Colindancias (2014) 5: 9-36

 

Giuseppe Gatti

Universidad La Sapienza, Roma Italia

 

 

 

El mundo invisible de los inmigrantes e ilegales: una lectura social de El camino a Ítaca

de Carlos Liscano

Recibido 15 de julio de 2014 / Aceptado 19 de septiembre de 2014

 

 


Resumen: El objetivo de nuestro estudio consiste en el análisis de la representación literaria que el narrador uruguayo Carlos Liscano ofrece de la experiencia de la emigración traumática desde las naciones del Cono Sur hacia el continente europeo. Centro de nuestra reflexión, a modo de recuperación de una cierta memoria-testigo que caracteriza al mismo autor (vivió la experiencia del exilio en Suecia después de haber sido encarcelado durante los años de la dictadura militar uruguaya), es la novela El camino a Ítaca que analiza el

fenómeno migratorio rumbo a Europa relativo a los

últimos treinta años de la historia uruguaya como consecuencia de una coyuntura que es al mismo tiempo socio-política y económica. En el relato, cuya primera edición vio la luz en 1994, Liscano propone una visión sombría y degradante de ese “nomadismo forzado” al que ciertos grupos humanos se ven sometidos en la época de la mundialización: su protagonista, un joven inmigrante indocumentado que se tambalea entre Estocolmo y Barcelona, es un individuo ubicado al margen de la sociedad, incapaz de integrarse en la estructura social del país de destino y –en la etapa


sueca– casi incomunicado en el plano lingüístico. La doble marginación en la que se basa la trama se concreta en una insatisfacción que ubica al sujeto en un “purgatorio emocional”, una condición que le impide encontrar un asidero sólido en los dos ámbitos socioculturales de acogida. Si bien las coordenadas temporales de la publicación de El camino a Ítaca - quince años después del regreso del país a la democracia (en junio de 1985). colocan el texto en el ámbito de la

postmodernidad literaria, la estructura de la narración se deshilvana según un esquema que remite a la picaresca hispánica del Lazarillo de Tormes: esta relación es evidente tanto en la identificación del protagonista con los débiles y desdichados (una identificación que va de la mano con la enemistad hacia quienes abusan de su poder) como en los continuos y desafortunados cambios de empleo que el hombre experimenta en los dos países de llegada.

 

Palabras clave: Carlos Liscano, literatura uruguaya del siglo XX, El camino a Ítaca, narrativa de la emigración, Incomunicación sociolingüística.


 

Colindancias: Revista de la Red Regional de Hispanistas de Europa Central 4: 9-36, 2013, ISSN 2067-9092 | 9


Abstract: The aim of our study consists of the analysis of the literary representation that the Uruguayan writer Carlos Liscano offers of the experience of traumatic emigration from the nations of the Souther Cone towards the European Continent. Centrer of our reflection, as a recovery of a certain memory-witness that characterizes the same author (he lived the experience of the exile in Sweden after the end of the Uruguaya’s military dictatorship, after living 13 years in a Uruguayan prison), is the novel El camino a Ítaca: in this book, Liscano describes in a fictional way the

migratory phenomenon to Europe relating to the last thirty years of the Uruguayan history, as consequence of a socio-political and economic breakdowns. In the novel, which had its first edition published in 1994, Liscano proposes a sad and degrading vision of this “forced nomadism” to which certain human groups are submitted in the epoch of the globalization: his protagonist, a young undocumented immigrant who staggers between Stockholm and Barcelona, is a human being who lives at the margin of the society. The man is incapable of any kind of integration in the social structure of the country of destination and - in the


Swedish stage – is completely isolated on the linguistic dimension. The double marginalization on which the plot is based shows a dissatisfaction that pushes the subject towards an "emotional purgatory", a condition that prevents him from finding a solid handle in both sociocultural areas of reception. Even if the temporary coordinates of the publication of El camino a Ítaca (fifteen years after the return of the country to the democracy, in June, 1985), places the text in the area of postmodernity, the structure of the story is unravelling according to a scheme that connects with the Hispanic picaresca, particularly with Lazarillo de Tormes: this relation is evident, above all, in the identification of the protagonist with poor and weak persons (an identification that is added to the hatred towards men who abuse of his power), as in the continuous and unfortunate changes of employment that the man

experiments on both countries of arrival.

 

 

Key words: Carlos Liscano, 20th century Uruguayan literature, El camino a Ítaca, Narrative of the emigration, lack of social and linguistic communication


 

 

 

Quién entrara allí por enésima vez después de haber dejado pasar muchos años sin volver, distinguiría ante todo y primero la contracción del espacio al que el tiempo y la memoria dilatan. (Silvia Larrañaga, Manías migratorias).

 

Dejaría ir las naves, en los meses siguientes, durante meses. Me olvidé de ellas. Las naves, deslizadas en el mar, sin mí. Las naves, idas. Naves sin mí.

(Cristina Peri Rosi, Los museos abandonados).

 

1. El marco teórico de referencia: exilio político y emigración

En una pequeña nación como la República Oriental del Uruguay, en la cual –a partir de la década del sesenta del siglo XX y, en especial, del siguiente decenio– se sentaron los postulados políticos, sociales y económicos para que el abandono del país rumbo a


Europa y América del Norte fuese percibido como una salida “legitimada” y casi justificada socialmente, el individuo a punto de dejar su tierra representa la manifestación tangible de la que Adela Pellegrino define como “cultura emigratoria” (Pellegrino 2003: 51). Durante una extensa etapa de la historia nacional, que coincide –con buena aproximación – con un periodo de veinticinco años comprendido entre 1963 y 1987, el abandono de la patria había sido la expresión de aquel movimiento centrípeto hacia el exilio efecto del golpe de Estado de 1973 y de la consiguiente instauración del régimen militar que perduró hasta 1985. En algunos casos, el exilio político –ya antes de la fecha del golpe– se había afirmado como medida indispensable para ciudadanos uruguayos obligados a abandonar el país “para proteger sus libertades y en algunos casos sus vidas. Debieron partir hacia destinos diversos, a los que arribaban sin saber cuándo podrían regresar. Entre 1963 y 1985 se estima emigraron aproximadamente trescientos ochenta mil personas” (Fraga et al. 2007: 202- 203).1

La razón por la cual el cálculo de los datos migratorios abarca un intervalo temporal más extenso del que incluye los años del régimen militar reside en la presencia de manifestos y tempranos signos del derrumbe sociopolítico. En efecto, si bien la fractura institucional se había ensanchado irremediablemente con el golpe militar del 27 de junio de 1973, el quiebre definitivo no había sido súbito ni se había desprendido solo de la toma de poder de los generales golpistas. Ya antes de esa fecha se había registrado, tal como recuerda Saúl Sosnowski, un creciente clima de violencia, al que se había añadido

 

un aumento del poder militar que ansiaba pasar de sus funciones represivas ‘propiamente militares’ a desarrollar un papel político en la definición del país, concomitante, a su vez, con la expansión de sus privilegios; fisuras en el poder de los partidos políticos tradicionales que no lograron responder adecuadamente a la creciente concentración del poder que se iniciara en 1967 con el fortalecimiento

 

 


1 Otros estudios demográficos dedicados a analizar los rasgos de la emigración uruguaya a partir de los años sesenta del siglo pasado consideran que la diáspora fue de menor envergadura. Yvette Trochon en su ensayo Escenas de la vida cotidiana. Uruguay 1950-1973: sombras sobre el país modelo reduce el peso de la emigración y observa cómo “un ocho por ciento de su población, poco más de doscientas mil personas, se fueron del país entre 1963 y 1975” (Trochon 2011: 331).


de la presidencia y las resultantes restricciones a la conducta abiertamente democrática (Sosnowski 1987: 14).

 

El paulatino proceso de des-militarización y re-democratización del Uruguay se empezó a vislumbrar ya a partir de las elecciones internas en los partidos políticos tradicionales (y no ilegalizados) que tuvieron lugar el 28 de noviembre de 1982, después de “haber surgido la figura del General Gregorio Álvarez como ‘pacificador’ en la transición” (Kaufman 1986: 26): la vuelta al hogar desarrolló una dinámica de des-exilio que involucró tanto la mayoría de los intelectuales transterrados como una gran parte de los exiliados políticos, figuras que en muchos casos resultaron coincidentes.2 En el periodo de la transición democrática de los años ochenta y de la década siguiente los flujos migratorios se modifican y dan lugar a nuevas dinámicas de superposición entre el fenómeno del des-exilio y la expatriación; Karina Boggio en su ensayo “Emigraciones uruguayas: entre pérdidas y construcción de nuevas redes” sostiene que en ese espacio de transición “los procesos de emigración continúan vigentes, aunque con menor intensidad, en un periodo en el que simultáneamente se producen retornos de exiliados” (Baggio 2008: 20).

En el ocaso del siglo XX y en el alba del nuevo, cuando ya el proceso de des-exilio

se había, en gran parte, completado y la radicalización ideológica como elemento de polarización de la sociedad se había debilitado, una nueva dinámica migratoria comenzó a desarrollarse y a formar parte esencial de la narrativa de la crisis identitaria de una generación de uruguayos por debajo de los cincuenta años: se hace aquí referencia a aquellos hombres y mujeres pertenecientes a la oleada migratoria que se manifestó posteriormente a la crisis económica de la vecina Argentina en 2001. Treinta y cinco años antes, los exiliados políticos de los setenta, expulsados por un Estado en el que imperaban la represión, el castigo, la censura y la represalia violenta, dejaban atrás una ciudad que se percibía “como un campo en el sentido en que emplea el término [Giorgio] Agamben, un espacio social


2 Es interesante notar cómo en los últimos años de la década del ochenta, después de haberse completado el tránsito a la democracia y haber asumido la presidencia de la República Julio Sanguinetti, los mismos intelectuales dudaban de la posibilidad de reestablecer el status quo anterior al Golpe; en su ensayo “El rol de los partidos políticos en la redemocratización del Uruguay”, Edy Kaufman reflexiona sobre la dificultad de aplicación del término a la realidad sociopolítica del país y se pregunta: “la misma búsqueda de un título adecuado me presentó un primer dilema: ¿es posible usar la palabra redemocratización?” (Kaufman 1987: 25).


donde el estado de derecho ha sido sustituido por un estado de excepción que impone la anomia y la violencia sobre sus ciudadanos como lógica sistémica” (Montoya Juárez 2011: 47). Casi tres décadas después, en el crepúsculo de los años noventa y en el umbral del siglo XXI, la crisis económica provocada o agudizada por el default de Argentina provocó un

nuevo éxodo hacia el extranjero (in primis, rumbo a Europa), causando un segundo status de

anomia de los ciudadanos debido nuevamente a la incertidumbre acerca de la duración del peregrinaje y a la previsible invisibilidad social del expatriado. Este fenómeno migratorio debido a razones económicas, que constituye el motivo central de nuestro estudio, funcionó como traumática y necesaria “terapia de la distancia” vinculada con la diáspora uruguaya

posterior a los años noventa de la centuria recién terminada.

En las páginas que siguen nos proponemos analizar la representación literaria que el narrador uruguayo Carlos Liscano ofrece de la experiencia de la emigración traumática desde las naciones del Cono Sur hacia el continente europeo. Los contenidos y la construcción del relato confirman la condición de la literatura conosureña como un verdadero laboratorio que resulta −en palabras de Norah Giraldi Dei Cas-:

 

siempre explícita o implícitamente relacionada con otros lugares como con crisis diversas, y resquebrajada a causa de diferentes golpes de una política económica global. Las huellas de cada sujeto se suman a las trazas del contexto, modelos heredados, por ejemplo, de la época de las últimas dictaduras militares (Dei Cas 2008: 129).

 

A partir de la identificación de esas huellas, nuestro objeto central de reflexión será la recuperación de una cierta memoria-testigo que caracteriza al mismo autor: Liscano vivió la experiencia del exilio en Suecia años después del fin de la dictadura militar uruguaya, habiendo conocido previamente la experiencia de la cárcel en Uruguay durante el periodo comprendido entre 1972 y 1985.3 El texto que se examina es la novela El camino a Ítaca, un relato que se detiene en ficcionalizar el fenómeno migratorio rumbo a Europa relativo a los

últimos treinta años de la historia uruguaya, una dinámica que es –tal como se ha visto– el


3 En una conversación que mantuve con el autor, diálogo a distancia que se desarrolló por vía telemática en el mes de marzo de 2014, Liscano subraya cómo su experiencia de exilio en tierra sueca fue posterior al fin del régimen militar y aclara: “Cuando salí de la cárcel la dictadura ya había terminado.”


resultado de una coyuntura tanto socio-política como económica. Si se analizan los datos relativos a la emigración por motivos económicos en el periodo comprendido entre la última década del siglo pasado y los primeros años de la nueva centuria, se observa un descenso poblacional considerable que se estabiliza alrededor del 3% del total de los residentes; más en detalle, los cálculos sobre:

 

el movimiento de pasajeros en el aeropuerto de Carrasco entre 1997 y 2004 estiman un saldo negativo de 96.500 personas que, sumadas al registro de pasajeros que abandonaron el país por vía terrestre y fluvial, daría un total de 108.000 personas. Es decir, que en siete años abandonó el país un poco más del 3% de la población residente (Frega et al. 2007: 240).4

 

En la novela, cuya primera edición vio la luz en 1994, Liscano propone una visión angustiosa y degradante de ese “nomadismo forzado” al que ciertas colectividades humanas se ven obligadas en una etapa de globalización de los mercados y de la coexistencia permanente de individuos para los que no existe una base territorial de arraigo ni una estabilidad en las dinámicas laborales. En el presente estudio se tratará de demostrar cómo El camino a Ítaca resulta ser un relato construido en torno a una triple finalidad: por un lado, se propone describir literariamente la imposibilidad para el migrante de un completo arraigo en el territorio de destino; por otro lado, el texto amplía el alcance de esta inicial reflexión y subraya la inexistencia del concepto mismo de regreso. Liscano observa cómo todo sujeto “que regresa aprende [...] que nunca se regresa a ninguna parte, a ninguna situación. El regreso no es posible. El que se fue ya no existe; los que quedaron ya son otros” (Liscano 2013: 331).5


4 El ensayo de historia social de Uruguay al que pertenece el fragmento citado reelabora los estudios llevados a cabo por Adela Pellegrino y Andrea Vigorito en el volumen La emigración uruguaya durante la crisis de 2002 publicado en Montevideo en 2005 por el Instituto de Economía: el estudio se detiene a analizar también los lugares de destino de los emigrantes, poniendo en evidencia cómo la gran mayoría de los uruguayos que dejaban el país lo hacían rumbo a Estados Unidos (33,3%), España (32,6%), Argentina (8,5%) e Italia (4,7%).

5 El fragmento citado pertenece a la ponencia “Llegar sin hacer ruido”, un texto que Carlos Liscano leyó en la Biblioteca Nacional de Montevideo en el marco del congreso Navegaciones y regresos que tuvo lugar en la capital uruguaya en el año 2011. Posteriormente, el texto fue incluido en el volumen Navegaciones y regresos. Lugares y figuras del desplazamiento publicado en 2013 por la editorial Peter Lang.


En tercer lugar, y paralelamente a estas dos constataciones críticas, el autor se empeña en probar la ausencia de finalidades ideológicas que reivindican urgencias identitarias de matiz nacionalista. En lo que al primer punto se refiere, la novela puede leerse como una suerte de saga picaresca que describe las andanzas europeas de Vladimir, un meteco que se desplaza primero de Montevideo a Estocolmo (lugar de la escritura de Liscano y, al mismo tiempo, teatro de parte de la ficción) y después, de la capital sueca a Barcelona (escenario solo ficcional).

La definición del espacio geográfico de procedencia del personaje conecta con la ya mencionada ausencia de finalidades ideológicas de nuances nacionalistas y es así que en el texto aparecen varias alusiones, a veces humorísticas, a un pequeño e innominado país de Sudamérica: alusiones que remiten –por las referencias alegóricas a una dictadura que allá tuvo lugar– al Uruguay del periodo comprendido entre 1973 y 1985. No obstante estas vagas referencias de carácter histórico, Liscano –ajeno a cualquier nacionalismo patriótico– pone de relieve cómo las inquietudes de todo ser migrante (exiliado voluntario, viajero, migrante o expulsado a la fuerza)

le colocan en una condición de perenne tránsito emocional.6 La inestabilidad anímica en la que se concentra la escritura será objeto de análisis en la primera parte de nuestro estudio y se concreta en un estado de insatisfacción que ubica al sujeto en un “purgatorio emocional”: esta condición le impide encontrar un asidero sólido tanto en su patria de origen como en los países de acogida, condenándolo a la búsqueda de un movimiento perpetuo, tal como se desprende del texto: “Uno es así, aun no ha llegado y ya quiere marcharse, como si las cosas fueran a mejorar porque uno cambia de lugar” (Liscano 1994: 5).

El segundo aspecto que se analizará en las páginas que siguen pone en relación nuestro enfoque con los estudios sociales vinculados con la explotación del migrante sin papeles: se analizará de qué manera Liscano presenta el progresivo envilecimiento de la calidad de los trabajos que Vladimir encuentra tanto en Suecia como en Cataluña, evidenciando la paulatina degeneración de sus condiciones de trabajo y, por ende, de sus


6 En el ya citado artículo “Llegar sin hacer ruido”, Liscano subraya cómo ni siquiera la posibilidad de un futuro regreso al país de origen del migrante representa para él un alivio a la sensación de haberse convertido en un apólide; así lo señala el escritor: “A veces, después de un tiempo, el que regresa entiende que ni siquiera a él le importa el regreso, que todo ha sido un malentendido. Vuelve de pura costumbre, vuelve de curioso, para ver cómo están las cosas en la aldea. Vuelve porque no le gusta ser extranjero y lo único que se le ocurre para dejar de serlo es creer que en la aldea él podrá ser igual a los demás” (Liscano 2013: 331).


remuneraciones. Es así que, si bien las coordenadas temporales de la publicación de El camino a Ítaca -casi diez años después del regreso de Uruguay a la democracia- colocan el texto en el ámbito de la postomdernidad literaria, la estructura de la narración se deshilvana según un esquema que remite a la composición estructural de la La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades. Esta relación se puede vislumbrar, en primer lugar, en

la progresiva identificación del protagonista con las categorías sociales ubicadas en los márgenes (débiles y desdichados): una identificación que va de la mano con la hostilidad hacia quienes abusan de su poder; secundariamente, la conexión con la trayectoria vital del joven pícaro salmantino se refleja en los continuos y desafortunados cambios forzados de empleo que el hombre experimenta en los dos países de acogida.

 

2. Soportar el desarraigo, convivir con la heterofobia

El contexto geográfico y socio-cultural de referencia en el que se mueve el protagonista remite desde las primeras páginas a un mundo caracterizado por la presencia de barreras y obstáculos a la integración del migrante: tanto en Estocolmo como en Barcelona la dimensión físico-social donde Vladimir intenta sobrevivir es un espacio que – visto desde la perspectiva de la sociedad de destino– resulta ex-céntrico en el más estricto sentido etimológico del término ex centrum: se trata de un “afuera”, un espacio colocado ideológica y metafóricamente “abajo”, desde el cual se busca cumplir una escalada hacia lo

que está “arriba”, colocado en el “adentro” de la sociedad.

De acuerdo con la construcción conceptual de Liscano, el protagonista no representa solo el prototipo del joven inmigrante indocumentado, sino que también es dibujado como un individuo ubicado al margen de la sociedad, cuya incapacidad para integrarse en la estructura social del país de destino depende, en parte, de una casi total incomunicación en el plano lingüístico:

 

Barreras inconmensurables se levantan entre la gente por culpa de la lengua. Como para creer en condenas terribles de un crudelísimo Dios que se hubiera divertido jodiéndonos la vida. [...] Lo peor es que la lengua trae prejuicios milenarios, basura que se ha ido metiendo en la cabeza y que ya no hay quien pueda sacar de allí (45).


Los prejuicios atávicos que surgen de la incomunicación y que prosperan como consecuencia del mutuo desinterés de las partes a encontrar formas alternativas de comunicación no (necesariamente) verbales hacen que la ambientación sueca –el barrio periférico de Rinkeby– remita a una dinámica de tensiones especulares: el submundo de los migrantes se presenta en el texto como una sociedad paralela a la sueca, un universo invisible y conflictivo replegado en espacios marginales y aislado de una sociedad heterofóbica. La condición de extranjero coincide en este caso con el vacío, con la imposibilidad de ser reconocido por los que viven en un lugar y creen tener más derechos sobre el mismo al haberlo ocupado antes: esta condición por la cual lo extraño es hostil confirma la tendencia hacia la difusa xenofobia de quienes –en palabras de Fernando Aínsa– “no reconocen al extranjero, [una xenofobia que] se reivindica en nombre del derecho de quienes han ocupado un lugar antes que los otros. Todo el que llega después será un intruso, un extranjero marcado por su propia descolocación en el mundo de los demás” (Aínsa 2012: 75).7

La condición de inmigrante sin papeles y la discriminación que este padece combinan desde la perspectiva sueca– criterios “étnicos” (es decir, relativos a la procedencia geográfica y a la supuesta lejanía cultural del país de destino) con criterios de clase: esta categoría étnico-clasista nunca es neutra, pues, tal como observan Étienne Balibar e Immanuel Wallerstein en su ensayo Race, Nation, Classe. Les identités ambiguës, “permite crear una jerarquía dentro de la totalidad aparentemente neutra de los extranjeros y es utilizada, a veces, con una función de condena crítica” (Balibar 1988: 229). La identificación de una estructura jerárquica dentro del mundo ex-

céntrico de los migrantes es claramente puesta en evidencia por el mismo Aínsa quien –en su análisis de la novela– subraya cómo Vladimir debe “convivir lidiando con la picardía de otros inmigrantes indocumentados, jerarquizados para explotarse mutuamente y se conforma con ser ‘extranjero en todas partes’ y a ejercer los más bajos menesteres para sobrevivir” (Aínsa 2011: 89).8

 


7 Una de las más recientes y eficaces descripciones literarias (en Hispanoamérica) de la creación de guetos que encierran a los inmigrantes es la que ofrece Santiago Gamboa en la novela El síndrome de Ulises publicada en el año 2005. El título mismo del libro –cuya trama se desarrolla en París– remite al nombre “del mal que padecen los inmigrantes en la soledad de un país desconocido, incubados en los guetos y barriadas en donde se hacinan los ilegales o aquellos que corren el riesgo de pasar a serlo” (Aínsa 2012: 96).

8 No nos detendremos en este fenómeno de explotación, pues el estudio pormenorizado de la estructura estamental del contexto socio-cultural de los migrantes sobrepasa el alcance de nuestro análisis, más centrado en examinar las dinámicas de interacción entre el migrante y la comunidad de acogida.


Como consecuencia de la formación de la categoría del “apólide existencial”, es posible   distinguir dos formas de correlación entre el migrante de Liscano y la comunidad de acogida:

a)         Una primera condición que podría definirse como de hostilidad anímica a priori, un rencor que el migrante demuestra hacia Europa, percibida como una dimensión socio-cultural única e indiferenciada.

b)         Una segunda condición de rechazo, más tristemente plausible, que ambas sociedades de destino (la sueca y la catalana) demuestran hacia el migrante ilegal, produciendo consecuencias que impactan en la vida del sujeto repudiado.

Veamos las dos formas en los dos apartados que siguen.

 

2.1  Atisbos de hostilidad de parte del migrante

El conjunto de dinámicas de acercamiento, contacto y acceso de parte de Vladimir al ámbito cultural y social de sus dos espacios europeos de llegada pone de relieve una escasa predisposición del hombre –recordemos que se trata de un sujeto no solo migrante sino también indocumentado– a penetrar la dimensión cultural y comunicativa de los dos países de destino. El personaje creado por Liscano se niega a adquirir una “competencia intercultural” que le ayude a no prejuzgar la realidad sociohistórica a su alrededor. En el ensayo La comunicazione interculturale, Paolo Balboni analiza los mecanismos básicos que

deberían guiar la filosofía de acercamiento a un mundus alter, reduciendo el riesgo de

fricciones interculturales; observa Balboni que:

 

Acceder a una perspectiva intercultural no significa abandonar los valores propios ni absorber totalmente los valores del lugar hacia el que se expatria. [...] significa: conocer a los demás, tolerar las diferencias al menos hasta cuando no entren en la esfera de la inmoralidad. [...] respetar las diferencias que no suponen problemas morales sino que remiten solo a las diversas teorías de las distintas culturas; aceptar el hecho de que algunos modelos culturales de los demás pueden ser mejores de los nuestros y, en este caso, poner en discusión los modelos culturales con los que nos hemos criado (Balboni 2011: 23-24).


En vez de percibir las diferencias culturales existentes en Europa como ejercicio de comprensión de la diversidad, el migrante de Liscano desarrolla una operación simplista de reductio in unum que desemboca en un paradójico “discurso xenofóbico a la inversa”: en este discurso, el uso explícito del término “raza” sirve para atribuir a todos los europeos una serie de culpas y actitudes criminales que invierten los topoi de las dinámicas de contacto entre el migrante y pueblo de acogida. Este último –el europeo como “raza” indistinta– es representado del siguente modo: “es increíble la mala leche que el europeo, sobre todo cuando está en crisis, siente contra el inmigrante, sin acordarse de que ha sido precisamente su raza la que ha venido pudriendo el mundo desde que se tenga memoria” (189). El protagonista, al emplear el término “raza”, revela un substrato de heterofobia que se apoya en conceptos de biologismo: esto es, los europeos son percibidos como un bloque étnico compacto, casi a la manera de una nueva y tétrica Volksgemeinschaft, una “comunidad orgánica de estirpe”.

Muy a menudo, para explicar las dificultades de inserción de los inmigrantes en las sociedades “primermundistas” y reducir aquellos tensiones y conflictos que dificultan o impiden la convivencia y la inserción en el nuevo tejido social, se invoca la distancia cultural y el daño que provocan aquellas ideologías que pretenden hacer de la identidad cultural a

contrario (“¡yo no soy de aquí!”) un criterio de juicio. El personaje de Liscano elabora una

clasificación-descripción del género humano en términos de taxonomías raciales afirmando explícitamente la tesis del determinismo biológico o genético de los caracteres morales y culturales de los europeos; éstos se describen como un conjunto único e indistinto de brutales asesinos: “Es claro que al europeo actual lo favorece la larga historia de saqueos y despojos perpetrados por sus mayores en otros continentes, por lo cual […] vive en una conmovedora nostalgia metafísica por el pasado, siempre creyendo que tiene algo que enseñar a los negros del mundo” (190).9 Esta retórica del odio, que involucra indiscriminadamente a todos los habitantes de Europa como un conjunto sincrético indiferenciado, se afirma en la novela como una reacción frente a la imposibilidad de la inserción socioeconómica del protagonista; se trata de una generalización que crea una


9 Este complejo de “civilización superior” es analizado por sociólogos y antropólogos como René Gallissot que sostiene que “la colonización ha sido definida a menudo como la misión del hombre blanco o, con más precisión, de las naciones pertenecientes a la civilización superior hacia las razas inferiores: es allí donde reside el racismo cultural de base nacionalista” (Gallissot 2012: 263).


barrera entre culturas por la cual la agresividad rencorosa del migrante parece querer reaccionar al desamparo mediante el descrédito de la otredad.

El uso de un discurso ideológico que pretende servirse de macro-conceptos basados en la generalización se puede leer como una forma sutil de imposición de una visión cultural: un peligro que ha sido denunciado –entre otros– por el antropólogo francés Claude Meillassoux que afirma que “vivir y defender una cultura es una cuestión privada, una libre elección. Así como es detestable que esta elección sea negada, del mismo modo es peligroso para la libertad [de juicio] el querer imponerla como el solo símbolo aceptable de la adhesión a [...] una política” (Meillassoux 1989: 74). De acuerdo con la lectura de Meillassoux, el peligro que se oculta en la actitud de Vladimir, y de todo ser imposibilitado de integrarse, reside en la potencial elaboración de una visión simplista que dibuja, juzga y condena una realidad social compleja, reduciéndola a un conjunto sincrético indiferenciado donde vicios y cualidades se superponen en una interpretación del espacio social creada a

priori.

 

2.2  Entre resignación y ensoñación salvífica

Como corolario de la falta de integración social, económica y cultural, el protagonista de El camino a Ítaca manifiesta una negación tanto del sentido de patria como del de pertenencia a un lugar: la única dimensión espacio-temporal que se acepta, y que parece proporcionar una vía de salvación, es la de la ensoñación. Recuperando el valor de la actividad onírica como forma de huida, a la manera de los anti-héroes de Juan Carlos Onetti (piénsese en Eladio Linacero de El pozo o en Juan María Brausen de La vida breve), Liscano atribuye a la fantasía no solo el rol natural de creadora de universos paralelos, sino también el de modalidad alternativa de escapismo. El texto lo evidencia en varios pasajes, de los que el siguiente nos parece el más emblemático:

 

No, yo no quería regresar a ninguna parte, nunca. A menos que fuera a la aldea en la costa donde estaba la cabaña con el fuego encendido. ¿Y eso qué era? Era un lugar con el que siempre soñaba. Quería llegar a un sitio, a una aldea en la costa, en un bote. De esa aldea era yo, ahí me habría gustado nacer. ¿Y dónde estaba esa aldea? En ninguna parte. Por eso nunca iba a llegar a ella (197).


La referencia a la pequeña y salvífica guarida de madera en la costa baldía muestra una finalidad reivindicativa de urgencias de fuga y justifica el vínculo a la distancia con los personajes onettianos, puesto que, según Aínsa, Vladimir “no deja de evadirse a un espacio onírico, una cabaña al modo de la que imagina en Alaska [...] el protagonsita de El pozo de Onetti” (Aínsa 2012: 89). Tanto las reflexiones de Aínsa como la lectura del fragmento recién citado pemiten consolidar la conexión lógico-temática con los estudios sociológicos vinculados con los procesos migratorios, según la doble dirección de análisis que vamos a seguir presentando.

En primer lugar, la actitud del protagonista –resignado a una condición oximorónica de provisionalidad logística permamente– remite a la noción de inmigridad, un término que Antonio Tello examina en su ensayo Extraños en el paraíso. Inmigrantes, desterrados y otras gentes de extranjera condición. En el texto, Tello hace referencia al concepto de inmigridad aplicándolo al migrante en su condición de

 

desplazado recién llegado y que aún se puede considerar en tránsito. La sustantivización del verbo tiende a fijar en el imaginario social un estatuto de provisionalidad [...] que se hace extensivo a sus hijos y nietos, a quienes de forma absurda se los clasifica como inmigrantes de segunda o tercera generación (Tello 1997: 131-132).

 

El vínculo conceptual entre las reflexiones anteriores y el relato de Liscano reside tanto en el rechazo social de parte de la sociedad de destino como en la auto-asignación de parte de Vladimir a la comunidad de los “provisionales permanentes”, que les otorga un status de paria. En efecto, el centro del desasosiego del hombre no reside en la posible aplicación del término “inmigrante de segunda generación” a Ramona, la hija que ha tenido con su ex-pareja sueca, Ingrid,10 sino en la sensación de tránsito permanente que el protagonista se auto-atribuye. Este “estatuto de provisionalidad” se relaciona con la esfera

 

 

10 En el ya mencionado diálogo a distancia que mantuve con el autor, este señala la doble condición de Vladimir como padre de Ramona y como padrastro de las dos niñas que su pareja sueca tuvo anteriormente con otro hombre; así lo aclara Liscano: “Vladimir tiene una sola hija con Ingrid, Ramona. Ingrid tiene dos hijas de un anterior marido”.


de lo afectivo (el hombre abandona, aunque solo temporariamente, a su hija y a las dos otras niñas) y con el ámbito geosocial como un fenómeno vinculado con una imposibilidad e incapacidad general de arraigo, ya independiente del contexto.

No es casual que en la significación semántica mayoritaria –y parcialmente desviada– que guía la percepción pública del término “inmigrante”, la palabra contiene una idea contradictoria que une la condición de “ser provisional” (una fuerza de trabajo temporaria) a la de una marginación duradera (fuerza de trabajo hiper-explotada y al mismo tiempo desprotegida). Ambas condiciones, a su vez, conectan con una sensación de diferencia de tipo racial que Annamaria Rivera define en estos términos: “el término- concepto de inmigrante contiene la idea de lo provisorio-marginal duradero [...], asociada a la idea de una diferencia, más que cultural en un sentido estricto, relativa a los orígenes, a la estirpe, entonces casi racial” (Rivera 2001: 208). La doble condición de “ser provisional” y de marginación duradera, unidas a la percepción de diferencias de estirpe y de raza, permiten conectar con la segunda relación que hemos evidenciado: la que existe entre los estudios sociológicos y los procesos migratorios.

Esta segunda modalidad de conexión remite –en este caso según una dinámica opositiva– a la noción de emigrabilidad: León Grinberg, en su trabajo Migración y exilio. Estudio psicoanalítico, define la emigrabilidad como “la capacidad potencial del emigrante de

adquirir en el nuevo ambiente, de forma gradual y comparativamente rápido, una cierta medida de equilibrio interno que le permita integrarse en el nuevo contexto sin ser un elemento perturbado o perturbador dentro del mismo” (Grinberg 1996: 329). El análisis de la novela pone de relieve cómo el personaje de Liscano carece de emigrabilidad: no solo no existe para él el mito del regreso al lugar de su nacimiento (una patria según el derecho del ius solis que él repudia), sino que el desafío mismo de una posible vuelta de Barcelona a Suecia (hogar de su pareja y su hija) no representaría un nuevo arraigo sino un desarraigo ulterior que extiende la cadena de no-asimilación. 11

 

 


11 El Uruguay al que vuelve el trasterrado político después de 1985, al instaurarse nuevamente un sistema democrático en el país, no es la nación que se ha dejado atrás, al punto que el des-exilio (el regreso del extranjero) proporciona una realidad inesperada; en palabras de Achugar: “Vueltos al hogar o al menos con la esperanza de haber vuelto realmente al hogar luego del retiro -¿definitivo?, ¿provisional?- de los militares, nos encontramos con todo y con todos cambiados: nosotros los idos, en primer lugar” (Achugar 1987: 242-243).


La pertenencia a esa suerte de categoría antropológica fantasmática del “migrante ilegal” no determina solo la inclusión del sujeto en la doble dimensión de la clandestinidad, sino que provoca -dentro del contexto sociocultural de destino– la asociación de la figura del (in)migrante con la de un “no-ser”, caracterizado por la ausencia de derechos y una invisibilidad de facto. Moviéndose en esta dirección, el sociólogo Alessandro Dal Lago, al reflexionar sobre cómo la palabra “inmigrantes remite a la idea de una categoría de no- personas” (Dal Lago 1999: 53), subraya el riesgo de llegar a una normalización de la presencia en la sociedad de individuos como Vladimir, a los que se les niega visibilidad social y todo status. El paso siguiente es la normalización de la ausencia del reconocimiento de los derechos de ciudadanía: derechos que, cuando no son inexistentes, resultan diferenciados (o reducidos). El conjunto de negaciones denuncia implícitamente un proceso de “inferiorización” que las sociedades de acogida elaboran acerca de las sociedades de procedencia del migrante.

La normalización de la negación de un status cívico y social al migrante se puede detectar no solo en la sociedad real, sino también en el mundo ficcional de Vladimir: la sensación de marginalidad que el personaje experimenta en Estocolmo y Barcelona se suma a una condición de “provisionalidad permanente” que abarca también sus años montevideanos y que desemboca en la percepción de su propia extranjería en un plano

supranacional. Como se ha adelantado en el primer apartado, en la historia reciente de Uruguay, esta condición de extranjería solía estar vinculada sobre todo con el exilio político de las décadas del setenta y del ochenta e identificaba un status que Hugo Achugar analiza en el ensayo “Entre dos orillas: los puentes necesarios”. En el texto, sostiene Achugar que la marginalidad “tiene relación con otra noción raigal en la experiencia de algunos miles de uruguayos en la última década: la de la extranjería” (Achugar 1987: 242). Esa categoría de “no-persona” que se aplicaba a los exiliados de los años de la dictadura se vuelve a proponer en el caso de los migrantes de los últimos años del siglo XX. Si para los exiliados políticos lo

provisorio no fue solo un signo de parte del exilio, sino una condición que les tocaba volver a vivir a la vuelta,12 en la postura de Vladimir también se pone en evidencia el desencanto

 

12 Si bien no es el caso del protagonista de El camino a Ítaca, los sentimientos del desterrado, que pueden adquirir – entre otros– los nombres de morriña, saudade, nostalgia, etc., se conectan casi indefectiblemente con una idea fija, la de la vuelta a casa. Sobre esta conexión implícita reflexiona Inés d’Ors en su ensayo La inmigración en la literatura española contemporánea sosteniendo que el proceso de regreso, o retorno, “no pocas veces se transforma en una


debido a la imposibilidad de retornar al hogar: “Yo no quería volver a aquel país lleno de mediocres que se desesperan por no hacer el ridículo. Nunca iba a volver, ni muerto. Y como tampoco podía vivir en Suecia, debía seguir buscando, marchando por los caminos” (56). Pocas páginas después, la trama revela cómo una de las razones más sólidas de la negación de la patria de parte de Vladimir reside en un trauma juvenil vinculado con la represión militar: un episodio que evidencia las huellas de una historia personal y que da lugar a una reflexión de Giraldi Dei Cas acerca de la reelaboración de los sentidos del devenir histórico nacional. Se pregunta Giraldi “¿cómo no hablar desde Uruguay y con Uruguay cuando Carlos Liscano ubica a su personaje Vladimir en Suecia, o de Montevideo y fuera de Montevideo cuando da forma a su experiencia de la cárcel en El furgón de los locos

(2000)?” (Giraldi Dei Cas 2008: 129). El trauma juvenil de Vladimir funciona en el texto

como una doble comprobación: si, por una parte, atestigua la realidad de una escritura trans-nacional por fuera, pero a menudo resquebrajada por dentro (el centro de El furgón de los locos es el cuerpo sometido a la experiencia de la tortura), por otra parte, representa el anillo de conjunción entre la dimensión del exilio político de los años ochenta y la

emigración debida a factores económicos de las dos décadas siguientes.13

 

3. Entre amos y patrones

La idea central que vamos a sustentar en este tercer apartado reside en que las condiciones laborales –explotadoras y/o precarias– que Vladimir se ve obligado a aceptar lo ponen no solo en una condición de ausencia de reconocimiento de los derechos básicos, sino también en un estado de semi-esclavitud: ambas formas de vejación trasladan su situación a la de un ser que depende más de amos que de empleadores. El sometimiento del personaje de la ficción a un régimen de explotación de tipo estamental remite a un fenómeno social y económico que perpetúa la posición de debilidad del migrante: si bien hoy en día en Europa


nueva emigración, cuando no en desencanto y frustración [pero] a pesar de todo se mantiene como meta irrenunciable, sobre todo porque constituye uno de los mejores mecanismos de autodefensa” (D’Ors 2002: 72).

13 El deseo del protagonista de no volver nunca más al Uruguay y no someterse a la dinámica del des-exilio se

justifica por el recuerdo de hechos traumáticos ocurridos en los años juveniles, coincidiendo esa época con el periodo 1973-1985: “Mi infancia. El ejército que buscaba a mis padres y llegaba a medianoche a casa de mi abuela, donde yo vivía. Venían con camiones llenos de soldados, armas, perros, y tiraban todo lo que encontraban a su paso. [...] me aterrorizaba de un modo que me dejaba durante días sin hablar” (109).


enteros sectores de la producción de bienes y servicios no podrían renunciar a la contribución laboral proporcionada por los extranjeros, el sentido común xenofóbico presente en amplias franjas de las sociedades de acogida (además de las representaciones viciadas ofrecidas por los medios de información y por algunas instituciones) tiende a ocultar o a minimizar el efectivo rol productivo desempeñado por los trabajadores migrantes. Aun si esta contribución es innegable en un plano meramente estadístico, la sociedad de destino se inclina hacia una doble forma de menosprecio: por una parte, tiende a disminuir el valor de este aporte, infravalorando los datos estadísticos, por el otro, lo representa como una peligrosa competencia para la fuerza-trabajo local.

La explotación del migrante sin papeles, sin tutela, mal pagado y expuesto a una precariedad que no impacta, en cambio, en los trabajadores “nacionales” se describe reiteradamente en la novela en coincidencia con las rocambolescas búsquedas de nuevos empleos: la más representativa de entre las varias perspectivas explotadoras coincide con el primer contacto entre Vladimir y el entramado socioeconómico de Barcelona y describe la busca de un trabajo que el hombre emprende en la Ciutat Condal. El encuentro con el potencial empleador, el Gordo, un uruguayo dueño de un pequeño laboratorio de productos de perfumería barata, revela cómo ese compatriota se aprovecha de la condición de ilegal del protagonista y se desliza de la posición de empleador a la de un verdadero amo. El chantaje al que es sometido Vladimir se describe a partir del monólogo interior del mismo, que recuerda así el encuentro:

Es que contratar personal indocumentado era peligroso.[...] Bueno, sí, ¿y qué? [...] si me estaba ofreciendo trabajar en negro era porque él estaba dispuesto a correr esos riesgos, para qué tantas explicaciones, pensé. La dificultad estaba en que, como yo comprendía, [...] decía el Gordo, la paga era un poco menor. Ah, bueno, ahora llegábamos a destino. [...] No solo no iba a pagar impuestos por contratarme, también iba a chuparme la sangre un poco más, para cubrir los riesgos. Hacerme trabajar por menos y obligarme a estar agradecido, un negocio redondo (124).

 

La explotación y/o la exclusión simbólica de los sans-papier de los trabajos oficialmente reconocidos es una herramienta que las sociedades de destino suelen utilizar


para perpetuar la debilidad social de todo extranjero, consolidar su exposición al chantaje y, por ende, afianzar su conveniencia económica en tanto que mano de obra barata. Paralelamente a este fortalecimiento de una jerarquización degradante con fines explotadores, otra trama, más súbdola, se va urdiendo,: cuando se concede al indocumentado un acceso al trabajo en condiciones desfavorables, esta explotación disfrazada de concesión ofrece la oportunidad de identificar un culpable a priori en el cual concentrar tensiones y conflictos para utilizar en el momento oportuno, cuando se hace socialmente necesario llevar adelante campañas en nombre del law and order.

Puesto que la perpetuación de la debilidad social del extranjero migrante y la consolidación de su exposición al chantaje se aplican a la tortuosa trayectoria laboral de Valdimir en sus dos etapas europeas, se hace necesario –a esta altura– indicar en detalle los trabajos que desempeña el protagonista de la novela en cada una de las dos ciudades. La primera etapa, relativa al periodo sueco, se desarrolla en una zona periférica de Estocolmo y se caracteriza por las tres siguientes actividades:

a)   empleo en la cocina de un restaurante;

b)   repartidor nocturno de diarios;

c)   limpiador de comedor en un manicomio.

La segunda etapa del exilio europeo de Valdimir, que –ya sabemos– se desarrolla enteramente en la ciudad de Barcelona, se sitúa en el apartado de la trama en el que el personaje ya ha abandonado a su esposa y a su hija en Estocolmo. El periodo español contempla seis actividades cuya duración puede variar de varios meses a escasos días. En la parte del relato ambientada en la ciudad catalana se hace patente la paradoja socioeconómica de la existencia de enteros sectores productivos que se demuestran incapaces de renunciar al trabajo de la mano de obra extranjera proporcionada por los sin papeles que representan un recurso a menudo ilegal o semi-legal; el carácter paradójico de este fenómeno reside en que la necesidad de recursos humanos por parte de los sectores productivos catalanes y el consiguiente aprovechamiento de la oferta de trabajadores migrantes causa el establecimiento de relaciones laborales de tipo servil, por las que el migrante vive en condiciones de perenne precariedad y sometido al peligro de chantajes, en una posición subordinada e inferior a la de los trabajadores autóctonos.


En este contexto, Vladimir   –en tanto hombre invisible, sin derechos– desarrolla las siguientes seis actividades:

a)   empleo en un laboratorio de cosméticos;

b)   empleo en una clínica de ancianos;

c)   vendedor ambulante de objetos importados por paquistaníes;

d)   destapador a domicilio de baños y cocinas;

e)   limpiador nocturno de pisos y de gimnasios;

f)  masajista/gigoló con damas de la alta sociedad de la zona del Eixample.

El periodo que abarca las primeras dos actividades laborales se desarrolla durante la estadía del protagonista en una lóbrega pensión en los alrededores de la plaza Real; las otras cuatro se refieren a la etapa que podría definirse como de “aceptación de la contingencia”; esto es: el antihéroe de Liscano lleva a lo extremo su inmigridad, abandona la pensión por apremiantes y previsibles penurias económicas y se resigna a vivir bajo los soportales de la misma plaza. En el cuadrilátero de la plaza Real –el primer escenario urbano que asistió a la instalación de una obra de Antoni Gaudí en la ciudad–,14 el mestizaje cultural que se describe va a constituir un melting-pot de seres explotados: en los raros casos en los que los contrata “en negro” para desempeñar pequeños empleos de forma ocasional, la flexibilidad del trabajo de esos extranjeros ilegales es total y su docilidad queda garantizada por el alto riesgo del chantaje; el empleador que los utiliza y explota no tiene que pagar ninguno de los costes que debería sostener si invirtiera en algún país del Tercer Mundo (impuestos, gastos de transporte, instalación de plantas y envío de formadores, etc.).

 

3.1 Un Lázaro postmoderno

La explotación basada en el discurso xenófobo y la potencial identificación de la alteridad como competidor e incluso enemigo, al producir una subordinación de la fuerza- trabajo, permite una digresión cronológica hacia la época del surgimiento de las primeras formas de novela picaresca. En el Lazarillo de Tormes, relato epistolar anónimo que introduce la figura del pícaro en las letras castellanas, el protagonista relata en primera persona sus hazañas: el


14 Las farolas (los fanals) que se encuentran en la plaza Real representan uno de los primeros trabajos que Gaudí realizó en Barcelona: la obra se remonta al año 1879, poco después de que el joven arquitecto empezara su colaboración con Josep Fontserè para el proyecto de la reja de entrada del Parque de la Ciudadela.


narrador homodiegético en su extensa carta dirigida a “Vuestra Merced” se presenta como un desdichado que relata su vida miserable desde su nacimiento a orillas del río salmantino hasta su casamiento, según una estructura narrativa que dibuja un ascenso social al mismo tiempo que revela el hundimiento moral del narrador. En el último tratado, la unión sin honra con la manceba del arcipreste de San Salvador irá de la mano de su ascenso al “oficio real” de pregonero, 15 lo cual –en palabras de Rosa Navarro Durán– “le conseguirá esa cumbre de toda buena fortuna infamante que coronan los cuernos que su mujer le pone con los beneficios que le aportan. El hijo del molinero ladrón y de la mujer que se amancebaba con un negro también ladrón no puede conseguir un ascenso más honroso” (Alvar, Mainer y Navarro, 2011: 298-299). La novela, que está en su mayor parte protagonizada por Lázaro niño, entre los doce y los catorce años, articula los trabajos del joven según tres etapas, a partir de una organización en series ternarias que Liscano recupera implícitamente.16 Las estructuras en series ternarias del Lazarillo de Tormes pueden resumirse del modo que sigue:

La primera, introducida por la marca lexical “En este tiempo...” (Rico 2005:21), se caracteriza por la experiencia de servir a varios amos; Lázaro se desempeña como:

Tratado I: ayudante de un ciego; Tratado II: ayudante de un clérigo; Tratado III: ayudante de un escudero;

Tratado IV: ayudante del Fraile de la Merced; Tratado V: ayudante de un buldero;

Tratado VI: ayudante de un Maestro pandero;

En esta doble serie ternaria, Lázaro no tiene siquiera lo que definiríamos “acceso al trabajo”: su edad y su condición lo condenan al regocijo mínimo y esencial de la comida como única y no certera compensación por el trabajo prestado, sin expectativa alguna de un premio bajo la forma de una remuneración económica.


15En la descripción de la excepcionalidad de su ascenso social, Lázaro percibe su crecimiento de una forma exagerada: ser pregonero sí era un trabajo bien remunerado, pero también un empleo vil y despreciado por ser moriscos muchos de los pregoneros.

16En El camino a Ítaca, Vladimir desempeña en total nueve trabajos: una serie de tres durante su estadía en

Estocolmo y dos series de tres durante el periodo catalán. Además, el número tres preside también sus desplazamientos: hay un primer viaje de Montevideo a Suecia; un segundo de Suecia a España; y un tercero, en el epílogo, de nuevo desde Barcelona hasta Estocolmo.


La segunda etapa, introducida por la marca lexical “Siendo ya en este tiempo...” (Rico 2005: 125), se caracteriza por la experiencia de desempeñar distintos oficios; en este caso que se trata de trabajos remunerados; Lázaro se emplea como:

Tratado VI: ayudante de un aguador; Tratado VII: ayudante de un alguacil;

Tratado VII: pregonero de vinos, un “oficio real” que le consiguió el Arcipreste. Finalmente, la tercera etapa, introducida por la frase “En este tiempo...” (Rico

2005:130), se relaciona con el mundo familiar de Lázaro después de su casamiento:

Tratado VII: vida en el hogar, es decir, su llegada a “buen puerto”;

fase de dificultades domésticas debidas a las malas lenguas;

superación de las dificultades por mera conveniencia, disfrutando de la prosperidad y aceptando la indignidad.

 

Por primera vez en la narrativa europea el protagonista va construyendo su vida luchando contra la realidad adversa: si la ausencia de sentimientos elevados, la falta de descripciones de mundos idealizados alejan el texto de la gentileza que caracteriza la novela pastoril, del mismo modo, la ausencia de proezas y gestos heroicos rompe con la tradición afortunada de la novela de caballería, cuyos héroes estaban desde el comienzo predestinados al éxito. Al contrario, la figura de Lázaro es la de un ser itinerante que –desplazándose en búsqueda de una mejora de su status va a pasar privaciones, se expone a la explotación y va a sufrir

hambre: toda su experiencia existencial lo va entrenando para aceptar la deshonra final del

casamiento impuesto y en toda la novela late –en el trasfondo– un pesimismo amargo que se vincula con el determinismo divino de procedencia medieval. La larga carta de Lázaro se impone como un nuevo tipo de narración que abre el camino a la novela moderna y que no solo se caracteriza por su tiempo y espacio reales, sino que se detiene en presentar al público “el relato de una vida vulgar llena de penalidades, de hambre. Sin caballeros, sin hazañas, sin hechos ni escenarios maravillosos, sin amores [...] Nos ofrece una estructura en sarta con el paso de Lázaro de amo en amo” (Alvar, Mainer y Navarro 2011: 298).

Del mismo modo, la estructura en sarta de El camino a Ítaca impone la figura de Vladimir como un sujeto en continuo movimiento, en busca de empleadores, inicialmente convencido de poder valerse por mismo y finalmente obligado a toparse con el fracaso debido


a la perpetuación de su exposición al chantaje laboral: “Cuando uno llega a otro país tiene energías, está dispuesto a todo. [...] mi fuerza no era la misma que el primer día, cuando me sentía bueno para lo que viniera. No tenía trabajo [...] iba a volver a la vía pública” (166). Si en la novela de Liscano las energías del protagonista van paulatinamente menguando, la búsqueda de medios para sobrevivir es un proceso degenerativo también para Lázaro: en el tratado tercero, este, después de haber descubierto que el escudero, su tercer amo, se encuentra en un tan deplorable estado económico que no puede garantizarle ni la comida del día, así reflexiona:

 

Allí se me representaron de nuevo mis fatigas y torné a llorar mis trabajos. Allí se me vino a la memoria la consideración que hacía cuando me pensaba ir del clérigo, diciendo que, aunque aquél era desventurado y mísero, por ventura toparía con otro peor. Finalmente, allí lloré mi trabajosa vida pasada y mi cercana muerte venidera (Rico 2005: 76).

 

La definición que ofrece la Real Academia Española del término pícaro insiste en representarlo como una “persona de baja condición, astuta, ingeniosa y de mal vivir, protagonista de un género literario surgido en España”. Las connotaciones peyorativas que la palabra ha adquirido a lo largo de los siglos son confirmadas por otra definición ofrecida

por la misma Real Academia, que define al pícaro como un individuo “[b]ajo, ruin, doloso, falto de honra y vergüenza.” Ambas connotaciones representan un estigma, cuya huella parece reflejarse, hoy en día, en los elementos connotativos del término migrante, cuyo valor

semántico es puesto en relación contrastiva con el vocablo exiliado. Si existe un consenso

acerca de que este último denota a un sujeto que se ve obligado a dejar su patria por razones políticas, y de que el migrante es quien abandona su tierra por necesidades económicas, la jerarquización clasista de las causas del viaje provoca una discriminación social: a partir de la sensación compartida a priori de que los motivos políticos se valoran por encima de los económicos, Inés d’Ors –que analiza esta dinámica prestando particular atención al caso español– subraya cómo “el avance progresivo de los valores de la democracia ha hecho que la palabra exiliado goce de una cierta aureola de prestigio, mientras que emigrante se ha ido cargando de connotaciones peyorativas” (D’Ors 2002: 30).


Así como El camino a Ítaca, también El Lazarillo de Tormes es un relato que presenta una ambientación predominantemente urbana (Salamanca y Toledo son los dos escenarios principales): en este rasgo se diferencia de la producción literaria dominante en el siglo XVI, pues tanto la novela de caballería (cuyos personajes suelen ser héroes itinerantes) como la novela pastoril (cuyos protagonistas habitan áreas rurales a menudo construidas sobre el molde clásico del locus amoenus) no eligen la ciudad como escenario de

representación de las historias. Del mismo modo que la novela de Liscano, también El

Lazarillo de Tormes es una suerte de biografía, escrita en un periodo histórico en el que las biografías que se contaban y escribían eran las de los santos: en su estructura no hagiográfica, la autobiografía de Lázaro se moldea sobre el modelo de las Confesiones de San Agustín. En el relato autobiográfico de Vladimir, su hundimiento psicológico es tan hondo que el joven se convierte casi en un asceta, que se percibe a sí mismo como una ausencia: “En cierto modo yo no existía, o no existía de ningún modo. ¿Qué es uno fuera de su país, sin familia, sin documentos, sin trabajo, sin casa? Hasta la nada es mucho mejor en ese momento” (167-168). La ausencia de trabajo y la consiguiente falta de medios económicos para adquirir productos alimenticios a través de los canales canónicos de distribución desata en el “migrante excluido” la necesidad de una revisión de la moral individual sin caer, sin embargo, en la esfera de la inmoralidad a la que hacía referencia Paolo Balboni. En Vladimir, la aceptación resignada de la vida de clochard, disputándose al atardecer los bancos de la plaza Real para pasar la noche, se acompaña de una honda reflexión de su nuevo destino de excluido, de habitante del “afuera”:

 

Hay que romper con los prejuicios si uno quiere ser algo en la vida. Están los pruritos de la buena educación, de cuatro manuales que uno leyó alguna vez. Esa es una fuerza terrible. Bastan muy pocas cosas para que uno se crea algo, se niegue a aceptar que uno ya está fuera, que no tiene lugar alrededor de la mesa. (179).

 

La percepción social que el mundo de acogida tiene de Vladimir demuestra ser deudora de los más abusados clichés utilizados para ofrecer una visión estereotipada de los sujetos indocumentados, de los mendigos y de todo ser que sobrevive al margen del entramado social “oficial”. A partir del momento en el que el hombre opta por la vida en la


calle, la novela exacerba su crítica hacia el estereotipo construido por la sociedad burguesa como un esquema abstracto proporcionado por el contexto social y cultural: un esquema que produce –en el plano del discurso– imágenes y figuras caracterizadas por la repetición. De nuevo (tal como había ocurrido en los apartados analizados en la sección 2.1 de nuestro estudio), Liscano logra subrayar el rol dañino del estereotipo como forma de generalización que tiende a “distinguir un grupo basándose en algunos rasgos y a designar a todos los individuos que lo componen a través de esos elementos, según el principio de que cuando se ha visto a uno se ha visto a todos” (Kilani 2012: 338). Esa designación generalizadora es evidente en la representación del bloque indistinto de los habitantes nocturnos de la plaza Real: ese conjunto humano es percibido por el mundo burgués como un peligroso metissage

involuntario, resultado de una visión totalizadora del “otro”; se trata de una visión basada en

la abstracción, la imprecisón y la indistinción, cuya función es la de simplificar ilusoriamente una realidad que se percibe como inquietante. Así lo relata Liscano, contando cómo los burgueses sentían un verdadero;

 

terror a los reventados, a las putas, a los drogadictos, a la gente sin trabajo, a los andaluces  que   siempre   eran   gitanillos   si   cantaban   y  bailaban,  y  ‘moros   si   se emborrachaban. El que desconociéramos el orden y la limpieza era para ellos una amenaza y se llevaban el miedo a la cama, después de cerrar sus casas, sus cofres, agradeciéndole a Dios que la vida fuera como era (211).

 

El mal olor y los trapos harapientos de Valdimir y sus compañeros nocturnos representan –a su manera– una forma desviada de comunicación no verbal heredera de la “vestémica” que refuerza el prejuicio negativo que la burguesía ha elaborado acerca de las franjas marginales de un dado espacio urbano. Si se aplica la reflexión anterior a la vida de Lázaro de Tormes, se puede observar cómo la superposición del estereotipo como lugar común abusado y de la “vestémica” como forma de comunicación no verbal puede producir el surgimiento de un conjunto de ideas y creencias que operan una discriminación al revés; es el caso, en el Lazarillo de Tormes, de la percepción equivocadamente positiva que el joven

pícaro tiene del escudero en el tratado tercero de la obra: “Andando así discurriendo de

puerta en puerta [...] topóme Dios con un escudero que iba por la calle con razonable


vestido, bien peinado, su paso y compás en orden” (Rico 2005: 72). Bajo los rasgos aparentemente cortesanos y adinerados del escudero, Lázaro descubrirá a sus expensas la engañosa falacia de su esquema mental preconcebido. En tanto que modelo mental prefabricado y siempre fiel a sí mismo, el estereotipo que asocia la marginalidad social y económica de un sujeto a su peligrosidad puede verse –según reflexiona Ruth Amossy en Les ideés reçues: sémiologie du stéreotype– como “el equivalente, en el ámbito cultural, del objeto industrial standardizado” (Amossy 1991: 21).

La visión generalizadora y simplificadora que la sociedad de acogida elabora acerca de grupos sociales marginados encuentra una parcial confirmación en los eventos que acontecen en la última etapa de la experiencia catalana de Vladimir; se trata de la fase en la que el hombre decide emprender el camino de la mendicidad:

 

Pasé a la etapa de mendigar, abiertamente. Mendigaba plata, con la mano extendida, tratando de conmover, de hacer ver que darme limosna a era un bien. [...] Mi método era no decir nada, sentarme y tender la mano abierta, lo cual descubrí enseguida, es demasiado primitivo como para conmover a nadie (226- 227).

 

La indiferencia de la sociedad oficial representa, en el relato, el paso previo a otra construcción social del (in)migrante como enemigo: a esta alteridad desconocida se le puede atribuir un fenómeno complejo como el de la degradación urbana de ciertas áreas o barrios (en nuestro caso, la zona alrededor de la plaza Real). Esta construcción a priori, unida al difundido sentimiento de inseguridad vinculado con la presencia de ciertos grupos o ciertos individuos, resulta con frecuencia alimentada por la percepción social del migrante no solo como figura marginal, sino también como “ser desviante”, una imagen que se fortalece a

causa de las campañas de información en contra de la presencia extranjera. La construcción social y lingüística del extranjero como enemigo produce, en palabras de Alessandro de Giorgi, un control que se ejerce sobre:

 

las representaciones (y entonces, sobre las motivaciones) de los ciudadanos, que son inducidos a considerarse a mismos como parte de una comunidad amenazada


por enemigos públicos. Y la misma construcción lingüística produce un control sobre el extranjero, cuyas representaciones y motivaciones (acceso a los derechos, ciudadanía...) son cohibidas e imposibilitadas a expresarse (de Giorgi 2000: 47).

 

El migrante de Liscano, al alejarse voluntariamente de todo espacio socialmente visible y reconocido, opta por una solución de “no-estar”: su elección apunta a una deliberada colocación “fuera de sitio”, a una auto-marginación que lo aleja de la “norma”. Tanto la marginalidad aceptada como forma natural (cuando no, incluso, voluntaria) de vida como la extranjería –que es causa y efecto de la primera– definen como, en palabras de Achurar, “un ser entre dos aguas, [ambas] apuntan a una definición del espacio; apuntan al no estar o al estar fuera de sitio o al estar fuera de pertenencia” (Achugar 1987: 242).

Esta colocación fuera de sitio es lo que permite resumir como sigue nuestro análisis: por un lado, el trayecto de Lázaro –por debajo de la crítica a los arquetipos de amos y de la observación despiadada de sus vicios– dibuja un ascenso social17 y un paralelo mantenimiento en la indignidad (sin honra habían vivido sus padres, sin honra decide vivir Lázaro, aceptando el casamiento con la amante del Arcipreste). El recorrido existencial del antihéroe de Liscano refleja, en cambio, una trayectoria de triple descenso: económico (se ve obligado a mendigar), social (es asociado a las categorías consideradas peligrosas por la sociedad oficial) y afectivo (a lo largo de casi toda la narración la figura femenina representa más un potencial puerto seguro en los momentos de más profunda congoja que el destinatario de un sentimiento profundo).

 

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17 Según señala Francisco Rico en su estudio La novela picaresca y el punto de vista, el “caso” sobre el que Vuestra Merced pregunta a Lázaro en la página diez del prólogo no sería el caso matrimonial, sino el caso de su sorprendente -por la época- ascenso social: su caso es excepcional y la novela en forma de carta es una herramienta para hacer ostentación del rápido ascenso.


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