned by a

writer brought up in the paradigm of high culture, who

cannot understand the political transformation of Nicaragua except as a realization of the utopian state of the artist.

 

Key words: Julio Cortázar, tourism, political compromise, Nicaragua, high culture.


 

Se suele citar con frecuencia una confesión de Julio Cortázar hecha en el prólogo de su libro de poemas Pameos y meopas: “Hombre entre las aguas del siglo he tenido el


privilegio agridulce de asistir a la decadencia de una visión sobre el mundo y al nacimiento de otro completamente distinto” (1971: 10). Sería poco relevante preguntarse si realmente el mundo se transformó tan radicalmente como lo percibió Cortázar a principios de la octava década del pasado siglo, dado que de lo que se trata es de una sensación subjetiva que ocurrió en su caso no tanto después de la visita a Cuba y la implicación en la actividad política, sino especialmente después del gran terremoto emocional que le causó la rebelión de los estudiantes parisinos en mayo del 1968. A lo mejor se trata de un conjunto de causas, tanto personales como sociales, pero para muchos de sus contemporáneos que lo conocían de cerca la rebelión estudiantil de París realmente marcó un hito en la vida del apreciado autor argentino, siendo incluso comparada por Mario Vargas Llosa con una verdadera mutación rayana en la metamorfosis fantástica1. De hecho, el propio Cortázar se refería a este momento como a uno de los ápices de su existencia y lo caracterizó en un texto incluido en Último Round como la propia “edad de oro” porque daba inicio a lo que él nombraba en

el texto mencionado “la lucha de un puñado de pájaros contra la Gran Costumbre” (1969:

115). Está de más decir que el aniquilamiento de la Gran Costumbre, que es uno de los propios motores de la escritura de Cortázar, representa una aspiración que inevitablemente coincide con la de sus colegas de generación y de clase sociocultural y está relacionado con un momento de máximo optimismo acerca de las potencias “subversivas” de la imaginación, capaz de oponerse a la masificación, a la uniformización y a la alienación derivada de la lógica del capitalismo, tal como denunciaba la escuela de Frankfurt. Las obras más comprometidas de Cortázar, como por ejemplo El libro de Manuel, se hacen eco de la

concepción de Herbert Marcuse según la cual el capitalismo se apropia de las necesidades

vitales fundamentales del ser humano, transformándolas en mercancía e integrándolas en

 


1 En un conocido texto, “La trompeta de Deya”, incluido como prólogo en la edición de la Alfaguara de Cuentos completos, Mario Vargas Llosa relata:

El cambio de Cortázar, el más extraordinario que me haya tocado ver en ser alguno, una mutación que muchas veces se me ocurrió comparar con la que experimenta el narrador de “Axolotl”, ocurrió, según la versión oficial –que él mismo consagró– en el Mayo francés del 68. Se le vio entonces, en esos días tumultuosos, en las barricadas de París, repartiendo hojas volanderas de su invención, y confundido con los estudiantes que querían llevar ‘la imaginación al poder’. Tenía cincuenta y cuatro años. Los dieciséis que le faltaba vivir sería el escritor comprometido con el socialismo, el defensor de Cuba y Nicaragua, el firmante de los manifiestos y el habitué de congresos revolucionarios, que fue hasta su muerte. (Cortázar 2004: 21)


una dinámica consumista que elimina la crítica, la negatividad y la oposición. Ante los enormes cambios sociales que se producían en la sociedad de posguerra no asombra el hecho de que la mayoría de los artistas asumieran una condición de intelectuales comprometidos, que intervienen activamente en la polis, pero que conciben su labor creativa como el verdadero reto lanzado a una sociedad en trance de dejarse atrapar por las ideologías del tiempo: capitalismo, comunismo, consumismo. La exaltación del individuo y la resistencia a la supuesta uniformización promovida por el “sistema” se conjuga, no obstante, en los años sesenta-setenta, con una orientación de la élite hacia la izquierda política y una defensa de la “sociedad igualitaria”, combinación que no tardará en demostrarse difícil de sostener.

Un efecto de las contradicciones que conlleva esta posición es la crítica de la cultura de masas, entre cuyas características figura también el acceso a unas prácticas destinadas anteriormente sólo a los privilegiados. Marcuse, en el libro que marcó los años sesenta, señaló la ambivalencia de la alta cultura, que, si bien se adecuaba sólo a un mundo pretecnológico “con buena conciencia de la desigualdad y el esfuerzo”, tenía, no obstante, la ventaja de referirse a un mundo “en el que el hombre y la naturaleza todavía no estaban organizados como cosas e instrumentos” (Marcuse 1993: 89). Entre la Escila de la instrumentalización y la Caribdis de la desigualdad, los artistas de aquella época, y Cortázar entre ellos, fueron incapaces de tomar una decisión definitiva y es posible que la investigadora británica Jean Franco tenga razón cuando describe la situación del escritor latinoamericano durante la Guerra Fría en estos términos:

 

Mientras que la izquierda quería reemplazar la literatura con la política y pensaba de forma idealista que era posible resistirse a la influencia del mercado, los defensores de la libertad cultural acogían calurosamente la cultura aparentemente democrática del mercado, deseando al mismo tiempo conservar su privilegio de árbitros de las modas, algo que no tardaría en demostrarse imposible. (Franco 2003: 72).

 

El avance real de la democratización y la permanencia de una visión artística basada en la desigualdad se reflejan, entre otras, en la aparición de la dicotomía entre el turismo y los viajes. Si durante la edad premoderna se viajaba “por necesidad, no por placer” y lo hacían principalmente “soldados, comerciantes, mercaderes, diplomáticos, espías o bandidos”


(Goldsone 2003: 18), la revolución industrial creó las condiciones propicias para que se desarrollara el fenómeno moderno del “ocio”, de modo que se puede afirmar que la salida del ámbito familiar motivada por el placer de ver y conocer otros lugares se puede remontar al siglo XVIII, ya que un viaje como el de Montaigne, emprendido dos centurias antes, representó sólo un fenómeno aislado. Ahora bien, el turismo se dispara sólo después de la Segunda Guerra Mundial, pues si hasta los años cincuenta sólo un número muy reducido de personas podía gozar de los placeres del viaje, después de esta fecha las excursiones al extranjero se masifican y con ello el aura romántica del viaje se pierde junto con su capacidad de hacer descubrir al viajero la verdadera alteridad. La narrativa de Cortázar refleja este cambio de la sociedad occidental y, de manera poco sorprendente, varios de sus cuentos presentan el turismo de masas desde un punto de vista negativo. En el libro de relatos Alguien que anda por ahí, de 1977, al menos dos cuentos

pueden verse como una crítica directa de este fenómeno: “La barca o Nueva visita a Venecia” y

“Vientos alisios”. Los protagonistas de cada uno de ellos son gente que intenta paliar la pérdida del amor auténtico a través de un viaje a un país lejano y en los dos casos el remedio se revela ineficiente. Para Valentina, de “La barca”, el viaje emprendido de Buenos Aires a Italia, a través de una agencia de viaje, no tiene otro fin que el olvido de una desgracia. Es pues un viaje de evasión y representa simplemente el ingreso en “una temporalidad engañosa” (2004: 162), donde todas las experiencias, desde la pasión amorosa suscitada en un compañero ocasional hasta la propia violación por parte de un gondolero veneciano, resultan indiferentes, casi indoloras e impersonales. Nada le puede traer a la turista el sentimiento de experiencia real: la turista recibe Venecia como “un admirable escenario sin los actores, sin la savia de la participación” (173) e incluso después de un acto amoroso ocurrido en Roma tiene la impresión de que “el rito acababa de cumplirse sin un contenido real, que los instrumentos de la pasión estaban huecos, que el espíritu no los habitaba” (165). Valentina asume su condición de turista, a diferencia de Adriano, que se considera “un viajero” (162): por lo tanto, para la primera “el tiempo es la muerte, su horrible disfraz”, mientras que para el segundo el tiempo es el producto de la libre elección guiada por el capricho y el placer (168). El tiempo de Valentina es el tiempo ‘vendido’ por la agencia Cook y se revela ser la propia muerte: la muerte de Valentina en Venecia, entre romántica y cursi, es la conclusión de un recorrido por unos territorios interiores marcados por la incapacidad de amar y de participar en sus propias experiencias.

A su vez, la pareja de Mauricio y Vera de “Vientos alisios” intenta volver a despertar un amor desteñido por la rutina de unos veinte años de vida en común, gracias a


las ofertas de una agencia de viajes: van por separado a la misma estación turística de África, fingiendo que no se conocen, y se conceden mutuamente la libertad de buscar nuevos amores. Los personajes pasan las vacaciones en un lugar exótico, pero en compañía exclusiva de unos occidentales parecidos a ellos, conservando las mismas costumbres y sin tener ningún contacto verdadero con los vecinos de la tierra. La realidad del país africano tiene, más bien, un cariz ornamental: “de noche la radio hablando de Yomo Kenyatta y de los problemas tribales, alguien sabía mucho sobre los Massai y los entretuvo a lo largo de muchos tragos con leyendas y leones” (130). El medio completamente artificial ‘vendido’ por la agencia de viajes es el reflejo fiel de la artificialidad del experimento extremo llevado a cabo por los dos veraneantes. La experiencia amorosa plenaria debida a los nuevos amantes, lejos de resucitar el amor de la vieja pareja, no hace sino confirmar su muerte bajo el peso de la costumbre: el suicidio común sugerido en el final del cuento es una suerte de consecuencia natural de la comprobación de su fallecimiento como auténticos enamorados.

El reemplazo del viaje dador de experiencias personales profundas con el turismo que no hace sino poner de relieve la inautenticidad y la alienación del individuo por la cultura de masas es sólo el efecto de una transformación radical de la sociedad occidental, que Cortázar percibe a la vez con curiosidad y angustia. Los espacios realmente ‘exóticos’ quedan entonces aquellos lugares donde se gesta un verdadero cambio a nivel antropológico, que en los años sesenta se relacionaban con el mito de la revolución. Con la perspectiva creada por los años es fácil tildar de ingenua la postura de Cortázar, que se entusiasmó con las fantasías que se urdían en esta época, ya que su domicilio en Europa lo hacía partícipe de una ilusión colectiva creada por el estado del bienestar. En Poswar, una magnífica síntesis de la historia europea entre 1945 y

2005, Tony Judt argumenta convincentemente que más que una época de alta conciencia

política, así como lo veían los propios actores, los años sesenta en la Europa occidental eran, más bien, un momento de máxima irresponsabilidad juvenil apoyada por el estado del bienestar que, en aquellos años, parecía apto a durar eternamente. Con su humor hiriente y el don por el adjetivo justo, el historiador británico observa:

 

Las solipistas pretensiones de la época –que los jóvenes cambiarían el mundo

«yendo a su bola», «viviendo el momento» y «haciendo el amor y no la guerra»− siempre fueron una ilusión, y no han resistido bien el paso del tiempo. Pero no fue la única ilusión de aquel momento, ni mucho menos la más estúpida. (2006: 580)


La aniquilación del hombre bajo el peso del sistema, el impasse de Occidente entregado a “La Gran Costumbre”, la condena a muerte del pequeño burgués y la exaltación de la revolución nos aparecen hoy como banalidades de una época caracterizada por una confianza exagerada en sus valores y que, padeciendo de una natural miopía histórica, es incapaz de detectar los verdaderos problemas a los que se enfrenta.

Sin duda, estas falsas creencias provienen de un comprensible anacronismo; formado bajo el sello doble de la vanguardia y el existencialismo, Cortázar, junto con la mayor parte de su generación, comparte una visión sobre el ser humano como rescatable en la medida en que se lava de los pecados originales: la alienación, los tabúes sexuales, la corrupción y sobre todo el materialismo. Una vez desterradas la degradación por el dinero y la sumisión a los valores del mercado se abre el territorio del “hombre nuevo”. No es difícil observar aquí una huella de la escatología occidental y de su imagen acerca de la parusía. Jean Franco no es la única que señala que existe una continuidad visible entre “el anticapitalismo católico y ciertas lecturas de Marx, ambos casos [presentando] una analogía en su proyecto de purificar la sociedad con el fin de restaurar el verdadero valor de la vida humana” (2003: 120). Si la revolución cubana defraudó en gran medida esta esperanza, en cambio, la revolución sandinista de Nicaragua parecía más apta para cumplirla y así se explica el gran amor que le despertó a Cortázar este pequeño país de Centroamérica al que dedica su libro Nicaragua tan violentamente dulce.

En los meses inmediatamente ulteriores a la victoria del Frente Sandinista de

liberación, Cortázar emprende un viaje junto con Carol Dunlop a Nicaragua, donde da con un espectáculo sumamente atractivo para un europeo de los sesenta, entusiasmado con las guerrillas exóticas: jóvenes guerrilleros y guerrilleras armados, adolescentes héroes, niños que anteriormente habían participado activamente en la revolución jugando en las calles por fin libres. Para Cortázar, la Nicaragua de los principios de los años ochenta, después de la revolución sandinista que acabó con la dictadura de Somoza en 1979, parece representar la realización cabal del sueño eurocomunista: transformar la sociedad sin destruir el “Estado burgués” ni recurrir a la dictadura del proletariado, sino acudiendo únicamente a los valores del trabajo y de la cultura. Las notas de viaje pretenden sorprender lo más objetivamente posible esta atmósfera entre festiva y trágica, pero igual que sus personajes-turistas atrapados en sus prejuicios, el autor no consigue dejar de proyectar sus propios anhelos personales en esta realidad ajena.

Uno de ellos es la edificación del Estado sobre la base de la cultura y del arte: muchas páginas están dedicadas a las amplias campañas de alfabetización importadas en


Nicaragua de Cuba y, sobre todo, a la decisión de los dirigentes de implicar a toda la población en estas campañas. Cortázar elogia el intento de fomentar un proceso ‘horizontal’ de transmisión del saber, ya que los estudiantes del liceo y de la universidad acompañados de sus profesores se desplazan a las zonas marginales para dar clases, de modo que “la mitad de la población enseñ[a] a leer y escribir a la otra mitad” (1984: 37). Claro, después de este paso se necesita continuar la tarea y ‘culturalizar’ en un sentido más profundo que la simple alfabetización, lo que supone una nueva campaña llevada a cabo por los revolucionarios nicaragüenses, hecho comentado jubilosamente por el escritor argentino.

Los elogios no paran a la hora de comentar la creación, en un país tan atrasado culturalmente, de un museo de arte moderno, debido a la generosidad de los artistas latinoamericanos que viven en el exilio o en otros países americanos. ¿Qué significa este museo para Cortázar? Una esperanza de que un público tan poco educado en materia de arte plástico tope de repente con la modernidad más acusada.

 

El público […] entabla sus diálogos silenciosos […] con un arte resueltamente contemporáneo que provoca lo que siempre debe provocar el arte de avanzada: fascinación, repulsa, amor, antagonismo, las tomas de posición necesarias para lanzar la imaginación a todo motor (67).

 

La esperanza de “quemar las etapas” y de lanzar a la sociedad hacia una percepción estética vanguardista es lo que da una tonalidad tan entusiasta a estas páginas porque él lee aquí una promesa de que el público educará su gusto de tal forma que llegue a “rechazar tanta cosa barata que se toma por arte y belleza” (67-68). O sea, rechazará precisamente aquel tipo de arte apreciado por los sectores tradicionales de la sociedad occidental, aunque hay que reconocer que a partir de los años sesenta estos sectores tradicionales son cada vez más reducidos. El entusiasmo formidable que le provoca este espacio artístico en Nicaragua se entiende mejor si recordamos una profesión de fe enunciada en La vuelta al día en ochenta mundos:

La cronología, la historia y demás concatenaciones, son una inmensa desgracia. Un mundo que hubiera empezado por Picasso en vez de acabar por él, sería un mundo exclusivamente para cronopios, y en todas las esquinas los cronopios bailarían tregua y bailarían catala. (1967, II: 13)


Al dejarnos guiar por las sugestiones de una equivalencia cuasi perfecta entre los cronopios y los surrealistas amantes del juego, del happening y del humor negro, tal como la argumentó Evelyn Picon Garfield (1975: 190), se entiende que Cortázar da voz aquí al sueño vanguardista de una sociedad de artistas, pues detrás de estos proyectos de democratización de la cultura resuena un antiguo credo de la vanguardia histórica respectivo a “la desaparición del arte como ámbito particular de la actividad humana, vinculada a la praxis vital” (Bürger 1987: 84). Parece claro que lo que atrajo tanto a varios artistas, entre ellos a Cortázar, en la revolución cubana fue en gran parte esta utopía de una sociedad en la

que entre los artistas y la gente común deja de haber diferencias esenciales, dado que todos se entregan a una labor común de explorar “lo nuevo” y “lo nunca experimentado”, rechazando pues la cultura de masas, barata y alienante. Es, de hecho, una aspiración común de los intelectuales de su generación, pues en un contexto diferente, Carlos Fuentes alababa en la revolución del mayo del 68 el hecho de que

 

[l]os estudiantes y los obreros de Francia le dieron un contenido grave e inmediato a las palabras visionarias y rebeldes de los artistas: el hombre, cada hombre, es capaz de definir su propio destino como un artista define, creándola su propia obra. Y como una obra de arte, la responsabilidad individual es la instancia suprema de la responsabilidad colectiva y, simultáneamente, lo es ésta de aquélla. (1969: 90-91)

 

La Nicaragua post-sandinista ofrece pues las premisas de una sociedad en la que el individuo asuma su capacidad de construir “artísticamente” su destino. Resulta evidente entonces que uno de los proyectos más alabados por Cortázar sea el experimento del poeta y sacerdote Ernesto Cardenal, nombrado ministro de cultura después de la revolución de 1979, de crear talleres de poesía a nivel nacional. Este es otro ejemplo de un proyecto estatal de democratización de la cultura, que, por lo demás, el estado del bienestar “capitalista-consumista” había realizado naturalmente, pero de una forma que un verdadero artista encuentra caricatural. La nueva Nicaragua se presenta como opuesta a las sociedades donde la poesía “sigue siendo una actividad solitaria y entre cuatro paredes, reducida a un mínimo de publicaciones y de lectores” (Cortázar 1984:94): la poesía, esta vez, a través de una movilización colectiva, entra realmente a formar parte de la vida cotidiana, cumpliendo así el sueño de los surrealistas que profetizaban


con Isidore Ducasse que “la poesía será hecha por todos, no por uno solo.” (Lautréamont 1970: 284)2

La educación por la poesía de un pueblo cuya mayoría carecía de una educación básica parece representar otro atajo imaginado por Cortázar en unos años de máximo optimismo cultural. En el texto que abre el libro dedicado a Nicaragua el escritor argentino vuelve al tema del “hombre nuevo” imaginado por la revolución cubana y critica la visión conformista sobre este ideal humano despojado de todas sus pulsiones negativas. Para llevar a cabo una revolución antropológica, dice, hay que desterrar el machismo imperante en Latinoamérica (tema que ya se había vuelto central en esos años, gracias a la crítica feminista), hay que renunciar a la homofobia (alusión a la represión de los homosexuales en la Cuba revolucionaria) y, por fin, hay que admitir el sadismo como latencia fundamental del ser humano. “¿Vamos a postular al hombre nuevo como integralmente bueno? No, por supuesto, pero en cambio su novedad estará en todo lo que le el socialismo para que las tendencias sádicas se sublimen lo más posible” (16). Una sociedad de artistas y poetas que desvíen sus pulsiones sádicas hacia las realizaciones artísticas representaría realmente una alternativa sumamente codiciable a la violencia efectiva del mundo. Conferir violencia a la dulzura (como claramente lo pone en evidencia el título Nicaragua tan

violentamente dulce) y desviarla así del trato humano concuerda muy bien con el lema

vanguardista que reza: “La belleza será convulsiva o no será.” (Breton, 1997: 243)

Ahora bien, la utopía de un estado de artistas visto a la manera de los surrealistas parece inalcanzable desde el principio. Cuando la enunciaban, los vanguardistas pensaban en un posible reencuentro del artista con el mundo burgués del dinero, ulterior a la destrucción total de éste último. Si sus declaraciones eran tan tajantes, eso se debía al hecho de que no pensaban, primero, en alcanzar su ideal y, segundo, porque se referían a una burguesía como la imaginada en el siglo XIX, esto es, complaciente, pragmática e insensible. Por otra parte, los vanguardistas eran los herederos de una tradición cuyo mayor logro había sido precisamente la autonomía del arte con respecto al campo del poder, tal como lo destacó Pierre Bourdieu en Las reglas del arte: se trata de una separación clara entre


2 En la carta de Roberto Fernández Retamar, Cortázar escribía:

[M]i problema sigue siendo, como debiste sentirlo al leer Rayuela, un problema metafísico, un desgarramiento continuo entre el monstruoso error de ser lo que somos como individuos y como pueblos en este siglo, y la entrevisión de un futuro en el que la sociedad humana culminaría por fin en ese arquetipo del que el socialismo da una visión práctica y la poesía una visión espiritual (1994: 40).


el mundo de los bienes simbólicos inmateriales y el mundo del dinero y todo pacto entre los dos campos significaba un compromiso considerado vergonzoso por los dos lados, aunque él no dejaba de reiterarse. Es por eso que los antiguos defensores de la promoción de todo individuo a rango de artista se ven tan desorientados en el momento en el que la cultura de masas empieza a invadir los territorios reservados hasta entonces a la élite tanto en el terreno de la producción de bienes simbólicos como en el de las praxis de la vida y entre ellas, el ocio y el turismo.

Cuando Cortázar habla del “privilegio agridulce” de haber presenciado la transformación radical de “la visión sobre el mundo” del hombre occidental, es posible que realmente sintetice la ambivalencia de un creador que se da cuenta de que la complejidad de su circunstancia lo excede y que no la puede captar con las herramientas en cuyo perfeccionamiento y alisamiento había pasado toda su juventud: la concepción estética vanguardista que se basaba en una visión elitista acerca del acto artístico y de las prácticas sociales. La obra de Cortázar refleja admirablemente el momento en el que el viaje pierde su aura romántica y se transforma en turismo, lo que obliga al artista verdadero a buscar refugio en unas imaginarias sociedades de artistas que se gestan en un exótico Tercer Mundo y cuya existencia real, con la irrupción de la globalización, no tardará en demostrarse engañosa.

 

Bibliografía

 

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