Colindancias (2014) 5: 143-157

Alina Ţiţei

Universidad Alexandru Ioan Cuza de Iaşi

Rumanía

 

La espada de Damocles.

Autoritarismo, totalitarismo y terrorismo de Estado

en Latinoamérica

Recibido 29 de julio / Aceptado 20 de septiembre de 2014

 

 

 


Resumen: Pese a los denodados esfuerzos que la mayoría de las sociedades latinoamericanas ha hecho en el curso de las últimas décadas por fomentar la democratización, el liberalismo y la democracia misma a todos los niveles, el autoritarismo, el totalitarismo y el terrorismo de Estado siguen representando una seria amenaza a la estabilidad y el desarrollo de estas naciones. A fin de discernir mejor la dinámica que supone un régimen autoritario/totalitario y su relación conceptual y política con el sistema democrático, examinamos primero la diferencia entre las dimensiones autoritaria y totalitaria y analizamos el terrorismo de Estado, una forma de violencia política defensiva, supeditada arbitrariamente a la máquina represiva y a los intereses políticos y económicos de las dictaduras latinoamericanas. Identificamos, asimismo, las principales medidas coercitivas y


punitivas con las que opera el terrorismo de Estado, mencionando también las razones que justifican la propensión psicosocial de los pueblos latinoamericanos a la figura paternalista de los líderes autoritarios. Al final, subrayamos la estrategia política que estos adoptan para obtener el apoyo incondicional de las masas, a saber, el populismo, hoy día readaptado al contexto social, político y económico bajo la apariencia del neopopulismo.

 

Palabras clave: autoritarismo, totalitarismo, violencia política, terrorismo de Estado, populismo

 

Abstract: Despite the dauntless efforts that most Latin American societies have made throughout the past few decades to promote democratization, liberalism and democracy itself at all levels,


authoritarianism, totalitarianism and state terrorism still represent a serious menace to the stability and development of these nations. In order to gain a better grasp of the dynamics an authoritarian/totalitarian regime implies and of its conceptual and political relation to democratic system, we first examine the difference between authoritarian and totalitarian dimensions and we analyze state terrorism, a form of defensive political violence arbitrarily subordinated to the repressive machinery and to political and economic interests of Latin American dictatorships. We also identify the main coercive and punitive


measures that the state terror system operates with, mentioning altogether the reasons that justify the psychosocial propensity of Latin American nations for the paternalistic figure of authoritarian leaders. Finally, we point out the political strategy they adopt so as to obtain unconditional popular support, namely populism, readjusted to nowadays social, political and economic context under the guise of neopopulism.

 

Key words: authoritarianism, totalitarianism, political violence, state terrorism, populism


 

Para examinar la relación que se establece, a nivel conceptual y sociopolítico, entre la dictadura en cuanto que régimen autoritario/totalitario, la figura del dictador y la democracia, será preciso deslindar primero los términos fundamentales de autoritarismo y totalitarismo. Si la noción de autoridad se refiere al poder legítimo, el autoritarismo entraña necesariamente una autoridad ilegítima, que conculca de manera irrestricta las normas liberales y democráticas, pero que se abstiene, sin embargo, de dirigir hasta en sus más ínfimos detalles la vida de los ciudadanos por medio de una armazón ideológica; el autoritarismo es, por tanto, “la denominación que reciben las

formas políticas de gobierno, donde el poder le es sustraído al pueblo y donde existen, en el mejor de los casos, solo aparentemente formas democráticas del proceso de toma de decisiones” (Fuchs- Heinritz, Lautmann, Rammstedt y Wienold 1994: s. p., trad. ntra.).

Por otro lado, en el horizonte del totalitarismo, “dictadura suprema” o “gobierno

totalitario” son otras tantas:

 

[...] denominaciones para señalar la dominación absoluta de todos los órdenes sociales, dominación por parte de unos órganos estatales dirigidos comúnmente por un partido y vinculada a la supresión de la libertad de opinión, a la creación de una policía secreta terrorista, a las intervenciones en la economía (ningún tipo de autonomía arancelaria, etc.) y,  en general,  al cuestionamiento de una ideología obligatoria para todos. Al


principio, el totalitarismo fue utilizado para definir el régimen nacional-socialista y fascista, luego (durante la Guerra Fría), fue adoptado también para los estados comunistas. (s. p., trad. ntra.)

 

Los regímenes agrupados bajo el epígrafe del totalitarismo hacen uso de cierta ideología sociocultural “infalible”, que no solo pretende movilizar a las masas e impedir la existencia del pluralismo político, sino que, además, “penetra en el último rincón de la sociedad estatal” (citado por

VV. AA 1991: 356) con la descabellada pretensión de dominarlo y controlarlo todo. Una definición relativamente simple del totalitarismo sería, pues, la de “fenómeno político, social y económico que busca la sumisión absoluta del individuo al Estado” (Mehlinger 1968: 6, trad. ntra.); en cambio, una definición más amplia contemplaría el régimen totalitario como la “dominación total mediante una ideología única y el monopolio político de un partido que asegura su poder sobre la sociedad gracias a otros tres monopolios: el del constreñimiento, el de los medios de comunicación de masas y el de la organización económica” (citado por Linz 2000: 65, trad. ntra.). Así, más que excluir a los “destinatarios del poder de su legítima participación en la formación de la voluntad del Estado” (citado por VV. AA. 1991: 356), el régimen totalitario anhela a moldearles “la vida privada, el alma, el espíritu y las costumbres” (356).

Una conclusión parcial nos sugiere que el gobierno autoritario o la dictadura totalitaria actúan en menoscabo no solo de la democracia, sino también de los intereses populares cuando, por ejemplo, se asesina a un gran número de civiles o cuando el dictador decide arbitrariamente sobre los destinos de la economía nacional. En Latinoamérica ha habido tanto gobiernos autoritarios (en los que la democracia solo cumple una función decorativa, como son los casos de Fujimori en Perú o Chávez en Venezuela) como dictaduras totalitarias. Por lo que atañe a estas últimas, a diferencia de los primeros, la actividad de los partidos políticos queda suprimida, mientras que el poder se halla concentrado en manos de una entidad única ‒una persona (Pinochet en Chile) o un grupo (la Junta Militar en Argentina)‒. Sin embargo, para las dictaduras militares latinoamericanas bien podría decirse que el totalitarismo no ha pasado de ser una quimera, ya que se trata de regímenes débiles, basados principalmente en la fuerza y el terror.


En el marco de los regímenes autoritarios/totalitarios, es imprescindible hacer también algunas escuetas observaciones sobre la noción de violencia y, particularmente, sobre la noción de violencia política:

 

En sentido fundamental, por violencia se entiende causar perjuicios a terceros mediante homicidio, mutilación o inflicción de sufrimientos. La acepción de la palabra puede ser ampliada, de modo que abarque también la amenaza de tales actos y que se refiera no solo al daño físico, sino también al psíquico. (Miller 2000: 737, trad. ntra.)

 

Desde un prisma sociopolítico, la violencia puede interpretarse como un acto de poder, si bien no todos los actos de poder son necesariamente violentos. En este sentido, la violencia expresa una relación social, puesto que están involucrados al menos dos sujetos: la víctima y el victimario. La violencia significa, por tanto, ejercer la fuerza física o amenazar, explícita o implícitamente, con usarla, teniendo otra finalidad que la mera satisfacción de una necesidad biológica, a saber: la imposición de la voluntad del que la ejerce sobre el que es objeto del acto violento.

Naturalmente, la política debería estar desvinculada de la violencia. Mas la praxis histórica nos enseña que los lindes que separan la política y la violencia son a menudo imperceptibles y que ambas están muy cerca la una de la otra. En la cultura política y jurídica occidental, orientada hacia la democracia liberal, la violencia no se percibe como algo deseable, pero en algunos casos queda legitimada con vistas a alcanzar ciertos objetivos políticos, tales como mantener el orden social bajo las condiciones prescritas por la ley y la democracia o defender la seguridad nacional. Aunque todo estado es la expresión monopolizada, institucionalizada y legitimada de la violencia, lo que distingue las democracias de las dictaduras, al menos en teoría, es que, en cuanto a regímenes democráticos se refiere, la violencia es una medida extrema, legislada por el Estado de derecho.

Por otra parte, en las dictaduras la violencia política, en cuanto que acto de dominación, se vuelve el eje fundamental de las relaciones entre el Estado y la sociedad. Dicha violencia estatal, que se ampara en una legalidad arbitraria o es ejercida de manera clandestina,


se convierte, con las dictaduras extremadamente represivas, en terrorismo de Estado. El terror deviene así el aglutinante esencial entre el Estado y la sociedad y se manifiesta según el grado de estabilidad política. Se busca inducir en la sociedad el sentimiento de que el poder del Estado es inexpugnable, de que cualquier forma de resistencia es un acto de rebeldía estéril que no lleva

sino a la muerte, la tortura o el encarcelamiento. Paradójicamente, el terror no es para nada un indicio de la fuerza monstruosa del Estado que lo ejerce, sino de la profunda debilidad que padece. Pues lo que realmente hace que un Estado sea fuerte es el consenso público; la fuerza, por el contrario, lo torna débil.

Así, uno de los aspectos esenciales que caracteriza un régimen totalitario es la creación del terrorismo estatal, que lo transforma luego en un régimen del terror. El terrorismo de Estado supone la implicación directa o indirecta del gobierno en acciones de índole terrorista y conlleva dos significados: la subordinación por parte del Estado de la violencia política para alcanzar sus objetivos ejerciendo el terror de Estado y la participación del Estado en el fenómeno terrorista bajo distintas formas ‒apoyo a las organizaciones terroristas, asistencia operativa, iniciación y dirección de ataques terroristas o perpetración de ataques terroristas por agentes oficiales del Estado. Los estados que recurren a una o varias modalidades de participar en operaciones terroristas suelen calificarse como “estados terroristas” o “estados patrocinadores del terrorismo”.

Respecto a la manera en la que el régimen totalitario emplea la represión brutal y el terror a fin de asegurar su autoridad, control y presencia en todas las esferas de la vida social, conviene decir que: “Los regímenes de terror pueden permitirse en casos extremos sojuzgar a la sociedad entera, inclusive al gobierno político superior, por medio del miedo y el terror, con miras a controlarlo todo y a todos” (Waldmann 1998: 30, trad. ntra.). Para lograr el dominio absoluto del país, el régimen totalitario se sirve de esbirros, escuadrones de la muerte, sicarios y fuerzas paramilitares que hostigan a los ciudadanos a través de la represión y la censura, minimizando o aniquilando cualquier tipo de oposición o fuerza que pudiera constituir una amenaza para el régimen. El uso de la represión a través del terror conlleva también un número considerable de víctimas. Si comparamos el número de muertos resultados a raíz de las acciones del terrorismo revolucionario o de la guerrilla con el de una dictadura totalitaria,


podemos observar que, al menos en Latinoamérica, esta última ocasiona muchísimas más bajas civiles, debido a la impunidad con la que actúan el dictador y sus secuaces:

 

El terror del régimen reclama irregularmente más vidas humanas que el terrorismo revolucionario. Tendemos a pensar más en el terror nazi, la Unión Soviética bajo Stalin o la revolución cultural china que en los millones que han sido víctimas del terror. El gran número de víctimas de los regímenes de terror, comparable con el del terrorismo revolucionario, puede asociarse al hecho de que los partidarios políticos de un régimen se arriesgan comúnmente menos que el rebelde político y son, por lo tanto, mucho menos controlados. Los terroristas viven peligrosamente, no ponen en peligro las vidas ajenas, sino que se juegan la suya o, por lo menos, esperan a que algún día sean condenados a una pena de prisión mayor. En comparación, los órganos de seguridad de un Estado que controlan a su pueblo mediante el terror tienen menos razones para temer. Pueden seguir sus instintos criminales libremente [...]. (16, trad. ntra.)

 

Para avalar tales afirmaciones uno puede aducir el infame ejemplo de los crímenes perpetrados en Chile por la dictadura de Pinochet o en Argentina por la dictadura totalitaria de la Junta Militar. En ambos casos la magnitud de la represión fue tal, que se logró erradicar por completo los dos movimientos subversivos existentes en aquel entonces: los Montoneros en Argentina y el Movimiento de Izquierda Revolucionario en Chile.

Cuanto más agudo es el conflicto dentro de la sociedad y más tenaz la resistencia de las clases sociales, mayor será la violencia por parte del Estado. Independientemente de la intimidación, la obtención o divulgación de información y la aniquilación de los opositores y de las personas subversivas, las razones que justifican la violencia política, manifestada a través de la tortura, la ejecución extrajudicial y la desaparición forzada, son mucho más racionales y pragmáticas: mantener una cierta esfera de dominación y los privilegios que de ello derivan.


La Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en su Resolución 39/46 del 10 de diciembre de 1984, define el término tortura como:

 

todo acto por el cual se inflija intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido, o se sospeche que ha cometido, o de intimidar o coaccionar a esa persona o a otras, o por cualquier razón basada en cualquier tipo de discriminación, cuando dichos dolores o sufrimientos sean infligidos por un funcionario público u otra persona en el ejercicio de funciones públicas, a instigación suya, o con su consentimiento o aquiescencia. (Parte I, Artículo 1)1

 

Mecanismo que pretende anular a la víctima como persona, por la supresión de su identidad y voluntad, la tortura está íntimamente vinculada tanto a la desaparición forzada como a la ejecución extrajudicial. Con la tortura se busca el punto más sensible de la víctima y se intenta superar el umbral de dolor que esta puede soportar. Su cuerpo y su mente pasan a convertirse en propiedad absoluta del victimario. La víctima pierde entonces la capacidad de decidir sobre su propia vida, pero también sobre su propia muerte: “Aquí dentro nadie es dueño de su vida, ni de su muerte. No podrás morirte porque lo quieras. Vas a vivir todo el tiempo que se nos ocurra. Aquí adentro somos Dios” (Calveiro 1998: 54), son las palabras de los torturadores en boca de una sobreviviente de los campos de concentración en Argentina. El principal objetivo del recurso al terror lo constituye la desarticulación de la voluntad, la transformación de la resistencia en docilidad, de la docilidad en identificación y, finalmente, de la identificación en admiración hacia el carcelero o el torturador. En el caso de esta “identificación con el adversario”, conocida también como el “síndrome de Estocolmo”, “la víctima potencial cree que si lograra ver al mundo a través de los ojos del agresor, tal vez podría


1 Extraído de http://www2.ohchr.org/spanish/law/cat.htm [28/08/2014]


salvarse de la destrucción” (Dutton y Golant 1997: s. p.). No obstante, privar a la víctima de su capacidad volitiva no significa necesariamente la absolutización de la obediencia que provoca el terror y, en especial, la tortura: “[...] la sumisión nunca es total; el campo intentó arrasar la personalidad y toda forma de resistencia a través de la tortura sistemática, ilimitada, irrestricta, produciendo dolor, terror, parálisis, pero no necesariamente lo logró. No hay técnicas infalibles, y la tortura tampoco lo fue [...]” (73), confiesa Pilar Calveiro, víctima de la terrible experiencia de los campos de concentración.

En el contexto de la violencia política, la tortura está intrínsecamente relacionada con el fenómeno de la desaparición y detención forzada, delitos que, al cometerlos, el Estado se convierte en criminal por violar su propia legalidad. La desaparición forzada es una acción clandestina (se lleva a cabo sin informar a la opinión pública) que tiene como objeto la captura extrajudicial del adversario o de la persona subversiva (secuestro), con el fin de poder interrogarlos extrajudicialmente (tortura) y ejecutarlos de la misma manera (asesinato). La intimidación, la obtención de información y la liquidación física son los tres objetivos

primordiales que un Estado autoritario, y en particular uno totalitario, tiene en la mira a la hora de recurrir a prácticas y métodos extremos.

Durante la época de las grandes dictaduras y de los movimientos subversivos y terroristas en Latinoamérica, los regímenes autoritarios/totalitarios no actuaron siempre por cuenta propia en su lucha contra la ideología comunista. Esto quiere decir que el conflicto no se dio únicamente entre las fuerzas del Estado y las fuerzas insurgentes, ya que las grandes potencias mundiales en aquel entonces, Estados Unidos y la Unión Soviética, terciaron en los asuntos políticos interamericanos; la superpotencia occidental llegó incluso a financiar y entrenar en tácticas antisubversivas a numerosos oficiales latinoamericanos a través de la famosa y temida institución de terrorismo Escuela de las Américas,2 contribuyendo

significativamente al debilitamiento de la democracia en la región:


2 Centro de entrenamiento militar en técnicas de contrainsurgencia, financiado por el Gobierno estadounidense y destinado a los soldados y oficiales de alta graduación de Latinoamérica. Fundado inicialmente en Panamá (1946), quedó prohibido continuar desarrollando sus actividades en el territorio del país a partir de 1984, de acuerdo con el Tratado del Canal de Panamá. El expresidente panameño Jorge Illueca afirmó en cierto momento que la Escuela de las


En este centro, el ejército norteamericano enseñó toda clase de técnicas de lucha y militares a miles de terroristas latinoamericanos de extrema derecha: asesinatos, torturas, manejo de explosivos, guerra de guerrillas, guerra psicológica... Una vez que tenían bien aprendida la lección, estos futuros adalides del terror desembarcaban en sus respectivos países bajo la vigilancia de la CIA para controlar el “patio trasero” de Estados Unidos. Líderes de los Escuadrones de la Muerte y algunos de los dictadores más sanguinarios de Latinoamérica fueron moldeados por los servicios secretos estadounidenses en la Escuela de las Américas. Sus alumnos fueron los responsables de centenares de miles de muertes y de años de represión y torturas. (Pedrero 2004: 174)

 

La Escuela de las Américas es solo uno de tantos ejemplos que demuestran la omnipresencia y la injerencia de Estados Unidos en los asuntos de política interna e internacional de Latinoamérica. Entre sus acciones podríamos mencionar: establecer vínculos con las redes de narcotráfico de Latinoamérica; ofrecer apoyo, mediante la Bolsa de Valores de Wall Street y el Departamento de Estado, al grupo guerrillero colombiano FARC, sobre todo a través del suministro de armas; prevenir, en un esfuerzo conjunto de varios organismos encabezados por el Departamento de Estado, que el grupo peruano Sendero Luminoso sea calificado como organización terrorista y minimizar la situación tensa que estaba atravesando el Perú, siendo la agobiante deuda externa del país, que lo ahogaba económicamente y le


Américas “era la mayor base para la desestabilización de América Latina” (Flores Espinoza 2006: 24). Posteriormente, la organización trasladó su sede a Fort Benning, en el estado norteamericano de Georgia, donde sigue funcionando hoy día, asépticamente maquillada tras los ataques del 11 de septiembre de 2001, bajo la inocua denominación de Instituto para la Cooperación en Seguridad del Hemisferio Occidental (WHINSEC, por su acrónimo inglés). Por el famoso centro de entrenamiento, han pasado a lo largo del tiempo, entre otros, el coronel guatemalteco Byron Lima Estrada, los jefes de la policía secreta de Augusto Pinochet, los dictadores Roberto Viola y Leopoldo Galtieri de Argentina, Manuel Noriega y Omar Torrijos de Panamá, el peruano Juan Velasco Alvarado o el ecuatoriano Guillermo Rodríguez. Cabe mencionar, no obstante, que la Escuela de las Américas no fue el único centro de formación militar que brindó apoyo logístico a las dictaduras latinoamericanas. El Gobierno francés, por ejemplo, ayudó a los militares de la Escuela de las Américas y las dictaduras de Chile, Argentina y Brasil, basando su aporte logístico en la experiencia antisubversiva que Francia había adquirido en Argelia, en la época cuando el país africano luchaba por la independencia.


impedía desarrollar una posible explicación; participar, a través de la CIA, en la guerra terrorista contra el gobierno de izquierda nicaragüense dirigido por Daniel Ortega, apoyando al grupo terrorista y de guerrillas Contras; cooptar al presidente de Venezuela, Hugo Chávez, en el proceso de globalización e implementación de las recomendaciones económicas propuestas por el FMI, u orquestar un complot para asesinar a Fidel Castro, a manos del reconocido terrorista de extrema derecha y agente de la CIA, Luis Posada Carriles (véase Pedrero 2004: 36-46, 149-172, 173-187). Así, mientras menos desarrollada esté una nación, tal como es el caso de las naciones latinoamericanas, y más fuertes los intereses de cualquier tipo en la zona, mayor será el control que Estados Unidos ejerza sobre las decisiones políticas, económicas y militares de dichos países.


La ayuda financiera y logística, con la consiguiente desestabilización política, no vinieron únicamente de parte de Estados Unidos, sino también de la antigua Unión Soviética. En este sentido, el caso de Cuba representa el ejemplo más claro de la contribución que el comunismo oriental tuvo a la configuración del mapa político del Nuevo Mundo. En los años 70, los soviéticos brindaron apoyo económico, político, logístico y militar al Estado caribeño, pasando este a convertirse en un satélite del bloque comunista que ya se había vuelto una seria amenaza para Estados Unidos. Gracias al respaldo de la Unión Soviética, Fidel Castro se reafirmó en su liderazgo durante toda la Guerra Fría, incluso tras la célebre crisis de los misiles,3 que puso al mundo al borde de una guerra nuclear entre las dos superpotencias.

3 La crisis de los misiles representó el enfrentamiento entre Estados Unidos y la Unión Soviética sobre los proyectiles nucleares soviéticos en Cuba. La crisis estalló el 14 de octubre de 1962 y terminó el 20 de noviembre del mismo año, y fue considerada el momento cuando la Guerra Fría estuvo a punto de escalar a una guerra nuclear y convertirse en la Tercera Guerra Mundial. El conflicto empezó con las declaraciones del presidente americano John F. Kennedy durante un discurso televisivo, según las cuales los aviones espía norteamericanos habían descubierto en el territorio de Cuba rampas de lanzamiento destinadas a cohetes de alcance medio susceptibles de portar ojivas nucleares, capaces de atacar en cuestión de minutos el sureste de Estados Unidos. Para resolver la situación, Kennedy barajó varias posibilidades: bloqueo militar, invasión, ataque aéreo, negociaciones diplomáticas, etc., decantándose finalmente por la primera. El 22 de octubre, el presidente anunció la “cuarentena” naval de Cuba, para impedir que los buques soviéticos siguiesen transportando armamento a la isla, y exigió a la Unión Soviética retirar de inmediato sus armas nucleares de Cuba. Tras varios días de tensas negociaciones, Kruschev envió un mensaje aceptando las condiciones impuestas por Estados Unidos a cambio de comprometerse de no invadir la isla y de no permitir que algún aliado lo hiciera, compromiso cumplido hasta la fecha. La administración estadounidense levantó el bloqueo naval y retiró los misiles


Una conclusión importante que podemos sacar es que, en muchos casos, los movimientos terroristas y los grupos guerrilleros nacen o son financiados por los servicios secretos de diferentes países con fines políticos, económicos o estratégicos. El terrorismo ha sido, pues, desde siempre, un instrumento eficaz para desestabilizar naciones o fuerzas enemigas.

Por otra parte, la relación que se establece entre el personaje autoritario/totalitario y el pueblo gobernado hace surgir una pregunta: ¿por qué una nación permite que sea gobernada durante años por un sátrapa? Una explicación plausible sería que en una dictadura las posibilidades que un grupo sedicioso o un individuo tiene para desencadenar una insurrección o una rebelión militar son extremadamente limitadas y, además, arriesgadas, debido al control totalitario que las fuerzas armadas y los servicios secretos ejercen sobre el país, pero tampoco podemos descartar el miedo a las represalias a que estarían sometidos los insurgentes de ser capturados por las autoridades del régimen. Asimismo, un gobierno autoritario/totalitario no cuenta únicamente con la ayuda de los militares o de las potencias extranjeras, sino también con la del pueblo mismo o una parte de él. Un régimen autoritario/totalitario es deseado, bien por una mayoría, bien por una minoría del pueblo, fenómeno que se debe a ciertas causas psicosociales según las cuales el dictador estaría cumpliendo una función patriarcal en relación con los gobernados. Es decir, el pueblo, en su totalidad o no, busca en el dictador aquella figura paternalista que lo proteja y decida por él:

 


Aunque los gobiernos autoritarios suelen ser vistos como negativos por los miembros de las sociedades supuestamente democráticas, a menudo ellos son interpretados como la satisfacción de una necesidad psicológica. En los tiempos modernos, millones de personas desean un gobierno autoritario. Una minoría suficientemente amplia, o incluso una mayoría, puede, en efecto, anhelar y votar una autoridad fuerte. (Magill 1995: 107, trad. ntra.)

nucleares que apuntaban hacia la URSS desde sus bases de lanzamiento en Turquía. A su vez, la Unión Soviética, además de desmantelar y retirar definitivamente todas las armas ofensivas instaladas en Cuba, tuvo que comprometerse a no atacar Turquía.


Si analizamos las razones que subyacen a la necesidad del pueblo por una figura paternalista, constatamos que la modernización de la sociedad es la que encierra una posible respuesta. Tal proceso ha supuesto un cambio radical para todos y cada uno de los individuos; el ser humano ha ido perdiendo, paulatinamente, las tradiciones y costumbres que lo habían arraigado a un modus vivendi que podría tildarse de “monótono” o “mecánico”. Como consecuencia, dispone de más libertad para actuar y tomar decisiones, empero, a la postre, el resultado de esta transformación lleva a dos estados psicoemocionales algo contradictorios: por un lado, el individuo se siente agobiado con la multitud de decisiones que debe tomar, y por

otro, la pérdida del sentido de comunión y comunicación lo hace sentirse solo e inútil. Este “vacío” emocional dispara en el individuo la búsqueda de una figura paterna que llega a reflejarse en el líder autoritario.

En Latinoamérica, dichos fenómenos se pueden observar en el caso de las migraciones masivas del campo a la ciudad que han tenido lugar en las últimas décadas y que han contribuido a la erosión, hasta la pérdida progresiva de las tradiciones y costumbres de los habitantes procedentes de las zonas rurales. Pero más allá de este cambio demográfico, también ha habido factores como la pobreza extrema, el analfabetismo y la ignorancia, que han facilitado en el individuo el desarrollo de un sentimiento de abandono, falta de protección y desarme ante la ineptitud de los partidos políticos y las estructuras democráticas, y, al mismo tiempo, un deseo de buscar aquella figura paternalista capaz de proteger y de proporcionar una mejor calidad de vida. En este contexto, aprovechando la situación desesperada de las masas, el dictador se sirve de una herramienta particularmente eficaz para conseguir el apoyo de la gente y poder controlarla: el populismo, una técnica tan utilizada ayer como hoy por un gran número de

políticos y de regímenes autoritarios en todo el continente latinoamericano.

El populismo se instala allí a partir de los años 30 del siglo pasado, con características singulares, distintas a aquellas que las dos formas de populismo más reconocidas e importantes (rusa y norteamericana) habían desarrollado hasta el momento. Con el tiempo, se ha convertido en uno de los rasgos fundamentales de la cultura política latinoamericana y se va fácilmente adaptando a los procesos de la globalización. Hoy en día, el populismo no ha desaparecido, pero se ha transformado y adquirido nuevos atributos que le permiten acomodarse a los variados


escenarios histórico-políticos actuales, sin descuidar, por supuesto, aquellas peculiaridades que lo definen desde el punto de vista conceptual; representa “una dimensión de la acción política que se materializa a través de un discurso, estilo y forma de hacer política frecuentemente demagógica, adoptada por ciertos líderes y movimientos para conquistar votos, conseguir apoyo popular y materializar el poder político” (Patiño Aristizábal 2007: 242).

Semejante forma de representación e identificación política, acoplada a las condiciones específicas en las que evolucionan los pueblos latinoamericanos, recibe el nombre de neopopulismo. La gradual deslegitimación de las instituciones políticas tradicionales, la crisis de representación, la debilidad del régimen democrático y el desmantelamiento del modelo del Estado-protector posibilitó el “resurgimiento” de líderes populistas que, escudados en su carisma personal, se presentaron como salvadores de la nación y hombres providenciales restauradores del orden perdido. El neopopulismo deteriora el régimen político democrático, genera una

inseguridad institucional a mediano y largo plazo y sienta las bases de la aparición de los regímenes con tendencias autoritarias y personalistas.

Es consabido que desde los años 90 hasta la primera década del siglo XXI, en Latinoamérica se han consolidado progresivamente proyectos políticos y modelos de liderazgo de corte populista. Cabe destacar dos tendencias: el populismo de orientación neoliberal, que se adapta al contexto global, mantiene fluidas relaciones con las potencias económicas y políticas internacionales, pero promueve una estrategia altamente personalista (ej. Carlos Menem, Alberto Fujimori, Carlos Salinas de Gortari o Álvaro Uribe); y el populismo de izquierda que, recordando los principios de los movimientos populistas clásicos o de la primera generación, es profundamente nacionalista, paternalista y antiimperialista. Pese a que el discurso político se muestra crítico con las potencias internacionales y el neoliberalismo económico, mantiene fluidas relaciones comerciales con los países que, por lo demás, condena públicamente, lo cual podría parecer una incongruencia, pero los populistas actuales como los de antaño manejan un discurso versátil que se ajusta según las necesidades (p. ej. Hugo Chávez, Rafael Correa, Ollanta Humala o Evo Morales).

En todo caso, mientras no se demuestre que los líderes neopopulistas son incapaces de sustituir las instituciones tradicionales por estructuras políticas más deseables y no aparezcan


alternativas viables que incluyan los rasgos democráticos de los que carecen las actuales, ellos seguirán encarnando por muchos años en adelante el cambio y la democracia en el escenario político de las naciones latinoamericanas.

 

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