Colindancias 10 / 2019, 65-80
Maja Šabec
Universidad de Ljubljana
Crueldad – piedad – concupiscencia: el sincretismo del discurso
amoroso
en la literatura castellana del siglo XV
Recibido: 04.11.2019 / Aceptado:
12.12.2019
En la literatura castellana del siglo XV, la tradición medieval fue cediendo muy lentamente ante los elementos renacentistas que se iban adentrando en la Península Ibérica desde Italia. Creció el interés por el arte y la literatura de la Antigüedad, por el estudio del latín y el saber en general, y los poetas empezaron a ejercitarse en las nuevas formas poéticas; sin embargo, antes de imponerse definitivamente la mentalidad y la creatividad humanistas, la segunda mitad del siglo experimentó un curioso anacronismo: toda una generación de poetas se volcó en unos ideales literarios remotos que en el resto de Europa habían expirado ya en el siglo XIII (cfr. Boase 1978 y Alonso 2002). Este giro que refleja la específica situación sociohistórica en los reinos peninsulares acabó introduciendo en la creación literaria una serie de contrastes y confluencias tanto temáticos como formales.
Uno de estos fenómenos es la ambigüedad que surge entre tres actitudes aparentemente irreconciliables de la relación amorosa ―la crueldad, la piedad y la concupiscencia―, que se observará en tres géneros distintos: la poesía cancioneril, la novela sentimental y La Celestina. El denominador común de estos textos es el código del amor cortés, bien en su forma más pura, en otra algo adaptada, o, finalmente, en su forma parodiada.
En la Península Ibérica el amor cortés se manifestó primero durante el auge de la lírica trovadoresca en los siglos XII y XIII, en tres focos: Aragón, Galicia y Castilla. Más adelante, desempeñó un papel importante en la consolidación de este modelo Alfonso X El Sabio (1252-1284), el mecenas más destacado de su tiempo, que acogía en su corte, entre otros, a poetas provenzales y escribía él mismo poesía amorosa (cfr. Gier 1981). A pesar de que en la historia literaria consta que el movimiento trovadoresco se extinguió al final del siglo XIII, la España tardomedieval volvió a sus modelos enterrados desde hacía casi dos siglos, introduciéndolos, entonces ya muy convencionalizados, no solo en la producción poética, sino hasta en los patrones del comportamiento de la sociedad cortesana. Roger Boase (1978) habla, así, del ‘resurgimiento trovadoresco’ (The troubadour revival), relacionado con el resurgimiento general del idealismo cortesano y caballeresco; este alcanzó también a los demás países de Europa, pero ninguno de ellos cultivaba las actividades cortesanas de una manera tan intensa como España.
Este fenómeno sociocultural a primera vista sorprendente está vinculado a la condición de la nobleza castellana, por un lado, y la asimilación de la cultura aragonesa, por el otro. Mientras que en el siglo XV el poder de la nobleza en toda Europa se fue debilitando y esta capa social fue perdiendo cada vez más su razón de ser, en España, al revés y paradójicamente, no dejaba de crecer. En su vana esperanza de asegurarse aliados políticos, Juan II y su hijo Enrique IV impulsaban la formación de una nueva aristocracia, acabando por crear un grupo social desprovisto de cualquier tipo de responsabilidades materiales o políticas, que, para justificar su existencia, volvía con nostalgia la mirada en el pasado caballeresco y rechazaba todo concepto social que negase el statu quo. A esta minoría gobernante le correspondía perfectamente el ideal provenzal del fin’amors por basarse en los principios feudales de fidelidad, lealtad y subordinación, por exigir el respeto de la condición social y la jerarquía, convirtiéndose, así, en el medio de evasión ante las perturbadoras circunstancias sociales y políticas que sacudían el reino y amenazaban su bienestar (Boase 1978: 151-153 y cfr. MacKay 2000). Al mismo tiempo, dos importantes cambios políticos
―la elección de Fernando de Antequera de la dinastía Trastámara para el trono aragonés (1412) y, por otro lado, la creciente preponderancia política de Álvaro de Luna en Castilla― desmoronaron los obstáculos culturales que existían entre los dos reinos y, además de trazar el camino para su unión bajo Fernando de Aragón e Isabel I, acercaron la cultura aragonesa, marcada por una fuerte impronta de la tradición trovadoresca, al ámbito castellano. En esta encrucijada entre la evasión de la realidad y la evocación de los ideales trasnochados, la corte se convirtió en el centro de actividades sociales adonde acudía en masa la nueva nobleza y donde la composición de poesía amorosa destacó como criterio de excelencia y etiqueta, medio para ganar popularidad y una de las formas más divulgadas de entretenimiento (Boase 1978: 153). Cvitanovic constata que estas actitudes conservadoras expresadas en el arte y la literatura llegaron a formar parte de la percepción aristocrática de la sociedad. En la corte se organizaban ceremonias, justas y torneos, concursos poéticos y otras formas de diversión que fueron considerados como legado de la aristocracia y con los que resucitaban los ideales del mundo caballeresco, suplantando, con ello, la decadencia efectiva de su verdadero poder. “El artificio no se refiere solamente a la lengua o a las expresiones estilísticas, sino a la vida misma de esta fase de la historia bajomedieval” (Cvitanovic 1973: 17).
Compartiendo esta perspectiva, Boase entiende el resurgimiento trovadoresco como “el mundo anacrónico de las apariencias” que forma parte de la añoranza generalizada de la estabilidad y el idealismo de antaño (Boase 1978: 5). Y como todo conducía hacia el artificio, la pedantería y la convención generalizada, la poesía de los poetas cortesanos también fue meramente convencional (Cvitanovic 1973: 19). La concepción del amor reflejaba la actitud artificiosa hacia la vida. Beysterveldt escribe al respecto que la lírica amorosa del siglo XV constituyó una especie de “laboratorio poético”, en que se configuró “todo un aparato conceptual y simbólico” mediante el que los autores expresaban la nueva visión aristocrático-cortesana del amor y que se trasladó posteriormente al campo de la novela sentimental, el teatro y toda la literatura ulterior (Beysterveldt 1975: 95).
Cuando, después de los reinados caóticos de Juan II y de Enrique IV, subió al trono Isabel I, casada desde 1469 con Fernando de Aragón, esta no tardó mucho en establecer el orden. Los futuros Reyes Católicos supieron orientar la energía de la nobleza, que se perdía hasta entonces en conflictos internos, hacia el triunfo de la Reconquista. Green estima que si la caída de Granada simboliza el fin de una época, esto se debe también a que se trató de la última guerra basada en los principios cortesanos y caballerescos (Green 1969: 118-119). Una vez recuperada Granada, la aristocracia perdió su sentido y el idealismo caballeresco se desvaneció. En cuanto los monarcas adquirieron el control, impusieron las medidas para frenar
su poder y disminuir su riqueza, asentando, así, la base de su reino centralista y absolutista. Después de 1492, la corte real dejó de ser el foco de frivolidad, alegría y extravagancia. Y al agotarse los viejos ideales, se extinguió, junto con las demás actividades palaciegas, también la poesía cortesana (Boase 1978: 113 y Blanco Aguinaga et al. 1981: 133-137).
La temática de las composiciones cancioneriles en las que confluyeron las convenciones galaicoportuguesas, provenzales y los influjos petrarquistas es muy variada. Los poetas versifican sobre las cuestiones filosóficas, teológicas, morales, la muerte, la alabanza de grandes personajes difuntos o vivos, etc. A la concepción teocéntrica del mundo vienen a yuxtaponerse los temas mitológicos alegorizados con un importante sello de Dante y Petrarca, que anuncian la inminente propagación del humanismo en las letras españolas. Aparecen también poemas políticos, satíricos, eróticos y hasta explícitamente obscenos (Blanco Aguinaga et al. 1981: 136-177; cfr. Alonso 2002. En cuanto al concepto del amor cortés, este prevalece, sobre todo, en las primeras compilaciones y, luego, en el Cancionero General de Hernando del Castillo. Se observan, sin embargo, ciertas diferencias o adaptaciones del modelo por los poetas españoles; entre ellas, Alonso destaca el acento puesto sobre los aspectos tristes del amor, la lamentación por la ausencia de la dama o por su cruel indiferencia que llevan al amante no correspondido a la desesperación. Su pasividad contrasta con el principio caballeresco de responder a esta actitud adversa, es decir, emprender todo tipo de aventuras para ganar la aprobación de la dama (Alonso 2002: 20). Esta postura quejumbrosa del enamorado adquirió matices más acusados y complejos al manifestarse en la novela sentimental, paralelamente a lo cual se contempla una alteración importante en la actitud de la dama. Para el estudio del tema propuesto, usaremos los ejemplos de una de las obras más pertinentes de esta vertiente, Cárcel de amor (1492) de Diego de San Pedro.
Según Cvitanovic, la novela sentimental se halla, tanto por su contenido como por su forma, en un punto intermedio, “ambiguo y esclarecedor a la vez”, entre la lírica cortesana y la narrativa realista, entre la Edad Media y el Renacimiento (1973: 40). De allí el conflicto básico que mueve la historia: los protagonistas están atrapados en una red de convencionalismos del amor cortés, del erotismo y de las sofocantes reglas sociales que les impiden unirse. Tienen dos opciones: o bien aceptar estas reglas con un autodominio racionalizante y renunciar al amor, lo que inevitablemente conlleva frustración, o bien rechazarlas, lo que, a su vez, conlleva la muerte de uno de ellos o de ambos (Blanco Aguinaga et al. 1981: 187). Así, por ejemplo, Leriano, al agotar la esperanza de unirse con Laureola ‘se deja
morir’. En el desarrollo de la trama, los conflictos íntimos, anímicos y los temores contra los que luchan los personajes son mucho más importantes que la historia en sí. Es precisamente en este clima psicológico de la novela donde adquiere especial interés el papel de la piedad de la dama, sentimiento desconocido por el canon del amor cortés, pero que en la ficción sentimental encajó de una manera idónea con la justificación de la relación ‘amorosa’ por parte de la moral cristiana. Conviene resaltar, sin embargo, la observación de Blanco Aguinaga et al. (1981: 189) de que, a pesar de su predominante intimismo, subjetividad e individualismo, estas novelas también critican indirectamente tanto las normas sociales como la concepción medieval del amor cortés, el heroísmo caballeresco y el honor, aunque sin ofrecer alternativa alguna a estos modelos.
Pero el giro decisivo de perspectiva no tarda mucho en producirse. Las referencias a las consecuencias nefastas de los patrones socioculturales que se pueden divisar en las novelas sentimentales terminan por desembocar, al final del siglo XV, en un ataque abierto y transgresivo sin precedentes en la Comedia o Tragicomedia de Calisto y Melibea. En La Celestina, el concepto literario de amor cortés se confronta con la realidad del mundo medieval en su punto de desintegración, con sus insalvables conflictos sociales y morales. Como afirma Parker, Calisto no expresa su fe incondicional en el amor en un escenario alegórico o idealizado, como sucedía en los textos anteriores; él y sus sirvientes habitan el auténtico mundo de las postrimerías del siglo XV y utilizan el lenguaje común de su tiempo. “El abismo entre lo ideal y lo real es absoluto” (Parker 1986: 50). Es en este espacio entre los dos polos opuestos donde surgen las innumerables ambigüedades y paradojas de la obra de Rojas.
El dialogismo lingüístico, literario y cultural de La Celestina ofrece numerosas vías de interpretación, unas poniendo de relieve el aspecto moralizante; otras, el discurso anticlerical; otras, el escepticismo y el pesimismo debidos a la procedencia conversa del autor; mientras que una parte importante de celestinistas (Russell, Martin McCash, Ayllón, Severin, Lacarra, Iglesias y, sobre todo, Fothergill-Payne) lee la obra principalmente como parodia que se burla de todo y de todos ―de las grandes autoridades de la Antigüedad y de la Edad Media, de la Iglesia, del orden social, de las virtudes y vicios humanos― y, sobre todo, va echando abajo de un modo sistemático las reglas codificadas de amor cortés imperantes en la lírica cancioneril y la novela sentimental: el linaje noble, el amor cortés como ideal inalcanzable, el anhelo del ‘galardón’, la divinización de la amada, el sentimiento de inferioridad del pretendiente y su incesante servicio a la dama, la preservación del secreto, etc. El código del amor cortés empieza a desplomarse desde el primer encuentro entre los futuros enamorados, repleto de implícitos malentendidos debidos a la discrepancia
entre la ‘lectura’ literal (Calisto) y la metafórica (Melibea) del canon, y este proceso de desintegración continúa mediante las maniobras de la astuta alcahueta que sigue la misma lógica ambigua, hasta que por fin los jóvenes se encuentran y disipan cualquier duda sobre su único objetivo, que es la unión física (cfr. Lacarra 1989; Castells 1992; Martin McCash 2001). A la lista de los preceptos parodiados en la obra, llevados al nivel de materialización más burda, viene a sumarse, como veremos más adelante, también la piedad de la dama de la novela sentimental.
La piedad, virtud cristiana por excelencia, por más contradictorio que parezca, tiene un papel decisivo para la realización de la unión física de los enamorados, ya que Celestina consigue su objetivo construyendo su estrategia desde esta convención característica de la novela sentimental. Pero lo que en Cárcel de amor es piedad verdadera, en La Celestina, como se revela, no es sino el disfraz que oculta los motivos lascivos, sin importar quién manipula con ella, sea la vieja alcahueta o la ‘ingenua’ doncella.
La relación trovadoresca entre el noble enamorado y la dama inaccesible no preveía ningún gesto condescendiente por parte de la dama; la función de esta fue guardar rigurosamente la actitud intransigente y cruel. La variante española del amor cortés, sin embargo, se desvió paulatinamente de esta rigurosidad. En la primera fase de la aceptación del tema del amour courtois, las diferencias son todavía escasas; el contraste más notorio es quizá que los poetas españoles no cantan el amor adúltero, sino que el objeto de su veneración puede ser también una donzella, a veces incluso su propia esposa, y que ponen mayor énfasis precisamente en la austeridad de la dama y la desesperación del amante. Pero las derivaciones más tardías, en la segunda mitad del siglo XV, introdujeron un notable cambio: el esfuerzo, consciente y tenaz, de los poetas de resolver la incompatibilidad entre el amor cortés, de carácter profano, y los imperativos de la religión cristiana. Estos empeños discurrían por dos vías ideológicas, la ascético-cristiana y la neoplatónico-cristiana, que acabaron entrelazándose irreversiblemente y cuyos principios se integraron y perpetuaron de forma fragmentaria en el discurso poético en gran parte de la poesía del cancionero (Beysterveldt 1972: 190; cfr. Gerli 1981).
La premisa de la corriente ascético-cristiana es la separación entre el alma y el cuerpo, poniendo en el lugar más alto la razón como aliada del alma que lleva al hombre hacia la salvación, mientras que el corazón y los sentidos están al servicio del cuerpo, es decir, del amor, y este es instrumento del diablo. Siguiendo este esquema, el amor es, entonces, una fuerza enemiga, en la conciencia del amante directamente relacionada con la idea del pecado. Esta perspectiva se revela en la
actitud quejumbrosa de los amantes que se consideran ‘víctimas’ del amor. En la línea neoplatónico-cristiana, la inspiración poética recurre a la visión de la belleza femenina concebida como reflejo de la perfección divina. Aquí, a diferencia del enfoque ascético-cristiano, la razón no capitula porque la ciega fuerza amorosa atropellara la voluntad, sino, al contrario, acepta voluntariamente la lógica del amor. Pero el amante se siente indigno de amar un ser tan sublime. Así, centenares de poemas del cancionero expresan el amor como servicio fiel a la dama inaccesible que no recompensa nunca a su servidor, por lo cual el sentimiento del amante se vuelve puro sufrimiento, cercano a la muerte. No obstante, el amante no solo acepta este sufrimiento, sino en realidad lo desea y le es placentero, para él es la prueba de su amor. El destino lo condenó a amar fielmente sin esperanza de alcanzar la felicidad, pero prefiere esta ‘muerte en vida’ a no amar del todo. Las penas amorosas sufridas devotamente o hasta abrazadas con exaltación por el caballero enamorado se acercan a la concepción religiosa de las pruebas por las que tiene que pasar el buen cristiano en esta vida para poder alcanzar la dicha eterna. Esta correspondencia profano-religiosa hace que el amor incondicional del amante hacia su dama termine tiñiéndose de matices de la fidelidad religiosa que no siempre puede ser explicada racionalmente (Beysterveldt 1982: 130-137).
Independientemente del motivo, lo intrínseco en ambas perspectivas, tanto la ascético-cristiana como la neoplatónico-cristiana, es el sufrimiento ante la no culminación o la postergación de la dicha hacia el infinito. Y en ambos casos los poetas se sirvieron de la terminología religiosa. La interpretación idealista del sentido de esta postura consiste en que los dos, tanto el amor como el padecimiento, se dirigen a la meta común, o sea, elevar al ser humano hasta niveles cada vez más altos de su capacidad para vivir noblemente (Parker 1986: 32 y cfr. Green 1969). A la luz de esta concepción, el amor cortés adquiere un tono elitista y aristocrático: son pocos los elegidos a los que les es dado experimentar el amor ennoblecedor. Contraria a este enfoque idealista es la consideración de que la convención del amor inconcluso y doliente no es sino una reticencia que disfraza las ideas sensuales y los sentimientos lujuriosos.
Según Parker, el uso de los conceptos y lenguaje religiosos para el ideal humano fue la expresión metafórica de dicho ‘ennoblecimiento’: al equiparar el amor humano con los valores de la fe, los poetas pretendían glorificar y exaltar el amor y, a la vez, no desprestigiar ni burlarse de la fe (1986: 36-41). Gerli también subraya que si los poetas españoles escogieron la metáfora y la alusión religiosas, no fue para “mofar o satirizar el cristianismo, sino porque eran las formas que mejor expresaban la intensidad, el alcance y la complejidad de sus sentimientos eróticos”. La asociación de lo profano y lo religioso no debe ser tratada, entonces, como un mero tópico, sino
como el modo de valorizar, definir y expresar el confuso mundo de los sentimientos, ya que el único sistema conocido que desempeñaba una función semejante era el del dogma cristiano (Gerli 1981: 68). El sincretismo del amor cortés y el cristianismo se revela desde las metáforas más sencillas e inocentes en las que el poeta alude al origen celestial de su amada, hasta detalladas adaptaciones del ritual de la misa para celebrar al dios del amor. En algún punto entre un extremo y el otro se encuentra, por ejemplo, junto con otras numerosas composiciones, el mote Sin Dios y sin vos y sin mí glosado por Jorge Manrique (ID4166 M 3680)1, en el que el enamorado se lamenta ante su dama de que se quedó, desde que la ama, desprovisto de Dios, de ella y de sí mismo: de Dios porque es a ella a la que adora, de ella porque lo rechaza, y de sí porque le pertenece a ella.
Esta versión de la concepción idealizada del amor, como ya se ha mencionado, se complicó sustancialmente al desplazarse a la novela sentimental y al teatro porque se confrontó con los elementos específicos de la realidad que encontraron en estos dos géneros un espacio mucho más adecuado para ser reflejados. La tensión entre el nivel idealista y la realidad fue cada vez más acusada y la consecuencia de estos roces fue que la distancia entre el hombre y la mujer en la literatura, hasta entonces insalvable, empezó a distenderse. En este periodo específico de la evolución histórico-literaria, denominado “movimiento anticortesano” por Beysterveldt, el contenido del amor cortés español dio un vuelco significativo. El ideal de la dama ingrata y cruel de la lírica amorosa perdió la credibilidad. En la nueva escala de valores se produjo la inversión de dos posturas antagónicas, la crueldad y la piedad: a partir de entonces, la primera adquirió un tono negativo y la segunda, un tono positivo. El rechazo de la intransigencia e ingratitud por parte de la dama a favor de una actitud más compasiva hacia las penas amorosas del amante apunta al proceso efectivo de acercamiento entre el sexo masculino y femenino. Una de las consecuencias más importantes de este proceso es que la lucha interna entre las fuerzas favorables al amor y las que se le resisten, reservada al hombre en la lírica cortesana, acabó por afectar también a la parte opuesta, la mujer (Beysterveldt 1982: 137-141). Sin embargo, esta nueva tendencia ‘igualatoria’ no se acomodaba para nada a las normas sociales que seguían restringiendo el trato entre los dos sexos. La gratitud y piedad femeninas tropezaron con el nuevo imperativo de la honra, que suplantó el de la crueldad y que la dama de
1 “Yo soy quien libre me vi, / yo, quien pudiera
olvidaros; / yo só el que, por amaros,
/ estoy,
desque os conoscí, / sin
dios y sin vos y sin mí. // Sin Dios, porqu'en vos adoro; / sin vos, pues no me queréis; / pues sin mí, ya está de coro, / que vos sois quien me tenéis.
/
Assí que triste nascí, / pues que pudiera olvidaros; /
yo só el que, por amaros, / estoy, desque os conoscí, / sin dios y
sin vos y sin mí.” (An Electronic
Corpus of 15th Century Castilian Cancionero Manuscripts. University of Liverpool.
<http://cancionerovirtual.liv.ac.uk/>)
la lírica cortesana no conocía o, al menos, no tomaba en consideración. La doncella de linaje noble creció entre las cuatro paredes de su hogar, se le inculcaban desde la infancia las virtudes de castidad, honestidad y pudor, y la interiorización de estas propiedades femeninas positivas le impuso un riguroso autocontrol, por un lado, mientras que, por el otro, la infracción de los mandatos le causaba un insoportable sentimiento de culpabilidad. Ambas conductas fueron fomentadas y explotadas por la moral cristiana. Estas circunstancias explican el conflicto interno de las heroínas de la novela sentimental (Beysterveldt 1975: 98-99).
El concepto de la piedad en correlación con el del amor puede ser ilustrado con la siguiente anéctota de Sermones vulgares del teólogo y cardenal francés Jacques de Vitry (1160-1240): una vieja, al no poder convencer a la doncella a que admitiese las propuestas amorosas de un mancebo, le sugiere a este que finja estar débil y le haga saber a la doncella que padece de amor por ella: “Finge te infirmum et significa mulieri illi quod amore ejus infirmaris.” [Crane 1980: 105]. El comportamiento aconsejado por la vieja (medianera) es también parte de la estrategia recomendada por algunos manuales de amor (Wack 1990: 163), mientras que los tratados de medicina ― por ejemplo, Lilio de medicina de Bernardo Gordonio o El sumario de la medicina de Francisco Villalobos― lo consideraban uno de los síntomas de la enfermedad de amor (amor hereos) y proponían tratamientos para curarlo. Lo que llama la atención en el ejemplo alegado arriba, más que la ‘patología’ del joven en sí, es el objetivo de tal proceder: el ‘paciente’ espera despertar la piedad de la dama.
En el contexto cristiano, la piedad incitaba a los mortales a compadecerse del Jesucristo sufriente y de la Virgen llorando la muerte de su hijo, y esta actitud les permitía esperar recibir el mismo trato por su parte. Los textos religiosos prescribían con exactitud los signa amoris que los fieles mostraban delante del Crucificado y su madre dolorosa para ser atendidos (Belting 1991: 134), señales idénticas a las que utilizaban los enamorados literarios al anhelar a su dama. La dama, siguendo el nuevo código amoroso, se veía obligada a mostrarse compasiva, lo que demuestra, forzosamente, su confianza en los motivos honrados del adorador por presuponer que este no abusaría de dicha confianza y la ‘relación’ entre los dos se quedaría, entonces, en la caridad, en el socorro (cristiano) brindado al prójimo que lo necesita. Es exactamente lo que decide hacer Laureola por Leriano en Cárcel de amor después de ser persuadida por el Auctor sobre la importancia de su intervención. Para empezar, el medianero le describe las penas del joven y le da a entender que es ella la que las causa: “[T]odos los males del mundo sostiene: dolor le atormenta,
pasión le persigue, desesperança le destruye, muerte le amenaza, pena l(e) secuta, pensamiento l(e) desvela, deseo le atribula, tristeza le condena, fe no le salva; supe dél que de todo esto tú eres causa” (San Pedro 1971: 95). A continuación, emprende una táctica eficiente: en una retórica enrevesada, típica de la novela sentimental, incita a la doncella a remediar con la piedad al afligido y convertirse, así, en la más celebrada de las mujeres por salvarlo, y no repudiada por matarlo. Al proponérselo, no se le olvida resaltar que de cumplirlo se asemejará a Dios, ya que prevenir la muerte no dista de dar la vida:
Si la pena que le causas con
el merecer le remedias con la piedad,
serás entre las mugeres nacidas la más
alabada de cuantas nacieron; contempla y mira cuánto es mejor que te alaben porque redemiste,
que no que te culpen porque mataste; […] pues si la remedias [= la pasión de Leriano] te da causa que puedas hazer lo mismo que Dios; porque no es de menos estima el redemir quel criar, assí que harás tú tanto en quitalle la muerte
como Dios en darle la vida (1971:
95, la cursiva es mía)
La intención del Auctor consigue su objetivo, pronto empiezan a manifestarse cambios sintomáticos en el comportamiento de la joven. Son los que describen los manuales de medicina para los enfermos de amor. Sin embargo, es muy significativo que en este caso, según el Auctor, no se trataría de pasión [= sufrimiento] amorosa, sino de “pasión piadosa”:
Si Leriano se nonbrava en su presencia, desatinava
de lo que dezía, bolvíase
súpito colorada y después
amarilla, tornávase ronca su boz, secávasele la boca; por mucho que encobría sus mudanças, forçávala la pasión piadosa
a la disimulación discreta. Digo piadosa porque sin dubda, segund lo que después mostró,
ella recebía estas alteraciones más de piedad que de amor (1971: 98)
“Lo que después mostró” Laureola ―eso sí, tras largos y duros combates consigo misma, con sus sentimientos, con las normas establecidas, sobre todo con el código del honor― es el rechazo definitivo del amor de Leriano, que, privado así de su única razón de ser, encuentra la única salida en la muerte.
Si la doncella de
la ficción sentimental, con su sentencia irremediable ―a pesar de que sus motivaciones
sean otras que las de la dama ingrata y cruel―, cabe todavía dentro del marco del amor cortés, el desenlace de
la historia de Calisto y Melibea rompe definitivamente con este patrón. La
artimaña con la que la alcahueta Celestina traza el camino hacia su objetivo es idéntica a la del Auctor de la Cárcel
de amor. Primero, le cuenta a Melibea que un enfermo corre el peligro de morir y le pide su ayuda: “Yo dejo un enfermo a la muerte, que con sola una palabra de tu noble boca salida que le lleve metida en mi seno, tiene por fe que sanará, según la mucha devoción tiene en tu gentileza” (Rojas 2000: 124)2. La alusión al texto bíblico no podría ser más sugerente. Melibea, criada de acuerdo con los valores cristianos, responde inmediatamente. Reconoce que Celestina, por un lado, provoca su enfado, mientras que, por el otro, la obliga a obrar según su deber cristiano. Sus argumentaciones siguen de cerca el razonamiento de Laureola:
Por una parte me alteras y provocas a enojo; por otra me mueves a compasión; […] Que yo soy
dichosa, si de
mi palabra hay necesidad
para salud de algún cristiano. Porque hacer
beneficio es semejar a Dios, y más que el que hace beneficio le recibe cuando es a persona que le merece.
Y el que puede sanar al que padece, no lo haziendo, le mata. (124)
Contemplando la primera reacción favorable de la joven, Celestina apela con más ahínco aún a la piedad cristiana, colmando su discurso de lugares comunes. Sostiene que Dios no pudo crear a Melibea tan perfecta, “sino para hacerlos almacén de virtudes, de misericordia, de compasión, ministros de sus mercedes y dádivas” (125). No sorprende que Melibea termine por “compadecerse”, ya que “es obra pía y santa sanar los apasionados y enfermos” (132). La palabra ‘apasionado’ es ambigua, puede significar tanto enfermo, sufriente en el sentido medicinal, como enardecido de pasión amorosa. Su uso en este contexto no hace sino demostrar que el diálogo entre Celestina y Melibea está entretejido de alusiones y disimulos. Toda la conversación se desarrolla según la conjetura ‘sé que sabes que sé de qué me estás hablando’. La joven está dispuesta a sanar al enfermo grave, sin embargo, la palabra ‘apasionados’ hace sospechar que es consciente de qué enfermedad se trata, sabe cómo hay que curarla y que, además, es exactamente lo que ella desea hacer.
Acto seguido, Celestina se arriesga un poco más y le pide que le entregue el cordón que ciñe su cintura y que, según ella, podrá sanar al apasionado Calisto porque “es fama que ha tocado todas las reliquias que hay en Roma y Jerusalem” (129). Melibea, siempre por piedad, atiende también esta súplica. Después, cuando la alcahueta entrega esta ‘reliquia’ a Calisto, este, en concordancia con el equívoco discurso religioso-amoroso-sexual, efectivamente exclama: “¡Oh mi gloria y ceñidero de aquella angélica cintura…!” (156). El episodio del cordón es, quizá, determinante para el rumbo de la trama. Al quitárselo a Melibea, Celestina la privó de la protección
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divina frente al amor prohibido y, por eso, pudo hacer uso de la magia con la que la ‘contagió’ del amor, y, al mismo tiempo, proveyó a Calisto del objeto que había estado en contacto no solo con las reliquias, sino también, o sobre todo, con el cuerpo de su amada —simbolismo este con connotaciones eróticas en la tradición popular (en Rojas 2000: 263, nota 129.161)―. Muy pronto, arregló el primer encuentro de la pareja enamorada en el que por fin se revela con toda claridad que su objetivo no tenía nada que ver con el amor cortés, postergando el ‘galardón’ hacia el infinito, y que lo que mueve a Melibea al menos con tanta intensidad como a Calisto, o incluso más, no es la piedad en absoluto, sino la concupiscencia.
En el segundo encuentro Melibea, a punto de entregarse a los abrazos lujuriosos de Calisto, advierte todavía al amante enceguecido de deseo: “Señor mío, pues me fié de tus manos, pues quise cumplir tu voluntad, no sea de peor condición por ser piadosa que si fuera esquiva y sin misericordia” (272), confirmando la perspectiva canónica según la cual la dama confía en que el pretendiente no abusará de su confinaza en él. Sin embargo, cuando los dos sucumben a la pasión, su discurso pierde toda ambigüedad y no queda huella alguna de amantes cortesanos. La pérdida del pudor, el último bastión del honor femenino, lanza a la protagonista al otro extremo donde el código del amor cortés termina no por derrumbarse, sino por invertirse. Melibea altera definitivamente las relaciones del ritual amoroso por asumir el papel sumiso, reservado por definición al caballero. Entrega su destino a la voluntad de su señor: “¡Oh mi señor y mi bien todo […] ordena de mí a tu voluntad! […] Te suplico ordenes y dispongas de mi persona según querrás” (245-246). De repente, es ella la sierva y él su amo: “Es tu sierva, es tu cautiva, es la que más tu vida que la suya estima” (272). Y cuando en su última visita Calisto se exalta: “Jamás querría, señora, que amaneciese, según la gloria y el descanso que mi sentido recibe de la noble conversación de tus delicados miembros” (322), la ‘dama’ se adelanta a su apología proclamando sin el menor sentimiento de culpa que la que saca mayor partido de este amor es ella y que se siente agradecida y privilegiada por ser el objeto de su atención. Exclama: “Señor, yo soy la que gozo, yo la que gano; tú, señor, el que me haces con tu visitación incomparable merced” (322). Conforme a esta lógica invertida, la piedad también se ha trasladado, siendo ahora, siguiendo las palabras de Melibea, el hombre quien ejerce este sentimiento hacia la dama. No obstante, en la última réplica de la protagonista llama aún más la atención su revelación del gozo que le proporciona la práctica del amor carnal, gesto tanto más sorprendente, ya que, por regla general, la literatura medieval del amor cortés enmudece al enfrentarse con la expresión del deseo y placer sexual femenino.
Más allá de invertir la convención literaria de la dama compasiva de las novelas sentimentales, la heroína de la novela de Rojas rehusó, entonces, sin titubear y
asumiendo plena responsabilidad, el papel designado por la sociedad de su tiempo a las mujeres de su clase. “¿Quién es el que me ha de quitar mi gloria, quién apartarme mis placeres?” (296), se indigna al oír a sus padres hablar de su casamiento con algún pretendiente adecuado a su linaje. Como señala Catherine Swietlicki, Rojas deja de plasmar a la mujer a través de su papel moral para otorgarle la voz de un ser social del todo autónomo. Tanto Melibea como las demás figuras femeninas son presentadas en la obra desde un retrato realista, individualizado y consciente de mujeres con unos deseos y necesidades muy humanos que resultan incompatibles con las normas sociales (Swietlicki 1985: 3-4; cfr. Herrera Jiménez 1997 y Gerli 2011: 138-163). Es en este aspecto subversivo de La Celestina en que consiste la diferencia sustancial entre Melibea y sus predecesoras literarias, tanto las damas despiadadas de la lírica cancioneril como las doncellas piadosas de las novelas sentimentales. Diferencia ilustrativa entre la tradición medieval de la que esta obra toma materia e inspiración, y la concepción renacentista del ser humano que transmite tanto en el sentido sociohistórico como literario.
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